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Bartlebly y compañía. Enrique Vila-Matas

Enrique Vila-Matas
Bartlebly y compañía
Editorial Anagrama - 2000


                        "Todos somos Bartlebly" parece querer decirnos Enrique Vila-Matas en su espléndida obra Bartlebly y compañía que editada por Anagrama, confirma lo que ya casi todos sabíamos: que aún es posible escribir y editar literatura de alta calidad al margen de modas y grupos.

                        Y "todos somos Bartlebly", porque cuantos sufrimos en nuestras carnes desde nuestra infancia el gusanillo de la escritura, vamos descubriendo con el tiempo que no estamos tan solos como pensábamos, y lo más importante, que no éramos unos bichos raras. Y al igual que Bartlebly, el fascinante personaje que creara Melville, o Adrián, el enigmático protagonista invisible de la última novela de José María Merino, en la que algunos críticos han querido ver la esencia misma de la meta-literatura, como contrapunto a la meta-poesía, o a la meta-pintura, o a la..., recorremos nuestra particular travesía por el desierto en soledad, pero en la oscura compañía de aquellos que nos precedieron en este  singular oficio.

                        La historia de la literatura ha dejado para la posteridad infinidad de "bartleblis más o menos anónimos", como Vila-Matas gusta contarnos. No vamos a extendernos ahora en ellos, que para este viaje no necesitamos alforjas, y sería manido el ponernos ahora a glosar las excelencias de Rulfo, Salinger o Julio Torri inclusive. Pero sí que es cierto que hay quienes ven en semejantes silencios una más que preocupante corriente en la que se ven envueltos desde los tradicionales "negros literarios" (no se asusten, todos sabemos que existen) hasta los más indolentes editores, pasando, por supuesto, por la orla del autor y su obra, para quien tanta disquisición y penuria intelectual las más de las veces le trae al fresco. (Hay un Bartlebly especialmente jugoso literariamente, como muy acertadamente viera el editor Jorge Herralde. Se trata de Joe Gould y de la  recreación novelada de su vida y supuesta obra por el periodista Joseph Mitchel. Gould, quien se consideraba a sí mismo como el último bohemio, vivió y padeció en carne propia los excesos del alcohol y de una vida sucumbida entre la miseria de la ciudad de los rascacielos, y dejó para la historia de la literatura fragmentos de la Historia oral de nuestro tiempo, un auténtico testamento alejado de todo tipo de convencionalismos).

                        No nos engañemos: al igual que hay autores que escriben tanto con la mano derecha como con la izquierda, según el editor y el lector a quienes vaya dirigido su libro, también los hay que optan en un momento de sus vidas por el silencio como privilegio narrativo. Y Vila-Matas ha sabido verlo en toda su dimensión, que no es otra que la de quien en algún momento de su vida se ha sentido un "bartlebly" . Así, semejante gracia abandona el terreno de lo propio y pasa con todos los derechos a engrosar la larga lista de los epítetos. Y mostrando lo mejor de sí mismo, que no siempre se encuentra en lo escrito, sino que ha menudo está en lo no-escrito, se convierte en una forma de ver y de entender la literatura, alejada de corrientes y tendencias, y lo que resulta más juicioso, de las desafortunadas críticas de aquellos / as, que siendo incapaces las más de las veces de escribir nada creativo, dedican su pluma a la ingente labor de desprestigiar la ajena, que casi siempre resulta más atractiva que la suya propia.

                        Por eso, "todos somos Bartlebly", y como tal deberíamos de comportarnos más a menudo. Y si esto nos resulta especialmente doloroso, cuando menos reposemos el tiempo suficiente para leer Bartlebly y compañía, y por qué no, a continuación Bartlebly el escribiente, relato que descubriera con apenas veinte años, y que me deslumbrara, me imagino, casi tanto como debió de hacerlo a Enrique Vila-Matas.


José Luis García Fernández
 

Bartlebly y compañía. Enrique Vila-Matas

Enrique Vila-Matas
Bartlebly y compañía
Editorial Anagrama - 2000


                        "Todos somos Bartlebly" parece querer decirnos Enrique Vila-Matas en su espléndida obra Bartlebly y compañía que editada por Anagrama, confirma lo que ya casi todos sabíamos: que aún es posible escribir y editar literatura de alta calidad al margen de modas y grupos.

                        Y "todos somos Bartlebly", porque cuantos sufrimos en nuestras carnes desde nuestra infancia el gusanillo de la escritura, vamos descubriendo con el tiempo que no estamos tan solos como pensábamos, y lo más importante, que no éramos unos bichos raras. Y al igual que Bartlebly, el fascinante personaje que creara Melville, o Adrián, el enigmático protagonista invisible de la última novela de José María Merino, en la que algunos críticos han querido ver la esencia misma de la meta-literatura, como contrapunto a la meta-poesía, o a la meta-pintura, o a la..., recorremos nuestra particular travesía por el desierto en soledad, pero en la oscura compañía de aquellos que nos precedieron en este  singular oficio.

                        La historia de la literatura ha dejado para la posteridad infinidad de "bartleblis más o menos anónimos", como Vila-Matas gusta contarnos. No vamos a extendernos ahora en ellos, que para este viaje no necesitamos alforjas, y sería manido el ponernos ahora a glosar las excelencias de Rulfo, Salinger o Julio Torri inclusive. Pero sí que es cierto que hay quienes ven en semejantes silencios una más que preocupante corriente en la que se ven envueltos desde los tradicionales "negros literarios" (no se asusten, todos sabemos que existen) hasta los más indolentes editores, pasando, por supuesto, por la orla del autor y su obra, para quien tanta disquisición y penuria intelectual las más de las veces le trae al fresco. (Hay un Bartlebly especialmente jugoso literariamente, como muy acertadamente viera el editor Jorge Herralde. Se trata de Joe Gould y de la  recreación novelada de su vida y supuesta obra por el periodista Joseph Mitchel. Gould, quien se consideraba a sí mismo como el último bohemio, vivió y padeció en carne propia los excesos del alcohol y de una vida sucumbida entre la miseria de la ciudad de los rascacielos, y dejó para la historia de la literatura fragmentos de la Historia oral de nuestro tiempo, un auténtico testamento alejado de todo tipo de convencionalismos).

