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LA TUMBA DEL NADADOR. JUAN PARDO VIDAL



LA TUMBA DEL NADADOR

Adentrarse en las páginas de un libro, lo he dicho en otras ocasiones, es una fiesta. Una fiesta donde la palabra es anfitriona única. Con ella está garantizada la diversión y el conocimiento. Ninguno de sus invitados quedará indiferente. Un buen libro siempre será una fiesta inolvidable. 
JOSÉ ANTONIO SANTANO EN "DIARIO DE ALMERÍA" NOS DESCRIBE  IMPRESIONES SOBRE LA OBRA DE JUAN PARDO VIDAL, "LA TUMBA DEL NADADOR"

El libro elegido para esta ocasión es una verdadera fiesta de la palabra, una fiesta para los sentidos. En una edición bella y cuidada, “La tumba del nadador”, de Juan Pardo Vidal (Almería, 1967) reúne un conjunto de relatos, en total 11, de los cuales el que da título al libro destaca por su originalidad y extensión, sin desmerecer claro está al resto (El tatuaje, Los gatos de Schorödinger, Los días azules, La tormenta, Te llamaré T, Desmancados, El día en que los dos hombres más importantes del país me removieron el pelo, Y decirte algo terrorífico, como por ejemplo «te quiero», Lencería rosa y El naufragio). El lugar elegido para “La tumba del nadador” es un ático y sucede todo en una fiesta muy especial: «Habrá un tipo, un editor al que Jesús conocerá en una fiesta. Y habrá también una chica y habrá música y copas y su amiga Andrea y mucha gente guapa, políticos, futbolistas y gente del mundo de la cultura […] La fiesta será la hostia, cincuenta personas bailando al ritmo de la coca en un ático enfrente del mara en los edificios de La Térmica, en Almería». Así comienza Pardo la construcción de este relato con el cual vibraremos en el temblor de la palabra de los personajes que pululan por sus páginas, con un discurso narrativo distinto donde la singularidad narrativa y los recursos literarios empleados constituyen elementos consistentes como basas de columnas que soportan todo el peso de la trama narrativa para concluir en un sólido edificio. El simple hecho, infrecuente en la narrativa española, del uso de una voz narrativa omnisciente de futuro es ya un reto que, por cierto, resuelve satisfactoriamente. 

Pero no sólo destaca en este relato el tiempo verbal utilizado, sino la propia estructura, la mirada del narrador que formará parte también del discurso narrativo –metaliterario- («Jesús no sabe qué va a pasar, ni cómo se va a llamar el maldito gato que ha encontrado dentro de su buzón, yo sí que lo sé, porque yo soy el autor y soy la leche, en esta historia soy el gran camello, el que distribuye el destino a los personajes. El futuro es una droga que todo el mundo quiere meterse. Aquí mando yo, ellos creen que soy dios, sé qué les va a pasar a mis personajes, me veneran, conocer mi poder, me temen, saben que existo, rezan para que yo cambie el futuro a mejor, quieren que todo salga bien, que intervenga para hacerlo realidad, pero yo no puedo hacer nada por ellos»), con el añadido de la presencia consistente de una voz interior, de la conciencia de Jesús (el protagonista) que denominará “Cuatro”: «Una vocecita interior, que es él mismo con la voz de él mismo, y que se llama Cuatro, le dirá: «Jesús, eres menos gilipollas que todos ésos que tienes ahí delante. Seguro que en esta fiesta hay alguien con quien revolotear, venga, espabila chaval, vete a libar alguna florecilla». Pardo Vidal ha sabido utilizar variados recursos literarios que hacen de esta narración un monumento al buen hacer: humor, ironía, flashback, música, cine, pero por encima de todo nos muestra la vida misma en sus muchos aspectos: soledad, miedo, muerte, vulgaridad, sentimientos, emociones, silencios, todo bajo el prisma de la ficción más pura, de la imaginación en un vuelo imparable. 

Juan Pardo consigue alterarnos, perturbar nuestra acomodada vida, con hechos tan reales que trascienden la propia realidad para crear otra, confirmándonos así que nos encontramos ante un narrador maduro, que sólo se deja arrastrar por el ciclón de la palabra, la que construye historias, múltiples vidas. “La tumba del nadador” es una fiesta, ciertamente, una fiesta de la vida, pero también de la muerte, la que está ocurriendo al mismo tiempo que la del ático pero en un hospital cercano de la ciudad de Almería, la del final de una etapa y el nacimiento de otra, la que sucede en el acabamiento del cuerpo paterno: «La verdad es que la vida es rara. Por la mañana no será necesario que lo acompañe porque nadie se muere por la mañana, es la noche la que se los lleva, la noche viene a por los enfermos y ellos se fan con ella de la mano, la muerte no tiene la mano huesuda, la tiene tibia y confortable, los agarra con la fuerza exacta para que se sientan seguros, se enamoran de ella, por eso nadie regresa». Un libro, “La tumba del nadador” y una voz, la de Juan Pardo que nos devuelve la esperanza en la literatura, en la vida: «Algunas gotas de lluvia caerán cerca de los ojos mientras mira al horizonte desde aquel ático para recordarle que no está en la cima del mundo y que nunca llegará a estar tan alto como aquel día, subido a los hombros de su padre».

Título La tumba del nadador
Autor: Juan Pardo Vidal
Edita: Librería Metáfora (Roquetas de Mar, 2016)


JUAN PARDO VIDAL en la LIBRERÍA PICASSO.

Estimado/a amigo/a;


La Consejería de Cultura, a través del Centro Andaluz de las Letras, y la Federación Andaluza de Librerías (FAL) han organizado con motivo de la celebración del Día de la Librerías un encuentro con el escritor Juan Pardo Vidal, al que tenemos el gusto de invitarle el próximo viernes 11 en la Librería Picasso a las 19:00 (c/ Reyes Católicos,10). Juan Pardo Vidal hará un elogio a las librerías, y nos hablará de su experiencia como lector y escritor.

JUAN PARDO VIDAL en la LIBRERÍA PICASSO.

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La Consejería de Cultura, a través del Centro Andaluz de las Letras, y la Federación Andaluza de Librerías (FAL) han organizado con motivo de la celebración del Día de la Librerías un encuentro con el escritor Juan Pardo Vidal, al que tenemos el gusto de invitarle el próximo viernes 11 en la Librería Picasso a las 19:00 (c/ Reyes Católicos,10). Juan Pardo Vidal hará un elogio a las librerías, y nos hablará de su experiencia como lector y escritor.

JUAN PARDO VIDAL en la LIBRERÍA PICASSO.

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La Consejería de Cultura, a través del Centro Andaluz de las Letras, y la Federación Andaluza de Librerías (FAL) han organizado con motivo de la celebración del Día de la Librerías un encuentro con el escritor Juan Pardo Vidal, al que tenemos el gusto de invitarle el próximo viernes 11 en la Librería Picasso a las 19:00 (c/ Reyes Católicos,10). Juan Pardo Vidal hará un elogio a las librerías, y nos hablará de su experiencia como lector y escritor.

JUAN PARDO VIDAL en la LIBRERÍA PICASSO.

Estimado/a amigo/a;


La Consejería de Cultura, a través del Centro Andaluz de las Letras, y la Federación Andaluza de Librerías (FAL) han organizado con motivo de la celebración del Día de la Librerías un encuentro con el escritor Juan Pardo Vidal, al que tenemos el gusto de invitarle el próximo viernes 11 en la Librería Picasso a las 19:00 (c/ Reyes Católicos,10). Juan Pardo Vidal hará un elogio a las librerías, y nos hablará de su experiencia como lector y escritor.

