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7.- Las manos muertas. Ana Ruiz Echauri (34


I


Se miró las manos de nuevo. (No son mis manos) Y siguió pelando las patatas. Una vez sus manos fueron hermosas. Manos de pianista que decía la gente. Un pintor las pintó. No es que fuera un gran artista; era un pintor del montón, de esos que se matriculan en Bellas Artes y no terminan los estudios. Tenía montado un pequeño taller justo encima de su casa y le pidió que posara. Sólo las manos, no te preocupes. (Por qué me iba a preocupar) Y le hizo un cuadro de las manos. Las dos juntas, rozándose un poquito, como palomas le dijo su madre. No lo podían comprar, así que el pintor incluyó el retrato de las manos de Clara en una exposición que consiguió hacer en un bar; un bar pequeño y oscuro, donde casi no se veían los cuadros, pero los dueños tenían afanes artísticos y lo bautizaron "Café de los Artistas". Y allí, entre penumbras, estuvieron colgadas las manos de Clara. Aladas palomas blancas, ancladas palomas entre los humos del bar. Le pidió al pintor una fotografía del cuadro (Para tener un recuerdo), pero el pintor no llegó a dársela nunca. Así que aquellas manos aladas de pianista eran sólo un sueño y, quizá, un retrato colgado Dios sabe en qué otra pared.

        (La que tuvo retuvo.... . Vaya mentira, otra mentira más de mi madre. Yo no he retenido nada, ni siquiera mis manos, aquellas manos blancas, delgadas que no son mías ahora. Ya no están. Estas que veo no son mis manos. Son de otra persona, seguro, las mías no)
                                                  
II

        Las patatas llenaban ya una fuente. Clara dejó de pelarlas. Las lavó en el fregadero y las secó cuidadosamente con un paño. No le importaba pelar kilos y kilos de patatas; lo que no le gustaba era partirlas en láminas, finas y pequeñas, para hacer tortilla. Pero tenía que hacerlo. Debía preparar al menos cuatro grandes tortillas de patata. Empezaban las fiestas del pueblo y vendrían los sobrinos. Los sobrinos siempre venían a fiestas. (Estos chicos, tan ocupados, hace tiempo ya que no vienen, pero seguro que este año vendrán. Porque les escribí; ya les dije que el tío estaba enfermo)

       La cocina de Clara no era una cocina como cualquiera entendería que es una cocina. La cocina de Clara era una habitación en torno a un fuego encendido en el centro. El techo era la chimenea. Un techo negro, ahumado, alto y estrecho. Un techo lejano, como de catedral. No había escalera capaz de alzarse hasta el extremo final, el hueco abierto por donde escapaba el humo, cuando escapaba.

Porque, a veces, el viento soplaba de Sur y hacía que el humo se escondiera de nuevo en el agujero y volviera por sus fueros al interior de la cocina. Y la cocina entonces era un lugar irrespirable, como decían que era la discoteca del pueblo de al lado. Y había que abrir la puerta de la calle y esperar a que el humo se decidiera a salir por alguna parte. Y lloraban los ojos y a Clara le daba la tos mala de bronquitis. Pero no podía abandonar la cocina, porque si el fuego estaba encendido y el humo lo invadía todo era porque Clara estaba cocinando y si Clara cocinaba, pues cocinaba. Y ya se sabe que la cocina es muy esclava y los pucheros no se pueden abandonar a su albedrío, porque se queman los potajes, se pegan las lentejas y se pasa el arroz. Los pucheros y el humo son a la par de caprichosos. Por no hablar de los caprichos del fuego, que a veces se niega a prender y a veces se pone asilvestrado, como un saltimbanqui loco, y amenaza con incendiar la casa entera. (Las mujeres hacemos la vida en la cocina)

        También había un fregadero de piedra y un grifo dorado que se había vuelto verdoso con el paso del tiempo. Y una mesa de formica y dos taburetes. En la mesa - el mueble más moderno de la casa -, se desayunaba, comía, merendaba y cenaba. En la mesa se pelaban las patatas, se batían los huevos, se amasaban las rosquillas, se hacía la masa de las croquetas, de los buñuelos y de las pastas con anís. Sobre la mesa, en la ahumada pared, colgaban el calendario de la Caja de Ahorros y un cuadro de la Virgen del Perpetuo Socorro, que era una virgen un poco rusa, como emigrante. No era como la Patrona del pueblo, era muy distinta, pero Clara le tenía devoción. (Que nos asista la Virgen del Perpetuo Socorro) Y ya estaba, ese era el rezo más largo de Clara a su virgen favorita.
              