                        No nos engañemos: al igual que hay autores que escriben tanto con la mano derecha como con la izquierda, según el editor y el lector a quienes vaya dirigido su libro, también los hay que optan en un momento de sus vidas por el silencio como privilegio narrativo. Y Vila-Matas ha sabido verlo en toda su dimensión, que no es otra que la de quien en algún momento de su vida se ha sentido un "bartlebly" . Así, semejante gracia abandona el terreno de lo propio y pasa con todos los derechos a engrosar la larga lista de los epítetos. Y mostrando lo mejor de sí mismo, que no siempre se encuentra en lo escrito, sino que ha menudo está en lo no-escrito, se convierte en una forma de ver y de entender la literatura, alejada de corrientes y tendencias, y lo que resulta más juicioso, de las desafortunadas críticas de aquellos / as, que siendo incapaces las más de las veces de escribir nada creativo, dedican su pluma a la ingente labor de desprestigiar la ajena, que casi siempre resulta más atractiva que la suya propia.

                        Por eso, "todos somos Bartlebly", y como tal deberíamos de comportarnos más a menudo. Y si esto nos resulta especialmente doloroso, cuando menos reposemos el tiempo suficiente para leer Bartlebly y compañía, y por qué no, a continuación Bartlebly el escribiente, relato que descubriera con apenas veinte años, y que me deslumbrara, me imagino, casi tanto como debió de hacerlo a Enrique Vila-Matas.


José Luis García Fernández
 

Bartlebly y compañía. Enrique Vila-Matas

Enrique Vila-Matas
Bartlebly y compañía
Editorial Anagrama - 2000


                        "Todos somos Bartlebly" parece querer decirnos Enrique Vila-Matas en su espléndida obra Bartlebly y compañía que editada por Anagrama, confirma lo que ya casi todos sabíamos: que aún es posible escribir y editar literatura de alta calidad al margen de modas y grupos.

                        Y "todos somos Bartlebly", porque cuantos sufrimos en nuestras carnes desde nuestra infancia el gusanillo de la escritura, vamos descubriendo con el tiempo que no estamos tan solos como pensábamos, y lo más importante, que no éramos unos bichos raras. Y al igual que Bartlebly, el fascinante personaje que creara Melville, o Adrián, el enigmático protagonista invisible de la última novela de José María Merino, en la que algunos críticos han querido ver la esencia misma de la meta-literatura, como contrapunto a la meta-poesía, o a la meta-pintura, o a la..., recorremos nuestra particular travesía por el desierto en soledad, pero en la oscura compañía de aquellos que nos precedieron en este  singular oficio.

                        La historia de la literatura ha dejado para la posteridad infinidad de "bartleblis más o menos anónimos", como Vila-Matas gusta contarnos. No vamos a extendernos ahora en ellos, que para este viaje no necesitamos alforjas, y sería manido el ponernos ahora a glosar las excelencias de Rulfo, Salinger o Julio Torri inclusive. Pero sí que es cierto que hay quienes ven en semejantes silencios una más que preocupante corriente en la que se ven envueltos desde los tradicionales "negros literarios" (no se asusten, todos sabemos que existen) hasta los más indolentes editores, pasando, por supuesto, por la orla del autor y su obra, para quien tanta disquisición y penuria intelectual las más de las veces le trae al fresco. (Hay un Bartlebly especialmente jugoso literariamente, como muy acertadamente viera el editor Jorge Herralde. Se trata de Joe Gould y de la  recreación novelada de su vida y supuesta obra por el periodista Joseph Mitchel. Gould, quien se consideraba a sí mismo como el último bohemio, vivió y padeció en carne propia los excesos del alcohol y de una vida sucumbida entre la miseria de la ciudad de los rascacielos, y dejó para la historia de la literatura fragmentos de la Historia oral de nuestro tiempo, un auténtico testamento alejado de todo tipo de convencionalismos).

                        No nos engañemos: al igual que hay autores que escriben tanto con la mano derecha como con la izquierda, según el editor y el lector a quienes vaya dirigido su libro, también los hay que optan en un momento de sus vidas por el silencio como privilegio narrativo. Y Vila-Matas ha sabido verlo en toda su dimensión, que no es otra que la de quien en algún momento de su vida se ha sentido un "bartlebly" . Así, semejante gracia abandona el terreno de lo propio y pasa con todos los derechos a engrosar la larga lista de los epítetos. Y mostrando lo mejor de sí mismo, que no siempre se encuentra en lo escrito, sino que ha menudo está en lo no-escrito, se convierte en una forma de ver y de entender la literatura, alejada de corrientes y tendencias, y lo que resulta más juicioso, de las desafortunadas críticas de aquellos / as, que siendo incapaces las más de las veces de escribir nada creativo, dedican su pluma a la ingente labor de desprestigiar la ajena, que casi siempre resulta más atractiva que la suya propia.

                        Por eso, "todos somos Bartlebly", y como tal deberíamos de comportarnos más a menudo. Y si esto nos resulta especialmente doloroso, cuando menos reposemos el tiempo suficiente para leer Bartlebly y compañía, y por qué no, a continuación Bartlebly el escribiente, relato que descubriera con apenas veinte años, y que me deslumbrara, me imagino, casi tanto como debió de hacerlo a Enrique Vila-Matas.


José Luis García Fernández
 

Bartlebly y compañía. Enrique Vila-Matas

Enrique Vila-Matas
Bartlebly y compañía
Editorial Anagrama - 2000


                        "Todos somos Bartlebly" parece querer decirnos Enrique Vila-Matas en su espléndida obra Bartlebly y compañía que editada por Anagrama, confirma lo que ya casi todos sabíamos: que aún es posible escribir y editar literatura de alta calidad al margen de modas y grupos.

