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Sáez de la Rosa. José Antonio Garrido Cárdenas

Cuando los Sáez de la Rosa llegaron a Tablas de Madil, con el escaso bagaje de un pasado que olvidar y unos pocos objetos que cabían todos en un zurrón de piel de oveja, el pueblo les recibió con la frialdad con la que se reciben las noticias presentidas. Hoy, varias generaciones después y merced al buen ojo mercantil de Ernesto Sáez de la Rosa –además de a su total ausencia de escrúpulos-, se habían hecho con un nombre respetable y una fortuna considerable que parecía custodiada con celo tras la enorme verja de hierro de “La poderosa”.

La noche cubría prácticamente la ciudad y la luz del ordenador centelleaba en el dormitorio. A Jaime le gustaba trabajar de noche y ella, Mónica, se había acostumbrado a dormirse con el teclear convulso de su marido como canción de fondo. Estaba a punto de finalizar su último libro, y asumía la llegada de otra noche con la apatía que su protocolo invariable le infundaba. Mientras, ella envolvía su cuerpo como un ovillo sobre la sábana de la cama, acomodándose a cada recodo de su soledad.

Por fin había acabado la guerra, y la vuelta de Roberto Sáez de la Rosa, el primogénito de la cuarta generación asentada en el pueblo, estaba anunciada para aquel día de junio, donde un sol que cuarteaba la piel de Damián, abuelo y ahora patriarca de la familia, parecía brillar en honor de un regreso triunfal. Damián se despertó temprano, mucho antes de que aquél sol de justicia gobernara el cielo para su familia, y se vistió con su traje blanco. “Te hace parecer más joven” recordaba que le decía Lucía mientras se abotonaba la camisa y sentía el dolor de los años en su zona lumbar. A regañadientes había desayunado algo (el rabioso aguardiente que venía tomando cada mañana desde que su padre le dijera que le pondría voz de hombre), y desde bien temprano había tomado lugar en la mecedora que gobernaba el balaustrado porche de madera.

Enfrentarse cada noche a la página en blanco no era fácil a pesar de su experiencia, y una especie de ansiedad contenida se le agarraba a la altura de la garganta, como las ocho patas de una araña que le estrangulara, hasta que había sido capaz de escribir los primeros cuatro o cinco párrafos. Después, como quien clasifica tornillos, todo parecía dispuesto por la rutina, y las páginas fluían con la constancia con la crece la hierba en la cuneta de la carretera.

A eso de las doce del mediodía, cuando el sol amenazaba con quebrantar la intimidad de “La poderosa”, cuyas puertas permanecían abiertas de par en par, como muestra de desafío al mundo, vio Damián perfilarse a lo lejos la figura de su nieto mayor. Le pareció gobernado por un andar anárquico y despreocupado impropio de un héroe de guerra, aunque seguramente el calor también había de afectarle al mismísimo triunfador de mil y una batallas. El anciano se puso de pie y fingiendo un gesto de alta nobleza que llevaba tiempo ensayando, se dibujó apoyado en una de las columnas del porche como la estatua de un César desmejorado.

Ella había asumido su papel en su matrimonio y había sido capaz de aceptar, para afuera, su ministerio con la fe de un monje tibetano. Pero en sus adentros, cuando le tocaba enfrentarse consigo misma, cuando su despiadada soledad le exigía rendir cuentas con una vida que se le escapaba entre las manos como una pastilla de jabón, en ese momento sólo sabía compadecerse.

Le hubiera gustado gritar que ya estaba allí Roberto, que su nieto preferido había vuelto de la guerra. Pero su papel de hombre sin sentimientos, inventado hacia ya demasiados años, le impedía mostrar el estremecimiento que la visión de éste, como la de un fantasma plañidero, había causado en su lastimado estómago. “Hijo mío, me siento muy orgulloso de ti. Bienvenido a casa”, le dijo mientras lo abrazaba sin excesiva efusividad. Roberto, que no esperaba mayores muestras de afectividad, se asió al cuerpo de su abuelo (bastante más corpulento que el suyo), más por la necesidad de no sucumbir que por cariño.

Zape, el gato persa que comprara Mónica para disimulo de su soledad, también le había fallado. Éste había adquirido hábitos nocturno, y mientras pasaba el día arrinconado en un colchón ovalado convertido en su refugio, la noche la consumía arrastrándose entre las piernas de Jaime, buscando el roce de sus vaqueros o el tacto amable de la pelusa de sus piernas. Al principio el dormitorio había sido un territorio vetado para él, pero con el tiempo y puesto que se había convertido el animal en el extraño lazo que unía al matrimonio en sus diferentes soledades, había hecho de aquél su particular guarida al caer el día.

Ya está aquí Roberto”, anunció mientras entraba a la casa, rompiendo el aire de misterio y recogimiento en la que ésta parecía sumida y dando paso a un tiempo de alegría y vehemencia. De repente, todos los Sáez de la Rosa y buena parte del servicio, como las hormigas dislocadas ante la sorpresa de la tormenta, parecían recorrer el mismo camino que llevaba inequívocamente a los brazos del triunfal combatiente. “Qué alegría hijo mío”. “Bienvenido hermano”. Repetían unos y otros como con miedo a romper un guión impuesto por un director obsesivo. “¿Y tú no piensas decirme nada?”, le preguntó a la joven Ana Isabel mientras la cogía por la cintura y la besaba como sólo se besa a una amante.

Jaime se servía, cada noche, un Jack Daniels en vaso ancho, de cristal persa con rugosidad ribeteante en su base y con una docena de pequeños hielos con forma de pez. Ésta era una costumbre que adquiriera al principio para mantener la vigilia, pero con el tiempo se había convertido en una ceremonia ineludible mientras cobraba vida la pantalla del monitor. Jaime consumía con parsimonia su brebaje establecido, y observaba en cada sorbo cómo los pececitos empequeñecían con la noche. Al final de ésta, los restos acuosos del último trago tenían un extraño sabor clorótico que era indicio para su paladar de la llegada de la madrugada.

Ana Isabel le correspondió con la mayor ilusión que fue capaz de fingir. “Te he echado mucho de menos”, le dijo ante la expresión de ternura impostada del resto de la familia. “Seguro que no más que yo a ti”, contestó él, dejando reposar en el aire la dicotomía interpretativa de aquella afirmación. “Fabián, lleva la maleta al cuarto de Roberto y Ana Isabel. Dorita, prepárale a mi nieto un baño caliente. Ramona, ve preparando la mesa…, y saca la cubertería nueva. Esto hay que celebrarlo”, disponía Damián como si fueran los miembros del servicio las piezas monocrómicas de un ajedrez que dominara con total resolución.

Mónica se revolvió entre sueños, y esto llamó la atención de su marido. Él la observó, como se observa un mar embravecido, con una mezcla de miedo y admiración, y por un segundo se sorprendió queriéndola. Pero ya nada era igual… Jaime era consciente de que había descuidado su matrimonio, y que éste había quedado reducido últimamente al cumplimiento de unas normas básicas de comportamiento y poco más. “Cuando acabe con esto prometo dedicarte más tiempo” le repetía cíclicamente ante las periódicas reclamas de ella.

Durante todo el día centró Roberto la atención de “La poderosa”, asistiendo todos con complacencia al baño de gloria del que éste disfrutaba. Damián lo organizaba todo como el maestro de ceremonias a cuyo papel se había acostumbrado, mientras Vicente, su hijo, y a la sazón padre del heroico pródigo, observaba con sumisión a la espera de la alternativa que la vitalidad del patriarca parecía negarle. Pero al llegar la noche, en esos momentos en que los quehaceres maritales le exigían rendir cuentas con su querida Ana Isabel, las trincheras y las primeras líneas de fuego de poco le valieron.

Jaime se deslizó suavemente sobre las ruedas de la silla de su escritorio y se acercó a la cama. Reparó en que llevaba Mónica las uñas de los pies pintadas y la imaginó dedicada, mientras él dormía, al cuidado de una imagen en la que ya no se fijaba. Observó sus tobillos finos y la caña pulimentada de su espinilla. Le pareció una imagen tremendamente literaria y lamentó que ya no le resultara sensual. Ni siquiera era capaz de acordarse de la última vez que hicieron el amor y le entraron ganas, probablemente por demostrarse que aún era capaz, de poseerla con pasión mientras la acariciaba en sus sueños, pero había algo irrecuperable en su relación y ya no tenían sentido arrebatos como aquél.

Ellos se habían casado, a la espera de que los lazos legales sustituyeran a los sentimentales (a los que nacen del roce), en cuanto fue consciente de que debía alistarse en el frente. Ni siquiera las influencias del abuelo le valieron para evadirse de unas obligaciones patrióticas que no entendían de amiguismos intencionados ni de intereses subversivos. “Te esperaré”, le dijo Ana Isabel el día que tuvo que enrolarse a sabiendas que no le sería posible cumplir su palabra. Damián no le dijo nada y dejó que el silencio y el último beso que le diera desde su corazón (a menudo pensaba que también el primero…) sustituyera a reclamos amatorios frente a los que ella no sabría corresponder.

Así que se limitó a acariciarla como se acaricia lo desconocido. Jaime cerró los ojos y deslizó su mano suavemente (no sabría cómo reaccionar si ella se despertaba) por la piel extraña de su mujer. Ella lo recibió, en su inconsciencia, como se recibe el roce de un extraño en el vagón de metro, y rehizo con delicadeza su postura alejándose de su alcance. Él se preguntó si habría sido su reacción la misma ante su roce extemporáneo de haber estado despierta y prefirió no contestarse.

Ana Isabel se había convencido de que lo mejor sería hacer el amor fingiendo un deseo que había desaparecido el mismo día que anunció su regreso, y dibujar en el aire suspiros y quejidos con sabor a otra boca. Él no le reclamó durante todo el acto el amor que no fue capaz de ver en sus ojos y se dejó llevar por su más puro instinto animal para golpear con fuerza, con menos medida que pasión, las caderas usadas de su mujer. Al finalizar, como el cadáver del hombre con el que se casó, él quedó tendido en la cama, junto a Ana Isabel, dejando que el aire de la habitación, testigo de traiciones pasadas, inundara el silencio queriendo testificar en su contra.