                                                     III

- ¡Mujer!
- ¿Qué tripa se te ha roto, Felipe?
- ¿Qué haces?
- Pelar patatas, mira tú.
- ¿Y eso?
- ¿Eso? Patatas, para las tortillas.
- ¿Tortillas? ¿Para qué?
- ¡Qué hombre más tonto! Para qué va a ser, para los chicos, que vendrán mañana.
- ¡Qué han de venir mujer!
- Sí señor, han de venir. Que son fiestas y siempre vienen para fiestas.
- Estás vieja mujer y pierdes la cabeza. Hace cinco años que no vienen, ni para fiestas ni para nada. Tendrás suerte si vienen a mi entierro.
- ¡Que no seas agorero! Te digo yo que han de venir y vendrán.
- Ya veremos. Mañana veremos. Y las tortillas se las comerá el gato.

                                         IV

                La vieja casona tenía una fachada de piedra con escudo nobiliario sobre la puerta. La vieja casona era de un señor rico que vivía en la capital. Clara y Felipe vivían allí de prestado. De caridad, decían en el pueblo. Para saldar antiguas deudas, decían ellos. Era un edificio enorme y vacío. Metros y metros huecos que solo llenaban los ecos de los pasos de Felipe y Clara. Pasos cansinos, de zapatillas de lana y muchos años arrastrando los pies. Los niños del pueblo decían que en la casa había un fantasma; el espectro de una mujer que ahogó a su hijo recién nacido porque era soltera y sirvienta. La criada de quienes hicieron construir la casona.

         Pero Clara y Felipe no creían en fantasmas. Para fantasmas nosotros, decía él, que estamos más muertos que vivos y más solos que la una. Y cuando los chiquillos, apenas cuatro o cinco que quedaban en el pueblo, se acercaban a las ventanas para curiosear, Felipe se asomaba al ventanuco que había sobre el escudo y les gritaba: ¡Veréis cuando suelte al fantasma, os va a ahogar a todos!. Y los críos escapaban a la carrera, entre risas y temblores de miedo en las piernas. Y Jacinto, el más pequeño, no se podía dormir por la noche, porque creía que la manta era la mano de aquella mala mujer que ahogó a su pequeño, y se meaba de miedo, y su madre, que no era mala pero tenía mal genio, le daba una torta para que se le quitara tanta tontería y tanto pájaro de la cabeza.

                                                    V


         Clara se levantó al alba. Tenía mucho que hacer. Dejó a Felipe roncando en la cama de matrimonio, se puso la bata de faena y empezó a limpiar. Ventiló las habitaciones que no se usaban nunca. Hizo las camas y quitó el polvo. Sacó brillo a las baldosas de barro del suelo y llenó de agua las botellas de las mesillas. Luego se lavó en el fregadero y se mojó bien el pelo para rehacer su moño. Una estructura llena de horquillas que ni el viento más huracanado consiguió nunca desarmar. (Una mujer despeinada es una mujer sucia)
        Puso la leche a hervir y cortó en rebanadas el pan del día anterior. La mantequilla estaba un poco rancia, pero con la confitura de ciruelas  casi ni se notaba. Volvió al dormitorio y, haciendo todo el ruido posible, abrió el armario de luna para vestirse.

- ¿Qué trasteas mujer?
- Nada, Felipe. Sigue durmiendo.
- ¿Y quién puede dormir con tanto follón como preparas?
- Que te calles. Que tengo que vestirme.
- Ni que estuvieras desnuda mujer.
- ¡No digas esas cosas!
- ¿El qué? ¿Desnuda?
- El qué, el qué. ¡Estos hombres!. A la vejez viruelas...
- Jajaja.
- ¿No te piensas levantar?
- ¿A qué vienen tantas prisas?
- Que el tren no espera.... .
- ¿Te vas de viaje mujer?
- Estás tonto... . Que vienen los chicos. Hoy vienen los chicos.
- Has cogido tema ¿Eh? Que no han de venir. ¿Te han escrito acaso?
- No.
- Pues entonces... .
- Entonces nada. Ya sabes que no tienen tiempo. Les escribí yo para que vinieran.
- ¿Qué te juegas a que no vienen?
- No me juego nada. Eso tú, que te pasas la vida dándole al mus. ¿Vas a venir a la Estación?
- No pienso.
- Pues me voy yo sola.
- Pues que te aproveche la espera. Y saludas a Fermín de mi parte.