                        Y "todos somos Bartlebly", porque cuantos sufrimos en nuestras carnes desde nuestra infancia el gusanillo de la escritura, vamos descubriendo con el tiempo que no estamos tan solos como pensábamos, y lo más importante, que no éramos unos bichos raras. Y al igual que Bartlebly, el fascinante personaje que creara Melville, o Adrián, el enigmático protagonista invisible de la última novela de José María Merino, en la que algunos críticos han querido ver la esencia misma de la meta-literatura, como contrapunto a la meta-poesía, o a la meta-pintura, o a la..., recorremos nuestra particular travesía por el desierto en soledad, pero en la oscura compañía de aquellos que nos precedieron en este  singular oficio.

                        La historia de la literatura ha dejado para la posteridad infinidad de "bartleblis más o menos anónimos", como Vila-Matas gusta contarnos. No vamos a extendernos ahora en ellos, que para este viaje no necesitamos alforjas, y sería manido el ponernos ahora a glosar las excelencias de Rulfo, Salinger o Julio Torri inclusive. Pero sí que es cierto que hay quienes ven en semejantes silencios una más que preocupante corriente en la que se ven envueltos desde los tradicionales "negros literarios" (no se asusten, todos sabemos que existen) hasta los más indolentes editores, pasando, por supuesto, por la orla del autor y su obra, para quien tanta disquisición y penuria intelectual las más de las veces le trae al fresco. (Hay un Bartlebly especialmente jugoso literariamente, como muy acertadamente viera el editor Jorge Herralde. Se trata de Joe Gould y de la  recreación novelada de su vida y supuesta obra por el periodista Joseph Mitchel. Gould, quien se consideraba a sí mismo como el último bohemio, vivió y padeció en carne propia los excesos del alcohol y de una vida sucumbida entre la miseria de la ciudad de los rascacielos, y dejó para la historia de la literatura fragmentos de la Historia oral de nuestro tiempo, un auténtico testamento alejado de todo tipo de convencionalismos).

                        No nos engañemos: al igual que hay autores que escriben tanto con la mano derecha como con la izquierda, según el editor y el lector a quienes vaya dirigido su libro, también los hay que optan en un momento de sus vidas por el silencio como privilegio narrativo. Y Vila-Matas ha sabido verlo en toda su dimensión, que no es otra que la de quien en algún momento de su vida se ha sentido un "bartlebly" . Así, semejante gracia abandona el terreno de lo propio y pasa con todos los derechos a engrosar la larga lista de los epítetos. Y mostrando lo mejor de sí mismo, que no siempre se encuentra en lo escrito, sino que ha menudo está en lo no-escrito, se convierte en una forma de ver y de entender la literatura, alejada de corrientes y tendencias, y lo que resulta más juicioso, de las desafortunadas críticas de aquellos / as, que siendo incapaces las más de las veces de escribir nada creativo, dedican su pluma a la ingente labor de desprestigiar la ajena, que casi siempre resulta más atractiva que la suya propia.

                        Por eso, "todos somos Bartlebly", y como tal deberíamos de comportarnos más a menudo. Y si esto nos resulta especialmente doloroso, cuando menos reposemos el tiempo suficiente para leer Bartlebly y compañía, y por qué no, a continuación Bartlebly el escribiente, relato que descubriera con apenas veinte años, y que me deslumbrara, me imagino, casi tanto como debió de hacerlo a Enrique Vila-Matas.


José Luis García Fernández
 

Bartlebly y compañía. Enrique Vila-Matas

Enrique Vila-Matas
Bartlebly y compañía
Editorial Anagrama - 2000


                        "Todos somos Bartlebly" parece querer decirnos Enrique Vila-Matas en su espléndida obra Bartlebly y compañía que editada por Anagrama, confirma lo que ya casi todos sabíamos: que aún es posible escribir y editar literatura de alta calidad al margen de modas y grupos.

                        Y "todos somos Bartlebly", porque cuantos sufrimos en nuestras carnes desde nuestra infancia el gusanillo de la escritura, vamos descubriendo con el tiempo que no estamos tan solos como pensábamos, y lo más importante, que no éramos unos bichos raras. Y al igual que Bartlebly, el fascinante personaje que creara Melville, o Adrián, el enigmático protagonista invisible de la última novela de José María Merino, en la que algunos críticos han querido ver la esencia misma de la meta-literatura, como contrapunto a la meta-poesía, o a la meta-pintura, o a la..., recorremos nuestra particular travesía por el desierto en soledad, pero en la oscura compañía de aquellos que nos precedieron en este  singular oficio.

                        La historia de la literatura ha dejado para la posteridad infinidad de "bartleblis más o menos anónimos", como Vila-Matas gusta contarnos. No vamos a extendernos ahora en ellos, que para este viaje no necesitamos alforjas, y sería manido el ponernos ahora a glosar las excelencias de Rulfo, Salinger o Julio Torri inclusive. Pero sí que es cierto que hay quienes ven en semejantes silencios una más que preocupante corriente en la que se ven envueltos desde los tradicionales "negros literarios" (no se asusten, todos sabemos que existen) hasta los más indolentes editores, pasando, por supuesto, por la orla del autor y su obra, para quien tanta disquisición y penuria intelectual las más de las veces le trae al fresco. (Hay un Bartlebly especialmente jugoso literariamente, como muy acertadamente viera el editor Jorge Herralde. Se trata de Joe Gould y de la  recreación novelada de su vida y supuesta obra por el periodista Joseph Mitchel. Gould, quien se consideraba a sí mismo como el último bohemio, vivió y padeció en carne propia los excesos del alcohol y de una vida sucumbida entre la miseria de la ciudad de los rascacielos, y dejó para la historia de la literatura fragmentos de la Historia oral de nuestro tiempo, un auténtico testamento alejado de todo tipo de convencionalismos).

                        No nos engañemos: al igual que hay autores que escriben tanto con la mano derecha como con la izquierda, según el editor y el lector a quienes vaya dirigido su libro, también los hay que optan en un momento de sus vidas por el silencio como privilegio narrativo. Y Vila-Matas ha sabido verlo en toda su dimensión, que no es otra que la de quien en algún momento de su vida se ha sentido un "bartlebly" . Así, semejante gracia abandona el terreno de lo propio y pasa con todos los derechos a engrosar la larga lista de los epítetos. Y mostrando lo mejor de sí mismo, que no siempre se encuentra en lo escrito, sino que ha menudo está en lo no-escrito, se convierte en una forma de ver y de entender la literatura, alejada de corrientes y tendencias, y lo que resulta más juicioso, de las desafortunadas críticas de aquellos / as, que siendo incapaces las más de las veces de escribir nada creativo, dedican su pluma a la ingente labor de desprestigiar la ajena, que casi siempre resulta más atractiva que la suya propia.