Jaime volvió a colocarse bajo la falda de su teclado, las únicas que ya era capaz de vencer, y retomó la escritura. Le ponía nervioso el parpadeo constante del cursor en la pantalla y prefería buscar la inspiración en la decoración de su alcoba. La ventana quedaba justo a su altura, y la abrió mientras encendía el penúltimo cigarro (siempre era el penúltimo). Aspiró con fuerza dos veces ante la llama del encendedor y sintió cómo el ascua enrojecía parte de su cara reflejada en el monitor. Sabía que a Mónica no le gustaba que fumara en el dormitorio, pero hacía tiempo que no tenían en consideración lo que al otro pudieran importarle sus actos.

Te quiero” le dijo, disfrazando de desfachatez una actitud que apenas conseguía engañarla siquiera a ella misma. Roberto quedó en silencio, desvelando con su mutismo lo que ella trataba de ocultar con sus palabras. “Te quiero”, le volvió a decir. Tras unos segundos, Roberto le replicó: “¿Quién es él? ¿Jonás, mi hermano?”. Ana Isabel se puso en pie, guiada por la vergüenza, y se anudó con calma la bata a su cintura púber, dando la espalda a la cama donde todavía él reposaba. Tras unos segundos, durante los cuales no fue capaz de mirarle a la cara, ella se dirigió a la puerta, cumpliendo el rito para el que tres años de infidelidad le habían preparado, y abandonó la habitación en dirección a la de Jonás.

Estaba a punto de acabar pero no encontraba la inspiración. Esas caprichosas musas de las que él renunciaba y a las que quería ocultar a menudo con el oficio, no obstante, debían ocultarse en algún lugar de la casa. Jaime se levantó y abrió la puerta del frigorífico; la madrugada despertaba su apetito. La luz cansada del interior le respondió dubitativa, y cobraron vida docenas de piezas de fruta y la extensa gama de vegetales que conformaban la dieta de su mujer. Cada vez que se enfrentaba a aquel espejismo de su cocina tenía la misma sensación de extraña saciedad y acababa decidiendo volver a intentarlo más tarde.

Ana Isabel se detuvo a mitad del pasillo, como intentando sopesar en su soledad el precio que tendría que pagar por dejarse llevar por sus instintos, y estuvo a punto de regresar a la habitación. Después de todo, seguía siendo su esposa y Roberto era un hombre comprensivo. Quizá si le dijera que aún lo amaba y que el refugio de los brazos de su hermano no había hecho sino acrecentar el amor que hacia él sentía, fuera capaz de olvidarlo todo… ¡Pero qué demonios! ¡Por qué tenía que seguir engañando a todo el mundo y jugando a desempeñar el papel de esposa ideal! Cuando arrancó decidida a sucumbir a los brazos de Jonás, un golpe seco, como de mueble cayendo al suelo, vino desde la alcoba en la que acaba de fingir lo infingible. Al entrar, Roberto yacía sin vida, sin pena y sin dolor, con una bala incrustada en la cabeza y con un gesto amable dibujado en sus labios.

Esa extraña sensación óptica de la madrugada en la que los objetos tienen forma pero carecen de color, se empezaba a diluir con los primeros fulgores del amanecer. El reloj marcaba las siete y cuatro minutos y Jaime empezaba a sentir el peso del trabajo entre la nuca y la espalda. Pero esta vez aquella sensación era diferente. Como le había prometido a su editor acabaría aquel último capítulo esa misma noche, y un gozo lánguido le estremecía como una caricia; como la caricia que ya no tenía. Mónica aún dormía sobre una cama demasiado grande para una sola persona, ajena al tímido placer de su marido, mientras otra noche moría en los huecos de su habitación.

José Antonio Garrido Cárdenas.

Sáez de la Rosa. José Antonio Garrido Cárdenas

Cuando los Sáez de la Rosa llegaron a Tablas de Madil, con el escaso bagaje de un pasado que olvidar y unos pocos objetos que cabían todos en un zurrón de piel de oveja, el pueblo les recibió con la frialdad con la que se reciben las noticias presentidas. Hoy, varias generaciones después y merced al buen ojo mercantil de Ernesto Sáez de la Rosa –además de a su total ausencia de escrúpulos-, se habían hecho con un nombre respetable y una fortuna considerable que parecía custodiada con celo tras la enorme verja de hierro de “La poderosa”.

La noche cubría prácticamente la ciudad y la luz del ordenador centelleaba en el dormitorio. A Jaime le gustaba trabajar de noche y ella, Mónica, se había acostumbrado a dormirse con el teclear convulso de su marido como canción de fondo. Estaba a punto de finalizar su último libro, y asumía la llegada de otra noche con la apatía que su protocolo invariable le infundaba. Mientras, ella envolvía su cuerpo como un ovillo sobre la sábana de la cama, acomodándose a cada recodo de su soledad.

Por fin había acabado la guerra, y la vuelta de Roberto Sáez de la Rosa, el primogénito de la cuarta generación asentada en el pueblo, estaba anunciada para aquel día de junio, donde un sol que cuarteaba la piel de Damián, abuelo y ahora patriarca de la familia, parecía brillar en honor de un regreso triunfal. Damián se despertó temprano, mucho antes de que aquél sol de justicia gobernara el cielo para su familia, y se vistió con su traje blanco. “Te hace parecer más joven” recordaba que le decía Lucía mientras se abotonaba la camisa y sentía el dolor de los años en su zona lumbar. A regañadientes había desayunado algo (el rabioso aguardiente que venía tomando cada mañana desde que su padre le dijera que le pondría voz de hombre), y desde bien temprano había tomado lugar en la mecedora que gobernaba el balaustrado porche de madera.

Enfrentarse cada noche a la página en blanco no era fácil a pesar de su experiencia, y una especie de ansiedad contenida se le agarraba a la altura de la garganta, como las ocho patas de una araña que le estrangulara, hasta que había sido capaz de escribir los primeros cuatro o cinco párrafos. Después, como quien clasifica tornillos, todo parecía dispuesto por la rutina, y las páginas fluían con la constancia con la crece la hierba en la cuneta de la carretera.

A eso de las doce del mediodía, cuando el sol amenazaba con quebrantar la intimidad de “La poderosa”, cuyas puertas permanecían abiertas de par en par, como muestra de desafío al mundo, vio Damián perfilarse a lo lejos la figura de su nieto mayor. Le pareció gobernado por un andar anárquico y despreocupado impropio de un héroe de guerra, aunque seguramente el calor también había de afectarle al mismísimo triunfador de mil y una batallas. El anciano se puso de pie y fingiendo un gesto de alta nobleza que llevaba tiempo ensayando, se dibujó apoyado en una de las columnas del porche como la estatua de un César desmejorado.

Ella había asumido su papel en su matrimonio y había sido capaz de aceptar, para afuera, su ministerio con la fe de un monje tibetano. Pero en sus adentros, cuando le tocaba enfrentarse consigo misma, cuando su despiadada soledad le exigía rendir cuentas con una vida que se le escapaba entre las manos como una pastilla de jabón, en ese momento sólo sabía compadecerse.

Le hubiera gustado gritar que ya estaba allí Roberto, que su nieto preferido había vuelto de la guerra. Pero su papel de hombre sin sentimientos, inventado hacia ya demasiados años, le impedía mostrar el estremecimiento que la visión de éste, como la de un fantasma plañidero, había causado en su lastimado estómago. “Hijo mío, me siento muy orgulloso de ti. Bienvenido a casa”, le dijo mientras lo abrazaba sin excesiva efusividad. Roberto, que no esperaba mayores muestras de afectividad, se asió al cuerpo de su abuelo (bastante más corpulento que el suyo), más por la necesidad de no sucumbir que por cariño.

Zape, el gato persa que comprara Mónica para disimulo de su soledad, también le había fallado. Éste había adquirido hábitos nocturno, y mientras pasaba el día arrinconado en un colchón ovalado convertido en su refugio, la noche la consumía arrastrándose entre las piernas de Jaime, buscando el roce de sus vaqueros o el tacto amable de la pelusa de sus piernas. Al principio el dormitorio había sido un territorio vetado para él, pero con el tiempo y puesto que se había convertido el animal en el extraño lazo que unía al matrimonio en sus diferentes soledades, había hecho de aquél su particular guarida al caer el día.

Ya está aquí Roberto”, anunció mientras entraba a la casa, rompiendo el aire de misterio y recogimiento en la que ésta parecía sumida y dando paso a un tiempo de alegría y vehemencia. De repente, todos los Sáez de la Rosa y buena parte del servicio, como las hormigas dislocadas ante la sorpresa de la tormenta, parecían recorrer el mismo camino que llevaba inequívocamente a los brazos del triunfal combatiente. “Qué alegría hijo mío”. “Bienvenido hermano”. Repetían unos y otros como con miedo a romper un guión impuesto por un director obsesivo. “¿Y tú no piensas decirme nada?”, le preguntó a la joven Ana Isabel mientras la cogía por la cintura y la besaba como sólo se besa a una amante.

Jaime se servía, cada noche, un Jack Daniels en vaso ancho, de cristal persa con rugosidad ribeteante en su base y con una docena de pequeños hielos con forma de pez. Ésta era una costumbre que adquiriera al principio para mantener la vigilia, pero con el tiempo se había convertido en una ceremonia ineludible mientras cobraba vida la pantalla del monitor. Jaime consumía con parsimonia su brebaje establecido, y observaba en cada sorbo cómo los pececitos empequeñecían con la noche. Al final de ésta, los restos acuosos del último trago tenían un extraño sabor clorótico que era indicio para su paladar de la llegada de la madrugada.

Ana Isabel le correspondió con la mayor ilusión que fue capaz de fingir. “Te he echado mucho de menos”, le dijo ante la expresión de ternura impostada del resto de la familia. “Seguro que no más que yo a ti”, contestó él, dejando reposar en el aire la dicotomía interpretativa de aquella afirmación. “Fabián, lleva la maleta al cuarto de Roberto y Ana Isabel. Dorita, prepárale a mi nieto un baño caliente. Ramona, ve preparando la mesa…, y saca la cubertería nueva. Esto hay que celebrarlo”, disponía Damián como si fueran los miembros del servicio las piezas monocrómicas de un ajedrez que dominara con total resolución.

Mónica se revolvió entre sueños, y esto llamó la atención de su marido. Él la observó, como se observa un mar embravecido, con una mezcla de miedo y admiración, y por un segundo se sorprendió queriéndola. Pero ya nada era igual… Jaime era consciente de que había descuidado su matrimonio, y que éste había quedado reducido últimamente al cumplimiento de unas normas básicas de comportamiento y poco más. “Cuando acabe con esto prometo dedicarte más tiempo” le repetía cíclicamente ante las periódicas reclamas de ella.