                                           VI


               Fermín era el Jefe de la Estación. Ferroviario de toda la vida como decía él. Se sabía de memoria todas las paradas de los trenes de su zona. Las repetía a petición del público sin equivocarse nunca. Y los horarios. Y los nombres de los maquinistas.
         Clara llegó una hora antes. Sus piernas tampoco eran las de antes (Estas no son mis piernas) y el camino hasta la Estación era largo. Se había puesto el vestido negro. El vestido. Se lo hizo la modista para la última boda de uno de los sobrinos y sólo lo sacaba del armario para los funerales. El moño prieto, las horquillas bien engarzadas, y un chorrito de colonia. El bolso y los zapatos. Como para una fiesta iba vestida Clara. Para la fiesta de la bienvenida de los chicos. Los hijos de la hermana (A quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos) eran tres. La mayor, la mediana y el pequeño. La única familia que les quedaba a Felipe y Clara. "Si fuéramos ricos, mujer, ya vendrían a vernos más a menudo, ya", decía siempre él. Y ella no quería ni pensarlo; ella pensaba que estaban muy atareados y que no tenían tiempo para coger el tren y andar de la Ceca a la Meca por visitarles. Nunca les pidió nada. Y eso que con la pensión de Felipe apenas les llegaba para comer. Don Santos, el párroco, les ayudaba de vez en cuando. Disimulaba las limosnas con visitas periódicas, llevándoles harina, azúcar o carne. "Mire, doña Clara, que me han regalado dos kilos de cordero y con el régimen no me lo voy a comer, así que ustedes lo aprovecharán". "Doña Clara, digo yo que con esta harina hará usted  esas pastas tan ricas que saben a limón". Y así una o dos veces al mes. Era buena gente don Santos. Y eso que Felipe no pisaba la Iglesia ni por equivocación.

         La Estación era un desierto a esas horas. Un desierto bonito desde los últimos arreglos. Ahora la fachada relucía, recién pintada, y la mujer de Fermín había puesto geranios en las jardineras del andén. Los bancos eran nuevos y las farolas de hierro se parecían a las que Clara recordaba de cuando era pequeña y viajaba con su padre a la ciudad.
        Clara se sentó en un banco. Cruzo las manos que no eran ya sus manos sobre el bolso y se dispuso a esperar. (Las mujeres nos pasamos la vida esperando. Esperando a los maridos, a los hijos que no llegan, a que hierva la leche, que se seque la ropa o que engorde el cerdo para sacrificarlo. Siempre esperando)
        Faltaba sólo media hora. Treinta minutos para la llegada del tren. El tren que traería a los sobrinos, la juventud, la vida renovada y el recuerdo de la hermana. La mediana era igual que Lucía, la hermana muerta de Clara. Los mismos ojos, la misma boca. Siempre ensimismada, pensativa, ausente. Era escritora. La mayor había salido a padre, o sea, sota de bastos. Y el pequeño, el pequeño era harina de otro costal. No se parecía  nadie. Quizá al abuelo Raimundo, pero en moderno. (Es un hippy el pequeño, dará en algo malo si no se le vigila).
       Clara entrecerró los ojos. El verano era amable con los viejos. El calor era bueno para ellos y también para los niños. (Sin dientes, como niños, siempre llorando, siempre pidiendo los viejos)

       El tren entró puntual en la Estación. Un revuelo de sonidos y velocidad. Un frenazo dulce justo a la altura del banco de Clara.

       Pero Clara no lo oyó llegar. No vio cómo se abrían las puertas para que nadie descendiera. No pudo saber que los sobrinos no llegaron para fiestas. Ni pensó en las tortillas de patata que se comería el gato. Ni en lo que se iba a reír de ella su marido.

        El bolso de Clara cayó al suelo desvalido. Las manos, blancas manos, hermosas y aladas palomas de juventud perdida, yacían inermes, sobre el pulcro vestido negro.

        El tren partió veloz. Ni siquiera el aire de su impulso pudo despeinar el exacto peinado de Clara. La geometría ovalada de su moño.

