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La huella del mármol

Prólogo a La Huella del Mármol

‘El Universo Molina’         Manuel León

Nos llegan estas huellas del mármol de Andrés Molina Franco, dedicadas a Amador Andrés, como fetiches de un tiempo macilento ya pero no borrado de todo; nos llegan estas alegorías de una época a través de letras escritas que forman palabras que forman imágenes, como fotografías de una ciudad turística escondidas en uno de esos souvenir que logras ver cuando acercas la pupila y haces girar el invento. Nos trae de nuevo este profesor, en soniquete, un río de memorias de Macael, su pueblo, que no son solo las memoria de un pueblo sino las de una comarca, las de una provincia, las de un territorio maleable como la arcilla con el que el autor se emplea a fondo, no solo con las manos del recuerdo sino también con las más remotas evocaciones que guarda en su almario.

ANDRÉS MOLINA FRANCO
LA HUELLA DEL MÁRMOL
Están estructuradas estas melancólicas cuartillas filabresas en cuatro cicatrices: la del alma, la del camino, la de la fiesta y la del mármol, que es la argamasa en la que terminan por fundirse todos estos relatos, primos hermanos de aquel ‘Macael, historias cercanas’ que fundió el propio Andrés hace un par de años en la fragua de sus recuerdos.

Diríamos que Andrés es un escritor rural, un rapsoda de la piedra milenaria que, atrincherada en duermevela, espera ser revelada a golpe de mazo y punzón, un narrador convencional de los usos y hábitos del municipio donde nació y creció. Pero no. Andrés, en este libro, hace de otra cosa: hace de delicioso notario costumbrista a golpe de fogonazos fotográficos, pero en vez de con yoduro de plata, con el alfabeto castellano.

El libro está concebido así, como pequeños pildorazos del paso del tiempo, en los que su hacedor habla casi siempre en presente, como si no quisiera que ese mundo que conoció de niño feneciera del todo. Por eso lo atrapa en más de medio centenar de pequeñas semblanzas, sin introducción, nudo o desenlace, en las que nadie habla, en las que solo aparece el fino pincel descriptor de Andrés, a quien uno percibe como un acólito aventajado de la obsesión formalista de Góngora y como un desertor del conceptismo quevediano. La urdimbre de estas historias de Andrés es la propia familia del autor y el cañamazo en el que las teje es la inocencia y la curiosidad ilimitada de los ojos de un niño que todo lo ve, que de todo se empapa como una esponja.

 Todo o casi todo se antoja autobiográfico –porque así debe serlo para que cale como el relente en el parabrisas de un coche- y contribuye a que este ‘Universo Molina’, esta Huella del Mármol, tenga vida propia. Son capítulos que se pueden leer antes o después, empezando por la mitad o por los tres cuartos, por el postre o por el entremés, porque el orden de los factores no altera el producto. Se cuelan en estas páginas los sonidos del afilaor, el apaño que se da el lañaor para restañar heridas en los odres, la ciencia del blanqueaor o el olor a mentol de la farmacia del pueblo. Andrés es detallista hasta la extenuación y uno imagina que caería reventado después de poner el punto y final a este trabajo, después de tanto ejercicio de recreación aleteando en su cabeza de bombilla y sobre su fino bigote de mariscal de campo.

Uno al final es lo que escribe y Andrés es eso, un caudal inagotable de ensoñaciones verosímiles. De pronto se cuela en la lectura una gallina clueca que se ha salido de la talega en un autobús camino de la mina o se hace referencia a los viejos duros del tío sentao para pagar una deuda o se rememoran las notas que salían del acordeón de la Chacha Carmen.

Como buen hijo de fragüero, Andrés moldea sus historias a fuego lento en el yunque, con autenticidad, sin trampa ni cartón. No hay trama ni personajes, hay solo chispas de ingenio rojizas y azuladas que saltan del fuego ante los golpes del martillo que es su pluma. Así emerge el recuerdo de La Golosa, que era el ataúd que se utilizaba en el pueblo para los pobres de solemnidad o el olor a café del bar de Mariquita o la añoranza del abnegado religioso Manuel Rubira o el trajín callejero al despuntar el alba de canteros, cincelistas y carreteros. Macael era entonces un pueblo con una calle Larga donde cantaban los gallos, donde las novias y los novios pelaban la pava, con hitos del camino como La Pisá del Caballo o El Cogoche.

Y en ese escenario proustiano, Andrés nos seduce con la herramienta de su diccionario infinito y nos hace recordar aquel aceite de linaza con el que se le sacaba brillo a casi todo, la trementina o la sosa y nos ayuda a distinguir el yeso moreno del blanco, cómo se cierne un garbillo y cómo, en aquellas casas de nuestros padres y de nuestros abuelos, siempre había un pantocrátor bendiciendo cada rincón.

