24.-Se fue para siempre. Poemas de Fernando Carpintero Cerezuela (111

                        Se fue para siempre,
                        se fue de mi vida,
                        se fue de mis sueños,
                        y yo la quería.
                        Se fue para siempre,
                        se fue de mi lado,
                        y yo todavía
                        no la he olvidado.
                        Se fue para siempre,
                        pero en mi corazón
                        la sigo teniendo,
                        pues sentí el amor.
                        Se fue para siempre,
                        se fue de mi vida,
                        y yo le amaba,
                        y yo le quería.....
                        mi querida hermana.........................

Sigue siempre adelante,
nunca mires hacia atrás,
mira siempre el futuro,
haz un esfuerza mas.
Sigue siempre avanzando,
mira por donde vas,
piensa que lo haz logrado,
haz un esfuerzo más.
Confía en ti, ten fe,
piensa que lo lograras,
nunca te desanimes,
Haz un esfuerzo más.
Para ver un arco iris
la lluvia has de aguantar,
por más difícil que sea,
haz un esfuerzo más.
Piensa que si logras
libre de eso estarás,
vamos, haz un esfuerzo,
haz un esfuerzo más.
Y si a pesar de todo,
tu no lo puedes lograr,
hiciste lo que pudiste,
hiciste un esfuerzo mas.
 

Ahora que ya no estas
Ahora que ya no estas...
Siento que mi vida se fue contigo.
Te busco en todas partes sin poder encontrarte.
No será  fácil seguir adelante.
Imagino tu presencia, para sentirte junto a mí.
Te imagino con frecuencia, solo sé pensar en ti.
Sé que con el tiempo lograre resignarme...
...resignarme a no tenerte y a  tan solo pensarte.
Pero en este momento mi dolor es muy grande,
mi tristeza es eterna... solo me resta llorarte.
Ahora que ya no estas...
Es que  se cuanto te quise.
Y en mi por siempre vivirás
aun sabiendo que te fuiste...

Se fue para siempre. Fernando Carpintero Cerezuela

Fernando Carpintero Cerezuela

                       

                        Se fue para siempre,
                        se fue de mi vida,
                        se fue de mis sueños,
                        y yo la quería.
                        Se fue para siempre,
                        se fue de mi lado,
                        y yo todavía
                        no la he olvidado.
                        Se fue para siempre,
                        pero en mi corazón
                        la sigo teniendo,
                        pues sentí el amor.
                        Se fue para siempre,
                        se fue de mi vida,
                        y yo le amaba,
                        y yo le quería.....
                        mi querida hermana
.........................

Sigue siempre adelante,
nunca mires hacia atrás,
mira siempre el futuro,
haz un esfuerzo mas.
Sigue siempre avanzando,
mira por donde vas,
piensa que lo haz logrado,
haz un esfuerzo más.
Confía en ti, ten fe,
piensa que lo lograras,
nunca te desanimes,
Haz un esfuerzo más.
Para ver un arco iris
la lluvia has de aguantar,
por más difícil que sea,
haz un esfuerzo más.
Piensa que si logras
libre de eso estarás,
vamos, haz un esfuerzo,
haz un esfuerzo más.
Y si a pesar de todo,
tu no lo puedes lograr,
hiciste lo que pudiste,
hiciste un esfuerzo mas.
 

Ahora que ya no estas
Ahora que ya no estas...
Siento que mi vida se fue contigo.
Te busco en todas partes sin poder encontrarte.
No será  fácil seguir adelante.
Imagino tu presencia, para sentirte junto a mí.
Te imagino con frecuencia, solo sé pensar en ti.
Sé que con el tiempo lograre resignarme...
resignarme a no tenerte y a  tan solo pensarte.
Pero en este momento mi dolor es muy grande,
mi tristeza es eterna... solo me resta llorarte.
Ahora que ya no estas...
Es que  se cuanto te quise.
Y en mi por siempre vivirás
aun sabiendo que te fuiste...

05/05/2013

Fernando Carpintero Cerezuela

Nació en una pedanía cerca de la localidad Almeriense de Adra. Sus padres emigraron cuando contaba 8 años a Holanda. 
Hoy trabaja como controlador en una empresa de transportes Hermanos Forte de El Ejido (Almería)

24.-Se fue para siempre. Poemas de Fernando Carpintero Cerezuela (111

                        Se fue para siempre,
                        se fue de mi vida,
                        se fue de mis sueños,
                        y yo la quería.
                        Se fue para siempre,
                        se fue de mi lado,
                        y yo todavía
                        no la he olvidado.
                        Se fue para siempre,
                        pero en mi corazón
                        la sigo teniendo,
                        pues sentí el amor.
                        Se fue para siempre,
                        se fue de mi vida,
                        y yo le amaba,
                        y yo le quería.....
                        mi querida hermana.........................

Sigue siempre adelante,
nunca mires hacia atrás,
mira siempre el futuro,
haz un esfuerza mas.
Sigue siempre avanzando,
mira por donde vas,
piensa que lo haz logrado,
haz un esfuerzo más.
Confía en ti, ten fe,
piensa que lo lograras,
nunca te desanimes,
Haz un esfuerzo más.
Para ver un arco iris
la lluvia has de aguantar,
por más difícil que sea,
haz un esfuerzo más.
Piensa que si logras
libre de eso estarás,
vamos, haz un esfuerzo,
haz un esfuerzo más.
Y si a pesar de todo,
tu no lo puedes lograr,
hiciste lo que pudiste,
hiciste un esfuerzo mas.
 

Ahora que ya no estas
Ahora que ya no estas...
Siento que mi vida se fue contigo.
Te busco en todas partes sin poder encontrarte.
No será  fácil seguir adelante.
Imagino tu presencia, para sentirte junto a mí.
Te imagino con frecuencia, solo sé pensar en ti.
Sé que con el tiempo lograre resignarme...
...resignarme a no tenerte y a  tan solo pensarte.
Pero en este momento mi dolor es muy grande,
mi tristeza es eterna... solo me resta llorarte.
Ahora que ya no estas...
Es que  se cuanto te quise.
Y en mi por siempre vivirás
aun sabiendo que te fuiste...

24.-Se fue para siempre. Poemas de Fernando Carpintero Cerezuela (111

                        Se fue para siempre,
                        se fue de mi vida,
                        se fue de mis sueños,
                        y yo la quería.
                        Se fue para siempre,
                        se fue de mi lado,
                        y yo todavía
                        no la he olvidado.
                        Se fue para siempre,
                        pero en mi corazón
                        la sigo teniendo,
                        pues sentí el amor.
                        Se fue para siempre,
                        se fue de mi vida,
                        y yo le amaba,
                        y yo le quería.....
                        mi querida hermana.........................

Sigue siempre adelante,
nunca mires hacia atrás,
mira siempre el futuro,
haz un esfuerza mas.
Sigue siempre avanzando,
mira por donde vas,
piensa que lo haz logrado,
haz un esfuerzo más.
Confía en ti, ten fe,
piensa que lo lograras,
nunca te desanimes,
Haz un esfuerzo más.
Para ver un arco iris
la lluvia has de aguantar,
por más difícil que sea,
haz un esfuerzo más.
Piensa que si logras
libre de eso estarás,
vamos, haz un esfuerzo,
haz un esfuerzo más.
Y si a pesar de todo,
tu no lo puedes lograr,
hiciste lo que pudiste,
hiciste un esfuerzo mas.
 

Ahora que ya no estas
Ahora que ya no estas...
Siento que mi vida se fue contigo.
Te busco en todas partes sin poder encontrarte.
No será  fácil seguir adelante.
Imagino tu presencia, para sentirte junto a mí.
Te imagino con frecuencia, solo sé pensar en ti.
Sé que con el tiempo lograre resignarme...
...resignarme a no tenerte y a  tan solo pensarte.
Pero en este momento mi dolor es muy grande,
mi tristeza es eterna... solo me resta llorarte.
Ahora que ya no estas...
Es que  se cuanto te quise.
Y en mi por siempre vivirás
aun sabiendo que te fuiste...

otoño del año 2000. María López Visiedo

Tras el cristal empañado por la niebla
de mi propio aliento,
miraba abstraída hacia la calle.
 