7.- Las manos muertas. Ana Ruiz Echauri (34)



I



Se miró las manos de nuevo. (No son mis manos) Y siguió pelando las patatas. Una vez sus manos fueron hermosas. Manos de pianista que decía la gente. Un pintor las pintó. No es que fuera un gran artista; era un pintor del montón, de esos que se matriculan en Bellas Artes y no terminan los estudios. Tenía montado un pequeño taller justo encima de su casa y le pidió que posara. Sólo las manos, no te preocupes. (Por qué me iba a preocupar) Y le hizo un cuadro de las manos. Las dos juntas, rozándose un poquito, como palomas le dijo su madre. No lo podían comprar, así que el pintor incluyó el retrato de las manos de Clara en una exposición que consiguió hacer en un bar; un bar pequeño y oscuro, donde casi no se veían los cuadros, pero los dueños tenían afanes artísticos y lo bautizaron "Café de los Artistas". Y allí, entre penumbras, estuvieron colgadas las manos de Clara. Aladas palomas blancas, ancladas palomas entre los humos del bar. Le pidió al pintor una fotografía del cuadro (Para tener un recuerdo), pero el pintor no llegó a dársela nunca. Así que aquellas manos aladas de pianista eran sólo un sueño y, quizá, un retrato colgado Dios sabe en qué otra pared.

        (La que tuvo retuvo.... . Vaya mentira, otra mentira más de mi madre. Yo no he retenido nada, ni siquiera mis manos, aquellas manos blancas, delgadas que no son mías ahora. Ya no están. Estas que veo no son mis manos. Son de otra persona, seguro, las mías no)
                                                  
II

        Las patatas llenaban ya una fuente. Clara dejó de pelarlas. Las lavó en el fregadero y las secó cuidadosamente con un paño. No le importaba pelar kilos y kilos de patatas; lo que no le gustaba era partirlas en láminas, finas y pequeñas, para hacer tortilla. Pero tenía que hacerlo. Debía preparar al menos cuatro grandes tortillas de patata. Empezaban las fiestas del pueblo y vendrían los sobrinos. Los sobrinos siempre venían a fiestas. (Estos chicos, tan ocupados, hace tiempo ya que no vienen, pero seguro que este año vendrán. Porque les escribí; ya les dije que el tío estaba enfermo)

       La cocina de Clara no era una cocina como cualquiera entendería que es una cocina. La cocina de Clara era una habitación en torno a un fuego encendido en el centro. El techo era la chimenea. Un techo negro, ahumado, alto y estrecho. Un techo lejano, como de catedral. No había escalera capaz de alzarse hasta el extremo final, el hueco abierto por donde escapaba el humo, cuando escapaba.

Porque, a veces, el viento soplaba de Sur y hacía que el humo se escondiera de nuevo en el agujero y volviera por sus fueros al interior de la cocina. Y la cocina entonces era un lugar irrespirable, como decían que era la discoteca del pueblo de al lado. Y había que abrir la puerta de la calle y esperar a que el humo se decidiera a salir por alguna parte. Y lloraban los ojos y a Clara le daba la tos mala de bronquitis. Pero no podía abandonar la cocina, porque si el fuego estaba encendido y el humo lo invadía todo era porque Clara estaba cocinando y si Clara cocinaba, pues cocinaba. Y ya se sabe que la cocina es muy esclava y los pucheros no se pueden abandonar a su albedrío, porque se queman los potajes, se pegan las lentejas y se pasa el arroz. Los pucheros y el humo son a la par de caprichosos. Por no hablar de los caprichos del fuego, que a veces se niega a prender y a veces se pone asilvestrado, como un saltimbanqui loco, y amenaza con incendiar la casa entera. (Las mujeres hacemos la vida en la cocina)

        También había un fregadero de piedra y un grifo dorado que se había vuelto verdoso con el paso del tiempo. Y una mesa de formica y dos taburetes. En la mesa - el mueble más moderno de la casa -, se desayunaba, comía, merendaba y cenaba. En la mesa se pelaban las patatas, se batían los huevos, se amasaban las rosquillas, se hacía la masa de las croquetas, de los buñuelos y de las pastas con anís. Sobre la mesa, en la ahumada pared, colgaban el calendario de la Caja de Ahorros y un cuadro de la Virgen del Perpetuo Socorro, que era una virgen un poco rusa, como emigrante. No era como la Patrona del pueblo, era muy distinta, pero Clara le tenía devoción. (Que nos asista la Virgen del Perpetuo Socorro) Y ya estaba, ese era el rezo más largo de Clara a su virgen favorita.
              