JUAN PARDO VIDAL en la LIBRERÍA PICASSO.

Estimado/a amigo/a;


La Consejería de Cultura, a través del Centro Andaluz de las Letras, y la Federación Andaluza de Librerías (FAL) han organizado con motivo de la celebración del Día de la Librerías un encuentro con el escritor Juan Pardo Vidal, al que tenemos el gusto de invitarle el próximo viernes 11 en la Librería Picasso a las 19:00 (c/ Reyes Católicos,10). Juan Pardo Vidal hará un elogio a las librerías, y nos hablará de su experiencia como lector y escritor.

JUAN PARDO VIDAL en la LIBRERÍA PICASSO.

Estimado/a amigo/a;


La Consejería de Cultura, a través del Centro Andaluz de las Letras, y la Federación Andaluza de Librerías (FAL) han organizado con motivo de la celebración del Día de la Librerías un encuentro con el escritor Juan Pardo Vidal, al que tenemos el gusto de invitarle el próximo viernes 11 en la Librería Picasso a las 19:00 (c/ Reyes Católicos,10). Juan Pardo Vidal hará un elogio a las librerías, y nos hablará de su experiencia como lector y escritor.

Juan Pardo Vidal

 DESMANCADOS



Puede que sea un intento de suicidio, y puede que no. Eso no lo sé yo desde aquí, no veo demasiado bien desde este ángulo. Mi persiana está bajada casi por completo, no más de veinte centímetros me permiten contemplar las botas del vecino en el alféizar de su ventana, tendría que levantarme para saber más, y el hecho en sí no me preocupa tanto como para hacerlo. No sé si mi vecino está dentro de sus botas a punto  de saltar al vacío de mi patio de luces y hacer un estropicio con las cuerdas de tender la ropa antes de matarse de rebote, o está descalzo, repantigado en el sofá de su casa viendo el Canal Plus mientras sus botas se secan en la ventana. Juega el Atlético. Entre una posibilidad y otra va una vida. Se las ve limpias, no hay restos de barro en la puntera, puede que las haya lavado. O puede que no. Puede que haya dicho mi vecino «anda y que os den por el culo», con ese tono enérgico y convencido que tienen los vecinos que se hartan y de repente, se les ilumina el cerebro y dicen «anda y que os den por el culo a todos» y se encaraman a la ventana de su patinillo y calculan, antes de  lanzarse, la forma más digna de marcharse, cómo matarse sin quedar en el suelo en un apostura indigna. Parece improbable suicidarse en mi patio de luces, hace años que nadie vive en el primero del edificio y está todo el suelo lleno de pinzas de la ropa y calcetines desparejados —mi madre diría calcetines desmancados", aunque creo que la Academia reconoce, para este significado, el término "desmanchado"—. Las pinzas de la ropa dan mucha tristeza cuando vives solo, a mí me gustan mucho las de Ikea, un solitario no tendría reparo en suicidarse lanzándose contra un suelo de colores lleno de pinzas de la ropa de plástico y de madera. Eso seguro. 
Son unas botas altas, color marrón oscuro estrella de levante de barril. Deben de llegarle, calculo yo, tres dedos por encima del  tobillo. Parecen unas botas caras, botas de escalador, aunque él se las pone diariamente para ir a la oficina. Lo sé porque cuando por la mañana coincidimos en el ascensor yo miro siempre hacia el suelo y las veo. En los ascensores soy japonés. Son esas botas, seguro. Quizás quiera ascender en su empresa, llegar a lo más alto, dirigirla y acostarse con su secretaria. Puede que mi vecino haya perdido una oportunidad de ser feliz con su secretaria, o con la secretaria de otro, y haya decidido elegir el camino contrario, el de la caída, el camino de la gravedad, saltar a ver qué pasa, aunque él ya supone lo que va a pasar, los ingenieros saben esas cosas, las han estudiado. Yo no. Yo, como no tengo ni secretaria, ni botas, no me he planteado aún el suicidio. Tomarse tres litros diarios de cerveza no creo yo que se considere un suicidio, si acaso un suicidio estético.
No voy a asomarme a la ventana, voy a llamar directamente a su puerta y si no está a punto de lanzarse al vacío le voy a preguntar que si le apetece que vea el partido con él. Me llevo dos litros de cerveza del Lidl y grasa de caballo. Yo también soy de Atleti.

Juan Pardo Vidal

 DESMANCADOS



Puede que sea un intento de suicidio, y puede que no. Eso no lo sé yo desde aquí, no veo demasiado bien desde este ángulo. Mi persiana está bajada casi por completo, no más de veinte centímetros me permiten contemplar las botas del vecino en el alféizar de su ventana, tendría que levantarme para saber más, y el hecho en sí no me preocupa tanto como para hacerlo. No sé si mi vecino está dentro de sus botas a punto  de saltar al vacío de mi patio de luces y hacer un estropicio con las cuerdas de tender la ropa antes de matarse de rebote, o está descalzo, repantigado en el sofá de su casa viendo el Canal Plus mientras sus botas se secan en la ventana. Juega el Atlético. Entre una posibilidad y otra va una vida. Se las ve limpias, no hay restos de barro en la puntera, puede que las haya lavado. O puede que no. Puede que haya dicho mi vecino «anda y que os den por el culo», con ese tono enérgico y convencido que tienen los vecinos que se hartan y de repente, se les ilumina el cerebro y dicen «anda y que os den por el culo a todos» y se encaraman a la ventana de su patinillo y calculan, antes de  lanzarse, la forma más digna de marcharse, cómo matarse sin quedar en el suelo en un apostura indigna. Parece improbable suicidarse en mi patio de luces, hace años que nadie vive en el primero del edificio y está todo el suelo lleno de pinzas de la ropa y calcetines desparejados —mi madre diría calcetines desmancados", aunque creo que la Academia reconoce, para este significado, el término "desmanchado"—. Las pinzas de la ropa dan mucha tristeza cuando vives solo, a mí me gustan mucho las de Ikea, un solitario no tendría reparo en suicidarse lanzándose contra un suelo de colores lleno de pinzas de la ropa de plástico y de madera. Eso seguro. 
Son unas botas altas, color marrón oscuro estrella de levante de barril. Deben de llegarle, calculo yo, tres dedos por encima del  tobillo. Parecen unas botas caras, botas de escalador, aunque él se las pone diariamente para ir a la oficina. Lo sé porque cuando por la mañana coincidimos en el ascensor yo miro siempre hacia el suelo y las veo. En los ascensores soy japonés. Son esas botas, seguro. Quizás quiera ascender en su empresa, llegar a lo más alto, dirigirla y acostarse con su secretaria. Puede que mi vecino haya perdido una oportunidad de ser feliz con su secretaria, o con la secretaria de otro, y haya decidido elegir el camino contrario, el de la caída, el camino de la gravedad, saltar a ver qué pasa, aunque él ya supone lo que va a pasar, los ingenieros saben esas cosas, las han estudiado. Yo no. Yo, como no tengo ni secretaria, ni botas, no me he planteado aún el suicidio. Tomarse tres litros diarios de cerveza no creo yo que se considere un suicidio, si acaso un suicidio estético.
No voy a asomarme a la ventana, voy a llamar directamente a su puerta y si no está a punto de lanzarse al vacío le voy a preguntar que si le apetece que vea el partido con él. Me llevo dos litros de cerveza del Lidl y grasa de caballo. Yo también soy de Atleti.