Durante todo el día centró Roberto la atención de “La poderosa”, asistiendo todos con complacencia al baño de gloria del que éste disfrutaba. Damián lo organizaba todo como el maestro de ceremonias a cuyo papel se había acostumbrado, mientras Vicente, su hijo, y a la sazón padre del heroico pródigo, observaba con sumisión a la espera de la alternativa que la vitalidad del patriarca parecía negarle. Pero al llegar la noche, en esos momentos en que los quehaceres maritales le exigían rendir cuentas con su querida Ana Isabel, las trincheras y las primeras líneas de fuego de poco le valieron.

Jaime se deslizó suavemente sobre las ruedas de la silla de su escritorio y se acercó a la cama. Reparó en que llevaba Mónica las uñas de los pies pintadas y la imaginó dedicada, mientras él dormía, al cuidado de una imagen en la que ya no se fijaba. Observó sus tobillos finos y la caña pulimentada de su espinilla. Le pareció una imagen tremendamente literaria y lamentó que ya no le resultara sensual. Ni siquiera era capaz de acordarse de la última vez que hicieron el amor y le entraron ganas, probablemente por demostrarse que aún era capaz, de poseerla con pasión mientras la acariciaba en sus sueños, pero había algo irrecuperable en su relación y ya no tenían sentido arrebatos como aquél.

Ellos se habían casado, a la espera de que los lazos legales sustituyeran a los sentimentales (a los que nacen del roce), en cuanto fue consciente de que debía alistarse en el frente. Ni siquiera las influencias del abuelo le valieron para evadirse de unas obligaciones patrióticas que no entendían de amiguismos intencionados ni de intereses subversivos. “Te esperaré”, le dijo Ana Isabel el día que tuvo que enrolarse a sabiendas que no le sería posible cumplir su palabra. Damián no le dijo nada y dejó que el silencio y el último beso que le diera desde su corazón (a menudo pensaba que también el primero…) sustituyera a reclamos amatorios frente a los que ella no sabría corresponder.

Así que se limitó a acariciarla como se acaricia lo desconocido. Jaime cerró los ojos y deslizó su mano suavemente (no sabría cómo reaccionar si ella se despertaba) por la piel extraña de su mujer. Ella lo recibió, en su inconsciencia, como se recibe el roce de un extraño en el vagón de metro, y rehizo con delicadeza su postura alejándose de su alcance. Él se preguntó si habría sido su reacción la misma ante su roce extemporáneo de haber estado despierta y prefirió no contestarse.

Ana Isabel se había convencido de que lo mejor sería hacer el amor fingiendo un deseo que había desaparecido el mismo día que anunció su regreso, y dibujar en el aire suspiros y quejidos con sabor a otra boca. Él no le reclamó durante todo el acto el amor que no fue capaz de ver en sus ojos y se dejó llevar por su más puro instinto animal para golpear con fuerza, con menos medida que pasión, las caderas usadas de su mujer. Al finalizar, como el cadáver del hombre con el que se casó, él quedó tendido en la cama, junto a Ana Isabel, dejando que el aire de la habitación, testigo de traiciones pasadas, inundara el silencio queriendo testificar en su contra.

Jaime volvió a colocarse bajo la falda de su teclado, las únicas que ya era capaz de vencer, y retomó la escritura. Le ponía nervioso el parpadeo constante del cursor en la pantalla y prefería buscar la inspiración en la decoración de su alcoba. La ventana quedaba justo a su altura, y la abrió mientras encendía el penúltimo cigarro (siempre era el penúltimo). Aspiró con fuerza dos veces ante la llama del encendedor y sintió cómo el ascua enrojecía parte de su cara reflejada en el monitor. Sabía que a Mónica no le gustaba que fumara en el dormitorio, pero hacía tiempo que no tenían en consideración lo que al otro pudieran importarle sus actos.

Te quiero” le dijo, disfrazando de desfachatez una actitud que apenas conseguía engañarla siquiera a ella misma. Roberto quedó en silencio, desvelando con su mutismo lo que ella trataba de ocultar con sus palabras. “Te quiero”, le volvió a decir. Tras unos segundos, Roberto le replicó: “¿Quién es él? ¿Jonás, mi hermano?”. Ana Isabel se puso en pie, guiada por la vergüenza, y se anudó con calma la bata a su cintura púber, dando la espalda a la cama donde todavía él reposaba. Tras unos segundos, durante los cuales no fue capaz de mirarle a la cara, ella se dirigió a la puerta, cumpliendo el rito para el que tres años de infidelidad le habían preparado, y abandonó la habitación en dirección a la de Jonás.

Estaba a punto de acabar pero no encontraba la inspiración. Esas caprichosas musas de las que él renunciaba y a las que quería ocultar a menudo con el oficio, no obstante, debían ocultarse en algún lugar de la casa. Jaime se levantó y abrió la puerta del frigorífico; la madrugada despertaba su apetito. La luz cansada del interior le respondió dubitativa, y cobraron vida docenas de piezas de fruta y la extensa gama de vegetales que conformaban la dieta de su mujer. Cada vez que se enfrentaba a aquel espejismo de su cocina tenía la misma sensación de extraña saciedad y acababa decidiendo volver a intentarlo más tarde.

Ana Isabel se detuvo a mitad del pasillo, como intentando sopesar en su soledad el precio que tendría que pagar por dejarse llevar por sus instintos, y estuvo a punto de regresar a la habitación. Después de todo, seguía siendo su esposa y Roberto era un hombre comprensivo. Quizá si le dijera que aún lo amaba y que el refugio de los brazos de su hermano no había hecho sino acrecentar el amor que hacia él sentía, fuera capaz de olvidarlo todo… ¡Pero qué demonios! ¡Por qué tenía que seguir engañando a todo el mundo y jugando a desempeñar el papel de esposa ideal! Cuando arrancó decidida a sucumbir a los brazos de Jonás, un golpe seco, como de mueble cayendo al suelo, vino desde la alcoba en la que acaba de fingir lo infingible. Al entrar, Roberto yacía sin vida, sin pena y sin dolor, con una bala incrustada en la cabeza y con un gesto amable dibujado en sus labios.

Esa extraña sensación óptica de la madrugada en la que los objetos tienen forma pero carecen de color, se empezaba a diluir con los primeros fulgores del amanecer. El reloj marcaba las siete y cuatro minutos y Jaime empezaba a sentir el peso del trabajo entre la nuca y la espalda. Pero esta vez aquella sensación era diferente. Como le había prometido a su editor acabaría aquel último capítulo esa misma noche, y un gozo lánguido le estremecía como una caricia; como la caricia que ya no tenía. Mónica aún dormía sobre una cama demasiado grande para una sola persona, ajena al tímido placer de su marido, mientras otra noche moría en los huecos de su habitación.

José Antonio Garrido Cárdenas.

Sáez de la Rosa. José Antonio Garrido Cárdenas

Cuando los Sáez de la Rosa llegaron a Tablas de Madil, con el escaso bagaje de un pasado que olvidar y unos pocos objetos que cabían todos en un zurrón de piel de oveja, el pueblo les recibió con la frialdad con la que se reciben las noticias presentidas. Hoy, varias generaciones después y merced al buen ojo mercantil de Ernesto Sáez de la Rosa –además de a su total ausencia de escrúpulos-, se habían hecho con un nombre respetable y una fortuna considerable que parecía custodiada con celo tras la enorme verja de hierro de “La poderosa”.

La noche cubría prácticamente la ciudad y la luz del ordenador centelleaba en el dormitorio. A Jaime le gustaba trabajar de noche y ella, Mónica, se había acostumbrado a dormirse con el teclear convulso de su marido como canción de fondo. Estaba a punto de finalizar su último libro, y asumía la llegada de otra noche con la apatía que su protocolo invariable le infundaba. Mientras, ella envolvía su cuerpo como un ovillo sobre la sábana de la cama, acomodándose a cada recodo de su soledad.

Por fin había acabado la guerra, y la vuelta de Roberto Sáez de la Rosa, el primogénito de la cuarta generación asentada en el pueblo, estaba anunciada para aquel día de junio, donde un sol que cuarteaba la piel de Damián, abuelo y ahora patriarca de la familia, parecía brillar en honor de un regreso triunfal. Damián se despertó temprano, mucho antes de que aquél sol de justicia gobernara el cielo para su familia, y se vistió con su traje blanco. “Te hace parecer más joven” recordaba que le decía Lucía mientras se abotonaba la camisa y sentía el dolor de los años en su zona lumbar. A regañadientes había desayunado algo (el rabioso aguardiente que venía tomando cada mañana desde que su padre le dijera que le pondría voz de hombre), y desde bien temprano había tomado lugar en la mecedora que gobernaba el balaustrado porche de madera.

Enfrentarse cada noche a la página en blanco no era fácil a pesar de su experiencia, y una especie de ansiedad contenida se le agarraba a la altura de la garganta, como las ocho patas de una araña que le estrangulara, hasta que había sido capaz de escribir los primeros cuatro o cinco párrafos. Después, como quien clasifica tornillos, todo parecía dispuesto por la rutina, y las páginas fluían con la constancia con la crece la hierba en la cuneta de la carretera.

A eso de las doce del mediodía, cuando el sol amenazaba con quebrantar la intimidad de “La poderosa”, cuyas puertas permanecían abiertas de par en par, como muestra de desafío al mundo, vio Damián perfilarse a lo lejos la figura de su nieto mayor. Le pareció gobernado por un andar anárquico y despreocupado impropio de un héroe de guerra, aunque seguramente el calor también había de afectarle al mismísimo triunfador de mil y una batallas. El anciano se puso de pie y fingiendo un gesto de alta nobleza que llevaba tiempo ensayando, se dibujó apoyado en una de las columnas del porche como la estatua de un César desmejorado.

Ella había asumido su papel en su matrimonio y había sido capaz de aceptar, para afuera, su ministerio con la fe de un monje tibetano. Pero en sus adentros, cuando le tocaba enfrentarse consigo misma, cuando su despiadada soledad le exigía rendir cuentas con una vida que se le escapaba entre las manos como una pastilla de jabón, en ese momento sólo sabía compadecerse.