Todo lo cuenta este Andrés con la minuciosidad de un amanuense franciscano y uno se imagina a este macaelero o macaelense bajo el flexo, cazando recuerdos en su fértil escritorio, como el que caza mariposas con una red. Todo sustantivo en Andrés tiene un adjetivo que lo enriquece, el color, el sabor, el material del que están hechas las cosas antiguas: un cubierto de alpaca, una aceitera de hojalata, una servilleta de hilo escocés. Aparecen personajes que no hablan, porque el autor es un demiurgo que los maneja a su antojo, pero no les concede el don de la palabra.

En el capítulo  de la Huella de camino es el turno del tren del Almanzora a Barcelona, el Catalán, en el que se marcha la hermana a estudiar en un colegio de monjas; del camión de la playa, el mismo que descarga bloques de mármol de La Puntilla hasta la fábrica y que en los días de verano se llena de cestas de mimbre con tortillas, fritadas y sandías, camino de las olas de Garrucha o de Águilas.

Otras escenas nos hacen ver a una madre que va a telégrafos a poner un giro con dinero a su hijo que está haciendo la mili en Granollers, a pesar de que la cantera no ha dado ese mes ningún beneficio. Nos cuenta, como en una película en blanco y negro, la construcción del túnel del Servalico, en Bédar, del que aún quedan restos, y toda la parafernalia de aquella obra: los jornaleros, topógrafos, ingenieros, la almaina, el trinchete, la barrena y la damajuana vestida de esparto, con el vino calentándose en su interior.

El narrador va cambiando de escenario, dislocando al lector, quizá con premeditación y alevosía. Y lo mismo, de pronto, se convierte en un emigrante a Orán que protagoniza un viaje de novios a la Barcelona del tardofranquismo. Otras perlas del ayer de Andrés son, por ejemplo, el capítulo de la Virgen a la que llevan de casa en casa y que, tras echar unos céntimos en la ranura, cada vecino le pone un altar en su casa con una mariposa de aceite; el tallaje de los quintos el día del sorteo; las plateas del Mena con lo macaeleros desternillándose con los actores aficionados; el ambiente canalla de la sala de juegos con el rumor de las bolas del futbolín y de los billares; las tarde de lectura del Capitán Trueno; el mugido remoto de los últimos bueyes que se vieron por el valle acarreando bloques de la Polonia; los bailes de la era en El Marchal por San Marcos y la Virgen del Rosario; o el marranillo que engordaba la gente del pueblo.

Lo mismo estamos en el Macael del 49, que en el 56 o en 68 o que nos retrotraemos a la época de la batalla de Las Alpujarras en el Macael Viejo. Pero es, sobre todo, este libro que ve ahora la luz, un canto a los años 50 y 60 en un pueblo rural con trazas industriales como Macael y a cómo eran esas casas antiguas en las que sonaban coplas de Juanita Reina en los transistores apoyados en el aparador del salón familiar o en el taller de Carmen la Turca o en el de Eduardo el Dote, a cómo olían las casas a jabón Heno de Pravia en ese tiempo en el que a los relojes aún había que darles cuerda.

Hay también reflejos de hitos históricos de esa sierra como el Pleito de las canteras que cambió la vida de tantas familias y el papel ponderado de Juan Rubio del que siempre se recuerda su honestidad en unos tiempos tan recios, como los que acaba de dar a la imprenta Vargas Llosa. Y lo mismo campea Andrés, con este dislate costumbrista, por su mundo infantil pintado con las ceras Pelikan a lomos de una cartera de hebillas heredada de hermano en hermano, que aliña una tierna escena en la que aparece un personaje que acude al taller de mármol a encargar una lápida con búcaro de flores para el padre difunto, que nos pormenoriza la vestimenta del cantero con el pantalón de pana, la camisa blanca, el chaleco, el pañuelo y la boina y herramientas como la escofina, el puntero, el cincel, la piedra pómez con las que amolan morteros, piletas o fregaderos, que nos relata el día de Santa Bárbara, patrona de los artilleros, mineros y barreneros.

No se pierdan, por favor, este librito agreste, este jardín de de las delicias de nuestro ayer, ese ayer que nace de los adentros de su autor y que está complementado primorosamente por un diccionario de términos de la sierra de Macael, un índice toponímico y antroponímico, un índice de música para leer donde suenan discos de pizarra, trombones y bombardinos y un álbum de imágenes antiguas del municipio que parece estar de más, si se tiene en cuenta que con las palabras tan precisas con las que nos encanta el autor –como se encanta a una serpiente con la flauta- ya las imaginamos y hasta las llegamos a ver.