                        Por eso, "todos somos Bartlebly", y como tal deberíamos de comportarnos más a menudo. Y si esto nos resulta especialmente doloroso, cuando menos reposemos el tiempo suficiente para leer Bartlebly y compañía, y por qué no, a continuación Bartlebly el escribiente, relato que descubriera con apenas veinte años, y que me deslumbrara, me imagino, casi tanto como debió de hacerlo a Enrique Vila-Matas.


José Luis García Fernández
 

Cuando Tim Burton descubrió a Tim Burton. Luis García

Cuando Tim Burton
descubrió a Tim Burton.



                        Una vez más, una película, llamada con el tiempo a ser considerada casi como de culto, nos ofrece a la vez que la espectacularidad de sus secuencias, la oportunidad de descubrir a un autor estadounidense del siglo XIX, que curiosamente había permanecido oculto hasta la fecha en los anaqueles de cualquier librería pública. 

                        Cuando Tim Burton descubrió a Tim Burton, yo aún desconocía el alcance de su cine, pero si que intuía que estaba llamado a encuadrarse dentro de los grandes del género. Había conseguido con apenas media docena de filmes, que tanto adultos como niños disfrutasen con su peculiar forma de entender el séptimo arte, y por extensión la vida. Tengo que reconocer que a veces es necesario un pequeño empujón, y en mi caso no fue sino la visión de Pesadilla antes de Navidad, una película para adultos que gusta especialmente a los niños (que se lo pregunten sino a mi hija Henar para quien es su preferida), la que me aficionó al cine de Burton.  

                        Por eso, el regreso de Tim Burton, no por esperado resultaba menos atractivo. ¿Qué historia nos traería esta vez?. La sorpresa, después de la espera, es la adaptación (muy libre) de un relato de Washington Irving, reciente y oportunamente recuperado magistralmente por la Editorial Alba. Me estoy refiriendo, como no, a La leyenda de Sleepy Hollow.
 
                        Si usted, circunstancial lector, no es un aficionado a la literatura de los siglos XVIII y XIX, una literatura que ahora en el siglo XX denominan eufemísticamente como gótica, si no es capaz de dejarse seducir con su adormecedor y ensoñador halo de romanticismo mas allá de los espíritus cansinos que suelen crear, pues... sencillamente, pase de largo por este artículo. Vea la película (que sin duda le encantará) y olvídese de quien creó la leyenda y de cuanto le rodeaba en aquel entresijo Burtoniano. 

                        Pero si usted, lector, aún mantiene intacta su capacidad de asombro, precisamente en unos tiempos tan carentes de originalidad en los que parece que casi todo está inventado, o cuando menos reciclado, y cree firmemente que el valle que da nombre a la leyenda, Sleepy Hollow, no sólo es posible que exista, sino que es capaz de localizarlo incluso cercano a su ciudad, deténgase en la historia del desgraciado soldado de caballería de Hesee, quien habiendo perdido su cabeza en una batalla de la Guerra de la Independencia, todas las noches se levanta de su tumba y se encamina galopando hasta el campo de batalla en un último y desesperado intento por recuperarla. Porque La
leyenda de Sleepy Hallow, no es sino la historia del Jinete sin Cabeza, una historia manida que los más viejos creen reconocer les contaban de niños. Y es la historia de Ichabod el maestro, quien sin pretenderlo, habrá de convertirse en un eslabón más de una fábula tan aparentemente pueril en su concepción, como hermosa en su tradición.

                        Tim Burton lo ha conseguido. Cuando parecía imposible, se saca de la chistera una historia tan atractiva como todas las anteriores, y nos ofrece un relato magistralmente construido, tanto como el original de Washington Irving. 

            Porque la vida no es sino una desesperada búsqueda de nosotros mismos, aunque esta venga representada en forma de Jinete sin Cabeza a lomos de un caballo.


Luis García

Cuando Tim Burton descubrió a Tim Burton. Luis García

Cuando Tim Burton
descubrió a Tim Burton.



                        Una vez más, una película, llamada con el tiempo a ser considerada casi como de culto, nos ofrece a la vez que la espectacularidad de sus secuencias, la oportunidad de descubrir a un autor estadounidense del siglo XIX, que curiosamente había permanecido oculto hasta la fecha en los anaqueles de cualquier librería pública. 

                        Cuando Tim Burton descubrió a Tim Burton, yo aún desconocía el alcance de su cine, pero si que intuía que estaba llamado a encuadrarse dentro de los grandes del género. Había conseguido con apenas media docena de filmes, que tanto adultos como niños disfrutasen con su peculiar forma de entender el séptimo arte, y por extensión la vida. Tengo que reconocer que a veces es necesario un pequeño empujón, y en mi caso no fue sino la visión de Pesadilla antes de Navidad, una película para adultos que gusta especialmente a los niños (que se lo pregunten sino a mi hija Henar para quien es su preferida), la que me aficionó al cine de Burton.  

                        Por eso, el regreso de Tim Burton, no por esperado resultaba menos atractivo. ¿Qué historia nos traería esta vez?. La sorpresa, después de la espera, es la adaptación (muy libre) de un relato de Washington Irving, reciente y oportunamente recuperado magistralmente por la Editorial Alba. Me estoy refiriendo, como no, a La leyenda de Sleepy Hollow.
 
                        Si usted, circunstancial lector, no es un aficionado a la literatura de los siglos XVIII y XIX, una literatura que ahora en el siglo XX denominan eufemísticamente como gótica, si no es capaz de dejarse seducir con su adormecedor y ensoñador halo de romanticismo mas allá de los espíritus cansinos que suelen crear, pues... sencillamente, pase de largo por este artículo. Vea la película (que sin duda le encantará) y olvídese de quien creó la leyenda y de cuanto le rodeaba en aquel entresijo Burtoniano. 