Le hubiera gustado gritar que ya estaba allí Roberto, que su nieto preferido había vuelto de la guerra. Pero su papel de hombre sin sentimientos, inventado hacia ya demasiados años, le impedía mostrar el estremecimiento que la visión de éste, como la de un fantasma plañidero, había causado en su lastimado estómago. “Hijo mío, me siento muy orgulloso de ti. Bienvenido a casa”, le dijo mientras lo abrazaba sin excesiva efusividad. Roberto, que no esperaba mayores muestras de afectividad, se asió al cuerpo de su abuelo (bastante más corpulento que el suyo), más por la necesidad de no sucumbir que por cariño.

Zape, el gato persa que comprara Mónica para disimulo de su soledad, también le había fallado. Éste había adquirido hábitos nocturno, y mientras pasaba el día arrinconado en un colchón ovalado convertido en su refugio, la noche la consumía arrastrándose entre las piernas de Jaime, buscando el roce de sus vaqueros o el tacto amable de la pelusa de sus piernas. Al principio el dormitorio había sido un territorio vetado para él, pero con el tiempo y puesto que se había convertido el animal en el extraño lazo que unía al matrimonio en sus diferentes soledades, había hecho de aquél su particular guarida al caer el día.

Ya está aquí Roberto”, anunció mientras entraba a la casa, rompiendo el aire de misterio y recogimiento en la que ésta parecía sumida y dando paso a un tiempo de alegría y vehemencia. De repente, todos los Sáez de la Rosa y buena parte del servicio, como las hormigas dislocadas ante la sorpresa de la tormenta, parecían recorrer el mismo camino que llevaba inequívocamente a los brazos del triunfal combatiente. “Qué alegría hijo mío”. “Bienvenido hermano”. Repetían unos y otros como con miedo a romper un guión impuesto por un director obsesivo. “¿Y tú no piensas decirme nada?”, le preguntó a la joven Ana Isabel mientras la cogía por la cintura y la besaba como sólo se besa a una amante.

Jaime se servía, cada noche, un Jack Daniels en vaso ancho, de cristal persa con rugosidad ribeteante en su base y con una docena de pequeños hielos con forma de pez. Ésta era una costumbre que adquiriera al principio para mantener la vigilia, pero con el tiempo se había convertido en una ceremonia ineludible mientras cobraba vida la pantalla del monitor. Jaime consumía con parsimonia su brebaje establecido, y observaba en cada sorbo cómo los pececitos empequeñecían con la noche. Al final de ésta, los restos acuosos del último trago tenían un extraño sabor clorótico que era indicio para su paladar de la llegada de la madrugada.

Ana Isabel le correspondió con la mayor ilusión que fue capaz de fingir. “Te he echado mucho de menos”, le dijo ante la expresión de ternura impostada del resto de la familia. “Seguro que no más que yo a ti”, contestó él, dejando reposar en el aire la dicotomía interpretativa de aquella afirmación. “Fabián, lleva la maleta al cuarto de Roberto y Ana Isabel. Dorita, prepárale a mi nieto un baño caliente. Ramona, ve preparando la mesa…, y saca la cubertería nueva. Esto hay que celebrarlo”, disponía Damián como si fueran los miembros del servicio las piezas monocrómicas de un ajedrez que dominara con total resolución.

Mónica se revolvió entre sueños, y esto llamó la atención de su marido. Él la observó, como se observa un mar embravecido, con una mezcla de miedo y admiración, y por un segundo se sorprendió queriéndola. Pero ya nada era igual… Jaime era consciente de que había descuidado su matrimonio, y que éste había quedado reducido últimamente al cumplimiento de unas normas básicas de comportamiento y poco más. “Cuando acabe con esto prometo dedicarte más tiempo” le repetía cíclicamente ante las periódicas reclamas de ella.

Durante todo el día centró Roberto la atención de “La poderosa”, asistiendo todos con complacencia al baño de gloria del que éste disfrutaba. Damián lo organizaba todo como el maestro de ceremonias a cuyo papel se había acostumbrado, mientras Vicente, su hijo, y a la sazón padre del heroico pródigo, observaba con sumisión a la espera de la alternativa que la vitalidad del patriarca parecía negarle. Pero al llegar la noche, en esos momentos en que los quehaceres maritales le exigían rendir cuentas con su querida Ana Isabel, las trincheras y las primeras líneas de fuego de poco le valieron.

Jaime se deslizó suavemente sobre las ruedas de la silla de su escritorio y se acercó a la cama. Reparó en que llevaba Mónica las uñas de los pies pintadas y la imaginó dedicada, mientras él dormía, al cuidado de una imagen en la que ya no se fijaba. Observó sus tobillos finos y la caña pulimentada de su espinilla. Le pareció una imagen tremendamente literaria y lamentó que ya no le resultara sensual. Ni siquiera era capaz de acordarse de la última vez que hicieron el amor y le entraron ganas, probablemente por demostrarse que aún era capaz, de poseerla con pasión mientras la acariciaba en sus sueños, pero había algo irrecuperable en su relación y ya no tenían sentido arrebatos como aquél.

Ellos se habían casado, a la espera de que los lazos legales sustituyeran a los sentimentales (a los que nacen del roce), en cuanto fue consciente de que debía alistarse en el frente. Ni siquiera las influencias del abuelo le valieron para evadirse de unas obligaciones patrióticas que no entendían de amiguismos intencionados ni de intereses subversivos. “Te esperaré”, le dijo Ana Isabel el día que tuvo que enrolarse a sabiendas que no le sería posible cumplir su palabra. Damián no le dijo nada y dejó que el silencio y el último beso que le diera desde su corazón (a menudo pensaba que también el primero…) sustituyera a reclamos amatorios frente a los que ella no sabría corresponder.

Así que se limitó a acariciarla como se acaricia lo desconocido. Jaime cerró los ojos y deslizó su mano suavemente (no sabría cómo reaccionar si ella se despertaba) por la piel extraña de su mujer. Ella lo recibió, en su inconsciencia, como se recibe el roce de un extraño en el vagón de metro, y rehizo con delicadeza su postura alejándose de su alcance. Él se preguntó si habría sido su reacción la misma ante su roce extemporáneo de haber estado despierta y prefirió no contestarse.

Ana Isabel se había convencido de que lo mejor sería hacer el amor fingiendo un deseo que había desaparecido el mismo día que anunció su regreso, y dibujar en el aire suspiros y quejidos con sabor a otra boca. Él no le reclamó durante todo el acto el amor que no fue capaz de ver en sus ojos y se dejó llevar por su más puro instinto animal para golpear con fuerza, con menos medida que pasión, las caderas usadas de su mujer. Al finalizar, como el cadáver del hombre con el que se casó, él quedó tendido en la cama, junto a Ana Isabel, dejando que el aire de la habitación, testigo de traiciones pasadas, inundara el silencio queriendo testificar en su contra.

Jaime volvió a colocarse bajo la falda de su teclado, las únicas que ya era capaz de vencer, y retomó la escritura. Le ponía nervioso el parpadeo constante del cursor en la pantalla y prefería buscar la inspiración en la decoración de su alcoba. La ventana quedaba justo a su altura, y la abrió mientras encendía el penúltimo cigarro (siempre era el penúltimo). Aspiró con fuerza dos veces ante la llama del encendedor y sintió cómo el ascua enrojecía parte de su cara reflejada en el monitor. Sabía que a Mónica no le gustaba que fumara en el dormitorio, pero hacía tiempo que no tenían en consideración lo que al otro pudieran importarle sus actos.

Te quiero” le dijo, disfrazando de desfachatez una actitud que apenas conseguía engañarla siquiera a ella misma. Roberto quedó en silencio, desvelando con su mutismo lo que ella trataba de ocultar con sus palabras. “Te quiero”, le volvió a decir. Tras unos segundos, Roberto le replicó: “¿Quién es él? ¿Jonás, mi hermano?”. Ana Isabel se puso en pie, guiada por la vergüenza, y se anudó con calma la bata a su cintura púber, dando la espalda a la cama donde todavía él reposaba. Tras unos segundos, durante los cuales no fue capaz de mirarle a la cara, ella se dirigió a la puerta, cumpliendo el rito para el que tres años de infidelidad le habían preparado, y abandonó la habitación en dirección a la de Jonás.

Estaba a punto de acabar pero no encontraba la inspiración. Esas caprichosas musas de las que él renunciaba y a las que quería ocultar a menudo con el oficio, no obstante, debían ocultarse en algún lugar de la casa. Jaime se levantó y abrió la puerta del frigorífico; la madrugada despertaba su apetito. La luz cansada del interior le respondió dubitativa, y cobraron vida docenas de piezas de fruta y la extensa gama de vegetales que conformaban la dieta de su mujer. Cada vez que se enfrentaba a aquel espejismo de su cocina tenía la misma sensación de extraña saciedad y acababa decidiendo volver a intentarlo más tarde.

Ana Isabel se detuvo a mitad del pasillo, como intentando sopesar en su soledad el precio que tendría que pagar por dejarse llevar por sus instintos, y estuvo a punto de regresar a la habitación. Después de todo, seguía siendo su esposa y Roberto era un hombre comprensivo. Quizá si le dijera que aún lo amaba y que el refugio de los brazos de su hermano no había hecho sino acrecentar el amor que hacia él sentía, fuera capaz de olvidarlo todo… ¡Pero qué demonios! ¡Por qué tenía que seguir engañando a todo el mundo y jugando a desempeñar el papel de esposa ideal! Cuando arrancó decidida a sucumbir a los brazos de Jonás, un golpe seco, como de mueble cayendo al suelo, vino desde la alcoba en la que acaba de fingir lo infingible. Al entrar, Roberto yacía sin vida, sin pena y sin dolor, con una bala incrustada en la cabeza y con un gesto amable dibujado en sus labios.

Esa extraña sensación óptica de la madrugada en la que los objetos tienen forma pero carecen de color, se empezaba a diluir con los primeros fulgores del amanecer. El reloj marcaba las siete y cuatro minutos y Jaime empezaba a sentir el peso del trabajo entre la nuca y la espalda. Pero esta vez aquella sensación era diferente. Como le había prometido a su editor acabaría aquel último capítulo esa misma noche, y un gozo lánguido le estremecía como una caricia; como la caricia que ya no tenía. Mónica aún dormía sobre una cama demasiado grande para una sola persona, ajena al tímido placer de su marido, mientras otra noche moría en los huecos de su habitación.