LA HUELLA DEL MÁRMOL, ANDRÉS MOLINA FRANCO
ANDRÉS MOLINA FRANCO


Autoría: Andrés Molina Franco
Edición: 1ª
Edita/n: Diputación de Almería - Área de Cultura y Cine - 

Instituto de Estudios Almerienses
Otras aportaciones:
Descripción física: 206 págs; 16 x 24 cm.
Colección: Etnografía y cultura popular
Deposito legal: AL 2993-2019
ISBN: 978-84-8108-689-8 -
Situación: Existencias
PVP: 12 euros
Comprar Libro

La huella del mármol

Prólogo a La Huella del Mármol

‘El Universo Molina’         Manuel León

Nos llegan estas huellas del mármol de Andrés Molina Franco, dedicadas a Amador Andrés, como fetiches de un tiempo macilento ya pero no borrado de todo; nos llegan estas alegorías de una época a través de letras escritas que forman palabras que forman imágenes, como fotografías de una ciudad turística escondidas en uno de esos souvenir que logras ver cuando acercas la pupila y haces girar el invento. Nos trae de nuevo este profesor, en soniquete, un río de memorias de Macael, su pueblo, que no son solo las memoria de un pueblo sino las de una comarca, las de una provincia, las de un territorio maleable como la arcilla con el que el autor se emplea a fondo, no solo con las manos del recuerdo sino también con las más remotas evocaciones que guarda en su almario.

ANDRÉS MOLINA FRANCO
LA HUELLA DEL MÁRMOL
Están estructuradas estas melancólicas cuartillas filabresas en cuatro cicatrices: la del alma, la del camino, la de la fiesta y la del mármol, que es la argamasa en la que terminan por fundirse todos estos relatos, primos hermanos de aquel ‘Macael, historias cercanas’ que fundió el propio Andrés hace un par de años en la fragua de sus recuerdos.

Diríamos que Andrés es un escritor rural, un rapsoda de la piedra milenaria que, atrincherada en duermevela, espera ser revelada a golpe de mazo y punzón, un narrador convencional de los usos y hábitos del municipio donde nació y creció. Pero no. Andrés, en este libro, hace de otra cosa: hace de delicioso notario costumbrista a golpe de fogonazos fotográficos, pero en vez de con yoduro de plata, con el alfabeto castellano.

El libro está concebido así, como pequeños pildorazos del paso del tiempo, en los que su hacedor habla casi siempre en presente, como si no quisiera que ese mundo que conoció de niño feneciera del todo. Por eso lo atrapa en más de medio centenar de pequeñas semblanzas, sin introducción, nudo o desenlace, en las que nadie habla, en las que solo aparece el fino pincel descriptor de Andrés, a quien uno percibe como un acólito aventajado de la obsesión formalista de Góngora y como un desertor del conceptismo quevediano. La urdimbre de estas historias de Andrés es la propia familia del autor y el cañamazo en el que las teje es la inocencia y la curiosidad ilimitada de los ojos de un niño que todo lo ve, que de todo se empapa como una esponja.

 Todo o casi todo se antoja autobiográfico –porque así debe serlo para que cale como el relente en el parabrisas de un coche- y contribuye a que este ‘Universo Molina’, esta Huella del Mármol, tenga vida propia. Son capítulos que se pueden leer antes o después, empezando por la mitad o por los tres cuartos, por el postre o por el entremés, porque el orden de los factores no altera el producto. Se cuelan en estas páginas los sonidos del afilaor, el apaño que se da el lañaor para restañar heridas en los odres, la ciencia del blanqueaor o el olor a mentol de la farmacia del pueblo. Andrés es detallista hasta la extenuación y uno imagina que caería reventado después de poner el punto y final a este trabajo, después de tanto ejercicio de recreación aleteando en su cabeza de bombilla y sobre su fino bigote de mariscal de campo.

Uno al final es lo que escribe y Andrés es eso, un caudal inagotable de ensoñaciones verosímiles. De pronto se cuela en la lectura una gallina clueca que se ha salido de la talega en un autobús camino de la mina o se hace referencia a los viejos duros del tío sentao para pagar una deuda o se rememoran las notas que salían del acordeón de la Chacha Carmen.

Como buen hijo de fragüero, Andrés moldea sus historias a fuego lento en el yunque, con autenticidad, sin trampa ni cartón. No hay trama ni personajes, hay solo chispas de ingenio rojizas y azuladas que saltan del fuego ante los golpes del martillo que es su pluma. Así emerge el recuerdo de La Golosa, que era el ataúd que se utilizaba en el pueblo para los pobres de solemnidad o el olor a café del bar de Mariquita o la añoranza del abnegado religioso Manuel Rubira o el trajín callejero al despuntar el alba de canteros, cincelistas y carreteros. Macael era entonces un pueblo con una calle Larga donde cantaban los gallos, donde las novias y los novios pelaban la pava, con hitos del camino como La Pisá del Caballo o El Cogoche.

Y en ese escenario proustiano, Andrés nos seduce con la herramienta de su diccionario infinito y nos hace recordar aquel aceite de linaza con el que se le sacaba brillo a casi todo, la trementina o la sosa y nos ayuda a distinguir el yeso moreno del blanco, cómo se cierne un garbillo y cómo, en aquellas casas de nuestros padres y de nuestros abuelos, siempre había un pantocrátor bendiciendo cada rincón.