                        Pero si usted, lector, aún mantiene intacta su capacidad de asombro, precisamente en unos tiempos tan carentes de originalidad en los que parece que casi todo está inventado, o cuando menos reciclado, y cree firmemente que el valle que da nombre a la leyenda, Sleepy Hollow, no sólo es posible que exista, sino que es capaz de localizarlo incluso cercano a su ciudad, deténgase en la historia del desgraciado soldado de caballería de Hesee, quien habiendo perdido su cabeza en una batalla de la Guerra de la Independencia, todas las noches se levanta de su tumba y se encamina galopando hasta el campo de batalla en un último y desesperado intento por recuperarla. Porque La
leyenda de Sleepy Hallow, no es sino la historia del Jinete sin Cabeza, una historia manida que los más viejos creen reconocer les contaban de niños. Y es la historia de Ichabod el maestro, quien sin pretenderlo, habrá de convertirse en un eslabón más de una fábula tan aparentemente pueril en su concepción, como hermosa en su tradición.

                        Tim Burton lo ha conseguido. Cuando parecía imposible, se saca de la chistera una historia tan atractiva como todas las anteriores, y nos ofrece un relato magistralmente construido, tanto como el original de Washington Irving. 

            Porque la vida no es sino una desesperada búsqueda de nosotros mismos, aunque esta venga representada en forma de Jinete sin Cabeza a lomos de un caballo.


Luis García

Cuando Tim Burton descubrió a Tim Burton. Luis García

Cuando Tim Burton
descubrió a Tim Burton.



                        Una vez más, una película, llamada con el tiempo a ser considerada casi como de culto, nos ofrece a la vez que la espectacularidad de sus secuencias, la oportunidad de descubrir a un autor estadounidense del siglo XIX, que curiosamente había permanecido oculto hasta la fecha en los anaqueles de cualquier librería pública. 

                        Cuando Tim Burton descubrió a Tim Burton, yo aún desconocía el alcance de su cine, pero si que intuía que estaba llamado a encuadrarse dentro de los grandes del género. Había conseguido con apenas media docena de filmes, que tanto adultos como niños disfrutasen con su peculiar forma de entender el séptimo arte, y por extensión la vida. Tengo que reconocer que a veces es necesario un pequeño empujón, y en mi caso no fue sino la visión de Pesadilla antes de Navidad, una película para adultos que gusta especialmente a los niños (que se lo pregunten sino a mi hija Henar para quien es su preferida), la que me aficionó al cine de Burton.  

                        Por eso, el regreso de Tim Burton, no por esperado resultaba menos atractivo. ¿Qué historia nos traería esta vez?. La sorpresa, después de la espera, es la adaptación (muy libre) de un relato de Washington Irving, reciente y oportunamente recuperado magistralmente por la Editorial Alba. Me estoy refiriendo, como no, a La leyenda de Sleepy Hollow.
 
                        Si usted, circunstancial lector, no es un aficionado a la literatura de los siglos XVIII y XIX, una literatura que ahora en el siglo XX denominan eufemísticamente como gótica, si no es capaz de dejarse seducir con su adormecedor y ensoñador halo de romanticismo mas allá de los espíritus cansinos que suelen crear, pues... sencillamente, pase de largo por este artículo. Vea la película (que sin duda le encantará) y olvídese de quien creó la leyenda y de cuanto le rodeaba en aquel entresijo Burtoniano. 

                        Pero si usted, lector, aún mantiene intacta su capacidad de asombro, precisamente en unos tiempos tan carentes de originalidad en los que parece que casi todo está inventado, o cuando menos reciclado, y cree firmemente que el valle que da nombre a la leyenda, Sleepy Hollow, no sólo es posible que exista, sino que es capaz de localizarlo incluso cercano a su ciudad, deténgase en la historia del desgraciado soldado de caballería de Hesee, quien habiendo perdido su cabeza en una batalla de la Guerra de la Independencia, todas las noches se levanta de su tumba y se encamina galopando hasta el campo de batalla en un último y desesperado intento por recuperarla. Porque La
leyenda de Sleepy Hallow, no es sino la historia del Jinete sin Cabeza, una historia manida que los más viejos creen reconocer les contaban de niños. Y es la historia de Ichabod el maestro, quien sin pretenderlo, habrá de convertirse en un eslabón más de una fábula tan aparentemente pueril en su concepción, como hermosa en su tradición.

                        Tim Burton lo ha conseguido. Cuando parecía imposible, se saca de la chistera una historia tan atractiva como todas las anteriores, y nos ofrece un relato magistralmente construido, tanto como el original de Washington Irving. 

            Porque la vida no es sino una desesperada búsqueda de nosotros mismos, aunque esta venga representada en forma de Jinete sin Cabeza a lomos de un caballo.


Luis García

Cuando Tim Burton descubrió a Tim Burton. Luis García

Cuando Tim Burton
descubrió a Tim Burton.



                        Una vez más, una película, llamada con el tiempo a ser considerada casi como de culto, nos ofrece a la vez que la espectacularidad de sus secuencias, la oportunidad de descubrir a un autor estadounidense del siglo XIX, que curiosamente había permanecido oculto hasta la fecha en los anaqueles de cualquier librería pública. 

                        Cuando Tim Burton descubrió a Tim Burton, yo aún desconocía el alcance de su cine, pero si que intuía que estaba llamado a encuadrarse dentro de los grandes del género. Había conseguido con apenas media docena de filmes, que tanto adultos como niños disfrutasen con su peculiar forma de entender el séptimo arte, y por extensión la vida. Tengo que reconocer que a veces es necesario un pequeño empujón, y en mi caso no fue sino la visión de Pesadilla antes de Navidad, una película para adultos que gusta especialmente a los niños (que se lo pregunten sino a mi hija Henar para quien es su preferida), la que me aficionó al cine de Burton.  

                        Por eso, el regreso de Tim Burton, no por esperado resultaba menos atractivo. ¿Qué historia nos traería esta vez?. La sorpresa, después de la espera, es la adaptación (muy libre) de un relato de Washington Irving, reciente y oportunamente recuperado magistralmente por la Editorial Alba. Me estoy refiriendo, como no, a La leyenda de Sleepy Hollow.
 