La lluvia y el viento mezclados,
enturbiaron los colores grises,
claros, de nubarrones casado
con ruidosos truenos.
 
El agua invadía la calzada
de tal manera,
que no dejaba cruzar a la
gente que vivía al otro lado.
 
Mi corazón se alegraba
viviendo momentos de felicidad.
¡Por fin tenemos agua!
me dije. Y seguí gozosa,
contemplando al infinito.
 
La paz y la alegría, no vienen
por grandes hazañas,
ni por espectaculares logros
si no por la sutil mirada
contemplativa, de las cosas
pequeñas de cada día.
07.11.2000

otoño del año 2000. María López Visiedo

Tras el cristal empañado por la niebla
de mi propio aliento,
miraba abstraída hacia la calle.
 
La lluvia y el viento mezclados,
enturbiaron los colores grises,
claros, de nubarrones casado
con ruidosos truenos.
 
El agua invadía la calzada
de tal manera,
que no dejaba cruzar a la
gente que vivía al otro lado.
 
Mi corazón se alegraba
viviendo momentos de felicidad.
¡Por fin tenemos agua!
me dije. Y seguí gozosa,
contemplando al infinito.
 
La paz y la alegría, no vienen
por grandes hazañas,
ni por espectaculares logros
si no por la sutil mirada
contemplativa, de las cosas
pequeñas de cada día.
07.11.2000

otoño del año 2000. María López Visiedo

Tras el cristal empañado por la niebla
de mi propio aliento,
miraba abstraída hacia la calle.
 
La lluvia y el viento mezclados,
enturbiaron los colores grises,
claros, de nubarrones casado
con ruidosos truenos.
 
El agua invadía la calzada
de tal manera,
que no dejaba cruzar a la
gente que vivía al otro lado.
 
Mi corazón se alegraba
viviendo momentos de felicidad.
¡Por fin tenemos agua!
me dije. Y seguí gozosa,
contemplando al infinito.
 
La paz y la alegría, no vienen
por grandes hazañas,
ni por espectaculares logros
si no por la sutil mirada
contemplativa, de las cosas
pequeñas de cada día.
07.11.2000

otoño del año 2000. María López Visiedo

Tras el cristal empañado por la niebla
de mi propio aliento,
miraba abstraída hacia la calle.
 
La lluvia y el viento mezclados,
enturbiaron los colores grises,
claros, de nubarrones casado
con ruidosos truenos.
 
El agua invadía la calzada
de tal manera,
que no dejaba cruzar a la
gente que vivía al otro lado.
 
Mi corazón se alegraba
viviendo momentos de felicidad.
¡Por fin tenemos agua!
me dije. Y seguí gozosa,
contemplando al infinito.
 
La paz y la alegría, no vienen
por grandes hazañas,
ni por espectaculares logros
si no por la sutil mirada
contemplativa, de las cosas
pequeñas de cada día.
07.11.2000

Océanos del espacio.- Joaquin Niebla. nick Hefesto

Océanos del espacio







Océanos del espacio

respiraban con sus bocas
sopesaron sus poderes.
Congregaron en sus manos
los vértices de las rocas.
Sigilosas y mutantes
las épocas de las charcas
espiaron combinaciones
calibraron sus esencias
en la voz de los instantes.
Reprodujeron son sangre
elementos paralelos.
Designaron con su herencia
los esquemas replicantes.
Propagaron con su muerte
el poder de su presencia.
Vastos mares y lagos
crearon hijos de larvas
horadaron el suplicio
presagiaron sufrimiento.
Mostraron con su proyecto
la custodia de los seres.
Con fogonazos de espanto
pensaron el mecanismo
y articularon la vida.
Elevaron su engranaje
a la edad de las esferas.
Pronto sintieron la imagen
en ocelos prodigiosos.
En las galernas del agua
supieron por vez primera
que aquel sería su mundo
su universo y su tierra.
Poderosos y orgullosos
ocuparon el planeta.
Trasladaron sus siluetas
con tentáculos de arena.
El instinto dominaba
sus esqueletos de arena.

25.- Océanos del espacio.- Joaquin Niebla. nick Hefesto. (114

Océanos del espacio
respiraban con sus bocas
sopesaron sus poderes.
Congregaron en sus manos
los vértices de las rocas.
Sigilosas y mutantes
las épocas de las charcas
espiaron combinaciones
calibraron sus esencias
en la voz de los instantes.
Reprodujeron son sangre
elementos paralelos.
Designaron con su herencia
los esquemas replicantes.
Propagaron con su muerte
el poder de su presencia.
Vastos mares y lagos
crearon hijos de larvas
horadaron el suplicio
presagiaron sufrimiento.
Mostraron con su proyecto
la custodia de los seres.
Con fogonazos de espanto
pensaron el mecanismo
y articularon la vida.
Elevaron su engranaje
a la edad de las esferas.
Pronto sintieron la imagen
en ocelos prodigiosos.
En las galernas del agua
supieron por vez primera
que aquel sería su mundo
su universo y su tierra.
Poderosos y orgullosos
ocuparon el planeta.
Trasladaron sus siluetas
con tentáculos de arena.
El instinto dominaba
sus esqueletos de arena.

25.- Océanos del espacio.- Joaquin Niebla. nick Hefesto. (114

Océanos del espacio
respiraban con sus bocas
sopesaron sus poderes.
Congregaron en sus manos
los vértices de las rocas.
Sigilosas y mutantes
las épocas de las charcas
espiaron combinaciones
calibraron sus esencias
en la voz de los instantes.
Reprodujeron son sangre
elementos paralelos.
Designaron con su herencia
los esquemas replicantes.
Propagaron con su muerte
el poder de su presencia.
Vastos mares y lagos
crearon hijos de larvas
horadaron el suplicio
presagiaron sufrimiento.
Mostraron con su proyecto
la custodia de los seres.
Con fogonazos de espanto
pensaron el mecanismo
y articularon la vida.
Elevaron su engranaje
a la edad de las esferas.
Pronto sintieron la imagen
en ocelos prodigiosos.
En las galernas del agua
supieron por vez primera
que aquel sería su mundo
su universo y su tierra.
Poderosos y orgullosos
ocuparon el planeta.
Trasladaron sus siluetas
con tentáculos de arena.
El instinto dominaba
sus esqueletos de arena.

25.- Océanos del espacio.- Joaquin Niebla. nick Hefesto. (114

Océanos del espacio
respiraban con sus bocas
sopesaron sus poderes.
Congregaron en sus manos
los vértices de las rocas.
Sigilosas y mutantes
las épocas de las charcas
espiaron combinaciones
calibraron sus esencias
en la voz de los instantes.
Reprodujeron son sangre
elementos paralelos.
Designaron con su herencia
los esquemas replicantes.
Propagaron con su muerte
el poder de su presencia.
Vastos mares y lagos
crearon hijos de larvas
horadaron el suplicio
presagiaron sufrimiento.
Mostraron con su proyecto
la custodia de los seres.
Con fogonazos de espanto
pensaron el mecanismo
y articularon la vida.
Elevaron su engranaje
a la edad de las esferas.
Pronto sintieron la imagen
en ocelos prodigiosos.
En las galernas del agua
supieron por vez primera
que aquel sería su mundo
su universo y su tierra.
Poderosos y orgullosos
ocuparon el planeta.
Trasladaron sus siluetas
con tentáculos de arena.
El instinto dominaba
sus esqueletos de arena.