Todo lo cuenta este Andrés con la minuciosidad de un amanuense franciscano y uno se imagina a este macaelero o macaelense bajo el flexo, cazando recuerdos en su fértil escritorio, como el que caza mariposas con una red. Todo sustantivo en Andrés tiene un adjetivo que lo enriquece, el color, el sabor, el material del que están hechas las cosas antiguas: un cubierto de alpaca, una aceitera de hojalata, una servilleta de hilo escocés. Aparecen personajes que no hablan, porque el autor es un demiurgo que los maneja a su antojo, pero no les concede el don de la palabra.

En el capítulo  de la Huella de camino es el turno del tren del Almanzora a Barcelona, el Catalán, en el que se marcha la hermana a estudiar en un colegio de monjas; del camión de la playa, el mismo que descarga bloques de mármol de La Puntilla hasta la fábrica y que en los días de verano se llena de cestas de mimbre con tortillas, fritadas y sandías, camino de las olas de Garrucha o de Águilas.

Otras escenas nos hacen ver a una madre que va a telégrafos a poner un giro con dinero a su hijo que está haciendo la mili en Granollers, a pesar de que la cantera no ha dado ese mes ningún beneficio. Nos cuenta, como en una película en blanco y negro, la construcción del túnel del Servalico, en Bédar, del que aún quedan restos, y toda la parafernalia de aquella obra: los jornaleros, topógrafos, ingenieros, la almaina, el trinchete, la barrena y la damajuana vestida de esparto, con el vino calentándose en su interior.

El narrador va cambiando de escenario, dislocando al lector, quizá con premeditación y alevosía. Y lo mismo, de pronto, se convierte en un emigrante a Orán que protagoniza un viaje de novios a la Barcelona del tardofranquismo. Otras perlas del ayer de Andrés son, por ejemplo, el capítulo de la Virgen a la que llevan de casa en casa y que, tras echar unos céntimos en la ranura, cada vecino le pone un altar en su casa con una mariposa de aceite; el tallaje de los quintos el día del sorteo; las plateas del Mena con lo macaeleros desternillándose con los actores aficionados; el ambiente canalla de la sala de juegos con el rumor de las bolas del futbolín y de los billares; las tarde de lectura del Capitán Trueno; el mugido remoto de los últimos bueyes que se vieron por el valle acarreando bloques de la Polonia; los bailes de la era en El Marchal por San Marcos y la Virgen del Rosario; o el marranillo que engordaba la gente del pueblo.

Lo mismo estamos en el Macael del 49, que en el 56 o en 68 o que nos retrotraemos a la época de la batalla de Las Alpujarras en el Macael Viejo. Pero es, sobre todo, este libro que ve ahora la luz, un canto a los años 50 y 60 en un pueblo rural con trazas industriales como Macael y a cómo eran esas casas antiguas en las que sonaban coplas de Juanita Reina en los transistores apoyados en el aparador del salón familiar o en el taller de Carmen la Turca o en el de Eduardo el Dote, a cómo olían las casas a jabón Heno de Pravia en ese tiempo en el que a los relojes aún había que darles cuerda.

Hay también reflejos de hitos históricos de esa sierra como el Pleito de las canteras que cambió la vida de tantas familias y el papel ponderado de Juan Rubio del que siempre se recuerda su honestidad en unos tiempos tan recios, como los que acaba de dar a la imprenta Vargas Llosa. Y lo mismo campea Andrés, con este dislate costumbrista, por su mundo infantil pintado con las ceras Pelikan a lomos de una cartera de hebillas heredada de hermano en hermano, que aliña una tierna escena en la que aparece un personaje que acude al taller de mármol a encargar una lápida con búcaro de flores para el padre difunto, que nos pormenoriza la vestimenta del cantero con el pantalón de pana, la camisa blanca, el chaleco, el pañuelo y la boina y herramientas como la escofina, el puntero, el cincel, la piedra pómez con las que amolan morteros, piletas o fregaderos, que nos relata el día de Santa Bárbara, patrona de los artilleros, mineros y barreneros.

No se pierdan, por favor, este librito agreste, este jardín de de las delicias de nuestro ayer, ese ayer que nace de los adentros de su autor y que está complementado primorosamente por un diccionario de términos de la sierra de Macael, un índice toponímico y antroponímico, un índice de música para leer donde suenan discos de pizarra, trombones y bombardinos y un álbum de imágenes antiguas del municipio que parece estar de más, si se tiene en cuenta que con las palabras tan precisas con las que nos encanta el autor –como se encanta a una serpiente con la flauta- ya las imaginamos y hasta las llegamos a ver.