Juan Pardo Vidal

 DESMANCADOS



Puede que sea un intento de suicidio, y puede que no. Eso no lo sé yo desde aquí, no veo demasiado bien desde este ángulo. Mi persiana está bajada casi por completo, no más de veinte centímetros me permiten contemplar las botas del vecino en el alféizar de su ventana, tendría que levantarme para saber más, y el hecho en sí no me preocupa tanto como para hacerlo. No sé si mi vecino está dentro de sus botas a punto  de saltar al vacío de mi patio de luces y hacer un estropicio con las cuerdas de tender la ropa antes de matarse de rebote, o está descalzo, repantigado en el sofá de su casa viendo el Canal Plus mientras sus botas se secan en la ventana. Juega el Atlético. Entre una posibilidad y otra va una vida. Se las ve limpias, no hay restos de barro en la puntera, puede que las haya lavado. O puede que no. Puede que haya dicho mi vecino «anda y que os den por el culo», con ese tono enérgico y convencido que tienen los vecinos que se hartan y de repente, se les ilumina el cerebro y dicen «anda y que os den por el culo a todos» y se encaraman a la ventana de su patinillo y calculan, antes de  lanzarse, la forma más digna de marcharse, cómo matarse sin quedar en el suelo en un apostura indigna. Parece improbable suicidarse en mi patio de luces, hace años que nadie vive en el primero del edificio y está todo el suelo lleno de pinzas de la ropa y calcetines desparejados —mi madre diría calcetines desmancados", aunque creo que la Academia reconoce, para este significado, el término "desmanchado"—. Las pinzas de la ropa dan mucha tristeza cuando vives solo, a mí me gustan mucho las de Ikea, un solitario no tendría reparo en suicidarse lanzándose contra un suelo de colores lleno de pinzas de la ropa de plástico y de madera. Eso seguro. 
Son unas botas altas, color marrón oscuro estrella de levante de barril. Deben de llegarle, calculo yo, tres dedos por encima del  tobillo. Parecen unas botas caras, botas de escalador, aunque él se las pone diariamente para ir a la oficina. Lo sé porque cuando por la mañana coincidimos en el ascensor yo miro siempre hacia el suelo y las veo. En los ascensores soy japonés. Son esas botas, seguro. Quizás quiera ascender en su empresa, llegar a lo más alto, dirigirla y acostarse con su secretaria. Puede que mi vecino haya perdido una oportunidad de ser feliz con su secretaria, o con la secretaria de otro, y haya decidido elegir el camino contrario, el de la caída, el camino de la gravedad, saltar a ver qué pasa, aunque él ya supone lo que va a pasar, los ingenieros saben esas cosas, las han estudiado. Yo no. Yo, como no tengo ni secretaria, ni botas, no me he planteado aún el suicidio. Tomarse tres litros diarios de cerveza no creo yo que se considere un suicidio, si acaso un suicidio estético.
No voy a asomarme a la ventana, voy a llamar directamente a su puerta y si no está a punto de lanzarse al vacío le voy a preguntar que si le apetece que vea el partido con él. Me llevo dos litros de cerveza del Lidl y grasa de caballo. Yo también soy de Atleti.

Juan Pardo Vidal


Juan Pardo Vidal
TE LLAMARÉ T

Cuando hace este viento hay una mujer invisible balanceándose en la mecedora de mi balcón. Soy yo, sentada, leyendo después de que haya amainado el poniente y sea de noche esta noche y no estés tú ya conmigo y sí la fachada de esa iglesia ahí enfrente, bien iluminada, anaranjada por las luces de tungsteno, un poco colonial, fantasmagórica y, a su alrededor, la ciudad parezca aún más rara de lo que es y no haya vida después de la muerte. O sea ésta.

Yo puedo decir lo que quiera, por ejemplo eso que has leído, soy la autora y nada me impide escribirlo. Para que existas puedo llamarte Z —lo que no tiene nombre no existe—y gritar que te queda muy gracioso mi chal, el que te has puesto sobre los hombros. Esto último puedo decírtelo a voces, «¡Te queda muy gracioso mi chal!», desde lejos para que vuelvas la cabeza y me sonrías, porque en mi historia estás ahí, de espaldas, apoyado en la barandilla de mi terraza mirando una ciudad que no comprendes, y he decidido que, aunque tú nunca tienes, hace un poco de frío. Tus codos están apoyados en el metal de la barandilla y las palmas de las manos fabrican un triángulo que sujeta una zona indeterminada entre tu barbilla y las mejillas, pareces un niño contrariado, pero no, sólo estás sorprendido. El mundo sorprende a poco que te detengas a observarlo. Detenerse a ver el mundo es como pasear por tu ciudad mirando hacia arriba, parece distinta, irreconocible, otra, ¿qué ciudad es ésta? Tienes en el balcón el pelo negro, Z. No. Negro no. Lo tienes oscuro, pero entreverado de canas, un poco largo para tu edad, la verdad, y la pierna derecha la has liado en la izquierda, que es la única que apoyas, echado sobre la barandilla, pareces un flamenco, qué postura más incómoda para un hombre maduro. En realidad te he dicho lo del chal por puro egoísmo, como todo lo que se hace por amor. Para que sonrías, porque así puedo ver yo esos hoyuelos tan raros que te salen a ambos lados de la cara, me encantan, te los he puesto yo ahí, yo elijo, mando yo, pero te quedan geniales, admítelo. Sería más exacto decir que por ahora te quedan bien, pues tal vez dentro de diez años sean horribles y en lugar de graciosos agujeritos sean nidos de arrugas. No estaré yo aquí para verlo, eso te lo digo ya. Me agacho. Fallaste. Qué carácter tienes para no ser real. Como vuelvas a tirarme un cojín te cambio el perfil psicológico y puede que hasta el nombre, te pondré de nombre una consonante más común, como B. Ahora que lo pienso, B es la siguiente consonante a Z, es un patrón, una secuencia natural, pues la A es una vocal y no cuenta en la serie. Vaya rollo. Paso. Te cambio de consonante otra vez. De ahora en adelante, aunque seas el mismo, en lugar de Z, te llamaré T. Eso es. Me pone ese nombre, T.


Eres un mentiroso, T. Dijiste que yo iba a ser tu casa, eso dijiste. Sonaba genial cuando lo susurrabas jadeando en mi oído, «tú vas a ser mi casa, tú vas a ser mi casa». Lo dijiste dos veces. Yo te creí sólo una de las dos. Pero cuando estás dentro de mí piensas que te quedarás ahí para siempre. Y no. Cuando terminas sales por la ventana sin hacer mucho ruido y ya no recuerdas por qué habías llamado a mi puerta para entrar, no sabes qué haces aquí, no reconoces las cortinas ni comprendes la distribución de colores en el papel pintado de las paredes, ni los impresionistas, ni por qué Chagall sobre la cama, ni nada. No te enteras de nada cuando te has corrido. Así de claro te lo digo, T.

Sé que puedo decir cualquier cosa sobre ti, eso lo sé, y sobre nuestra casa. Eso también. Puedo hacer que tú me digas cosas que sean mentira. Como ahora. Que me digas que me quieres, «Te quiero, Madie» Puedo hacerte decir lo que me dé la gana, una autora es una especie de diosa omnipotente. Ándate con ojo.

Ahora te has acercado por la espalda, traidor, muerdes mi cuello. Estate quieto, joder. Te mando a la mierda. Cuando escribo estoy de mal humor, soy una diosa omnipotente y malhablada, tengo mala leche y lanzo rayos como Zeus. Y tú, ni caso. Tú a lo tuyo. Y lo tuyo soy yo. Me convences y nos vamos al sofá. No me dejas escribir. Ven aquí.