34.-Ana F. Montes.- Dícese desencanto.(133

Érase una vez... una princesa que vivía en un bosque de álamos, sauces, robles y castaños (quizás hubiera algún abeto, pero tampoco creo que sea importante). Se había retirado allí, aparte de la muy respetable familia real, para disfrutar de la libertad de una vida sosegada e íntima. Moraba en una casita de piedra gris, que poseía un huerto de donde sacaba para comer (la princesa, aparte de idealista, era también vegetariana). No obstante, ella dedicaba la mayor parte de su tiempo a la lectura, sentada a la sombra de un viejo y enorme sauce llorón. Devoraba con ansiosa placidez páginas y más páginas, repletas de palabras, en busca de una riqueza interior infinita.

Una soleada mañana, sus ojos se sorprendieron al vislumbrar de lejos a un caballero que se acercaba sobre una montura ricamente enjaezada. A ella no la visitaba nadie nunca (excepto el distribuidor de turno que le traía las últimas novedades publicadas y el panadero), así que sintió una extraña alegría al ver que se le brindaba la oportunidad de conversar con alguien. El caballero se detuvo ante ella y se presentó como el príncipe de Tal, demostrando ya en la presentación ardides de sutil cortesía.

Cruzaron varias frases y tras explicar la princesa porqué se hallaba allí tan apartada y tan sola, él decidió quedarse a su lado (no tenía planes en su agenda), pues le parecía buena idea aquello de enriquecerse con aquel montículo de obras que descansaban apiladas un poco más allá. (También añadió que, de paso, la defendería de alimañas; aunque allí no rondaban alimañas de ninguna clase, pensó ella, encogiéndose de hombros). El caso es que aquel buen señor bajó del caballo, ató las riendas a un tronco vecino y tomó el primer libro del montón, antes de sentarse sobre la hierba.

Lo que inicialmente iba a ser una breve estancia, fue tornándose en días. Aprovechaban la luz del sol para leer al aire libre, y en las noches se reunían ante la lumbre de la chimenea, dentro de la casita de piedra, donde se pasaban horas encadenando conversaciones.
Al principio, la princesa se sintió alterada por su visitador, sutil violador de su paz; pero, poco a poco, fue maravillándose por las historias ignotas y emocionantes que su interlocutor le narraba cada vigilia. El tiempo hizo que comenzara a mirarlo con ojos distintos: era elegante de porte, sensato en razonamientos, amable y cortés de trato, divertido de talante, sabio en su proceder y cultivado en sus charlas. La princesa escuchaba extasiada su cadenciosa voz siempre que él retomaba un relato o ilustraba una discusión.
Pasadas unas semanas, tras un resbalón en el huerto, entre dos hileras de lechugas, la princesa despertose a la condición de enamorada.
Tal sentimiento le quemaba el pecho y luchaba por salir de su garganta o de mover sus manos en gesto involuntario cada vez que se hallaba en su presencia, anhelando un sentimiento correspondido. Hasta que un buen día, sin preámbulo alguno, mientras degustaban una sopa de puerros, declaró su amor de sopetón. El príncipe se quedó lívido, mudo. Sin decir ni mú, dejó la cuchara en el cuenco, abandonó su sitio y fue en busca de su caballo para salir por patas sin mirar atrás. La princesa lo vio alejarse con suma tristeza. La pena y la desilusión se clavaron en su alma con inquina, aunque ni una sola lágrima surcó su rostro. Pensó para sí que quizás el único lenguaje válido para el amor fuera el silencio.
A pesar de todo, al día siguiente el príncipe regresó. Ella lo recibió alborotada con grandes muestras de alegría, pero él mantuvo una expresión adusta y se sentó a leer sin cruzar apenas palabra. Cuando se hartaba de la dosis cultural diaria, volvía a montar en su caballo y abandonaba a la princesa bajo la luz del ocaso.
Aquellas visitas siguieron repitiéndose, aunque el humor del príncipe variaba más que la veleta del tejado: unas veces relajaba el ceño y volvía a ser dicharachero y locuaz, y otras se tornaba huraño y retraído. Esto cuando iba, porque hubo días que hasta se olvidó de ir. Según ocurría esto, los labios de la princesa se contraían en extrañas muecas.
Sucedió una mañana que, a su llegada, la princesa descubrió sorprendida que una pierna del príncipe se había convertido en un anca de rana. Al preguntarle alarmada, él respondió:
- Tranquila. Todo va bien.
A la semana siguiente (durante la cual, el comportamiento del príncipe seguía siendo tan desconcertante), la princesa se encontró al recibirlo, que su otra pierna era ahora también un anca resguardada en la lana del pantalón. Ante la pregunta preocupada de rigor, él respondía de la misma forma:
-Tranquila. Todo va bien.
Al mes, después de que la princesa hubiese ido comprobando que las manos también terminaron por metamorfosearse en sendas ancas y que su piel iba tomando un tono ligeramente verdusco, a la interrogación acostumbrada de ella, aquel ser mitad príncipe, mitad vaya-usted-a-saber, respondió con un contundente:
-¡Croac!

34.-Ana F. Montes.- Dícese desencanto.(133

Érase una vez... una princesa que vivía en un bosque de álamos, sauces, robles y castaños (quizás hubiera algún abeto, pero tampoco creo que sea importante). Se había retirado allí, aparte de la muy respetable familia real, para disfrutar de la libertad de una vida sosegada e íntima. Moraba en una casita de piedra gris, que poseía un huerto de donde sacaba para comer (la princesa, aparte de idealista, era también vegetariana). No obstante, ella dedicaba la mayor parte de su tiempo a la lectura, sentada a la sombra de un viejo y enorme sauce llorón. Devoraba con ansiosa placidez páginas y más páginas, repletas de palabras, en busca de una riqueza interior infinita.

Una soleada mañana, sus ojos se sorprendieron al vislumbrar de lejos a un caballero que se acercaba sobre una montura ricamente enjaezada. A ella no la visitaba nadie nunca (excepto el distribuidor de turno que le traía las últimas novedades publicadas y el panadero), así que sintió una extraña alegría al ver que se le brindaba la oportunidad de conversar con alguien. El caballero se detuvo ante ella y se presentó como el príncipe de Tal, demostrando ya en la presentación ardides de sutil cortesía.

Cruzaron varias frases y tras explicar la princesa porqué se hallaba allí tan apartada y tan sola, él decidió quedarse a su lado (no tenía planes en su agenda), pues le parecía buena idea aquello de enriquecerse con aquel montículo de obras que descansaban apiladas un poco más allá. (También añadió que, de paso, la defendería de alimañas; aunque allí no rondaban alimañas de ninguna clase, pensó ella, encogiéndose de hombros). El caso es que aquel buen señor bajó del caballo, ató las riendas a un tronco vecino y tomó el primer libro del montón, antes de sentarse sobre la hierba.