LA HUELLA DEL MÁRMOL, ANDRÉS MOLINA FRANCO
ANDRÉS MOLINA FRANCO


Autoría: Andrés Molina Franco
Edición: 1ª
Edita/n: Diputación de Almería - Área de Cultura y Cine - 

Instituto de Estudios Almerienses
Otras aportaciones:
Descripción física: 206 págs; 16 x 24 cm.
Colección: Etnografía y cultura popular
Deposito legal: AL 2993-2019
ISBN: 978-84-8108-689-8 -
Situación: Existencias
PVP: 12 euros
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La huella del mármol

Prólogo a La Huella del Mármol

‘El Universo Molina’         Manuel León

Nos llegan estas huellas del mármol de Andrés Molina Franco, dedicadas a Amador Andrés, como fetiches de un tiempo macilento ya pero no borrado de todo; nos llegan estas alegorías de una época a través de letras escritas que forman palabras que forman imágenes, como fotografías de una ciudad turística escondidas en uno de esos souvenir que logras ver cuando acercas la pupila y haces girar el invento. Nos trae de nuevo este profesor, en soniquete, un río de memorias de Macael, su pueblo, que no son solo las memoria de un pueblo sino las de una comarca, las de una provincia, las de un territorio maleable como la arcilla con el que el autor se emplea a fondo, no solo con las manos del recuerdo sino también con las más remotas evocaciones que guarda en su almario.

ANDRÉS MOLINA FRANCO
LA HUELLA DEL MÁRMOL
Están estructuradas estas melancólicas cuartillas filabresas en cuatro cicatrices: la del alma, la del camino, la de la fiesta y la del mármol, que es la argamasa en la que terminan por fundirse todos estos relatos, primos hermanos de aquel ‘Macael, historias cercanas’ que fundió el propio Andrés hace un par de años en la fragua de sus recuerdos.

Diríamos que Andrés es un escritor rural, un rapsoda de la piedra milenaria que, atrincherada en duermevela, espera ser revelada a golpe de mazo y punzón, un narrador convencional de los usos y hábitos del municipio donde nació y creció. Pero no. Andrés, en este libro, hace de otra cosa: hace de delicioso notario costumbrista a golpe de fogonazos fotográficos, pero en vez de con yoduro de plata, con el alfabeto castellano.

El libro está concebido así, como pequeños pildorazos del paso del tiempo, en los que su hacedor habla casi siempre en presente, como si no quisiera que ese mundo que conoció de niño feneciera del todo. Por eso lo atrapa en más de medio centenar de pequeñas semblanzas, sin introducción, nudo o desenlace, en las que nadie habla, en las que solo aparece el fino pincel descriptor de Andrés, a quien uno percibe como un acólito aventajado de la obsesión formalista de Góngora y como un desertor del conceptismo quevediano. La urdimbre de estas historias de Andrés es la propia familia del autor y el cañamazo en el que las teje es la inocencia y la curiosidad ilimitada de los ojos de un niño que todo lo ve, que de todo se empapa como una esponja.

 Todo o casi todo se antoja autobiográfico –porque así debe serlo para que cale como el relente en el parabrisas de un coche- y contribuye a que este ‘Universo Molina’, esta Huella del Mármol, tenga vida propia. Son capítulos que se pueden leer antes o después, empezando por la mitad o por los tres cuartos, por el postre o por el entremés, porque el orden de los factores no altera el producto. Se cuelan en estas páginas los sonidos del afilaor, el apaño que se da el lañaor para restañar heridas en los odres, la ciencia del blanqueaor o el olor a mentol de la farmacia del pueblo. Andrés es detallista hasta la extenuación y uno imagina que caería reventado después de poner el punto y final a este trabajo, después de tanto ejercicio de recreación aleteando en su cabeza de bombilla y sobre su fino bigote de mariscal de campo.

Uno al final es lo que escribe y Andrés es eso, un caudal inagotable de ensoñaciones verosímiles. De pronto se cuela en la lectura una gallina clueca que se ha salido de la talega en un autobús camino de la mina o se hace referencia a los viejos duros del tío sentao para pagar una deuda o se rememoran las notas que salían del acordeón de la Chacha Carmen.

Como buen hijo de fragüero, Andrés moldea sus historias a fuego lento en el yunque, con autenticidad, sin trampa ni cartón. No hay trama ni personajes, hay solo chispas de ingenio rojizas y azuladas que saltan del fuego ante los golpes del martillo que es su pluma. Así emerge el recuerdo de La Golosa, que era el ataúd que se utilizaba en el pueblo para los pobres de solemnidad o el olor a café del bar de Mariquita o la añoranza del abnegado religioso Manuel Rubira o el trajín callejero al despuntar el alba de canteros, cincelistas y carreteros. Macael era entonces un pueblo con una calle Larga donde cantaban los gallos, donde las novias y los novios pelaban la pava, con hitos del camino como La Pisá del Caballo o El Cogoche.

Y en ese escenario proustiano, Andrés nos seduce con la herramienta de su diccionario infinito y nos hace recordar aquel aceite de linaza con el que se le sacaba brillo a casi todo, la trementina o la sosa y nos ayuda a distinguir el yeso moreno del blanco, cómo se cierne un garbillo y cómo, en aquellas casas de nuestros padres y de nuestros abuelos, siempre había un pantocrátor bendiciendo cada rincón.