Sáez de la Rosa. José Antonio Garrido Cárdenas

Cuando los Sáez de la Rosa llegaron a Tablas de Madil, con el escaso bagaje de un pasado que olvidar y unos pocos objetos que cabían todos en un zurrón de piel de oveja, el pueblo les recibió con la frialdad con la que se reciben las noticias presentidas. Hoy, varias generaciones después y merced al buen ojo mercantil de Ernesto Sáez de la Rosa –además de a su total ausencia de escrúpulos-, se habían hecho con un nombre respetable y una fortuna considerable que parecía custodiada con celo tras la enorme verja de hierro de “La poderosa”.

La noche cubría prácticamente la ciudad y la luz del ordenador centelleaba en el dormitorio. A Jaime le gustaba trabajar de noche y ella, Mónica, se había acostumbrado a dormirse con el teclear convulso de su marido como canción de fondo. Estaba a punto de finalizar su último libro, y asumía la llegada de otra noche con la apatía que su protocolo invariable le infundaba. Mientras, ella envolvía su cuerpo como un ovillo sobre la sábana de la cama, acomodándose a cada recodo de su soledad.

Por fin había acabado la guerra, y la vuelta de Roberto Sáez de la Rosa, el primogénito de la cuarta generación asentada en el pueblo, estaba anunciada para aquel día de junio, donde un sol que cuarteaba la piel de Damián, abuelo y ahora patriarca de la familia, parecía brillar en honor de un regreso triunfal. Damián se despertó temprano, mucho antes de que aquél sol de justicia gobernara el cielo para su familia, y se vistió con su traje blanco. “Te hace parecer más joven” recordaba que le decía Lucía mientras se abotonaba la camisa y sentía el dolor de los años en su zona lumbar. A regañadientes había desayunado algo (el rabioso aguardiente que venía tomando cada mañana desde que su padre le dijera que le pondría voz de hombre), y desde bien temprano había tomado lugar en la mecedora que gobernaba el balaustrado porche de madera.

Enfrentarse cada noche a la página en blanco no era fácil a pesar de su experiencia, y una especie de ansiedad contenida se le agarraba a la altura de la garganta, como las ocho patas de una araña que le estrangulara, hasta que había sido capaz de escribir los primeros cuatro o cinco párrafos. Después, como quien clasifica tornillos, todo parecía dispuesto por la rutina, y las páginas fluían con la constancia con la crece la hierba en la cuneta de la carretera.

A eso de las doce del mediodía, cuando el sol amenazaba con quebrantar la intimidad de “La poderosa”, cuyas puertas permanecían abiertas de par en par, como muestra de desafío al mundo, vio Damián perfilarse a lo lejos la figura de su nieto mayor. Le pareció gobernado por un andar anárquico y despreocupado impropio de un héroe de guerra, aunque seguramente el calor también había de afectarle al mismísimo triunfador de mil y una batallas. El anciano se puso de pie y fingiendo un gesto de alta nobleza que llevaba tiempo ensayando, se dibujó apoyado en una de las columnas del porche como la estatua de un César desmejorado.

Ella había asumido su papel en su matrimonio y había sido capaz de aceptar, para afuera, su ministerio con la fe de un monje tibetano. Pero en sus adentros, cuando le tocaba enfrentarse consigo misma, cuando su despiadada soledad le exigía rendir cuentas con una vida que se le escapaba entre las manos como una pastilla de jabón, en ese momento sólo sabía compadecerse.

Le hubiera gustado gritar que ya estaba allí Roberto, que su nieto preferido había vuelto de la guerra. Pero su papel de hombre sin sentimientos, inventado hacia ya demasiados años, le impedía mostrar el estremecimiento que la visión de éste, como la de un fantasma plañidero, había causado en su lastimado estómago. “Hijo mío, me siento muy orgulloso de ti. Bienvenido a casa”, le dijo mientras lo abrazaba sin excesiva efusividad. Roberto, que no esperaba mayores muestras de afectividad, se asió al cuerpo de su abuelo (bastante más corpulento que el suyo), más por la necesidad de no sucumbir que por cariño.

Zape, el gato persa que comprara Mónica para disimulo de su soledad, también le había fallado. Éste había adquirido hábitos nocturno, y mientras pasaba el día arrinconado en un colchón ovalado convertido en su refugio, la noche la consumía arrastrándose entre las piernas de Jaime, buscando el roce de sus vaqueros o el tacto amable de la pelusa de sus piernas. Al principio el dormitorio había sido un territorio vetado para él, pero con el tiempo y puesto que se había convertido el animal en el extraño lazo que unía al matrimonio en sus diferentes soledades, había hecho de aquél su particular guarida al caer el día.

Ya está aquí Roberto”, anunció mientras entraba a la casa, rompiendo el aire de misterio y recogimiento en la que ésta parecía sumida y dando paso a un tiempo de alegría y vehemencia. De repente, todos los Sáez de la Rosa y buena parte del servicio, como las hormigas dislocadas ante la sorpresa de la tormenta, parecían recorrer el mismo camino que llevaba inequívocamente a los brazos del triunfal combatiente. “Qué alegría hijo mío”. “Bienvenido hermano”. Repetían unos y otros como con miedo a romper un guión impuesto por un director obsesivo. “¿Y tú no piensas decirme nada?”, le preguntó a la joven Ana Isabel mientras la cogía por la cintura y la besaba como sólo se besa a una amante.

Jaime se servía, cada noche, un Jack Daniels en vaso ancho, de cristal persa con rugosidad ribeteante en su base y con una docena de pequeños hielos con forma de pez. Ésta era una costumbre que adquiriera al principio para mantener la vigilia, pero con el tiempo se había convertido en una ceremonia ineludible mientras cobraba vida la pantalla del monitor. Jaime consumía con parsimonia su brebaje establecido, y observaba en cada sorbo cómo los pececitos empequeñecían con la noche. Al final de ésta, los restos acuosos del último trago tenían un extraño sabor clorótico que era indicio para su paladar de la llegada de la madrugada.

Ana Isabel le correspondió con la mayor ilusión que fue capaz de fingir. “Te he echado mucho de menos”, le dijo ante la expresión de ternura impostada del resto de la familia. “Seguro que no más que yo a ti”, contestó él, dejando reposar en el aire la dicotomía interpretativa de aquella afirmación. “Fabián, lleva la maleta al cuarto de Roberto y Ana Isabel. Dorita, prepárale a mi nieto un baño caliente. Ramona, ve preparando la mesa…, y saca la cubertería nueva. Esto hay que celebrarlo”, disponía Damián como si fueran los miembros del servicio las piezas monocrómicas de un ajedrez que dominara con total resolución.

Mónica se revolvió entre sueños, y esto llamó la atención de su marido. Él la observó, como se observa un mar embravecido, con una mezcla de miedo y admiración, y por un segundo se sorprendió queriéndola. Pero ya nada era igual… Jaime era consciente de que había descuidado su matrimonio, y que éste había quedado reducido últimamente al cumplimiento de unas normas básicas de comportamiento y poco más. “Cuando acabe con esto prometo dedicarte más tiempo” le repetía cíclicamente ante las periódicas reclamas de ella.

Durante todo el día centró Roberto la atención de “La poderosa”, asistiendo todos con complacencia al baño de gloria del que éste disfrutaba. Damián lo organizaba todo como el maestro de ceremonias a cuyo papel se había acostumbrado, mientras Vicente, su hijo, y a la sazón padre del heroico pródigo, observaba con sumisión a la espera de la alternativa que la vitalidad del patriarca parecía negarle. Pero al llegar la noche, en esos momentos en que los quehaceres maritales le exigían rendir cuentas con su querida Ana Isabel, las trincheras y las primeras líneas de fuego de poco le valieron.

Jaime se deslizó suavemente sobre las ruedas de la silla de su escritorio y se acercó a la cama. Reparó en que llevaba Mónica las uñas de los pies pintadas y la imaginó dedicada, mientras él dormía, al cuidado de una imagen en la que ya no se fijaba. Observó sus tobillos finos y la caña pulimentada de su espinilla. Le pareció una imagen tremendamente literaria y lamentó que ya no le resultara sensual. Ni siquiera era capaz de acordarse de la última vez que hicieron el amor y le entraron ganas, probablemente por demostrarse que aún era capaz, de poseerla con pasión mientras la acariciaba en sus sueños, pero había algo irrecuperable en su relación y ya no tenían sentido arrebatos como aquél.

Ellos se habían casado, a la espera de que los lazos legales sustituyeran a los sentimentales (a los que nacen del roce), en cuanto fue consciente de que debía alistarse en el frente. Ni siquiera las influencias del abuelo le valieron para evadirse de unas obligaciones patrióticas que no entendían de amiguismos intencionados ni de intereses subversivos. “Te esperaré”, le dijo Ana Isabel el día que tuvo que enrolarse a sabiendas que no le sería posible cumplir su palabra. Damián no le dijo nada y dejó que el silencio y el último beso que le diera desde su corazón (a menudo pensaba que también el primero…) sustituyera a reclamos amatorios frente a los que ella no sabría corresponder.

Así que se limitó a acariciarla como se acaricia lo desconocido. Jaime cerró los ojos y deslizó su mano suavemente (no sabría cómo reaccionar si ella se despertaba) por la piel extraña de su mujer. Ella lo recibió, en su inconsciencia, como se recibe el roce de un extraño en el vagón de metro, y rehizo con delicadeza su postura alejándose de su alcance. Él se preguntó si habría sido su reacción la misma ante su roce extemporáneo de haber estado despierta y prefirió no contestarse.

Ana Isabel se había convencido de que lo mejor sería hacer el amor fingiendo un deseo que había desaparecido el mismo día que anunció su regreso, y dibujar en el aire suspiros y quejidos con sabor a otra boca. Él no le reclamó durante todo el acto el amor que no fue capaz de ver en sus ojos y se dejó llevar por su más puro instinto animal para golpear con fuerza, con menos medida que pasión, las caderas usadas de su mujer. Al finalizar, como el cadáver del hombre con el que se casó, él quedó tendido en la cama, junto a Ana Isabel, dejando que el aire de la habitación, testigo de traiciones pasadas, inundara el silencio queriendo testificar en su contra.