Lo que inicialmente iba a ser una breve estancia, fue tornándose en días. Aprovechaban la luz del sol para leer al aire libre, y en las noches se reunían ante la lumbre de la chimenea, dentro de la casita de piedra, donde se pasaban horas encadenando conversaciones.
Al principio, la princesa se sintió alterada por su visitador, sutil violador de su paz; pero, poco a poco, fue maravillándose por las historias ignotas y emocionantes que su interlocutor le narraba cada vigilia. El tiempo hizo que comenzara a mirarlo con ojos distintos: era elegante de porte, sensato en razonamientos, amable y cortés de trato, divertido de talante, sabio en su proceder y cultivado en sus charlas. La princesa escuchaba extasiada su cadenciosa voz siempre que él retomaba un relato o ilustraba una discusión.
Pasadas unas semanas, tras un resbalón en el huerto, entre dos hileras de lechugas, la princesa despertose a la condición de enamorada.
Tal sentimiento le quemaba el pecho y luchaba por salir de su garganta o de mover sus manos en gesto involuntario cada vez que se hallaba en su presencia, anhelando un sentimiento correspondido. Hasta que un buen día, sin preámbulo alguno, mientras degustaban una sopa de puerros, declaró su amor de sopetón. El príncipe se quedó lívido, mudo. Sin decir ni mú, dejó la cuchara en el cuenco, abandonó su sitio y fue en busca de su caballo para salir por patas sin mirar atrás. La princesa lo vio alejarse con suma tristeza. La pena y la desilusión se clavaron en su alma con inquina, aunque ni una sola lágrima surcó su rostro. Pensó para sí que quizás el único lenguaje válido para el amor fuera el silencio.
A pesar de todo, al día siguiente el príncipe regresó. Ella lo recibió alborotada con grandes muestras de alegría, pero él mantuvo una expresión adusta y se sentó a leer sin cruzar apenas palabra. Cuando se hartaba de la dosis cultural diaria, volvía a montar en su caballo y abandonaba a la princesa bajo la luz del ocaso.
Aquellas visitas siguieron repitiéndose, aunque el humor del príncipe variaba más que la veleta del tejado: unas veces relajaba el ceño y volvía a ser dicharachero y locuaz, y otras se tornaba huraño y retraído. Esto cuando iba, porque hubo días que hasta se olvidó de ir. Según ocurría esto, los labios de la princesa se contraían en extrañas muecas.
Sucedió una mañana que, a su llegada, la princesa descubrió sorprendida que una pierna del príncipe se había convertido en un anca de rana. Al preguntarle alarmada, él respondió:
- Tranquila. Todo va bien.
A la semana siguiente (durante la cual, el comportamiento del príncipe seguía siendo tan desconcertante), la princesa se encontró al recibirlo, que su otra pierna era ahora también un anca resguardada en la lana del pantalón. Ante la pregunta preocupada de rigor, él respondía de la misma forma:
-Tranquila. Todo va bien.
Al mes, después de que la princesa hubiese ido comprobando que las manos también terminaron por metamorfosearse en sendas ancas y que su piel iba tomando un tono ligeramente verdusco, a la interrogación acostumbrada de ella, aquel ser mitad príncipe, mitad vaya-usted-a-saber, respondió con un contundente:
-¡Croac!

34.-Ana F. Montes.- Dícese desencanto.(133

Érase una vez... una princesa que vivía en un bosque de álamos, sauces, robles y castaños (quizás hubiera algún abeto, pero tampoco creo que sea importante). Se había retirado allí, aparte de la muy respetable familia real, para disfrutar de la libertad de una vida sosegada e íntima. Moraba en una casita de piedra gris, que poseía un huerto de donde sacaba para comer (la princesa, aparte de idealista, era también vegetariana). No obstante, ella dedicaba la mayor parte de su tiempo a la lectura, sentada a la sombra de un viejo y enorme sauce llorón. Devoraba con ansiosa placidez páginas y más páginas, repletas de palabras, en busca de una riqueza interior infinita.

Una soleada mañana, sus ojos se sorprendieron al vislumbrar de lejos a un caballero que se acercaba sobre una montura ricamente enjaezada. A ella no la visitaba nadie nunca (excepto el distribuidor de turno que le traía las últimas novedades publicadas y el panadero), así que sintió una extraña alegría al ver que se le brindaba la oportunidad de conversar con alguien. El caballero se detuvo ante ella y se presentó como el príncipe de Tal, demostrando ya en la presentación ardides de sutil cortesía.

Cruzaron varias frases y tras explicar la princesa porqué se hallaba allí tan apartada y tan sola, él decidió quedarse a su lado (no tenía planes en su agenda), pues le parecía buena idea aquello de enriquecerse con aquel montículo de obras que descansaban apiladas un poco más allá. (También añadió que, de paso, la defendería de alimañas; aunque allí no rondaban alimañas de ninguna clase, pensó ella, encogiéndose de hombros). El caso es que aquel buen señor bajó del caballo, ató las riendas a un tronco vecino y tomó el primer libro del montón, antes de sentarse sobre la hierba.

Lo que inicialmente iba a ser una breve estancia, fue tornándose en días. Aprovechaban la luz del sol para leer al aire libre, y en las noches se reunían ante la lumbre de la chimenea, dentro de la casita de piedra, donde se pasaban horas encadenando conversaciones.
Al principio, la princesa se sintió alterada por su visitador, sutil violador de su paz; pero, poco a poco, fue maravillándose por las historias ignotas y emocionantes que su interlocutor le narraba cada vigilia. El tiempo hizo que comenzara a mirarlo con ojos distintos: era elegante de porte, sensato en razonamientos, amable y cortés de trato, divertido de talante, sabio en su proceder y cultivado en sus charlas. La princesa escuchaba extasiada su cadenciosa voz siempre que él retomaba un relato o ilustraba una discusión.
Pasadas unas semanas, tras un resbalón en el huerto, entre dos hileras de lechugas, la princesa despertose a la condición de enamorada.
Tal sentimiento le quemaba el pecho y luchaba por salir de su garganta o de mover sus manos en gesto involuntario cada vez que se hallaba en su presencia, anhelando un sentimiento correspondido. Hasta que un buen día, sin preámbulo alguno, mientras degustaban una sopa de puerros, declaró su amor de sopetón. El príncipe se quedó lívido, mudo. Sin decir ni mú, dejó la cuchara en el cuenco, abandonó su sitio y fue en busca de su caballo para salir por patas sin mirar atrás. La princesa lo vio alejarse con suma tristeza. La pena y la desilusión se clavaron en su alma con inquina, aunque ni una sola lágrima surcó su rostro. Pensó para sí que quizás el único lenguaje válido para el amor fuera el silencio.
A pesar de todo, al día siguiente el príncipe regresó. Ella lo recibió alborotada con grandes muestras de alegría, pero él mantuvo una expresión adusta y se sentó a leer sin cruzar apenas palabra. Cuando se hartaba de la dosis cultural diaria, volvía a montar en su caballo y abandonaba a la princesa bajo la luz del ocaso.
Aquellas visitas siguieron repitiéndose, aunque el humor del príncipe variaba más que la veleta del tejado: unas veces relajaba el ceño y volvía a ser dicharachero y locuaz, y otras se tornaba huraño y retraído. Esto cuando iba, porque hubo días que hasta se olvidó de ir. Según ocurría esto, los labios de la princesa se contraían en extrañas muecas.
Sucedió una mañana que, a su llegada, la princesa descubrió sorprendida que una pierna del príncipe se había convertido en un anca de rana. Al preguntarle alarmada, él respondió:
- Tranquila. Todo va bien.
A la semana siguiente (durante la cual, el comportamiento del príncipe seguía siendo tan desconcertante), la princesa se encontró al recibirlo, que su otra pierna era ahora también un anca resguardada en la lana del pantalón. Ante la pregunta preocupada de rigor, él respondía de la misma forma:
-Tranquila. Todo va bien.
Al mes, después de que la princesa hubiese ido comprobando que las manos también terminaron por metamorfosearse en sendas ancas y que su piel iba tomando un tono ligeramente verdusco, a la interrogación acostumbrada de ella, aquel ser mitad príncipe, mitad vaya-usted-a-saber, respondió con un contundente:
-¡Croac!

Melocotones Frescos. Francisco Cañabate Reche

  Para ti, que te quiero.

  Tal vez me piensen loco, pero voy a contarlo. No me importa que opinen que no tiene sentido lo que sabrán ahora porque yo así lo creo y eso no cambia nada. Si regreso en el tiempo y recorro esos días en que sucedió todo me parecen absurdos, pero no tengo dudas. Casi puedo decirlo con certeza absoluta, aunque queda el temor, ( entro en casas ajenas mirando las paredes, y pregunto los gustos de aquellos que visito. Nunca digo porqué porque no entenderían) y ocurre la desidia ( recobrar al dolor, aunque sea en el recuerdo siempre es inoportuno, y siempre es aplazable).