Todo lo cuenta este Andrés con la minuciosidad de un amanuense franciscano y uno se imagina a este macaelero o macaelense bajo el flexo, cazando recuerdos en su fértil escritorio, como el que caza mariposas con una red. Todo sustantivo en Andrés tiene un adjetivo que lo enriquece, el color, el sabor, el material del que están hechas las cosas antiguas: un cubierto de alpaca, una aceitera de hojalata, una servilleta de hilo escocés. Aparecen personajes que no hablan, porque el autor es un demiurgo que los maneja a su antojo, pero no les concede el don de la palabra.

En el capítulo  de la Huella de camino es el turno del tren del Almanzora a Barcelona, el Catalán, en el que se marcha la hermana a estudiar en un colegio de monjas; del camión de la playa, el mismo que descarga bloques de mármol de La Puntilla hasta la fábrica y que en los días de verano se llena de cestas de mimbre con tortillas, fritadas y sandías, camino de las olas de Garrucha o de Águilas.

Otras escenas nos hacen ver a una madre que va a telégrafos a poner un giro con dinero a su hijo que está haciendo la mili en Granollers, a pesar de que la cantera no ha dado ese mes ningún beneficio. Nos cuenta, como en una película en blanco y negro, la construcción del túnel del Servalico, en Bédar, del que aún quedan restos, y toda la parafernalia de aquella obra: los jornaleros, topógrafos, ingenieros, la almaina, el trinchete, la barrena y la damajuana vestida de esparto, con el vino calentándose en su interior.

El narrador va cambiando de escenario, dislocando al lector, quizá con premeditación y alevosía. Y lo mismo, de pronto, se convierte en un emigrante a Orán que protagoniza un viaje de novios a la Barcelona del tardofranquismo. Otras perlas del ayer de Andrés son, por ejemplo, el capítulo de la Virgen a la que llevan de casa en casa y que, tras echar unos céntimos en la ranura, cada vecino le pone un altar en su casa con una mariposa de aceite; el tallaje de los quintos el día del sorteo; las plateas del Mena con lo macaeleros desternillándose con los actores aficionados; el ambiente canalla de la sala de juegos con el rumor de las bolas del futbolín y de los billares; las tarde de lectura del Capitán Trueno; el mugido remoto de los últimos bueyes que se vieron por el valle acarreando bloques de la Polonia; los bailes de la era en El Marchal por San Marcos y la Virgen del Rosario; o el marranillo que engordaba la gente del pueblo.

Lo mismo estamos en el Macael del 49, que en el 56 o en 68 o que nos retrotraemos a la época de la batalla de Las Alpujarras en el Macael Viejo. Pero es, sobre todo, este libro que ve ahora la luz, un canto a los años 50 y 60 en un pueblo rural con trazas industriales como Macael y a cómo eran esas casas antiguas en las que sonaban coplas de Juanita Reina en los transistores apoyados en el aparador del salón familiar o en el taller de Carmen la Turca o en el de Eduardo el Dote, a cómo olían las casas a jabón Heno de Pravia en ese tiempo en el que a los relojes aún había que darles cuerda.

Hay también reflejos de hitos históricos de esa sierra como el Pleito de las canteras que cambió la vida de tantas familias y el papel ponderado de Juan Rubio del que siempre se recuerda su honestidad en unos tiempos tan recios, como los que acaba de dar a la imprenta Vargas Llosa. Y lo mismo campea Andrés, con este dislate costumbrista, por su mundo infantil pintado con las ceras Pelikan a lomos de una cartera de hebillas heredada de hermano en hermano, que aliña una tierna escena en la que aparece un personaje que acude al taller de mármol a encargar una lápida con búcaro de flores para el padre difunto, que nos pormenoriza la vestimenta del cantero con el pantalón de pana, la camisa blanca, el chaleco, el pañuelo y la boina y herramientas como la escofina, el puntero, el cincel, la piedra pómez con las que amolan morteros, piletas o fregaderos, que nos relata el día de Santa Bárbara, patrona de los artilleros, mineros y barreneros.

No se pierdan, por favor, este librito agreste, este jardín de de las delicias de nuestro ayer, ese ayer que nace de los adentros de su autor y que está complementado primorosamente por un diccionario de términos de la sierra de Macael, un índice toponímico y antroponímico, un índice de música para leer donde suenan discos de pizarra, trombones y bombardinos y un álbum de imágenes antiguas del municipio que parece estar de más, si se tiene en cuenta que con las palabras tan precisas con las que nos encanta el autor –como se encanta a una serpiente con la flauta- ya las imaginamos y hasta las llegamos a ver.