                                                     III

- ¡Mujer!
- ¿Qué tripa se te ha roto, Felipe?
- ¿Qué haces?
- Pelar patatas, mira tú.
- ¿Y eso?
- ¿Eso? Patatas, para las tortillas.
- ¿Tortillas? ¿Para qué?
- ¡Qué hombre más tonto! Para qué va a ser, para los chicos, que vendrán mañana.
- ¡Qué han de venir mujer!
- Sí señor, han de venir. Que son fiestas y siempre vienen para fiestas.
- Estás vieja mujer y pierdes la cabeza. Hace cinco años que no vienen, ni para fiestas ni para nada. Tendrás suerte si vienen a mi entierro.
- ¡Que no seas agorero! Te digo yo que han de venir y vendrán.
- Ya veremos. Mañana veremos. Y las tortillas se las comerá el gato.

                                         IV

                La vieja casona tenía una fachada de piedra con escudo nobiliario sobre la puerta. La vieja casona era de un señor rico que vivía en la capital. Clara y Felipe vivían allí de prestado. De caridad, decían en el pueblo. Para saldar antiguas deudas, decían ellos. Era un edificio enorme y vacío. Metros y metros huecos que solo llenaban los ecos de los pasos de Felipe y Clara. Pasos cansinos, de zapatillas de lana y muchos años arrastrando los pies. Los niños del pueblo decían que en la casa había un fantasma; el espectro de una mujer que ahogó a su hijo recién nacido porque era soltera y sirvienta. La criada de quienes hicieron construir la casona.

         Pero Clara y Felipe no creían en fantasmas. Para fantasmas nosotros, decía él, que estamos más muertos que vivos y más solos que la una. Y cuando los chiquillos, apenas cuatro o cinco que quedaban en el pueblo, se acercaban a las ventanas para curiosear, Felipe se asomaba al ventanuco que había sobre el escudo y les gritaba: ¡Veréis cuando suelte al fantasma, os va a ahogar a todos!. Y los críos escapaban a la carrera, entre risas y temblores de miedo en las piernas. Y Jacinto, el más pequeño, no se podía dormir por la noche, porque creía que la manta era la mano de aquella mala mujer que ahogó a su pequeño, y se meaba de miedo, y su madre, que no era mala pero tenía mal genio, le daba una torta para que se le quitara tanta tontería y tanto pájaro de la cabeza.

                                                    V


         Clara se levantó al alba. Tenía mucho que hacer. Dejó a Felipe roncando en la cama de matrimonio, se puso la bata de faena y empezó a limpiar. Ventiló las habitaciones que no se usaban nunca. Hizo las camas y quitó el polvo. Sacó brillo a las baldosas de barro del suelo y llenó de agua las botellas de las mesillas. Luego se lavó en el fregadero y se mojó bien el pelo para rehacer su moño. Una estructura llena de horquillas que ni el viento más huracanado consiguió nunca desarmar. (Una mujer despeinada es una mujer sucia)
        Puso la leche a hervir y cortó en rebanadas el pan del día anterior. La mantequilla estaba un poco rancia, pero con la confitura de ciruelas  casi ni se notaba. Volvió al dormitorio y, haciendo todo el ruido posible, abrió el armario de luna para vestirse.

- ¿Qué trasteas mujer?
- Nada, Felipe. Sigue durmiendo.
- ¿Y quién puede dormir con tanto follón como preparas?
- Que te calles. Que tengo que vestirme.
- Ni que estuvieras desnuda mujer.
- ¡No digas esas cosas!
- ¿El qué? ¿Desnuda?
- El qué, el qué. ¡Estos hombres!. A la vejez viruelas...
- Jajaja.
- ¿No te piensas levantar?
- ¿A qué vienen tantas prisas?
- Que el tren no espera.... .
- ¿Te vas de viaje mujer?
- Estás tonto... . Que vienen los chicos. Hoy vienen los chicos.
- Has cogido tema ¿Eh? Que no han de venir. ¿Te han escrito acaso?
- No.
- Pues entonces... .
- Entonces nada. Ya sabes que no tienen tiempo. Les escribí yo para que vinieran.
- ¿Qué te juegas a que no vienen?
- No me juego nada. Eso tú, que te pasas la vida dándole al mus. ¿Vas a venir a la Estación?
- No pienso.
- Pues me voy yo sola.
- Pues que te aproveche la espera. Y saludas a Fermín de mi parte.