Hablaré sin embargo, lo diré con franqueza: cuando eso entró en mi vida, cuando ella lo pensó ( tal vez soñó pensarlo sintiéndose feliz) y lo eligió entre todos, sin comentarme nada, y después lo creó solo por ser osada, por darme una sorpresa, mucho antes de tenerlo con nosotros y a mano, cuando solo se hallaba como algo imaginado, comenzaron los signos ciertos de mi desgracia. Diré por si hace falta que yo era un hombre sano, que siempre había comido, y bebido, y vivido sin freno, ni mesura, sin medida ni pauta. Hasta que empezó aquello. En los primeros días aprecié paso a paso extrañas sensaciones y no supe que eran y decidí olvidarlas, me escondí bajo el ala tibia de la desgana y no les hice caso. Luego me sentí mal sin sentido y sin causa y consulté a un galeno. Me dijo que era alergia y puso tratamiento. Mas tarde ocurrió aquello. No se como pasó. Aun no puedo explicarlo, o no me atrevo a hacerlo porque es casi imposible. No me parece lógico, ni cuerdo, ni sencillo, pero si estoy seguro de que sucedió así, como lo cuento ahora, por si lo viven otros,  por si a alguien le interesa.
Fue una torpe mañana de trabajo sin pausa. Durante aquellas horas yo ya me sentía extraño, incomodo, irascible, insensible y huraño. Estaba algo agitado cuando  entré en la oficina. Luego llegué a mi puesto y Otis miró el reloj. Me estaba controlando y lo odiaba por ello, y me hacía sentir mal, pero eso no importaba. Ya estaba sucediendo aunque no lo sabía. Pese a mi malestar del que culpé al enfado ( y mentalmente a Otis), decidí continuar y así seguí el camino que ya tenía marcado hasta acabar mi turno. Luego colgué mi bata y bajé hasta la calle, y al pisar el asfalto comenzó un cosquilleo detrás de las orejas que yo achaqué a aquel frío de enero intermitente. Cesó y no le hice caso. El prurito inclemente se inició algo mas tarde. Sucedió en el camino de mi regreso a casa. Yo viajaba en el metro cuando sentí de pronto la íntima desazón que siempre le precede, esa cosquilla extraña, la casi dulce sensación de caricia callada, de terciopelo azul que me eriza la piel, la punzada inminente con que empieza el dolor. Eso no era algo nuevo, lo había notado antes: a veces, en el pueblo, al picarme una avispa, o en el agua del mar, al tocar las medusas. Como las otras veces después de tanto tiempo, de una forma intuitiva sabía lo que vendría  solo poco más tarde, pero ahora era distinto porque no había una causa que lo justificara ( o yo no la encontraba). Nada me había ocurrido y nada me era extraño. Miré a mi alrededor examinando a aquellos que estaban junto a mí en el vagón del metro, ocupando mi espacio, luchando por mi aire lo mismo que ratones enjaulados e inermes, y no vi nada nuevo. Salí de la estación por unas escaleras ( las de todos los días, sucias, desangeladas) y encaminé mis pasos hacia mi propia casa donde ella me esperaba. Y mientras caminaba se acrecentó el picor. Aunque algo mareado, sudoroso y sediento y escondiendo mi rostro, aun saludé al tendero que devolvió el saludo como todos los días, sin mirarme siquiera. Subí las escaleras de mi piso en silencio, sintiendo ya el esfuerzo, dejando que creciera la erupción en mi piel, ansiando un baño helado lo mismo que una pócima que lo calmara todo. Llegué hasta mi rellano notando aquel edema que parecía ocuparme y llenaba mis ojos. Se nublaba mi vista, pero no me  explicaba lo que estaba ocurriendo. Me pareció imposible porque no había motivo, y registré mis ropas por si algo había quedado camuflado en mi abrigo sin que yo lo supiera. Pero no encontré nada. Introduje la llave y cuando abrí la puerta el prurito fue intenso, agudo, insoportable. Me notaba febril  y pronuncié su nombre implorando su ayuda, pero no hubo respuesta. Supe que estaba solo y continué avanzando por el largo pasillo  que me apareció extenso, igual que una planicie yerma e inhabitada que surge inacabable después de una batalla. Luego llegué al salón y al fin lo supe todo.
La causa estaba allí. Reconocí mi alergia.
Sobre la chimenea, decorando la sala había aquel bodegón pintado al natural que yo nunca había visto. Lo había pintado ella. Este era su secreto. Quería ser la sorpresa por nuestro aniversario, su dulce aportación:
Unos melocotones. Frescos, bellos, distantes, también irreprochables, ocupaban el lienzo.
 Me desplomé en silencio vencido por la asfixia.
 ( Y ella legó mas tarde cargada de naranjas - de las que nada temo- y me salvó la vida).

Melocotones Frescos. Francisco Cañabate Reche

  Para ti, que te quiero.

  Tal vez me piensen loco, pero voy a contarlo. No me importa que opinen que no tiene sentido lo que sabrán ahora porque yo así lo creo y eso no cambia nada. Si regreso en el tiempo y recorro esos días en que sucedió todo me parecen absurdos, pero no tengo dudas. Casi puedo decirlo con certeza absoluta, aunque queda el temor, ( entro en casas ajenas mirando las paredes, y pregunto los gustos de aquellos que visito. Nunca digo porqué porque no entenderían) y ocurre la desidia ( recobrar al dolor, aunque sea en el recuerdo siempre es inoportuno, y siempre es aplazable).

Hablaré sin embargo, lo diré con franqueza: cuando eso entró en mi vida, cuando ella lo pensó ( tal vez soñó pensarlo sintiéndose feliz) y lo eligió entre todos, sin comentarme nada, y después lo creó solo por ser osada, por darme una sorpresa, mucho antes de tenerlo con nosotros y a mano, cuando solo se hallaba como algo imaginado, comenzaron los signos ciertos de mi desgracia. Diré por si hace falta que yo era un hombre sano, que siempre había comido, y bebido, y vivido sin freno, ni mesura, sin medida ni pauta. Hasta que empezó aquello. En los primeros días aprecié paso a paso extrañas sensaciones y no supe que eran y decidí olvidarlas, me escondí bajo el ala tibia de la desgana y no les hice caso. Luego me sentí mal sin sentido y sin causa y consulté a un galeno. Me dijo que era alergia y puso tratamiento. Mas tarde ocurrió aquello. No se como pasó. Aun no puedo explicarlo, o no me atrevo a hacerlo porque es casi imposible. No me parece lógico, ni cuerdo, ni sencillo, pero si estoy seguro de que sucedió así, como lo cuento ahora, por si lo viven otros,  por si a alguien le interesa.
Fue una torpe mañana de trabajo sin pausa. Durante aquellas horas yo ya me sentía extraño, incomodo, irascible, insensible y huraño. Estaba algo agitado cuando  entré en la oficina. Luego llegué a mi puesto y Otis miró el reloj. Me estaba controlando y lo odiaba por ello, y me hacía sentir mal, pero eso no importaba. Ya estaba sucediendo aunque no lo sabía. Pese a mi malestar del que culpé al enfado ( y mentalmente a Otis), decidí continuar y así seguí el camino que ya tenía marcado hasta acabar mi turno. Luego colgué mi bata y bajé hasta la calle, y al pisar el asfalto comenzó un cosquilleo detrás de las orejas que yo achaqué a aquel frío de enero intermitente. Cesó y no le hice caso. El prurito inclemente se inició algo mas tarde. Sucedió en el camino de mi regreso a casa. Yo viajaba en el metro cuando sentí de pronto la íntima desazón que siempre le precede, esa cosquilla extraña, la casi dulce sensación de caricia callada, de terciopelo azul que me eriza la piel, la punzada inminente con que empieza el dolor. Eso no era algo nuevo, lo había notado antes: a veces, en el pueblo, al picarme una avispa, o en el agua del mar, al tocar las medusas. Como las otras veces después de tanto tiempo, de una forma intuitiva sabía lo que vendría  solo poco más tarde, pero ahora era distinto porque no había una causa que lo justificara ( o yo no la encontraba). Nada me había ocurrido y nada me era extraño. Miré a mi alrededor examinando a aquellos que estaban junto a mí en el vagón del metro, ocupando mi espacio, luchando por mi aire lo mismo que ratones enjaulados e inermes, y no vi nada nuevo. Salí de la estación por unas escaleras ( las de todos los días, sucias, desangeladas) y encaminé mis pasos hacia mi propia casa donde ella me esperaba. Y mientras caminaba se acrecentó el picor. Aunque algo mareado, sudoroso y sediento y escondiendo mi rostro, aun saludé al tendero que devolvió el saludo como todos los días, sin mirarme siquiera. Subí las escaleras de mi piso en silencio, sintiendo ya el esfuerzo, dejando que creciera la erupción en mi piel, ansiando un baño helado lo mismo que una pócima que lo calmara todo. Llegué hasta mi rellano notando aquel edema que parecía ocuparme y llenaba mis ojos. Se nublaba mi vista, pero no me  explicaba lo que estaba ocurriendo. Me pareció imposible porque no había motivo, y registré mis ropas por si algo había quedado camuflado en mi abrigo sin que yo lo supiera. Pero no encontré nada. Introduje la llave y cuando abrí la puerta el prurito fue intenso, agudo, insoportable. Me notaba febril  y pronuncié su nombre implorando su ayuda, pero no hubo respuesta. Supe que estaba solo y continué avanzando por el largo pasillo  que me apareció extenso, igual que una planicie yerma e inhabitada que surge inacabable después de una batalla. Luego llegué al salón y al fin lo supe todo.
La causa estaba allí. Reconocí mi alergia.
Sobre la chimenea, decorando la sala había aquel bodegón pintado al natural que yo nunca había visto. Lo había pintado ella. Este era su secreto. Quería ser la sorpresa por nuestro aniversario, su dulce aportación:
Unos melocotones. Frescos, bellos, distantes, también irreprochables, ocupaban el lienzo.
 Me desplomé en silencio vencido por la asfixia.
 ( Y ella legó mas tarde cargada de naranjas - de las que nada temo- y me salvó la vida).