LA HUELLA DEL MÁRMOL, ANDRÉS MOLINA FRANCO
ANDRÉS MOLINA FRANCO


Autoría: Andrés Molina Franco
Edición: 1ª
Edita/n: Diputación de Almería - Área de Cultura y Cine - 

Instituto de Estudios Almerienses
Otras aportaciones:
Descripción física: 206 págs; 16 x 24 cm.
Colección: Etnografía y cultura popular
Deposito legal: AL 2993-2019
ISBN: 978-84-8108-689-8 -
Situación: Existencias
PVP: 12 euros
Comprar Libro

La huella del mármol

Prólogo a La Huella del Mármol

‘El Universo Molina’         Manuel León

Nos llegan estas huellas del mármol de Andrés Molina Franco, dedicadas a Amador Andrés, como fetiches de un tiempo macilento ya pero no borrado de todo; nos llegan estas alegorías de una época a través de letras escritas que forman palabras que forman imágenes, como fotografías de una ciudad turística escondidas en uno de esos souvenir que logras ver cuando acercas la pupila y haces girar el invento. Nos trae de nuevo este profesor, en soniquete, un río de memorias de Macael, su pueblo, que no son solo las memoria de un pueblo sino las de una comarca, las de una provincia, las de un territorio maleable como la arcilla con el que el autor se emplea a fondo, no solo con las manos del recuerdo sino también con las más remotas evocaciones que guarda en su almario.

ANDRÉS MOLINA FRANCO
LA HUELLA DEL MÁRMOL
Están estructuradas estas melancólicas cuartillas filabresas en cuatro cicatrices: la del alma, la del camino, la de la fiesta y la del mármol, que es la argamasa en la que terminan por fundirse todos estos relatos, primos hermanos de aquel ‘Macael, historias cercanas’ que fundió el propio Andrés hace un par de años en la fragua de sus recuerdos.

Diríamos que Andrés es un escritor rural, un rapsoda de la piedra milenaria que, atrincherada en duermevela, espera ser revelada a golpe de mazo y punzón, un narrador convencional de los usos y hábitos del municipio donde nació y creció. Pero no. Andrés, en este libro, hace de otra cosa: hace de delicioso notario costumbrista a golpe de fogonazos fotográficos, pero en vez de con yoduro de plata, con el alfabeto castellano.

El libro está concebido así, como pequeños pildorazos del paso del tiempo, en los que su hacedor habla casi siempre en presente, como si no quisiera que ese mundo que conoció de niño feneciera del todo. Por eso lo atrapa en más de medio centenar de pequeñas semblanzas, sin introducción, nudo o desenlace, en las que nadie habla, en las que solo aparece el fino pincel descriptor de Andrés, a quien uno percibe como un acólito aventajado de la obsesión formalista de Góngora y como un desertor del conceptismo quevediano. La urdimbre de estas historias de Andrés es la propia familia del autor y el cañamazo en el que las teje es la inocencia y la curiosidad ilimitada de los ojos de un niño que todo lo ve, que de todo se empapa como una esponja.

 Todo o casi todo se antoja autobiográfico –porque así debe serlo para que cale como el relente en el parabrisas de un coche- y contribuye a que este ‘Universo Molina’, esta Huella del Mármol, tenga vida propia. Son capítulos que se pueden leer antes o después, empezando por la mitad o por los tres cuartos, por el postre o por el entremés, porque el orden de los factores no altera el producto. Se cuelan en estas páginas los sonidos del afilaor, el apaño que se da el lañaor para restañar heridas en los odres, la ciencia del blanqueaor o el olor a mentol de la farmacia del pueblo. Andrés es detallista hasta la extenuación y uno imagina que caería reventado después de poner el punto y final a este trabajo, después de tanto ejercicio de recreación aleteando en su cabeza de bombilla y sobre su fino bigote de mariscal de campo.

Uno al final es lo que escribe y Andrés es eso, un caudal inagotable de ensoñaciones verosímiles. De pronto se cuela en la lectura una gallina clueca que se ha salido de la talega en un autobús camino de la mina o se hace referencia a los viejos duros del tío sentao para pagar una deuda o se rememoran las notas que salían del acordeón de la Chacha Carmen.

Como buen hijo de fragüero, Andrés moldea sus historias a fuego lento en el yunque, con autenticidad, sin trampa ni cartón. No hay trama ni personajes, hay solo chispas de ingenio rojizas y azuladas que saltan del fuego ante los golpes del martillo que es su pluma. Así emerge el recuerdo de La Golosa, que era el ataúd que se utilizaba en el pueblo para los pobres de solemnidad o el olor a café del bar de Mariquita o la añoranza del abnegado religioso Manuel Rubira o el trajín callejero al despuntar el alba de canteros, cincelistas y carreteros. Macael era entonces un pueblo con una calle Larga donde cantaban los gallos, donde las novias y los novios pelaban la pava, con hitos del camino como La Pisá del Caballo o El Cogoche.

Y en ese escenario proustiano, Andrés nos seduce con la herramienta de su diccionario infinito y nos hace recordar aquel aceite de linaza con el que se le sacaba brillo a casi todo, la trementina o la sosa y nos ayuda a distinguir el yeso moreno del blanco, cómo se cierne un garbillo y cómo, en aquellas casas de nuestros padres y de nuestros abuelos, siempre había un pantocrátor bendiciendo cada rincón.