Sé que resulta raro preguntarle a un personaje acerca de un texto literario en el cual aparece, pero tu opinión sobre ti mismo me interesa mucho. Además, como soy la que escribe puedo decir lo que yo quiera, cualquier cosa. Ya lo he dicho. Me gusta dejar claro quien manda. Por ejemplo, quiero que digas de nuevo eso de «Tú eres mi casa». Puedo añadir que en ti habito, por dentro, no sólo cuando gimo de placer, sino también después, cuando te vas, cuando sales a la calle con esas gafas de sol tan grandes y no regresas en días o en años —no sé bien calcular el tiempo—. Y cuando no estás, añado, sigo yo dentro de ti, riego nuestras plantas, salgo al balcón, leo y rara vez me siento en el sofá si tú no estás, eso hago. No sé por qué demonios esto es así, pero mi casa y yo apenas hemos hablado de nuestras cosas si no estás presente como mediador. Mi casa y yo nos evitamos si no estás tú. Todo el mundo tiene algún amigo con el que se encuentra cómodo si, a la vez, está en compañía de un tercero, ambos son amigos indisociables, quedas siempre con los dos, no sabrías qué decirle a cada uno de ellos por separado, sin embargo eres feliz junto a ellos dos, sonríes, abrazas. Esta casa y tú sois esos dos amigos. Esta casa vacía eres tú si te has ido, y yo cuando vuelves. Esto último que he escrito sería una buena frase para cerrar el texto, es enigmática. Recuérdamelo. No sé exactamente qué significa, pero como puedo decir lo que quiera, pues ahí se queda, seguro que alguien la entiende, la hace suya. Escribir es ser un ventrílocuo, pulsar las teclas en vez de mover la boca de un muñeco al que has metido la mano por la espalda. Por ejemplo, ahora me apetece meterte mano y la mano, las dos cosas, tirarte de espaldas a la cama, y tú a reír. Calla, que me desconcentras. Pues claro que no puedo parar de hablar cuando lo hacemos, ¿no ves que soy escritora?, estoy tomando apuntes. Soy una especialista en finales, esa soy yo. No quiero que se malinterprete esto último. Describir una escena de sexo es tener sexo virtual, aunque también podríamos llamarlo sexo oral, si te lo cuento. Eso es muy ocurrente, pero odio los juegos de palabras cuando escribo. Carver y yo odiamos los juegos de palabras.

Cuando hace este viento hay una mujer invisible balanceándose en la mecedora de mi balcón. Soy yo, sentada, leyendo después de que haya amainado el poniente y sea de noche esta noche y no estés tú ya conmigo y sí la fachada de esa iglesia ahí enfrente, bien iluminada, anaranjada por las luces de tungsteno, un poco colonial, fantasmagórica y, a su alrededor, la ciudad parezca aún más rara de lo que es y no haya vida después de la muerte. O sea ésta.

Escribir un cuento con ese tono daría al lector una idea pesimista, triste e inexacta de mí y de mi obra, la gente pensaría que mi balcón es un sitio muy alto desde el cual puede verse la ciudad y que, cuando anochece y hace buen tiempo, salgo yo a la terraza a leer, a beber gin tónics y a escribir textos melancólicos como si yo fuera tan triste y tan borracha como Houellebecq por culpa de Houellebecq . Y no es así, porque yo ya era tan triste y tan borracha como él antes de leerlo a él. Todo su rollo melodramático no me ha influido lo más mínimo, hombres, yo nunca hablo del dolor, a mí no me duele nada, y si me doliera, que no me duele, vosotros no os enteraríais. Nadie se enteraría de mi dolor a través de mis palabras, ¿por qué? porque sé que alguno de vosotros lo usaría contra mí, probablemente algún conocido, incluso amigo, expareja o familiar, me lo restregaría, tarde o temprano, por la cara. Así funciona esto. La gente que te conoce es más peligrosa que los desconocidos, nadie a quien yo no quiera podría hacerme daño, me importarían un bledo sus opiniones, sería imposible que un desconocido pudiera fastidiarme de verdad, sería imposible, los desconocidos saben eso y no intentan joderte porque saben que no pueden, los desconocidos no son peligrosos, son gente muy amable. Los peligrosos son los demás, el resto, la gente a la que quieres y aprecias, esos son la clave del dolor. Querer a alguien te convierte en una mujer más débil. Cuanta más gente quieres, más expugnable eres, esto también es así. A estas alturas del texto ya sé que no sólo me he ganado la enemistad de la mitad de los lectores, sino que he desvelado el peligro que corro ante la piedad. Solo la compasión me produce más rechazo que la piedad.

Nadie podrá echarte en cara, llegado este punto, lector, que decidas abandonar la lectura —yo mismo no sé si seguiré escribiendo este texto—. Marcharse es de valientes. Los cobardes se quedan. Es muy fácil no moverse. La inercia es la fuerza más poderosa del universo, eso lo saben todos lo físicos, pero no lo dicen. Se callan en lugar de insistir en que es muy sencillo que todo quiera continuar en el estado en el que está. Hay que dar las gracias a cualquier alteración. Eso deberíamos de decirle a la gente que nos abandona, a nuestras exparejas, examigos, exalgo, gracias, de todo corazón gracias por haberme acompañado hasta aquí. Ah, una cosa te digo, lector, si te marchas, si dejas de leer, no sabrás qué pasa con T. Porque T es como todos los demás hombres, pero muy diferente. Es increíble la cantidad de gente que se nos parece, de hecho respondemos a lo sumo a una decena, tal vez a una veintena, de estereotipos. Somos aburridos, previsibles y, muchas de las autoras, pertenecemos al arquetipo autocompasivo, el más patético de todos. Por eso hemos de intentar escribir sobre la verdad, porque en ella reside la esperanza y la pasión, me encantan los principios, hay tanta fuerza en ellos, deberíamos estar siempre naciendo, empezando, deseando besar, perplejos y curiosos ante el fragmento inicial, ese que dice «Cuando hace este viento hay una mujer invisible balanceándose en la mecedora de mi balcón...» un fragmento distinto a todo lo que había escrito hasta ahora, simplemente porque es verdad, así de claro, y T también existe, es real. Madre mía, menuda palabra, verdad. Estoy harta, estoy cansada de la ficción, de las novelas en pasado y de los narradores omniscientes. Los narradores omniscientes siempre son un tío, su voz, aunque no exista nada más que en alguna zona cercana a tu hipotálamo, suena cavernosa, segura de sí, masculina. Todo eso se acabó.

No sé qué pasará con T, ni con esa mujer invisible balanceándose en la mecedora de mi balcón que soy yo, sentada, leyendo después de que haya amainado el poniente y sea de noche esta noche y no esté él ya conmigo y sí la fachada de esa iglesia ahí enfrente, bien iluminada, anaranjada por las luces de tungsteno, un poco colonial, fantasmagórica y, a su alrededor, la ciudad parezca aún más rara de lo que es y no haya vida después de la muerte. Si te soy sincera, no tengo ni la menor idea, es más, no me importa lo más mínimo y no tengo prisa en saberlo. El problema es la curiosidad, ¡qué más da lo que pase con T!, no puedo saberlo, el futuro llegará con el tiempo. Nos sentaremos a esperarlo. Al tiempo se le puede esperar sentada en una mecedora, y luego contarlo. Dos cosas antes de irme: primera, sí, hay vida después de la muerte y es ésta; segunda, escribir es contar la verdad, la que aún no ha ocurrido.