Jaime volvió a colocarse bajo la falda de su teclado, las únicas que ya era capaz de vencer, y retomó la escritura. Le ponía nervioso el parpadeo constante del cursor en la pantalla y prefería buscar la inspiración en la decoración de su alcoba. La ventana quedaba justo a su altura, y la abrió mientras encendía el penúltimo cigarro (siempre era el penúltimo). Aspiró con fuerza dos veces ante la llama del encendedor y sintió cómo el ascua enrojecía parte de su cara reflejada en el monitor. Sabía que a Mónica no le gustaba que fumara en el dormitorio, pero hacía tiempo que no tenían en consideración lo que al otro pudieran importarle sus actos.

Te quiero” le dijo, disfrazando de desfachatez una actitud que apenas conseguía engañarla siquiera a ella misma. Roberto quedó en silencio, desvelando con su mutismo lo que ella trataba de ocultar con sus palabras. “Te quiero”, le volvió a decir. Tras unos segundos, Roberto le replicó: “¿Quién es él? ¿Jonás, mi hermano?”. Ana Isabel se puso en pie, guiada por la vergüenza, y se anudó con calma la bata a su cintura púber, dando la espalda a la cama donde todavía él reposaba. Tras unos segundos, durante los cuales no fue capaz de mirarle a la cara, ella se dirigió a la puerta, cumpliendo el rito para el que tres años de infidelidad le habían preparado, y abandonó la habitación en dirección a la de Jonás.

Estaba a punto de acabar pero no encontraba la inspiración. Esas caprichosas musas de las que él renunciaba y a las que quería ocultar a menudo con el oficio, no obstante, debían ocultarse en algún lugar de la casa. Jaime se levantó y abrió la puerta del frigorífico; la madrugada despertaba su apetito. La luz cansada del interior le respondió dubitativa, y cobraron vida docenas de piezas de fruta y la extensa gama de vegetales que conformaban la dieta de su mujer. Cada vez que se enfrentaba a aquel espejismo de su cocina tenía la misma sensación de extraña saciedad y acababa decidiendo volver a intentarlo más tarde.

Ana Isabel se detuvo a mitad del pasillo, como intentando sopesar en su soledad el precio que tendría que pagar por dejarse llevar por sus instintos, y estuvo a punto de regresar a la habitación. Después de todo, seguía siendo su esposa y Roberto era un hombre comprensivo. Quizá si le dijera que aún lo amaba y que el refugio de los brazos de su hermano no había hecho sino acrecentar el amor que hacia él sentía, fuera capaz de olvidarlo todo… ¡Pero qué demonios! ¡Por qué tenía que seguir engañando a todo el mundo y jugando a desempeñar el papel de esposa ideal! Cuando arrancó decidida a sucumbir a los brazos de Jonás, un golpe seco, como de mueble cayendo al suelo, vino desde la alcoba en la que acaba de fingir lo infingible. Al entrar, Roberto yacía sin vida, sin pena y sin dolor, con una bala incrustada en la cabeza y con un gesto amable dibujado en sus labios.

Esa extraña sensación óptica de la madrugada en la que los objetos tienen forma pero carecen de color, se empezaba a diluir con los primeros fulgores del amanecer. El reloj marcaba las siete y cuatro minutos y Jaime empezaba a sentir el peso del trabajo entre la nuca y la espalda. Pero esta vez aquella sensación era diferente. Como le había prometido a su editor acabaría aquel último capítulo esa misma noche, y un gozo lánguido le estremecía como una caricia; como la caricia que ya no tenía. Mónica aún dormía sobre una cama demasiado grande para una sola persona, ajena al tímido placer de su marido, mientras otra noche moría en los huecos de su habitación.

Autor: José Antonio Garrido Cárdenas

Sáez de la Rosa. José Antonio Garrido Cárdenas

Cuando los Sáez de la Rosa llegaron a Tablas de Madil, con el escaso bagaje de un pasado que olvidar y unos pocos objetos que cabían todos en un zurrón de piel de oveja, el pueblo les recibió con la frialdad con la que se reciben las noticias presentidas. Hoy, varias generaciones después y merced al buen ojo mercantil de Ernesto Sáez de la Rosa –además de a su total ausencia de escrúpulos-, se habían hecho con un nombre respetable y una fortuna considerable que parecía custodiada con celo tras la enorme verja de hierro de “La poderosa”.

La noche cubría prácticamente la ciudad y la luz del ordenador centelleaba en el dormitorio. A Jaime le gustaba trabajar de noche y ella, Mónica, se había acostumbrado a dormirse con el teclear convulso de su marido como canción de fondo. Estaba a punto de finalizar su último libro, y asumía la llegada de otra noche con la apatía que su protocolo invariable le infundaba. Mientras, ella envolvía su cuerpo como un ovillo sobre la sábana de la cama, acomodándose a cada recodo de su soledad.

Por fin había acabado la guerra, y la vuelta de Roberto Sáez de la Rosa, el primogénito de la cuarta generación asentada en el pueblo, estaba anunciada para aquel día de junio, donde un sol que cuarteaba la piel de Damián, abuelo y ahora patriarca de la familia, parecía brillar en honor de un regreso triunfal. Damián se despertó temprano, mucho antes de que aquél sol de justicia gobernara el cielo para su familia, y se vistió con su traje blanco. “Te hace parecer más joven” recordaba que le decía Lucía mientras se abotonaba la camisa y sentía el dolor de los años en su zona lumbar. A regañadientes había desayunado algo (el rabioso aguardiente que venía tomando cada mañana desde que su padre le dijera que le pondría voz de hombre), y desde bien temprano había tomado lugar en la mecedora que gobernaba el balaustrado porche de madera.

Enfrentarse cada noche a la página en blanco no era fácil a pesar de su experiencia, y una especie de ansiedad contenida se le agarraba a la altura de la garganta, como las ocho patas de una araña que le estrangulara, hasta que había sido capaz de escribir los primeros cuatro o cinco párrafos. Después, como quien clasifica tornillos, todo parecía dispuesto por la rutina, y las páginas fluían con la constancia con la crece la hierba en la cuneta de la carretera.

A eso de las doce del mediodía, cuando el sol amenazaba con quebrantar la intimidad de “La poderosa”, cuyas puertas permanecían abiertas de par en par, como muestra de desafío al mundo, vio Damián perfilarse a lo lejos la figura de su nieto mayor. Le pareció gobernado por un andar anárquico y despreocupado impropio de un héroe de guerra, aunque seguramente el calor también había de afectarle al mismísimo triunfador de mil y una batallas. El anciano se puso de pie y fingiendo un gesto de alta nobleza que llevaba tiempo ensayando, se dibujó apoyado en una de las columnas del porche como la estatua de un César desmejorado.

Ella había asumido su papel en su matrimonio y había sido capaz de aceptar, para afuera, su ministerio con la fe de un monje tibetano. Pero en sus adentros, cuando le tocaba enfrentarse consigo misma, cuando su despiadada soledad le exigía rendir cuentas con una vida que se le escapaba entre las manos como una pastilla de jabón, en ese momento sólo sabía compadecerse.

Le hubiera gustado gritar que ya estaba allí Roberto, que su nieto preferido había vuelto de la guerra. Pero su papel de hombre sin sentimientos, inventado hacia ya demasiados años, le impedía mostrar el estremecimiento que la visión de éste, como la de un fantasma plañidero, había causado en su lastimado estómago. “Hijo mío, me siento muy orgulloso de ti. Bienvenido a casa”, le dijo mientras lo abrazaba sin excesiva efusividad. Roberto, que no esperaba mayores muestras de afectividad, se asió al cuerpo de su abuelo (bastante más corpulento que el suyo), más por la necesidad de no sucumbir que por cariño.

Zape, el gato persa que comprara Mónica para disimulo de su soledad, también le había fallado. Éste había adquirido hábitos nocturno, y mientras pasaba el día arrinconado en un colchón ovalado convertido en su refugio, la noche la consumía arrastrándose entre las piernas de Jaime, buscando el roce de sus vaqueros o el tacto amable de la pelusa de sus piernas. Al principio el dormitorio había sido un territorio vetado para él, pero con el tiempo y puesto que se había convertido el animal en el extraño lazo que unía al matrimonio en sus diferentes soledades, había hecho de aquél su particular guarida al caer el día.

Ya está aquí Roberto”, anunció mientras entraba a la casa, rompiendo el aire de misterio y recogimiento en la que ésta parecía sumida y dando paso a un tiempo de alegría y vehemencia. De repente, todos los Sáez de la Rosa y buena parte del servicio, como las hormigas dislocadas ante la sorpresa de la tormenta, parecían recorrer el mismo camino que llevaba inequívocamente a los brazos del triunfal combatiente. “Qué alegría hijo mío”. “Bienvenido hermano”. Repetían unos y otros como con miedo a romper un guión impuesto por un director obsesivo. “¿Y tú no piensas decirme nada?”, le preguntó a la joven Ana Isabel mientras la cogía por la cintura y la besaba como sólo se besa a una amante.

Jaime se servía, cada noche, un Jack Daniels en vaso ancho, de cristal persa con rugosidad ribeteante en su base y con una docena de pequeños hielos con forma de pez. Ésta era una costumbre que adquiriera al principio para mantener la vigilia, pero con el tiempo se había convertido en una ceremonia ineludible mientras cobraba vida la pantalla del monitor. Jaime consumía con parsimonia su brebaje establecido, y observaba en cada sorbo cómo los pececitos empequeñecían con la noche. Al final de ésta, los restos acuosos del último trago tenían un extraño sabor clorótico que era indicio para su paladar de la llegada de la madrugada.

Ana Isabel le correspondió con la mayor ilusión que fue capaz de fingir. “Te he echado mucho de menos”, le dijo ante la expresión de ternura impostada del resto de la familia. “Seguro que no más que yo a ti”, contestó él, dejando reposar en el aire la dicotomía interpretativa de aquella afirmación. “Fabián, lleva la maleta al cuarto de Roberto y Ana Isabel. Dorita, prepárale a mi nieto un baño caliente. Ramona, ve preparando la mesa…, y saca la cubertería nueva. Esto hay que celebrarlo”, disponía Damián como si fueran los miembros del servicio las piezas monocrómicas de un ajedrez que dominara con total resolución.

Mónica se revolvió entre sueños, y esto llamó la atención de su marido. Él la observó, como se observa un mar embravecido, con una mezcla de miedo y admiración, y por un segundo se sorprendió queriéndola. Pero ya nada era igual… Jaime era consciente de que había descuidado su matrimonio, y que éste había quedado reducido últimamente al cumplimiento de unas normas básicas de comportamiento y poco más. “Cuando acabe con esto prometo dedicarte más tiempo” le repetía cíclicamente ante las periódicas reclamas de ella.