                        Si usted, circunstancial lector, no es un aficionado a la literatura de los siglos XVIII y XIX, una literatura que ahora en el siglo XX denominan eufemísticamente como gótica, si no es capaz de dejarse seducir con su adormecedor y ensoñador halo de romanticismo mas allá de los espíritus cansinos que suelen crear, pues... sencillamente, pase de largo por este artículo. Vea la película (que sin duda le encantará) y olvídese de quien creó la leyenda y de cuanto le rodeaba en aquel entresijo Burtoniano. 

                        Pero si usted, lector, aún mantiene intacta su capacidad de asombro, precisamente en unos tiempos tan carentes de originalidad en los que parece que casi todo está inventado, o cuando menos reciclado, y cree firmemente que el valle que da nombre a la leyenda, Sleepy Hollow, no sólo es posible que exista, sino que es capaz de localizarlo incluso cercano a su ciudad, deténgase en la historia del desgraciado soldado de caballería de Hesee, quien habiendo perdido su cabeza en una batalla de la Guerra de la Independencia, todas las noches se levanta de su tumba y se encamina galopando hasta el campo de batalla en un último y desesperado intento por recuperarla. Porque La
leyenda de Sleepy Hallow, no es sino la historia del Jinete sin Cabeza, una historia manida que los más viejos creen reconocer les contaban de niños. Y es la historia de Ichabod el maestro, quien sin pretenderlo, habrá de convertirse en un eslabón más de una fábula tan aparentemente pueril en su concepción, como hermosa en su tradición.

                        Tim Burton lo ha conseguido. Cuando parecía imposible, se saca de la chistera una historia tan atractiva como todas las anteriores, y nos ofrece un relato magistralmente construido, tanto como el original de Washington Irving. 

            Porque la vida no es sino una desesperada búsqueda de nosotros mismos, aunque esta venga representada en forma de Jinete sin Cabeza a lomos de un caballo.


Luis García

Cuando Tim Burton descubrió a Tim Burton. Luis García

Cuando Tim Burton
descubrió a Tim Burton.



                        Una vez más, una película, llamada con el tiempo a ser considerada casi como de culto, nos ofrece a la vez que la espectacularidad de sus secuencias, la oportunidad de descubrir a un autor estadounidense del siglo XIX, que curiosamente había permanecido oculto hasta la fecha en los anaqueles de cualquier librería pública. 

                        Cuando Tim Burton descubrió a Tim Burton, yo aún desconocía el alcance de su cine, pero si que intuía que estaba llamado a encuadrarse dentro de los grandes del género. Había conseguido con apenas media docena de filmes, que tanto adultos como niños disfrutasen con su peculiar forma de entender el séptimo arte, y por extensión la vida. Tengo que reconocer que a veces es necesario un pequeño empujón, y en mi caso no fue sino la visión de Pesadilla antes de Navidad, una película para adultos que gusta especialmente a los niños (que se lo pregunten sino a mi hija Henar para quien es su preferida), la que me aficionó al cine de Burton.  

                        Por eso, el regreso de Tim Burton, no por esperado resultaba menos atractivo. ¿Qué historia nos traería esta vez?. La sorpresa, después de la espera, es la adaptación (muy libre) de un relato de Washington Irving, reciente y oportunamente recuperado magistralmente por la Editorial Alba. Me estoy refiriendo, como no, a La leyenda de Sleepy Hollow.
 
                        Si usted, circunstancial lector, no es un aficionado a la literatura de los siglos XVIII y XIX, una literatura que ahora en el siglo XX denominan eufemísticamente como gótica, si no es capaz de dejarse seducir con su adormecedor y ensoñador halo de romanticismo mas allá de los espíritus cansinos que suelen crear, pues... sencillamente, pase de largo por este artículo. Vea la película (que sin duda le encantará) y olvídese de quien creó la leyenda y de cuanto le rodeaba en aquel entresijo Burtoniano. 

                        Pero si usted, lector, aún mantiene intacta su capacidad de asombro, precisamente en unos tiempos tan carentes de originalidad en los que parece que casi todo está inventado, o cuando menos reciclado, y cree firmemente que el valle que da nombre a la leyenda, Sleepy Hollow, no sólo es posible que exista, sino que es capaz de localizarlo incluso cercano a su ciudad, deténgase en la historia del desgraciado soldado de caballería de Hesee, quien habiendo perdido su cabeza en una batalla de la Guerra de la Independencia, todas las noches se levanta de su tumba y se encamina galopando hasta el campo de batalla en un último y desesperado intento por recuperarla. Porque La
leyenda de Sleepy Hallow, no es sino la historia del Jinete sin Cabeza, una historia manida que los más viejos creen reconocer les contaban de niños. Y es la historia de Ichabod el maestro, quien sin pretenderlo, habrá de convertirse en un eslabón más de una fábula tan aparentemente pueril en su concepción, como hermosa en su tradición.

                        Tim Burton lo ha conseguido. Cuando parecía imposible, se saca de la chistera una historia tan atractiva como todas las anteriores, y nos ofrece un relato magistralmente construido, tanto como el original de Washington Irving. 

            Porque la vida no es sino una desesperada búsqueda de nosotros mismos, aunque esta venga representada en forma de Jinete sin Cabeza a lomos de un caballo.


Luis García

Lo minoritario sinónimo de calidad. Luis García

Lo minoritario
sinónimo de calidad


        Nadie duda a estas alturas de la importancia de las Editoriales llamadas minoritarias dentro del panorama literario nacional. Esto es porque desde siempre fueron cuna y cantera de las grandes,  a quienes les resulta mas sencillo, rápido y barato arrebatar los autores descubiertos por otros a veces con no poco esfuerzo e intuición, que apostar ellas por alguno en concreto. Operarían de ese modo de igual manera que lo hace un club de fútbol poderoso, léase Real Madrid, Barcelona, etc, con los modestos, a quienes cuando les fichan un jugador no les queda más alternativa que el derecho al pataleo, y la búsqueda de nuevos diamantes en bruto,  que una vez pulidos y tratados, pasaran a su vez a engrosar la nómina de los poderosos. Como se puede observar, la pescadilla que se muerde la cola. 