Juan Pardo Vidal

Juan Pardo Vidal


Juan Pardo Vidal
TE LLAMARÉ T

Cuando hace este viento hay una mujer invisible balanceándose en la mecedora de mi balcón. Soy yo, sentada, leyendo después de que haya amainado el poniente y sea de noche esta noche y no estés tú ya conmigo y sí la fachada de esa iglesia ahí enfrente, bien iluminada, anaranjada por las luces de tungsteno, un poco colonial, fantasmagórica y, a su alrededor, la ciudad parezca aún más rara de lo que es y no haya vida después de la muerte. O sea ésta.

Yo puedo decir lo que quiera, por ejemplo eso que has leído, soy la autora y nada me impide escribirlo. Para que existas puedo llamarte Z —lo que no tiene nombre no existe—y gritar que te queda muy gracioso mi chal, el que te has puesto sobre los hombros. Esto último puedo decírtelo a voces, «¡Te queda muy gracioso mi chal!», desde lejos para que vuelvas la cabeza y me sonrías, porque en mi historia estás ahí, de espaldas, apoyado en la barandilla de mi terraza mirando una ciudad que no comprendes, y he decidido que, aunque tú nunca tienes, hace un poco de frío. Tus codos están apoyados en el metal de la barandilla y las palmas de las manos fabrican un triángulo que sujeta una zona indeterminada entre tu barbilla y las mejillas, pareces un niño contrariado, pero no, sólo estás sorprendido. El mundo sorprende a poco que te detengas a observarlo. Detenerse a ver el mundo es como pasear por tu ciudad mirando hacia arriba, parece distinta, irreconocible, otra, ¿qué ciudad es ésta? Tienes en el balcón el pelo negro, Z. No. Negro no. Lo tienes oscuro, pero entreverado de canas, un poco largo para tu edad, la verdad, y la pierna derecha la has liado en la izquierda, que es la única que apoyas, echado sobre la barandilla, pareces un flamenco, qué postura más incómoda para un hombre maduro. En realidad te he dicho lo del chal por puro egoísmo, como todo lo que se hace por amor. Para que sonrías, porque así puedo ver yo esos hoyuelos tan raros que te salen a ambos lados de la cara, me encantan, te los he puesto yo ahí, yo elijo, mando yo, pero te quedan geniales, admítelo. Sería más exacto decir que por ahora te quedan bien, pues tal vez dentro de diez años sean horribles y en lugar de graciosos agujeritos sean nidos de arrugas. No estaré yo aquí para verlo, eso te lo digo ya. Me agacho. Fallaste. Qué carácter tienes para no ser real. Como vuelvas a tirarme un cojín te cambio el perfil psicológico y puede que hasta el nombre, te pondré de nombre una consonante más común, como B. Ahora que lo pienso, B es la siguiente consonante a Z, es un patrón, una secuencia natural, pues la A es una vocal y no cuenta en la serie. Vaya rollo. Paso. Te cambio de consonante otra vez. De ahora en adelante, aunque seas el mismo, en lugar de Z, te llamaré T. Eso es. Me pone ese nombre, T.


Eres un mentiroso, T. Dijiste que yo iba a ser tu casa, eso dijiste. Sonaba genial cuando lo susurrabas jadeando en mi oído, «tú vas a ser mi casa, tú vas a ser mi casa». Lo dijiste dos veces. Yo te creí sólo una de las dos. Pero cuando estás dentro de mí piensas que te quedarás ahí para siempre. Y no. Cuando terminas sales por la ventana sin hacer mucho ruido y ya no recuerdas por qué habías llamado a mi puerta para entrar, no sabes qué haces aquí, no reconoces las cortinas ni comprendes la distribución de colores en el papel pintado de las paredes, ni los impresionistas, ni por qué Chagall sobre la cama, ni nada. No te enteras de nada cuando te has corrido. Así de claro te lo digo, T.

Sé que puedo decir cualquier cosa sobre ti, eso lo sé, y sobre nuestra casa. Eso también. Puedo hacer que tú me digas cosas que sean mentira. Como ahora. Que me digas que me quieres, «Te quiero, Madie» Puedo hacerte decir lo que me dé la gana, una autora es una especie de diosa omnipotente. Ándate con ojo.

Ahora te has acercado por la espalda, traidor, muerdes mi cuello. Estate quieto, joder. Te mando a la mierda. Cuando escribo estoy de mal humor, soy una diosa omnipotente y malhablada, tengo mala leche y lanzo rayos como Zeus. Y tú, ni caso. Tú a lo tuyo. Y lo tuyo soy yo. Me convences y nos vamos al sofá. No me dejas escribir. Ven aquí.

Sé que resulta raro preguntarle a un personaje acerca de un texto literario en el cual aparece, pero tu opinión sobre ti mismo me interesa mucho. Además, como soy la que escribe puedo decir lo que yo quiera, cualquier cosa. Ya lo he dicho. Me gusta dejar claro quien manda. Por ejemplo, quiero que digas de nuevo eso de «Tú eres mi casa». Puedo añadir que en ti habito, por dentro, no sólo cuando gimo de placer, sino también después, cuando te vas, cuando sales a la calle con esas gafas de sol tan grandes y no regresas en días o en años —no sé bien calcular el tiempo—. Y cuando no estás, añado, sigo yo dentro de ti, riego nuestras plantas, salgo al balcón, leo y rara vez me siento en el sofá si tú no estás, eso hago. No sé por qué demonios esto es así, pero mi casa y yo apenas hemos hablado de nuestras cosas si no estás presente como mediador. Mi casa y yo nos evitamos si no estás tú. Todo el mundo tiene algún amigo con el que se encuentra cómodo si, a la vez, está en compañía de un tercero, ambos son amigos indisociables, quedas siempre con los dos, no sabrías qué decirle a cada uno de ellos por separado, sin embargo eres feliz junto a ellos dos, sonríes, abrazas. Esta casa y tú sois esos dos amigos. Esta casa vacía eres tú si te has ido, y yo cuando vuelves. Esto último que he escrito sería una buena frase para cerrar el texto, es enigmática. Recuérdamelo. No sé exactamente qué significa, pero como puedo decir lo que quiera, pues ahí se queda, seguro que alguien la entiende, la hace suya. Escribir es ser un ventrílocuo, pulsar las teclas en vez de mover la boca de un muñeco al que has metido la mano por la espalda. Por ejemplo, ahora me apetece meterte mano y la mano, las dos cosas, tirarte de espaldas a la cama, y tú a reír. Calla, que me desconcentras. Pues claro que no puedo parar de hablar cuando lo hacemos, ¿no ves que soy escritora?, estoy tomando apuntes. Soy una especialista en finales, esa soy yo. No quiero que se malinterprete esto último. Describir una escena de sexo es tener sexo virtual, aunque también podríamos llamarlo sexo oral, si te lo cuento. Eso es muy ocurrente, pero odio los juegos de palabras cuando escribo. Carver y yo odiamos los juegos de palabras.

Cuando hace este viento hay una mujer invisible balanceándose en la mecedora de mi balcón. Soy yo, sentada, leyendo después de que haya amainado el poniente y sea de noche esta noche y no estés tú ya conmigo y sí la fachada de esa iglesia ahí enfrente, bien iluminada, anaranjada por las luces de tungsteno, un poco colonial, fantasmagórica y, a su alrededor, la ciudad parezca aún más rara de lo que es y no haya vida después de la muerte. O sea ésta.