                                           VI


               Fermín era el Jefe de la Estación. Ferroviario de toda la vida como decía él. Se sabía de memoria todas las paradas de los trenes de su zona. Las repetía a petición del público sin equivocarse nunca. Y los horarios. Y los nombres de los maquinistas.
         Clara llegó una hora antes. Sus piernas tampoco eran las de antes (Estas no son mis piernas) y el camino hasta la Estación era largo. Se había puesto el vestido negro. El vestido. Se lo hizo la modista para la última boda de uno de los sobrinos y sólo lo sacaba del armario para los funerales. El moño prieto, las horquillas bien engarzadas, y un chorrito de colonia. El bolso y los zapatos. Como para una fiesta iba vestida Clara. Para la fiesta de la bienvenida de los chicos. Los hijos de la hermana (A quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos) eran tres. La mayor, la mediana y el pequeño. La única familia que les quedaba a Felipe y Clara. "Si fuéramos ricos, mujer, ya vendrían a vernos más a menudo, ya", decía siempre él. Y ella no quería ni pensarlo; ella pensaba que estaban muy atareados y que no tenían tiempo para coger el tren y andar de la Ceca a la Meca por visitarles. Nunca les pidió nada. Y eso que con la pensión de Felipe apenas les llegaba para comer. Don Santos, el párroco, les ayudaba de vez en cuando. Disimulaba las limosnas con visitas periódicas, llevándoles harina, azúcar o carne. "Mire, doña Clara, que me han regalado dos kilos de cordero y con el régimen no me lo voy a comer, así que ustedes lo aprovecharán". "Doña Clara, digo yo que con esta harina hará usted  esas pastas tan ricas que saben a limón". Y así una o dos veces al mes. Era buena gente don Santos. Y eso que Felipe no pisaba la Iglesia ni por equivocación.

         La Estación era un desierto a esas horas. Un desierto bonito desde los últimos arreglos. Ahora la fachada relucía, recién pintada, y la mujer de Fermín había puesto geranios en las jardineras del andén. Los bancos eran nuevos y las farolas de hierro se parecían a las que Clara recordaba de cuando era pequeña y viajaba con su padre a la ciudad.
        Clara se sentó en un banco. Cruzo las manos que no eran ya sus manos sobre el bolso y se dispuso a esperar. (Las mujeres nos pasamos la vida esperando. Esperando a los maridos, a los hijos que no llegan, a que hierva la leche, que se seque la ropa o que engorde el cerdo para sacrificarlo. Siempre esperando)
        Faltaba sólo media hora. Treinta minutos para la llegada del tren. El tren que traería a los sobrinos, la juventud, la vida renovada y el recuerdo de la hermana. La mediana era igual que Lucía, la hermana muerta de Clara. Los mismos ojos, la misma boca. Siempre ensimismada, pensativa, ausente. Era escritora. La mayor había salido a padre, o sea, sota de bastos. Y el pequeño, el pequeño era harina de otro costal. No se parecía  nadie. Quizá al abuelo Raimundo, pero en moderno. (Es un hippy el pequeño, dará en algo malo si no se le vigila).
       Clara entrecerró los ojos. El verano era amable con los viejos. El calor era bueno para ellos y también para los niños. (Sin dientes, como niños, siempre llorando, siempre pidiendo los viejos)

       El tren entró puntual en la Estación. Un revuelo de sonidos y velocidad. Un frenazo dulce justo a la altura del banco de Clara.

       Pero Clara no lo oyó llegar. No vio cómo se abrían las puertas para que nadie descendiera. No pudo saber que los sobrinos no llegaron para fiestas. Ni pensó en las tortillas de patata que se comería el gato. Ni en lo que se iba a reír de ella su marido.

        El bolso de Clara cayó al suelo desvalido. Las manos, blancas manos, hermosas y aladas palomas de juventud perdida, yacían inermes, sobre el pulcro vestido negro.

        El tren partió veloz. Ni siquiera el aire de su impulso pudo despeinar el exacto peinado de Clara. La geometría ovalada de su moño.