            Recordar a algunos de estos escritores sería muy largo y correríamos el riesgo de herir sensibilidades propias y ajenas, personificadas estas tanto en autores como en Editoriales. Por ello he preferido referirme tan sólo a aquellas malditas, casi secretas que a menudo se mueven en los entresijos del panorama cultural español de una forma colateral. Porque colaterales son al fin y al cabo los riesgos que corren cuando muestran sus mejores galas desde el extrarradio. 


            Pero aún a riesgo de presentarlos de una forma incorrecta, o de caer en tópicos bananeros que impidan que los árboles dejen ver el bosque, habría que decir que todos, absolutamente todos, Editoriales (grandes y pequeñas) y autores, se necesitan unos a los otros para sobrevivir. Es decir. Cierto es, que las pequeños acusan a las grandes de intrusismo profesional, pero no es menos cierto que no podrían sobrevivir la mayoría de las veces sin la existencia de ese supuesto intrusismo, porque la razón misma de su estar y ser en el mercado pasa por aceptar unas reglas de juego que nadie inventó, pero que a menudo recuerdan a una Ley Natural de superior rango. Si, el pez grande (el Gran Grupo Editorial) se come al pequeño, o en su defecto a los autores que previamente ha descubierto, pero el pequeño (la Editorial minoritaria) necesita que continúe haciéndolo, para a su vez reafirmarse como la auténtica cantera de nuevos valores literarios, haciendo bueno aquello de que lo minoritario sinónimo de calidad.

 
            Dicho todo esto, y otorgándole sus respetos a quien de verdad siempre los tuvo, veo llegada la hora de rescatar para Café a las siete siquiera a algunas de ese volumen ingente de Editoriales que suplen la abundancia de catálogo popular (digámoslo así) con imaginación. Una de ellas, que recientemente he podido descubrir, se trata de la Editorial Igitur, fundada y coordinada por los escritores Rosa Lentini y Ricardo Caro Gaviria, que nació con la firme voluntad de rescatar del olvido aquellos autores y textos que de otra forma permanecerían en el olvido. Ediciones Igitur mezcla de esa forma autores más o menos conocidos con otros que conforman la vanguardia de una evolución literaria que discurre de propuesta en propuesta. ¿Qué quiere decir esto?. Pues ni más ni menos, que al margen de convencionalismos literarios, de modas y de artificios, Ediciones Igitur apuesta por la literatura en su estado más puro.


            Su última apuesta literaria, El pasajero Walter Benjamín, Premio Navarra de Novela 1986 firmado por el propio Cesar Gaviria, recrea los últimos días del escritor y filósofo judío-alemán Walter Benjamín, quien no pudiendo superar el hecho de que en 1940 le impidiesen entrar en España con el firme propósito de alcanzar Nueva York vía Lisboa, opta por  la solución más rápida y también más dramática de autoliberación: el suicidio.


            Con el pasajero Walter Benjamín, oportunamente rescatado cuando se cumple el sesenta aniversario de su muerte, no pretende al autor aunque lo parezca, establecer un debate sobre el concepto histórico de frontera. Así, en la novela se recrean aspectos ya sabidos sobre la muerte de Benjamín, los biográficos, con los imaginados, encarnados esto en la recreación de las cuatro mujeres que le acompañaran en aquellos días. Una recreación necesaria para entender y conocer si cabe la particular personalidad de alguien que por fin parece acercársenos a las librerías sin tapujos.

Luis García

Lo minoritario sinónimo de calidad. Luis García

Lo minoritario
sinónimo de calidad


        Nadie duda a estas alturas de la importancia de las Editoriales llamadas minoritarias dentro del panorama literario nacional. Esto es porque desde siempre fueron cuna y cantera de las grandes,  a quienes les resulta mas sencillo, rápido y barato arrebatar los autores descubiertos por otros a veces con no poco esfuerzo e intuición, que apostar ellas por alguno en concreto. Operarían de ese modo de igual manera que lo hace un club de fútbol poderoso, léase Real Madrid, Barcelona, etc, con los modestos, a quienes cuando les fichan un jugador no les queda más alternativa que el derecho al pataleo, y la búsqueda de nuevos diamantes en bruto,  que una vez pulidos y tratados, pasaran a su vez a engrosar la nómina de los poderosos. Como se puede observar, la pescadilla que se muerde la cola. 

            Recordar a algunos de estos escritores sería muy largo y correríamos el riesgo de herir sensibilidades propias y ajenas, personificadas estas tanto en autores como en Editoriales. Por ello he preferido referirme tan sólo a aquellas malditas, casi secretas que a menudo se mueven en los entresijos del panorama cultural español de una forma colateral. Porque colaterales son al fin y al cabo los riesgos que corren cuando muestran sus mejores galas desde el extrarradio. 


            Pero aún a riesgo de presentarlos de una forma incorrecta, o de caer en tópicos bananeros que impidan que los árboles dejen ver el bosque, habría que decir que todos, absolutamente todos, Editoriales (grandes y pequeñas) y autores, se necesitan unos a los otros para sobrevivir. Es decir. Cierto es, que las pequeños acusan a las grandes de intrusismo profesional, pero no es menos cierto que no podrían sobrevivir la mayoría de las veces sin la existencia de ese supuesto intrusismo, porque la razón misma de su estar y ser en el mercado pasa por aceptar unas reglas de juego que nadie inventó, pero que a menudo recuerdan a una Ley Natural de superior rango. Si, el pez grande (el Gran Grupo Editorial) se come al pequeño, o en su defecto a los autores que previamente ha descubierto, pero el pequeño (la Editorial minoritaria) necesita que continúe haciéndolo, para a su vez reafirmarse como la auténtica cantera de nuevos valores literarios, haciendo bueno aquello de que lo minoritario sinónimo de calidad.