Melocotones Frescos. Francisco Cañabate Reche

  Para ti, que te quiero.

  Tal vez me piensen loco, pero voy a contarlo. No me importa que opinen que no tiene sentido lo que sabrán ahora porque yo así lo creo y eso no cambia nada. Si regreso en el tiempo y recorro esos días en que sucedió todo me parecen absurdos, pero no tengo dudas. Casi puedo decirlo con certeza absoluta, aunque queda el temor, ( entro en casas ajenas mirando las paredes, y pregunto los gustos de aquellos que visito. Nunca digo porqué porque no entenderían) y ocurre la desidia ( recobrar al dolor, aunque sea en el recuerdo siempre es inoportuno, y siempre es aplazable).

Hablaré sin embargo, lo diré con franqueza: cuando eso entró en mi vida, cuando ella lo pensó ( tal vez soñó pensarlo sintiéndose feliz) y lo eligió entre todos, sin comentarme nada, y después lo creó solo por ser osada, por darme una sorpresa, mucho antes de tenerlo con nosotros y a mano, cuando solo se hallaba como algo imaginado, comenzaron los signos ciertos de mi desgracia. Diré por si hace falta que yo era un hombre sano, que siempre había comido, y bebido, y vivido sin freno, ni mesura, sin medida ni pauta. Hasta que empezó aquello. En los primeros días aprecié paso a paso extrañas sensaciones y no supe que eran y decidí olvidarlas, me escondí bajo el ala tibia de la desgana y no les hice caso. Luego me sentí mal sin sentido y sin causa y consulté a un galeno. Me dijo que era alergia y puso tratamiento. Mas tarde ocurrió aquello. No se como pasó. Aun no puedo explicarlo, o no me atrevo a hacerlo porque es casi imposible. No me parece lógico, ni cuerdo, ni sencillo, pero si estoy seguro de que sucedió así, como lo cuento ahora, por si lo viven otros,  por si a alguien le interesa.
Fue una torpe mañana de trabajo sin pausa. Durante aquellas horas yo ya me sentía extraño, incomodo, irascible, insensible y huraño. Estaba algo agitado cuando  entré en la oficina. Luego llegué a mi puesto y Otis miró el reloj. Me estaba controlando y lo odiaba por ello, y me hacía sentir mal, pero eso no importaba. Ya estaba sucediendo aunque no lo sabía. Pese a mi malestar del que culpé al enfado ( y mentalmente a Otis), decidí continuar y así seguí el camino que ya tenía marcado hasta acabar mi turno. Luego colgué mi bata y bajé hasta la calle, y al pisar el asfalto comenzó un cosquilleo detrás de las orejas que yo achaqué a aquel frío de enero intermitente. Cesó y no le hice caso. El prurito inclemente se inició algo mas tarde. Sucedió en el camino de mi regreso a casa. Yo viajaba en el metro cuando sentí de pronto la íntima desazón que siempre le precede, esa cosquilla extraña, la casi dulce sensación de caricia callada, de terciopelo azul que me eriza la piel, la punzada inminente con que empieza el dolor. Eso no era algo nuevo, lo había notado antes: a veces, en el pueblo, al picarme una avispa, o en el agua del mar, al tocar las medusas. Como las otras veces después de tanto tiempo, de una forma intuitiva sabía lo que vendría  solo poco más tarde, pero ahora era distinto porque no había una causa que lo justificara ( o yo no la encontraba). Nada me había ocurrido y nada me era extraño. Miré a mi alrededor examinando a aquellos que estaban junto a mí en el vagón del metro, ocupando mi espacio, luchando por mi aire lo mismo que ratones enjaulados e inermes, y no vi nada nuevo. Salí de la estación por unas escaleras ( las de todos los días, sucias, desangeladas) y encaminé mis pasos hacia mi propia casa donde ella me esperaba. Y mientras caminaba se acrecentó el picor. Aunque algo mareado, sudoroso y sediento y escondiendo mi rostro, aun saludé al tendero que devolvió el saludo como todos los días, sin mirarme siquiera. Subí las escaleras de mi piso en silencio, sintiendo ya el esfuerzo, dejando que creciera la erupción en mi piel, ansiando un baño helado lo mismo que una pócima que lo calmara todo. Llegué hasta mi rellano notando aquel edema que parecía ocuparme y llenaba mis ojos. Se nublaba mi vista, pero no me  explicaba lo que estaba ocurriendo. Me pareció imposible porque no había motivo, y registré mis ropas por si algo había quedado camuflado en mi abrigo sin que yo lo supiera. Pero no encontré nada. Introduje la llave y cuando abrí la puerta el prurito fue intenso, agudo, insoportable. Me notaba febril  y pronuncié su nombre implorando su ayuda, pero no hubo respuesta. Supe que estaba solo y continué avanzando por el largo pasillo  que me apareció extenso, igual que una planicie yerma e inhabitada que surge inacabable después de una batalla. Luego llegué al salón y al fin lo supe todo.
La causa estaba allí. Reconocí mi alergia.
Sobre la chimenea, decorando la sala había aquel bodegón pintado al natural que yo nunca había visto. Lo había pintado ella. Este era su secreto. Quería ser la sorpresa por nuestro aniversario, su dulce aportación:
Unos melocotones. Frescos, bellos, distantes, también irreprochables, ocupaban el lienzo.
 Me desplomé en silencio vencido por la asfixia.
 ( Y ella legó mas tarde cargada de naranjas - de las que nada temo- y me salvó la vida).

Melocotones Frescos. Francisco Cañabate Reche

  Para ti, que te quiero.