Durante todo el día centró Roberto la atención de “La poderosa”, asistiendo todos con complacencia al baño de gloria del que éste disfrutaba. Damián lo organizaba todo como el maestro de ceremonias a cuyo papel se había acostumbrado, mientras Vicente, su hijo, y a la sazón padre del heroico pródigo, observaba con sumisión a la espera de la alternativa que la vitalidad del patriarca parecía negarle. Pero al llegar la noche, en esos momentos en que los quehaceres maritales le exigían rendir cuentas con su querida Ana Isabel, las trincheras y las primeras líneas de fuego de poco le valieron.

Jaime se deslizó suavemente sobre las ruedas de la silla de su escritorio y se acercó a la cama. Reparó en que llevaba Mónica las uñas de los pies pintadas y la imaginó dedicada, mientras él dormía, al cuidado de una imagen en la que ya no se fijaba. Observó sus tobillos finos y la caña pulimentada de su espinilla. Le pareció una imagen tremendamente literaria y lamentó que ya no le resultara sensual. Ni siquiera era capaz de acordarse de la última vez que hicieron el amor y le entraron ganas, probablemente por demostrarse que aún era capaz, de poseerla con pasión mientras la acariciaba en sus sueños, pero había algo irrecuperable en su relación y ya no tenían sentido arrebatos como aquél.

Ellos se habían casado, a la espera de que los lazos legales sustituyeran a los sentimentales (a los que nacen del roce), en cuanto fue consciente de que debía alistarse en el frente. Ni siquiera las influencias del abuelo le valieron para evadirse de unas obligaciones patrióticas que no entendían de amiguismos intencionados ni de intereses subversivos. “Te esperaré”, le dijo Ana Isabel el día que tuvo que enrolarse a sabiendas que no le sería posible cumplir su palabra. Damián no le dijo nada y dejó que el silencio y el último beso que le diera desde su corazón (a menudo pensaba que también el primero…) sustituyera a reclamos amatorios frente a los que ella no sabría corresponder.

Así que se limitó a acariciarla como se acaricia lo desconocido. Jaime cerró los ojos y deslizó su mano suavemente (no sabría cómo reaccionar si ella se despertaba) por la piel extraña de su mujer. Ella lo recibió, en su inconsciencia, como se recibe el roce de un extraño en el vagón de metro, y rehizo con delicadeza su postura alejándose de su alcance. Él se preguntó si habría sido su reacción la misma ante su roce extemporáneo de haber estado despierta y prefirió no contestarse.

Ana Isabel se había convencido de que lo mejor sería hacer el amor fingiendo un deseo que había desaparecido el mismo día que anunció su regreso, y dibujar en el aire suspiros y quejidos con sabor a otra boca. Él no le reclamó durante todo el acto el amor que no fue capaz de ver en sus ojos y se dejó llevar por su más puro instinto animal para golpear con fuerza, con menos medida que pasión, las caderas usadas de su mujer. Al finalizar, como el cadáver del hombre con el que se casó, él quedó tendido en la cama, junto a Ana Isabel, dejando que el aire de la habitación, testigo de traiciones pasadas, inundara el silencio queriendo testificar en su contra.

Jaime volvió a colocarse bajo la falda de su teclado, las únicas que ya era capaz de vencer, y retomó la escritura. Le ponía nervioso el parpadeo constante del cursor en la pantalla y prefería buscar la inspiración en la decoración de su alcoba. La ventana quedaba justo a su altura, y la abrió mientras encendía el penúltimo cigarro (siempre era el penúltimo). Aspiró con fuerza dos veces ante la llama del encendedor y sintió cómo el ascua enrojecía parte de su cara reflejada en el monitor. Sabía que a Mónica no le gustaba que fumara en el dormitorio, pero hacía tiempo que no tenían en consideración lo que al otro pudieran importarle sus actos.

Te quiero” le dijo, disfrazando de desfachatez una actitud que apenas conseguía engañarla siquiera a ella misma. Roberto quedó en silencio, desvelando con su mutismo lo que ella trataba de ocultar con sus palabras. “Te quiero”, le volvió a decir. Tras unos segundos, Roberto le replicó: “¿Quién es él? ¿Jonás, mi hermano?”. Ana Isabel se puso en pie, guiada por la vergüenza, y se anudó con calma la bata a su cintura púber, dando la espalda a la cama donde todavía él reposaba. Tras unos segundos, durante los cuales no fue capaz de mirarle a la cara, ella se dirigió a la puerta, cumpliendo el rito para el que tres años de infidelidad le habían preparado, y abandonó la habitación en dirección a la de Jonás.

Estaba a punto de acabar pero no encontraba la inspiración. Esas caprichosas musas de las que él renunciaba y a las que quería ocultar a menudo con el oficio, no obstante, debían ocultarse en algún lugar de la casa. Jaime se levantó y abrió la puerta del frigorífico; la madrugada despertaba su apetito. La luz cansada del interior le respondió dubitativa, y cobraron vida docenas de piezas de fruta y la extensa gama de vegetales que conformaban la dieta de su mujer. Cada vez que se enfrentaba a aquel espejismo de su cocina tenía la misma sensación de extraña saciedad y acababa decidiendo volver a intentarlo más tarde.

Ana Isabel se detuvo a mitad del pasillo, como intentando sopesar en su soledad el precio que tendría que pagar por dejarse llevar por sus instintos, y estuvo a punto de regresar a la habitación. Después de todo, seguía siendo su esposa y Roberto era un hombre comprensivo. Quizá si le dijera que aún lo amaba y que el refugio de los brazos de su hermano no había hecho sino acrecentar el amor que hacia él sentía, fuera capaz de olvidarlo todo… ¡Pero qué demonios! ¡Por qué tenía que seguir engañando a todo el mundo y jugando a desempeñar el papel de esposa ideal! Cuando arrancó decidida a sucumbir a los brazos de Jonás, un golpe seco, como de mueble cayendo al suelo, vino desde la alcoba en la que acaba de fingir lo infingible. Al entrar, Roberto yacía sin vida, sin pena y sin dolor, con una bala incrustada en la cabeza y con un gesto amable dibujado en sus labios.

Esa extraña sensación óptica de la madrugada en la que los objetos tienen forma pero carecen de color, se empezaba a diluir con los primeros fulgores del amanecer. El reloj marcaba las siete y cuatro minutos y Jaime empezaba a sentir el peso del trabajo entre la nuca y la espalda. Pero esta vez aquella sensación era diferente. Como le había prometido a su editor acabaría aquel último capítulo esa misma noche, y un gozo lánguido le estremecía como una caricia; como la caricia que ya no tenía. Mónica aún dormía sobre una cama demasiado grande para una sola persona, ajena al tímido placer de su marido, mientras otra noche moría en los huecos de su habitación.


Sáez de la Rosa. José Antonio Garrido Cárdenas

José Antonio Garrido Cárdenas




Cuando los Sáez de la Rosa llegaron a Tablas de Madil, con el escaso bagaje de un pasado que olvidar y unos pocos objetos que cabían todos en un zurrón de piel de oveja, el pueblo les recibió con la frialdad con la que se reciben las noticias presentidas. Hoy, varias generaciones después y merced al buen ojo mercantil de Ernesto Sáez de la Rosa –además de a su total ausencia de escrúpulos-, se habían hecho con un nombre respetable y una fortuna considerable que parecía custodiada con celo tras la enorme verja de hierro de “La poderosa”.

La noche cubría prácticamente la ciudad y la luz del ordenador centelleaba en el dormitorio. A Jaime le gustaba trabajar de noche y ella, Mónica, se había acostumbrado a dormirse con el teclear convulso de su marido como canción de fondo. Estaba a punto de finalizar su último libro, y asumía la llegada de otra noche con la apatía que su protocolo invariable le infundaba. Mientras, ella envolvía su cuerpo como un ovillo sobre la sábana de la cama, acomodándose a cada recodo de su soledad.

Por fin había acabado la guerra, y la vuelta de Roberto Sáez de la Rosa, el primogénito de la cuarta generación asentada en el pueblo, estaba anunciada para aquel día de junio, donde un sol que cuarteaba la piel de Damián, abuelo y ahora patriarca de la familia, parecía brillar en honor de un regreso triunfal. Damián se despertó temprano, mucho antes de que aquél sol de justicia gobernara el cielo para su familia, y se vistió con su traje blanco. “Te hace parecer más joven” recordaba que le decía Lucía mientras se abotonaba la camisa y sentía el dolor de los años en su zona lumbar. A regañadientes había desayunado algo (el rabioso aguardiente que venía tomando cada mañana desde que su padre le dijera que le pondría voz de hombre), y desde bien temprano había tomado lugar en la mecedora que gobernaba el balaustrado porche de madera.

Enfrentarse cada noche a la página en blanco no era fácil a pesar de su experiencia, y una especie de ansiedad contenida se le agarraba a la altura de la garganta, como las ocho patas de una araña que le estrangulara, hasta que había sido capaz de escribir los primeros cuatro o cinco párrafos. Después, como quien clasifica tornillos, todo parecía dispuesto por la rutina, y las páginas fluían con la constancia con la crece la hierba en la cuneta de la carretera.

A eso de las doce del mediodía, cuando el sol amenazaba con quebrantar la intimidad de “La poderosa”, cuyas puertas permanecían abiertas de par en par, como muestra de desafío al mundo, vio Damián perfilarse a lo lejos la figura de su nieto mayor. Le pareció gobernado por un andar anárquico y despreocupado impropio de un héroe de guerra, aunque seguramente el calor también había de afectarle al mismísimo triunfador de mil y una batallas. El anciano se puso de pie y fingiendo un gesto de alta nobleza que llevaba tiempo ensayando, se dibujó apoyado en una de las columnas del porche como la estatua de un César desmejorado.

Ella había asumido su papel en su matrimonio y había sido capaz de aceptar, para afuera, su ministerio con la fe de un monje tibetano. Pero en sus adentros, cuando le tocaba enfrentarse consigo misma, cuando su despiadada soledad le exigía rendir cuentas con una vida que se le escapaba entre las manos como una pastilla de jabón, en ese momento sólo sabía compadecerse.