Todo lo cuenta este Andrés con la minuciosidad de un amanuense franciscano y uno se imagina a este macaelero o macaelense bajo el flexo, cazando recuerdos en su fértil escritorio, como el que caza mariposas con una red. Todo sustantivo en Andrés tiene un adjetivo que lo enriquece, el color, el sabor, el material del que están hechas las cosas antiguas: un cubierto de alpaca, una aceitera de hojalata, una servilleta de hilo escocés. Aparecen personajes que no hablan, porque el autor es un demiurgo que los maneja a su antojo, pero no les concede el don de la palabra.

En el capítulo  de la Huella de camino es el turno del tren del Almanzora a Barcelona, el Catalán, en el que se marcha la hermana a estudiar en un colegio de monjas; del camión de la playa, el mismo que descarga bloques de mármol de La Puntilla hasta la fábrica y que en los días de verano se llena de cestas de mimbre con tortillas, fritadas y sandías, camino de las olas de Garrucha o de Águilas.

Otras escenas nos hacen ver a una madre que va a telégrafos a poner un giro con dinero a su hijo que está haciendo la mili en Granollers, a pesar de que la cantera no ha dado ese mes ningún beneficio. Nos cuenta, como en una película en blanco y negro, la construcción del túnel del Servalico, en Bédar, del que aún quedan restos, y toda la parafernalia de aquella obra: los jornaleros, topógrafos, ingenieros, la almaina, el trinchete, la barrena y la damajuana vestida de esparto, con el vino calentándose en su interior.

El narrador va cambiando de escenario, dislocando al lector, quizá con premeditación y alevosía. Y lo mismo, de pronto, se convierte en un emigrante a Orán que protagoniza un viaje de novios a la Barcelona del tardofranquismo. Otras perlas del ayer de Andrés son, por ejemplo, el capítulo de la Virgen a la que llevan de casa en casa y que, tras echar unos céntimos en la ranura, cada vecino le pone un altar en su casa con una mariposa de aceite; el tallaje de los quintos el día del sorteo; las plateas del Mena con lo macaeleros desternillándose con los actores aficionados; el ambiente canalla de la sala de juegos con el rumor de las bolas del futbolín y de los billares; las tarde de lectura del Capitán Trueno; el mugido remoto de los últimos bueyes que se vieron por el valle acarreando bloques de la Polonia; los bailes de la era en El Marchal por San Marcos y la Virgen del Rosario; o el marranillo que engordaba la gente del pueblo.

Lo mismo estamos en el Macael del 49, que en el 56 o en 68 o que nos retrotraemos a la época de la batalla de Las Alpujarras en el Macael Viejo. Pero es, sobre todo, este libro que ve ahora la luz, un canto a los años 50 y 60 en un pueblo rural con trazas industriales como Macael y a cómo eran esas casas antiguas en las que sonaban coplas de Juanita Reina en los transistores apoyados en el aparador del salón familiar o en el taller de Carmen la Turca o en el de Eduardo el Dote, a cómo olían las casas a jabón Heno de Pravia en ese tiempo en el que a los relojes aún había que darles cuerda.

Hay también reflejos de hitos históricos de esa sierra como el Pleito de las canteras que cambió la vida de tantas familias y el papel ponderado de Juan Rubio del que siempre se recuerda su honestidad en unos tiempos tan recios, como los que acaba de dar a la imprenta Vargas Llosa. Y lo mismo campea Andrés, con este dislate costumbrista, por su mundo infantil pintado con las ceras Pelikan a lomos de una cartera de hebillas heredada de hermano en hermano, que aliña una tierna escena en la que aparece un personaje que acude al taller de mármol a encargar una lápida con búcaro de flores para el padre difunto, que nos pormenoriza la vestimenta del cantero con el pantalón de pana, la camisa blanca, el chaleco, el pañuelo y la boina y herramientas como la escofina, el puntero, el cincel, la piedra pómez con las que amolan morteros, piletas o fregaderos, que nos relata el día de Santa Bárbara, patrona de los artilleros, mineros y barreneros.

No se pierdan, por favor, este librito agreste, este jardín de de las delicias de nuestro ayer, ese ayer que nace de los adentros de su autor y que está complementado primorosamente por un diccionario de términos de la sierra de Macael, un índice toponímico y antroponímico, un índice de música para leer donde suenan discos de pizarra, trombones y bombardinos y un álbum de imágenes antiguas del municipio que parece estar de más, si se tiene en cuenta que con las palabras tan precisas con las que nos encanta el autor –como se encanta a una serpiente con la flauta- ya las imaginamos y hasta las llegamos a ver.


LA HUELLA DEL MÁRMOL, ANDRÉS MOLINA FRANCO
ANDRÉS MOLINA FRANCO


Autoría: Andrés Molina Franco
Edición: 1ª
Edita/n: Diputación de Almería - Área de Cultura y Cine - 

Instituto de Estudios Almerienses
Otras aportaciones:
Descripción física: 206 págs; 16 x 24 cm.
Colección: Etnografía y cultura popular
Deposito legal: AL 2993-2019
ISBN: 978-84-8108-689-8 -
Situación: Existencias
PVP: 12 euros
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