  Tal vez me piensen loco, pero voy a contarlo. No me importa que opinen que no tiene sentido lo que sabrán ahora porque yo así lo creo y eso no cambia nada. Si regreso en el tiempo y recorro esos días en que sucedió todo me parecen absurdos, pero no tengo dudas. Casi puedo decirlo con certeza absoluta, aunque queda el temor, ( entro en casas ajenas mirando las paredes, y pregunto los gustos de aquellos que visito. Nunca digo porqué porque no entenderían) y ocurre la desidia ( recobrar al dolor, aunque sea en el recuerdo siempre es inoportuno, y siempre es aplazable).

Hablaré sin embargo, lo diré con franqueza: cuando eso entró en mi vida, cuando ella lo pensó ( tal vez soñó pensarlo sintiéndose feliz) y lo eligió entre todos, sin comentarme nada, y después lo creó solo por ser osada, por darme una sorpresa, mucho antes de tenerlo con nosotros y a mano, cuando solo se hallaba como algo imaginado, comenzaron los signos ciertos de mi desgracia. Diré por si hace falta que yo era un hombre sano, que siempre había comido, y bebido, y vivido sin freno, ni mesura, sin medida ni pauta. Hasta que empezó aquello. En los primeros días aprecié paso a paso extrañas sensaciones y no supe que eran y decidí olvidarlas, me escondí bajo el ala tibia de la desgana y no les hice caso. Luego me sentí mal sin sentido y sin causa y consulté a un galeno. Me dijo que era alergia y puso tratamiento. Mas tarde ocurrió aquello. No se como pasó. Aun no puedo explicarlo, o no me atrevo a hacerlo porque es casi imposible. No me parece lógico, ni cuerdo, ni sencillo, pero si estoy seguro de que sucedió así, como lo cuento ahora, por si lo viven otros,  por si a alguien le interesa.
Fue una torpe mañana de trabajo sin pausa. Durante aquellas horas yo ya me sentía extraño, incomodo, irascible, insensible y huraño. Estaba algo agitado cuando  entré en la oficina. Luego llegué a mi puesto y Otis miró el reloj. Me estaba controlando y lo odiaba por ello, y me hacía sentir mal, pero eso no importaba. Ya estaba sucediendo aunque no lo sabía. Pese a mi malestar del que culpé al enfado ( y mentalmente a Otis), decidí continuar y así seguí el camino que ya tenía marcado hasta acabar mi turno. Luego colgué mi bata y bajé hasta la calle, y al pisar el asfalto comenzó un cosquilleo detrás de las orejas que yo achaqué a aquel frío de enero intermitente. Cesó y no le hice caso. El prurito inclemente se inició algo mas tarde. Sucedió en el camino de mi regreso a casa. Yo viajaba en el metro cuando sentí de pronto la íntima desazón que siempre le precede, esa cosquilla extraña, la casi dulce sensación de caricia callada, de terciopelo azul que me eriza la piel, la punzada inminente con que empieza el dolor. Eso no era algo nuevo, lo había notado antes: a veces, en el pueblo, al picarme una avispa, o en el agua del mar, al tocar las medusas. Como las otras veces después de tanto tiempo, de una forma intuitiva sabía lo que vendría  solo poco más tarde, pero ahora era distinto porque no había una causa que lo justificara ( o yo no la encontraba). Nada me había ocurrido y nada me era extraño. Miré a mi alrededor examinando a aquellos que estaban junto a mí en el vagón del metro, ocupando mi espacio, luchando por mi aire lo mismo que ratones enjaulados e inermes, y no vi nada nuevo. Salí de la estación por unas escaleras ( las de todos los días, sucias, desangeladas) y encaminé mis pasos hacia mi propia casa donde ella me esperaba. Y mientras caminaba se acrecentó el picor. Aunque algo mareado, sudoroso y sediento y escondiendo mi rostro, aun saludé al tendero que devolvió el saludo como todos los días, sin mirarme siquiera. Subí las escaleras de mi piso en silencio, sintiendo ya el esfuerzo, dejando que creciera la erupción en mi piel, ansiando un baño helado lo mismo que una pócima que lo calmara todo. Llegué hasta mi rellano notando aquel edema que parecía ocuparme y llenaba mis ojos. Se nublaba mi vista, pero no me  explicaba lo que estaba ocurriendo. Me pareció imposible porque no había motivo, y registré mis ropas por si algo había quedado camuflado en mi abrigo sin que yo lo supiera. Pero no encontré nada. Introduje la llave y cuando abrí la puerta el prurito fue intenso, agudo, insoportable. Me notaba febril  y pronuncié su nombre implorando su ayuda, pero no hubo respuesta. Supe que estaba solo y continué avanzando por el largo pasillo  que me apareció extenso, igual que una planicie yerma e inhabitada que surge inacabable después de una batalla. Luego llegué al salón y al fin lo supe todo.
La causa estaba allí. Reconocí mi alergia.
Sobre la chimenea, decorando la sala había aquel bodegón pintado al natural que yo nunca había visto. Lo había pintado ella. Este era su secreto. Quería ser la sorpresa por nuestro aniversario, su dulce aportación:
Unos melocotones. Frescos, bellos, distantes, también irreprochables, ocupaban el lienzo.
 Me desplomé en silencio vencido por la asfixia.
 ( Y ella legó mas tarde cargada de naranjas - de las que nada temo- y me salvó la vida).