Escribir un cuento con ese tono daría al lector una idea pesimista, triste e inexacta de mí y de mi obra, la gente pensaría que mi balcón es un sitio muy alto desde el cual puede verse la ciudad y que, cuando anochece y hace buen tiempo, salgo yo a la terraza a leer, a beber gin tónics y a escribir textos melancólicos como si yo fuera tan triste y tan borracha como Houellebecq por culpa de Houellebecq . Y no es así, porque yo ya era tan triste y tan borracha como él antes de leerlo a él. Todo su rollo melodramático no me ha influido lo más mínimo, hombres, yo nunca hablo del dolor, a mí no me duele nada, y si me doliera, que no me duele, vosotros no os enteraríais. Nadie se enteraría de mi dolor a través de mis palabras, ¿por qué? porque sé que alguno de vosotros lo usaría contra mí, probablemente algún conocido, incluso amigo, expareja o familiar, me lo restregaría, tarde o temprano, por la cara. Así funciona esto. La gente que te conoce es más peligrosa que los desconocidos, nadie a quien yo no quiera podría hacerme daño, me importarían un bledo sus opiniones, sería imposible que un desconocido pudiera fastidiarme de verdad, sería imposible, los desconocidos saben eso y no intentan joderte porque saben que no pueden, los desconocidos no son peligrosos, son gente muy amable. Los peligrosos son los demás, el resto, la gente a la que quieres y aprecias, esos son la clave del dolor. Querer a alguien te convierte en una mujer más débil. Cuanta más gente quieres, más expugnable eres, esto también es así. A estas alturas del texto ya sé que no sólo me he ganado la enemistad de la mitad de los lectores, sino que he desvelado el peligro que corro ante la piedad. Solo la compasión me produce más rechazo que la piedad.

Nadie podrá echarte en cara, llegado este punto, lector, que decidas abandonar la lectura —yo mismo no sé si seguiré escribiendo este texto—. Marcharse es de valientes. Los cobardes se quedan. Es muy fácil no moverse. La inercia es la fuerza más poderosa del universo, eso lo saben todos lo físicos, pero no lo dicen. Se callan en lugar de insistir en que es muy sencillo que todo quiera continuar en el estado en el que está. Hay que dar las gracias a cualquier alteración. Eso deberíamos de decirle a la gente que nos abandona, a nuestras exparejas, examigos, exalgo, gracias, de todo corazón gracias por haberme acompañado hasta aquí. Ah, una cosa te digo, lector, si te marchas, si dejas de leer, no sabrás qué pasa con T. Porque T es como todos los demás hombres, pero muy diferente. Es increíble la cantidad de gente que se nos parece, de hecho respondemos a lo sumo a una decena, tal vez a una veintena, de estereotipos. Somos aburridos, previsibles y, muchas de las autoras, pertenecemos al arquetipo autocompasivo, el más patético de todos. Por eso hemos de intentar escribir sobre la verdad, porque en ella reside la esperanza y la pasión, me encantan los principios, hay tanta fuerza en ellos, deberíamos estar siempre naciendo, empezando, deseando besar, perplejos y curiosos ante el fragmento inicial, ese que dice «Cuando hace este viento hay una mujer invisible balanceándose en la mecedora de mi balcón...» un fragmento distinto a todo lo que había escrito hasta ahora, simplemente porque es verdad, así de claro, y T también existe, es real. Madre mía, menuda palabra, verdad. Estoy harta, estoy cansada de la ficción, de las novelas en pasado y de los narradores omniscientes. Los narradores omniscientes siempre son un tío, su voz, aunque no exista nada más que en alguna zona cercana a tu hipotálamo, suena cavernosa, segura de sí, masculina. Todo eso se acabó.

No sé qué pasará con T, ni con esa mujer invisible balanceándose en la mecedora de mi balcón que soy yo, sentada, leyendo después de que haya amainado el poniente y sea de noche esta noche y no esté él ya conmigo y sí la fachada de esa iglesia ahí enfrente, bien iluminada, anaranjada por las luces de tungsteno, un poco colonial, fantasmagórica y, a su alrededor, la ciudad parezca aún más rara de lo que es y no haya vida después de la muerte. Si te soy sincera, no tengo ni la menor idea, es más, no me importa lo más mínimo y no tengo prisa en saberlo. El problema es la curiosidad, ¡qué más da lo que pase con T!, no puedo saberlo, el futuro llegará con el tiempo. Nos sentaremos a esperarlo. Al tiempo se le puede esperar sentada en una mecedora, y luego contarlo. Dos cosas antes de irme: primera, sí, hay vida después de la muerte y es ésta; segunda, escribir es contar la verdad, la que aún no ha ocurrido.

Juan Pardo Vidal

Juan Pardo Vidal


Juan Pardo Vidal
TE LLAMARÉ T

Cuando hace este viento hay una mujer invisible balanceándose en la mecedora de mi balcón. Soy yo, sentada, leyendo después de que haya amainado el poniente y sea de noche esta noche y no estés tú ya conmigo y sí la fachada de esa iglesia ahí enfrente, bien iluminada, anaranjada por las luces de tungsteno, un poco colonial, fantasmagórica y, a su alrededor, la ciudad parezca aún más rara de lo que es y no haya vida después de la muerte. O sea ésta.

Yo puedo decir lo que quiera, por ejemplo eso que has leído, soy la autora y nada me impide escribirlo. Para que existas puedo llamarte Z —lo que no tiene nombre no existe—y gritar que te queda muy gracioso mi chal, el que te has puesto sobre los hombros. Esto último puedo decírtelo a voces, «¡Te queda muy gracioso mi chal!», desde lejos para que vuelvas la cabeza y me sonrías, porque en mi historia estás ahí, de espaldas, apoyado en la barandilla de mi terraza mirando una ciudad que no comprendes, y he decidido que, aunque tú nunca tienes, hace un poco de frío. Tus codos están apoyados en el metal de la barandilla y las palmas de las manos fabrican un triángulo que sujeta una zona indeterminada entre tu barbilla y las mejillas, pareces un niño contrariado, pero no, sólo estás sorprendido. El mundo sorprende a poco que te detengas a observarlo. Detenerse a ver el mundo es como pasear por tu ciudad mirando hacia arriba, parece distinta, irreconocible, otra, ¿qué ciudad es ésta? Tienes en el balcón el pelo negro, Z. No. Negro no. Lo tienes oscuro, pero entreverado de canas, un poco largo para tu edad, la verdad, y la pierna derecha la has liado en la izquierda, que es la única que apoyas, echado sobre la barandilla, pareces un flamenco, qué postura más incómoda para un hombre maduro. En realidad te he dicho lo del chal por puro egoísmo, como todo lo que se hace por amor. Para que sonrías, porque así puedo ver yo esos hoyuelos tan raros que te salen a ambos lados de la cara, me encantan, te los he puesto yo ahí, yo elijo, mando yo, pero te quedan geniales, admítelo. Sería más exacto decir que por ahora te quedan bien, pues tal vez dentro de diez años sean horribles y en lugar de graciosos agujeritos sean nidos de arrugas. No estaré yo aquí para verlo, eso te lo digo ya. Me agacho. Fallaste. Qué carácter tienes para no ser real. Como vuelvas a tirarme un cojín te cambio el perfil psicológico y puede que hasta el nombre, te pondré de nombre una consonante más común, como B. Ahora que lo pienso, B es la siguiente consonante a Z, es un patrón, una secuencia natural, pues la A es una vocal y no cuenta en la serie. Vaya rollo. Paso. Te cambio de consonante otra vez. De ahora en adelante, aunque seas el mismo, en lugar de Z, te llamaré T. Eso es. Me pone ese nombre, T.