Le hubiera gustado gritar que ya estaba allí Roberto, que su nieto preferido había vuelto de la guerra. Pero su papel de hombre sin sentimientos, inventado hacia ya demasiados años, le impedía mostrar el estremecimiento que la visión de éste, como la de un fantasma plañidero, había causado en su lastimado estómago. “Hijo mío, me siento muy orgulloso de ti. Bienvenido a casa”, le dijo mientras lo abrazaba sin excesiva efusividad. Roberto, que no esperaba mayores muestras de afectividad, se asió al cuerpo de su abuelo (bastante más corpulento que el suyo), más por la necesidad de no sucumbir que por cariño.

Zape, el gato persa que comprara Mónica para disimulo de su soledad, también le había fallado. Éste había adquirido hábitos nocturno, y mientras pasaba el día arrinconado en un colchón ovalado convertido en su refugio, la noche la consumía arrastrándose entre las piernas de Jaime, buscando el roce de sus vaqueros o el tacto amable de la pelusa de sus piernas. Al principio el dormitorio había sido un territorio vetado para él, pero con el tiempo y puesto que se había convertido el animal en el extraño lazo que unía al matrimonio en sus diferentes soledades, había hecho de aquél su particular guarida al caer el día.

Ya está aquí Roberto”, anunció mientras entraba a la casa, rompiendo el aire de misterio y recogimiento en la que ésta parecía sumida y dando paso a un tiempo de alegría y vehemencia. De repente, todos los Sáez de la Rosa y buena parte del servicio, como las hormigas dislocadas ante la sorpresa de la tormenta, parecían recorrer el mismo camino que llevaba inequívocamente a los brazos del triunfal combatiente. “Qué alegría hijo mío”. “Bienvenido hermano”. Repetían unos y otros como con miedo a romper un guión impuesto por un director obsesivo. “¿Y tú no piensas decirme nada?”, le preguntó a la joven Ana Isabel mientras la cogía por la cintura y la besaba como sólo se besa a una amante.

Jaime se servía, cada noche, un Jack Daniels en vaso ancho, de cristal persa con rugosidad ribeteante en su base y con una docena de pequeños hielos con forma de pez. Ésta era una costumbre que adquiriera al principio para mantener la vigilia, pero con el tiempo se había convertido en una ceremonia ineludible mientras cobraba vida la pantalla del monitor. Jaime consumía con parsimonia su brebaje establecido, y observaba en cada sorbo cómo los pececitos empequeñecían con la noche. Al final de ésta, los restos acuosos del último trago tenían un extraño sabor clorótico que era indicio para su paladar de la llegada de la madrugada.

Ana Isabel le correspondió con la mayor ilusión que fue capaz de fingir. “Te he echado mucho de menos”, le dijo ante la expresión de ternura impostada del resto de la familia. “Seguro que no más que yo a ti”, contestó él, dejando reposar en el aire la dicotomía interpretativa de aquella afirmación. “Fabián, lleva la maleta al cuarto de Roberto y Ana Isabel. Dorita, prepárale a mi nieto un baño caliente. Ramona, ve preparando la mesa…, y saca la cubertería nueva. Esto hay que celebrarlo”, disponía Damián como si fueran los miembros del servicio las piezas monocrómicas de un ajedrez que dominara con total resolución.

Mónica se revolvió entre sueños, y esto llamó la atención de su marido. Él la observó, como se observa un mar embravecido, con una mezcla de miedo y admiración, y por un segundo se sorprendió queriéndola. Pero ya nada era igual… Jaime era consciente de que había descuidado su matrimonio, y que éste había quedado reducido últimamente al cumplimiento de unas normas básicas de comportamiento y poco más. “Cuando acabe con esto prometo dedicarte más tiempo” le repetía cíclicamente ante las periódicas reclamas de ella.

Durante todo el día centró Roberto la atención de “La poderosa”, asistiendo todos con complacencia al baño de gloria del que éste disfrutaba. Damián lo organizaba todo como el maestro de ceremonias a cuyo papel se había acostumbrado, mientras Vicente, su hijo, y a la sazón padre del heroico pródigo, observaba con sumisión a la espera de la alternativa que la vitalidad del patriarca parecía negarle. Pero al llegar la noche, en esos momentos en que los quehaceres maritales le exigían rendir cuentas con su querida Ana Isabel, las trincheras y las primeras líneas de fuego de poco le valieron.

Jaime se deslizó suavemente sobre las ruedas de la silla de su escritorio y se acercó a la cama. Reparó en que llevaba Mónica las uñas de los pies pintadas y la imaginó dedicada, mientras él dormía, al cuidado de una imagen en la que ya no se fijaba. Observó sus tobillos finos y la caña pulimentada de su espinilla. Le pareció una imagen tremendamente literaria y lamentó que ya no le resultara sensual. Ni siquiera era capaz de acordarse de la última vez que hicieron el amor y le entraron ganas, probablemente por demostrarse que aún era capaz, de poseerla con pasión mientras la acariciaba en sus sueños, pero había algo irrecuperable en su relación y ya no tenían sentido arrebatos como aquél.

Ellos se habían casado, a la espera de que los lazos legales sustituyeran a los sentimentales (a los que nacen del roce), en cuanto fue consciente de que debía alistarse en el frente. Ni siquiera las influencias del abuelo le valieron para evadirse de unas obligaciones patrióticas que no entendían de amiguismos intencionados ni de intereses subversivos. “Te esperaré”, le dijo Ana Isabel el día que tuvo que enrolarse a sabiendas que no le sería posible cumplir su palabra. Damián no le dijo nada y dejó que el silencio y el último beso que le diera desde su corazón (a menudo pensaba que también el primero…) sustituyera a reclamos amatorios frente a los que ella no sabría corresponder.

Así que se limitó a acariciarla como se acaricia lo desconocido. Jaime cerró los ojos y deslizó su mano suavemente (no sabría cómo reaccionar si ella se despertaba) por la piel extraña de su mujer. Ella lo recibió, en su inconsciencia, como se recibe el roce de un extraño en el vagón de metro, y rehizo con delicadeza su postura alejándose de su alcance. Él se preguntó si habría sido su reacción la misma ante su roce extemporáneo de haber estado despierta y prefirió no contestarse.

Ana Isabel se había convencido de que lo mejor sería hacer el amor fingiendo un deseo que había desaparecido el mismo día que anunció su regreso, y dibujar en el aire suspiros y quejidos con sabor a otra boca. Él no le reclamó durante todo el acto el amor que no fue capaz de ver en sus ojos y se dejó llevar por su más puro instinto animal para golpear con fuerza, con menos medida que pasión, las caderas usadas de su mujer. Al finalizar, como el cadáver del hombre con el que se casó, él quedó tendido en la cama, junto a Ana Isabel, dejando que el aire de la habitación, testigo de traiciones pasadas, inundara el silencio queriendo testificar en su contra.

Jaime volvió a colocarse bajo la falda de su teclado, las únicas que ya era capaz de vencer, y retomó la escritura. Le ponía nervioso el parpadeo constante del cursor en la pantalla y prefería buscar la inspiración en la decoración de su alcoba. La ventana quedaba justo a su altura, y la abrió mientras encendía el penúltimo cigarro (siempre era el penúltimo). Aspiró con fuerza dos veces ante la llama del encendedor y sintió cómo el ascua enrojecía parte de su cara reflejada en el monitor. Sabía que a Mónica no le gustaba que fumara en el dormitorio, pero hacía tiempo que no tenían en consideración lo que al otro pudieran importarle sus actos.

Te quiero” le dijo, disfrazando de desfachatez una actitud que apenas conseguía engañarla siquiera a ella misma. Roberto quedó en silencio, desvelando con su mutismo lo que ella trataba de ocultar con sus palabras. “Te quiero”, le volvió a decir. Tras unos segundos, Roberto le replicó: “¿Quién es él? ¿Jonás, mi hermano?”. Ana Isabel se puso en pie, guiada por la vergüenza, y se anudó con calma la bata a su cintura púber, dando la espalda a la cama donde todavía él reposaba. Tras unos segundos, durante los cuales no fue capaz de mirarle a la cara, ella se dirigió a la puerta, cumpliendo el rito para el que tres años de infidelidad le habían preparado, y abandonó la habitación en dirección a la de Jonás.

Estaba a punto de acabar pero no encontraba la inspiración. Esas caprichosas musas de las que él renunciaba y a las que quería ocultar a menudo con el oficio, no obstante, debían ocultarse en algún lugar de la casa. Jaime se levantó y abrió la puerta del frigorífico; la madrugada despertaba su apetito. La luz cansada del interior le respondió dubitativa, y cobraron vida docenas de piezas de fruta y la extensa gama de vegetales que conformaban la dieta de su mujer. Cada vez que se enfrentaba a aquel espejismo de su cocina tenía la misma sensación de extraña saciedad y acababa decidiendo volver a intentarlo más tarde.

Ana Isabel se detuvo a mitad del pasillo, como intentando sopesar en su soledad el precio que tendría que pagar por dejarse llevar por sus instintos, y estuvo a punto de regresar a la habitación. Después de todo, seguía siendo su esposa y Roberto era un hombre comprensivo. Quizá si le dijera que aún lo amaba y que el refugio de los brazos de su hermano no había hecho sino acrecentar el amor que hacia él sentía, fuera capaz de olvidarlo todo… ¡Pero qué demonios! ¡Por qué tenía que seguir engañando a todo el mundo y jugando a desempeñar el papel de esposa ideal! Cuando arrancó decidida a sucumbir a los brazos de Jonás, un golpe seco, como de mueble cayendo al suelo, vino desde la alcoba en la que acaba de fingir lo infingible. Al entrar, Roberto yacía sin vida, sin pena y sin dolor, con una bala incrustada en la cabeza y con un gesto amable dibujado en sus labios.

Esa extraña sensación óptica de la madrugada en la que los objetos tienen forma pero carecen de color, se empezaba a diluir con los primeros fulgores del amanecer. El reloj marcaba las siete y cuatro minutos y Jaime empezaba a sentir el peso del trabajo entre la nuca y la espalda. Pero esta vez aquella sensación era diferente. Como le había prometido a su editor acabaría aquel último capítulo esa misma noche, y un gozo lánguido le estremecía como una caricia; como la caricia que ya no tenía. Mónica aún dormía sobre una cama demasiado grande para una sola persona, ajena al tímido placer de su marido, mientras otra noche moría en los huecos de su habitación.

Autor: José Antonio Garrido Cárdenas