 
            Dicho todo esto, y otorgándole sus respetos a quien de verdad siempre los tuvo, veo llegada la hora de rescatar para Café a las siete siquiera a algunas de ese volumen ingente de Editoriales que suplen la abundancia de catálogo popular (digámoslo así) con imaginación. Una de ellas, que recientemente he podido descubrir, se trata de la Editorial Igitur, fundada y coordinada por los escritores Rosa Lentini y Ricardo Caro Gaviria, que nació con la firme voluntad de rescatar del olvido aquellos autores y textos que de otra forma permanecerían en el olvido. Ediciones Igitur mezcla de esa forma autores más o menos conocidos con otros que conforman la vanguardia de una evolución literaria que discurre de propuesta en propuesta. ¿Qué quiere decir esto?. Pues ni más ni menos, que al margen de convencionalismos literarios, de modas y de artificios, Ediciones Igitur apuesta por la literatura en su estado más puro.


            Su última apuesta literaria, El pasajero Walter Benjamín, Premio Navarra de Novela 1986 firmado por el propio Cesar Gaviria, recrea los últimos días del escritor y filósofo judío-alemán Walter Benjamín, quien no pudiendo superar el hecho de que en 1940 le impidiesen entrar en España con el firme propósito de alcanzar Nueva York vía Lisboa, opta por  la solución más rápida y también más dramática de autoliberación: el suicidio.


            Con el pasajero Walter Benjamín, oportunamente rescatado cuando se cumple el sesenta aniversario de su muerte, no pretende al autor aunque lo parezca, establecer un debate sobre el concepto histórico de frontera. Así, en la novela se recrean aspectos ya sabidos sobre la muerte de Benjamín, los biográficos, con los imaginados, encarnados esto en la recreación de las cuatro mujeres que le acompañaran en aquellos días. Una recreación necesaria para entender y conocer si cabe la particular personalidad de alguien que por fin parece acercársenos a las librerías sin tapujos.

Luis García

Lo minoritario sinónimo de calidad. Luis García

Lo minoritario sinónimo de calidad




Lo minoritario
sinónimo de calidad




        Nadie duda a estas alturas de la importancia de las Editoriales llamadas minoritarias dentro del panorama literario nacional. Esto es porque desde siempre fueron cuna y cantera de las grandes,  a quienes les resulta mas sencillo, rápido y barato arrebatar los autores descubiertos por otros a veces con no poco esfuerzo e intuición, que apostar ellas por alguno en concreto. Operarían de ese modo de igual manera que lo hace un club de fútbol poderoso, léase Real Madrid, Barcelona, etc, con los modestos, a quienes cuando les fichan un jugador no les queda más alternativa que el derecho al pataleo, y la búsqueda de nuevos diamantes en bruto,  que una vez pulidos y tratados, pasaran a su vez a engrosar la nómina de los poderosos. Como se puede observar, la pescadilla que se muerde la cola. 

            Recordar a algunos de estos escritores sería muy largo y correríamos el riesgo de herir sensibilidades propias y ajenas, personificadas estas tanto en autores como en Editoriales. Por ello he preferido referirme tan sólo a aquellas malditas, casi secretas que a menudo se mueven en los entresijos del panorama cultural español de una forma colateral. Porque colaterales son al fin y al cabo los riesgos que corren cuando muestran sus mejores galas desde el extrarradio. 


            Pero aún a riesgo de presentarlos de una forma incorrecta, o de caer en tópicos bananeros que impidan que los árboles dejen ver el bosque, habría que decir que todos, absolutamente todos, Editoriales (grandes y pequeñas) y autores, se necesitan unos a los otros para sobrevivir. Es decir. Cierto es, que las pequeños acusan a las grandes de intrusismo profesional, pero no es menos cierto que no podrían sobrevivir la mayoría de las veces sin la existencia de ese supuesto intrusismo, porque la razón misma de su estar y ser en el mercado pasa por aceptar unas reglas de juego que nadie inventó, pero que a menudo recuerdan a una Ley Natural de superior rango. Si, el pez grande (el Gran Grupo Editorial) se come al pequeño, o en su defecto a los autores que previamente ha descubierto, pero el pequeño (la Editorial minoritaria) necesita que continúe haciéndolo, para a su vez reafirmarse como la auténtica cantera de nuevos valores literarios, haciendo bueno aquello de que lo minoritario sinónimo de calidad.

 
            Dicho todo esto, y otorgándole sus respetos a quien de verdad siempre los tuvo, veo llegada la hora de rescatar para Café a las siete siquiera a algunas de ese volumen ingente de Editoriales que suplen la abundancia de catálogo popular (digámoslo así) con imaginación. Una de ellas, que recientemente he podido descubrir, se trata de la Editorial Igitur, fundada y coordinada por los escritores Rosa Lentini y Ricardo Caro Gaviria, que nació con la firme voluntad de rescatar del olvido aquellos autores y textos que de otra forma permanecerían en el olvido. Ediciones Igitur mezcla de esa forma autores más o menos conocidos con otros que conforman la vanguardia de una evolución literaria que discurre de propuesta en propuesta. ¿Qué quiere decir esto?. Pues ni más ni menos, que al margen de convencionalismos literarios, de modas y de artificios, Ediciones Igitur apuesta por la literatura en su estado más puro.


            Su última apuesta literaria, El pasajero Walter Benjamín, Premio Navarra de Novela 1986 firmado por el propio Cesar Gaviria, recrea los últimos días del escritor y filósofo judío-alemán Walter Benjamín, quien no pudiendo superar el hecho de que en 1940 le impidiesen entrar en España con el firme propósito de alcanzar Nueva York vía Lisboa, opta por  la solución más rápida y también más dramática de autoliberación: el suicidio.


            Con el pasajero Walter Benjamín, oportunamente rescatado cuando se cumple el sesenta aniversario de su muerte, no pretende al autor aunque lo parezca, establecer un debate sobre el concepto histórico de frontera. Así, en la novela se recrean aspectos ya sabidos sobre la muerte de Benjamín, los biográficos, con los imaginados, encarnados esto en la recreación de las cuatro mujeres que le acompañaran en aquellos días. Una recreación necesaria para entender y conocer si cabe la particular personalidad de alguien que por fin parece acercársenos a las librerías sin tapujos.

Luis García