Eres un mentiroso, T. Dijiste que yo iba a ser tu casa, eso dijiste. Sonaba genial cuando lo susurrabas jadeando en mi oído, «tú vas a ser mi casa, tú vas a ser mi casa». Lo dijiste dos veces. Yo te creí sólo una de las dos. Pero cuando estás dentro de mí piensas que te quedarás ahí para siempre. Y no. Cuando terminas sales por la ventana sin hacer mucho ruido y ya no recuerdas por qué habías llamado a mi puerta para entrar, no sabes qué haces aquí, no reconoces las cortinas ni comprendes la distribución de colores en el papel pintado de las paredes, ni los impresionistas, ni por qué Chagall sobre la cama, ni nada. No te enteras de nada cuando te has corrido. Así de claro te lo digo, T.

Sé que puedo decir cualquier cosa sobre ti, eso lo sé, y sobre nuestra casa. Eso también. Puedo hacer que tú me digas cosas que sean mentira. Como ahora. Que me digas que me quieres, «Te quiero, Madie» Puedo hacerte decir lo que me dé la gana, una autora es una especie de diosa omnipotente. Ándate con ojo.

Ahora te has acercado por la espalda, traidor, muerdes mi cuello. Estate quieto, joder. Te mando a la mierda. Cuando escribo estoy de mal humor, soy una diosa omnipotente y malhablada, tengo mala leche y lanzo rayos como Zeus. Y tú, ni caso. Tú a lo tuyo. Y lo tuyo soy yo. Me convences y nos vamos al sofá. No me dejas escribir. Ven aquí.

Sé que resulta raro preguntarle a un personaje acerca de un texto literario en el cual aparece, pero tu opinión sobre ti mismo me interesa mucho. Además, como soy la que escribe puedo decir lo que yo quiera, cualquier cosa. Ya lo he dicho. Me gusta dejar claro quien manda. Por ejemplo, quiero que digas de nuevo eso de «Tú eres mi casa». Puedo añadir que en ti habito, por dentro, no sólo cuando gimo de placer, sino también después, cuando te vas, cuando sales a la calle con esas gafas de sol tan grandes y no regresas en días o en años —no sé bien calcular el tiempo—. Y cuando no estás, añado, sigo yo dentro de ti, riego nuestras plantas, salgo al balcón, leo y rara vez me siento en el sofá si tú no estás, eso hago. No sé por qué demonios esto es así, pero mi casa y yo apenas hemos hablado de nuestras cosas si no estás presente como mediador. Mi casa y yo nos evitamos si no estás tú. Todo el mundo tiene algún amigo con el que se encuentra cómodo si, a la vez, está en compañía de un tercero, ambos son amigos indisociables, quedas siempre con los dos, no sabrías qué decirle a cada uno de ellos por separado, sin embargo eres feliz junto a ellos dos, sonríes, abrazas. Esta casa y tú sois esos dos amigos. Esta casa vacía eres tú si te has ido, y yo cuando vuelves. Esto último que he escrito sería una buena frase para cerrar el texto, es enigmática. Recuérdamelo. No sé exactamente qué significa, pero como puedo decir lo que quiera, pues ahí se queda, seguro que alguien la entiende, la hace suya. Escribir es ser un ventrílocuo, pulsar las teclas en vez de mover la boca de un muñeco al que has metido la mano por la espalda. Por ejemplo, ahora me apetece meterte mano y la mano, las dos cosas, tirarte de espaldas a la cama, y tú a reír. Calla, que me desconcentras. Pues claro que no puedo parar de hablar cuando lo hacemos, ¿no ves que soy escritora?, estoy tomando apuntes. Soy una especialista en finales, esa soy yo. No quiero que se malinterprete esto último. Describir una escena de sexo es tener sexo virtual, aunque también podríamos llamarlo sexo oral, si te lo cuento. Eso es muy ocurrente, pero odio los juegos de palabras cuando escribo. Carver y yo odiamos los juegos de palabras.

Cuando hace este viento hay una mujer invisible balanceándose en la mecedora de mi balcón. Soy yo, sentada, leyendo después de que haya amainado el poniente y sea de noche esta noche y no estés tú ya conmigo y sí la fachada de esa iglesia ahí enfrente, bien iluminada, anaranjada por las luces de tungsteno, un poco colonial, fantasmagórica y, a su alrededor, la ciudad parezca aún más rara de lo que es y no haya vida después de la muerte. O sea ésta.

Escribir un cuento con ese tono daría al lector una idea pesimista, triste e inexacta de mí y de mi obra, la gente pensaría que mi balcón es un sitio muy alto desde el cual puede verse la ciudad y que, cuando anochece y hace buen tiempo, salgo yo a la terraza a leer, a beber gin tónics y a escribir textos melancólicos como si yo fuera tan triste y tan borracha como Houellebecq por culpa de Houellebecq . Y no es así, porque yo ya era tan triste y tan borracha como él antes de leerlo a él. Todo su rollo melodramático no me ha influido lo más mínimo, hombres, yo nunca hablo del dolor, a mí no me duele nada, y si me doliera, que no me duele, vosotros no os enteraríais. Nadie se enteraría de mi dolor a través de mis palabras, ¿por qué? porque sé que alguno de vosotros lo usaría contra mí, probablemente algún conocido, incluso amigo, expareja o familiar, me lo restregaría, tarde o temprano, por la cara. Así funciona esto. La gente que te conoce es más peligrosa que los desconocidos, nadie a quien yo no quiera podría hacerme daño, me importarían un bledo sus opiniones, sería imposible que un desconocido pudiera fastidiarme de verdad, sería imposible, los desconocidos saben eso y no intentan joderte porque saben que no pueden, los desconocidos no son peligrosos, son gente muy amable. Los peligrosos son los demás, el resto, la gente a la que quieres y aprecias, esos son la clave del dolor. Querer a alguien te convierte en una mujer más débil. Cuanta más gente quieres, más expugnable eres, esto también es así. A estas alturas del texto ya sé que no sólo me he ganado la enemistad de la mitad de los lectores, sino que he desvelado el peligro que corro ante la piedad. Solo la compasión me produce más rechazo que la piedad.

Nadie podrá echarte en cara, llegado este punto, lector, que decidas abandonar la lectura —yo mismo no sé si seguiré escribiendo este texto—. Marcharse es de valientes. Los cobardes se quedan. Es muy fácil no moverse. La inercia es la fuerza más poderosa del universo, eso lo saben todos lo físicos, pero no lo dicen. Se callan en lugar de insistir en que es muy sencillo que todo quiera continuar en el estado en el que está. Hay que dar las gracias a cualquier alteración. Eso deberíamos de decirle a la gente que nos abandona, a nuestras exparejas, examigos, exalgo, gracias, de todo corazón gracias por haberme acompañado hasta aquí. Ah, una cosa te digo, lector, si te marchas, si dejas de leer, no sabrás qué pasa con T. Porque T es como todos los demás hombres, pero muy diferente. Es increíble la cantidad de gente que se nos parece, de hecho respondemos a lo sumo a una decena, tal vez a una veintena, de estereotipos. Somos aburridos, previsibles y, muchas de las autoras, pertenecemos al arquetipo autocompasivo, el más patético de todos. Por eso hemos de intentar escribir sobre la verdad, porque en ella reside la esperanza y la pasión, me encantan los principios, hay tanta fuerza en ellos, deberíamos estar siempre naciendo, empezando, deseando besar, perplejos y curiosos ante el fragmento inicial, ese que dice «Cuando hace este viento hay una mujer invisible balanceándose en la mecedora de mi balcón...» un fragmento distinto a todo lo que había escrito hasta ahora, simplemente porque es verdad, así de claro, y T también existe, es real. Madre mía, menuda palabra, verdad. Estoy harta, estoy cansada de la ficción, de las novelas en pasado y de los narradores omniscientes. Los narradores omniscientes siempre son un tío, su voz, aunque no exista nada más que en alguna zona cercana a tu hipotálamo, suena cavernosa, segura de sí, masculina. Todo eso se acabó.