La vida trataba mal a Maripili

 1 Cuando aquel chico la besó en los labios, la primera vez, de ella, su corazón comenzó a palpitar más deprisa que de costumbre, se puso muy nerviosa, temblaba; pero hay que reconocer que se esperaba más: le supo a poco eso tan maravilloso que conocía como primer beso de amor, y ni siquiera ella se podía imaginar al mirar el reloj -las 18:53- para anotar tan emotivo instante en su diario, que le quedaban - casualidades de la vida, que a veces haylas- justo dos horas para morir. Y aunque en ese preciso momento -las 18:53- se lo hubieran dicho, no sé, alguien; aunque se lo hubieran dicho,  ni por lo más profundo de su imaginación se le hubiera pasado que en dos horas exactas iba a ser ella misma, voluntariamente -si un suicidio puede calificarse como un acto voluntario- la que colocaría su cabeza en la vía del tren, que estaba muy fría, y le heló, entonces, el cuello, y eran ya las 20:49, y era ya de noche, y esa noche era muy oscura. Sabemos la hora exacta del beso por su amiga Rebeca, que se lo dijo nada más llamarla, y la hora del suicidio, en punto, por una vecina que vive al lado de la estación de tren, que casualmente pasaba por la ventana en ese momento, y vio a una niña de unos catorce años, pantalón vaquero y suéter beige, y dijo, qué raro, ¿qué hará ahí a estas horas? Y claro, fue por eso que se quedó observando el discurrir de los acontecimientos, hasta el trágico desenlace, durante el que, la buena mujer se giró bruscamente, en cuanto las luces del tren Puente de los Fierros-Gijón apuntaron hacia su inevitable objetivo, y se encontró cara a cara con el reloj de péndulo que tiene en el salón. Las 20:53. Justo después llamó a la policía para que notificase lo sucedido a los familiares de la joven víctima, pero, hay cosas en un primer momento inexplicables, la policía ya estaba en camino. Pues claro que se le quedó la cabeza hecha un asco, triturada como quien dice, y medio brazo por un lado - desde el codo-, y el resto del cuerpo por otro; pero no es de lo que queremos tratar. El caso es que éste fue un suicidio que podía haberse evitado si se hubiera actuado a tiempo. Pero la pasividad, y en cierto modo la falta de preparación de las fuerzas de seguridad, convirtió el alegre día de una niña modelo entre las niñas de su edad en su perdición;. Aunque no soy yo quien piensa todo esto, porque me voy a limitar a narrar únicamente los hechos que haya podido demostrar que ocurrieron en realidad. Esta parrafada inútil y escabrosa pertenece a un programa especial que le dedicó al día siguiente una cadena de televisión a la hora de máxima audiencia. Pero digan lo que digan, la vida trataba mal a Maripili.
2   María del Pilar Fernández Moreno, natural de Pola de Lena, trece años para catorce, pero con unas tetas de diecisiete que nunca dejó que le sobaran, algo que ahora lamentan el 98% de los chicos de su colegio. Sus aficiones eran la Superpop, Leonardo Di Caprio, y Lo que necesitas es amor; su comida favorita los espaguetis; y nunca se duchaba sin haber hecho antes la digestión. Por supuesto que no fumaba ni bebía, y tenía amigos pero era demasiado pequeña para salir con chicos. -Esto lo dijo su abuela-. Le daba sobre todo al kalimotxo, aunque tabaco normalmente no, algún porrete los fines de semana, lo normal, pero eso no lo ponga en el libro. -No te preocupes, Rebeca-. Su profesora de Ciencias: llevaba las cosas bastante al día, hablaba un poco en clase, lo normal, y era muy lista aunque un poco vaga. Su profesor de inglés: bueno, ya sabes, lo típico que se dice en estos casos; pero entre tú y yo, y que no salga de aquí, a veces se sentaba en primera fila y se me iba la vista y me perdía de las tetazas que tenía. Tranquilo.
3    A las 19:50 estaba meando en el baño grande de su casa -debo ser totalmente fiel a los hechos-. Cuando dieron las 19:51 Maripili sincronizó las últimas gotitas que manaban de su cuerpo con el segundero de su reloj. Luego anotó esta experiencia en su diario, en la última página, al lado de los tres nombres que había pensado -a elegir uno- para cuando convenciera al fin a sus padres de que era lo suficientemente responsable como para tener un gato. Y a las 19:53 -podría incluso escribir los segundos, pero no quiero-, justo una hora después de su primer y último beso de amor, y exactamente una hora antes de que su cabeza estallase aquí y allá, a las 19:53 y 12 segundos, sonó el teléfono. Y claro, lo cogió. Estaba desnuda. Había comenzado a jugar con su propio cuerpo, a acariciar una parte casi imberbe todavía, usando el dedo meñique para sentirse menos culpable. Sabía que sus padres no llegarían todavía. Eso lo sabía antes de salir del baño y dirigirse hacia el teléfono, pero pudo constatarlo tras descolgar, preguntar que quién era y esperar la respuesta oportuna, una respuesta un tanto cruel si se tiene en cuenta que Maripili era una niña todavía. Pero no he de ser yo el que juzgue. Tus padres, querida, han fallecido en un accidente de tráfico esta tarde. Lo de querida lo recordaría el resto de su vida -concretamente los cincuenta y nueve minutos que le quedaban, pero mucho. 
 4 El diario de Mari Pili era rosa con manchitas azul cielo dispuestas de forma arbitraria. Como me parecía un objeto fundamental para entender este caso iba a pedírselo a su madre, pero como se había muerto tuve que optar por ir a ver a Rebeca. La pobre lloraba cada poco. Maripili, justo antes de salir de su casa en dirección a la estación de tren (no sabía adónde se dirigía), a eso de las 20:38, llamó a Rebeca para contarle desesperada lo de su repentina orfandad, y de paso lo del beso que ya creía lejano en el tiempo. No hay más que leer el diario al que nos hemos referido para conocer de primerísima mano los hechos que aquí se relatan. Eran las 19:54 de su primer día con novio, y se acababa de quedar sin padres. Salió a la calle en dirección a casa de su amiga Rebeca, pero nunca llegó. Caminaba como si sólo estuviera allí presente su alma sin cuerpo, un alma que llora, un alma a la que le palpita el corazón cada vez más aprisa. Necesitaba contárselo a alguien, buscaba en su mejor amiga un apoyo, pero se quedó a mitad de camino. Allá, a lo lejos, bajo la casa en la que una noche durmió Alfonso X, ya en ruinas, vio al que consideraba desde hacía poco más de una hora su novio. Eran las 20:01.
5  El destino, irónico como es en ciertas ocasiones, quiso poner de nombre a nuestro galán nada menos que Ángel. Maripili, tras el eufórico beso, había echado a correr y no había parado hasta llegar a casa, pero no era el momento este de andarse con contemplaciones y se acercó a él. Estaba demasiado mareada como para pasear, estaba demasiado triste como para hablar, Maripili estaba pero no estaba. Fue por eso que lo único que le dijo al llegar hasta Ángel fue: Vamos a mi casa. Necesitaba el silencio, sentarse, le temblaban las piernas. Y callados los dos, de la mano, llegaron hasta la casa que no llegaría a heredar Maripili, pero por falta de tiempo. Entraron. Ella le guió hasta el salón. Ambos se sentaron. Nuestro Ángel se dejó abrazar. Maripili no lloraba por vergüenza, pero sentía dolor y entonces se apretaba cada vez con más fuerza. El hombre, como es costumbre, lo interpretó todo a su manera; y correspondió a su abrazo. También acariciaba la espalda de Maripili y ésta, sin inmutarse, apenas lo notaba, continuaba con su llanto interior. Ángel introdujo su mano entre el jersey y la camiseta de su presa; ésta no estaba, sólo su cuerpo. Y fue dicho cuerpo, puro, suave, levemente tembloroso, el que comenzó a desnudar el Ángel de las tinieblas, con una maestría absoluta, como si en verdad se dedicara a violar niñas vírgenes, y entonces se puso en pie, agarró las manos de Maripili con fuerza para mostrar decisión, y dijo: vamos. La condujo hacia la primera habitación que encontró libre, y en cuanto entraron cerró la puerta. Ella se dejó hacer, tanto, que si el destino le hubiera dado unos días más hubiese muerto sabiéndose madre. Pero la pobre ni dolor sentía ya, ni ganas. Eran las 20:37.

6   Una llamada anónima alertó a la policía de un posible incidente en la estación de trenes; fue anónima por falta de tiempo porque Rebeca también quería ir corriendo hasta allí para evitar cualquier tragedia. Bueno, eso de también es relativo, porque quizá fue la única con prisa, al decir de los testigos que llegaron tras lo sucedido pero mucho antes que las fuerzas de la ley. El caso es que Maripili, en cuanto su ex novio abandonó la casa, que fue momentos después del éxtasis, se levantó, se vistió y apuntó su experiencia sin lujo de detalles. Justo después llamó a Rebeca. Estaba casi histérica. Y sola. Le dijo que se iba de casa, que siempre le habían gustados las flores y que Ángel se dirigía a la estación de trenes para coger el próximo que saliera hacia Campomanes, pero ella y su cuchillo evitarían que llegara a su destino. Entonces colgó y salió a la calle. Avanzaba muy deprisa, con ganas, apretando el cuchillo de cocina que portaba, sin novio, sin padres, sin virginidad y con un hijo en el vientre, pero ella no lo sabía, no lo sabría. En pocos minutos -las 20:46-  llegó a la estación.

 7 Allí no había nadie. Nuestra testigo presencial de los hechos afirmó haber visto alejarse un tren justo en ese momento; y tal vez fue por lo que Maripili echó a correr en dirección a la vía. Perdió el cuchillo por el camino. Quizá ella no llegó a ver el tren alejarse y puso su oído en la vía para comprobar que éste en verdad había pasado. Tal vez entonces se mareó y se quedó allí tendida hasta que a las 20:53 pasó el tren Puente de los Fierros-Gijón. No tenemos anotaciones en su diario para comprobarlo. La buena señora nos dijo después que ya se olía ella algo de que alguna niña se suicidaría aquella noche -si un suicidio puede calificarse como un acto voluntario-. El caso es que Maripili era una niña feliz, sin problemas, aquella tarde del mes de marzo, y murió ya huérfana, sin novio, y con algo que le crecería en el vientre. Fue ella misma la que colocó su cabeza en la vía del tren, que estaba muy fría, y le heló entonces, el cuello, y eran ya las 20:49 y era ya de noche, y era ya demasiado tarde para cualquier cosa. Así que, digan lo que digan, lo cierto es que la vida trataba mal a Maripili.

Autor:  Jorge Barco 
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