No sé qué pasará con T, ni con esa mujer invisible balanceándose en la mecedora de mi balcón que soy yo, sentada, leyendo después de que haya amainado el poniente y sea de noche esta noche y no esté él ya conmigo y sí la fachada de esa iglesia ahí enfrente, bien iluminada, anaranjada por las luces de tungsteno, un poco colonial, fantasmagórica y, a su alrededor, la ciudad parezca aún más rara de lo que es y no haya vida después de la muerte. Si te soy sincera, no tengo ni la menor idea, es más, no me importa lo más mínimo y no tengo prisa en saberlo. El problema es la curiosidad, ¡qué más da lo que pase con T!, no puedo saberlo, el futuro llegará con el tiempo. Nos sentaremos a esperarlo. Al tiempo se le puede esperar sentada en una mecedora, y luego contarlo. Dos cosas antes de irme: primera, sí, hay vida después de la muerte y es ésta; segunda, escribir es contar la verdad, la que aún no ha ocurrido.

Juan Pardo Vidal

Editorial El Gaviero. Año 2004. Maribel Cerezuela

Dos libros de relatos inician la Colección Cartoné

LA EDITORIAL EL GAVIERO PUBLICA DOS NUEVAS OBRAS

La empresa almeriense El Gaviero Ediciones acaba de publicar dos nuevos libros, ‘Qué más da' , de Pedro Casariego Córdoba, y "Tus muertos" , de Juan Pardo Vidal. Se trata del número uno y dos, respectivamente, de la Colección Cartoné, compuesta de relatos y novelas cortas. 
Terminados de imprimir a finales de septiembre, ambas novelas tienen una tirada numerada de 666 ejemplares, más una edición especial de 20 ejemplares con un grabado original de Javier Roz (en ‘Qué más da') y una fotografía original de María Suárez. Las dos obras están impresas en papel velvet de 90 gramos en el interior, e iverkote de 380 gramos para la cubierta. Con estos son ya cuatro los libros editados por El Gaviero, tras los dos de poesía de la Colección Guairo editados a comienzos de año. 
El sello de la casa está presente en las dos obras que se presentan numeradas, creando así ejemplares únicos y exclusivos para cada lector. Además se utilizan materiales especiales y se propone un diseño cuidado y de calidad. 
Recordemos que El Gaviero es una editorial literaria creada por la joven empresaria Ana Santos Payán que plantea una concepción innovadora tanto en su línea editorial de calidad (el libro como objeto artístico por dentro y por fuera, en el contenido y en el envoltorio), como en su apuesta por una distribución propia e independiente. 
Además de la colección de poesía (Guairo) y de novela corta (Cartoné), los editores tienen previsto publicar diferentes colecciones de ensayo breve, arte y poesía visual y traducció.

Los autores

Pedro Casariego Córdoba (Madrid, 1955 – 1993), poeta, y más tarde también pintor, se volcó intensamente en la escritura entre 1974 y la primavera de 1986, fecha en la que da por cerrado su proyecto literario con ‘Dra' y ‘Qué más da'. Atrás quedaban seis libros formados por poesías unidas argumentalmente, centenares de poemas sueltos y una miscelánea de textos en prosa. La mayor pare de su obra poética se recoge en ‘Poemas encadenados (1977-1987)', editada por Seix Barral en 2003, y la escrita en prosa, en ‘Verdades a medias', por Espasa Calpe en 1999.
 
La actual edición de ‘Qué más da' de El Gaviero constituye la primera publicación independiente del relato que ya apareció recogido en la citada selección de Espasa Calpe.
 
Juan Pardo Vidal nació en Almería en 1967. Es licenciado en Filología Hispánica y educador de menores en Centros de protección. Poco amigo de concursos y ambientes literarios, su obra ha permanecido silenciada hasta sus primeras colaboraciones en la revista Salamandria en el año 2002. Recientemente ha publicado el libro ‘Poemas de amor a una piedra' en la editorial Celya de Salamanca.








Editorial El Gaviero. Año 2004. Maribel Cerezuela

Dos libros de relatos inician la Colección Cartoné

LA EDITORIAL EL GAVIERO PUBLICA DOS NUEVAS OBRAS

La empresa almeriense El Gaviero Ediciones acaba de publicar dos nuevos libros, ‘Qué más da' , de Pedro Casariego Córdoba, y "Tus muertos" , de Juan Pardo Vidal. Se trata del número uno y dos, respectivamente, de la Colección Cartoné, compuesta de relatos y novelas cortas. 
Terminados de imprimir a finales de septiembre, ambas novelas tienen una tirada numerada de 666 ejemplares, más una edición especial de 20 ejemplares con un grabado original de Javier Roz (en ‘Qué más da') y una fotografía original de María Suárez. Las dos obras están impresas en papel velvet de 90 gramos en el interior, e iverkote de 380 gramos para la cubierta. Con estos son ya cuatro los libros editados por El Gaviero, tras los dos de poesía de la Colección Guairo editados a comienzos de año. 
El sello de la casa está presente en las dos obras que se presentan numeradas, creando así ejemplares únicos y exclusivos para cada lector. Además se utilizan materiales especiales y se propone un diseño cuidado y de calidad. 
Recordemos que El Gaviero es una editorial literaria creada por la joven empresaria Ana Santos Payán que plantea una concepción innovadora tanto en su línea editorial de calidad (el libro como objeto artístico por dentro y por fuera, en el contenido y en el envoltorio), como en su apuesta por una distribución propia e independiente. 
Además de la colección de poesía (Guairo) y de novela corta (Cartoné), los editores tienen previsto publicar diferentes colecciones de ensayo breve, arte y poesía visual y traducció.

Los autores

Pedro Casariego Córdoba (Madrid, 1955 – 1993), poeta, y más tarde también pintor, se volcó intensamente en la escritura entre 1974 y la primavera de 1986, fecha en la que da por cerrado su proyecto literario con ‘Dra' y ‘Qué más da'. Atrás quedaban seis libros formados por poesías unidas argumentalmente, centenares de poemas sueltos y una miscelánea de textos en prosa. La mayor pare de su obra poética se recoge en ‘Poemas encadenados (1977-1987)', editada por Seix Barral en 2003, y la escrita en prosa, en ‘Verdades a medias', por Espasa Calpe en 1999.
 
La actual edición de ‘Qué más da' de El Gaviero constituye la primera publicación independiente del relato que ya apareció recogido en la citada selección de Espasa Calpe.
 
Juan Pardo Vidal nació en Almería en 1967. Es licenciado en Filología Hispánica y educador de menores en Centros de protección. Poco amigo de concursos y ambientes literarios, su obra ha permanecido silenciada hasta sus primeras colaboraciones en la revista Salamandria en el año 2002. Recientemente ha publicado el libro ‘Poemas de amor a una piedra' en la editorial Celya de Salamanca.