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La rana. Lola Soria, Manuel Lozano y Fernando Rebollo

La rana.




Aquí te envío un relato sobre unas ranas muy peculiares. 
Ha sido elaborado entre Lola Soria,  Manolo Lozano y un servidor
esperamos que te guste.

Un relato que tras estas palabras comienzo a escribir, un relato que habla de un abuelo camino de las parras, camino de la tierra que cultivaba y lo que le sucedió en ese trayecto. 

Beires, otoño en Beires, sentados en la chimenea el abuelo contaba historias a los niños allí congregados. Los troncos ardían impulsados por la leña fina que el abuelo había colocado apenas cinco minutos antes. 
Maribel su nieta le había pedido que le contase alguna historia, venga, abuelo, cuenta abuelo. El abuelo se hizo de rogar un poco pero como los demás niños también insistían al final se decidió. 
"Pues veréis, una mañana iba al campo con mi azada y una talega donde llevaba la comida, pues muchos días almorzaba yo en el campo, clareaba el día, los gallos cantaban, kikirikí, kikiriki, los perros ladraban a mi paso, guau, guau, guau, pero como estaban encerrados en los corrales no podían hacerme nada. Tres cosechas perdidas, me veía sin fuerzas para cultivar, ésta casi seguro que sería la cuarta.
En las afueras del pueblo se podía observar como el sol no tardaría en salir, aunque todavía había sombras. En los árboles había un poco de rocío en sus troncos y en sus hojas, la hierba estaba mojada y mis botas se mojaban al pisarla, pues bien, cuando emprendía el camino del terreno que iba a cultivar, en un recodo del camino junto a un pequeño lago me encontré una gran rana, de color verde intenso, al mirarla empezó a croar y otras ranas vinieron hacia el lugar donde se encontraba ésta y también comenzaron a croar, jamás había visto tantas ranas juntas." 
Tu lector te preguntarás. Qué hace una rana grande, inmensa a estas alturas del relato, si el hombre iba alegre y confiado a cultivar la tierra. Qué culpa tengo yo lector, si al croar de esta vinieron otras y la orilla del camino se convirtió en una procesión de anfibios en la amanecida. Qué culpa tengo yo, qué culpa tiene el abuelo de que en un recodo del camino hubiese un pequeño lago donde las ranas se criaban grandes y hermosas, sigamos pues, que a estas alturas ya tengo curiosidad por saber lo que pasó. 
Giré la vista al camino y la rana grande dejó de croar, las demás se tornaron silenciosas emulando la conducta de su jefa. Proseguí camino hacia la tierra, la rana grande daba saltos y las demás hicieron lo mismo sobre la hierba. Me percaté de esto y de nuevo giré la cabeza para ver que pasaba, en ese momento comenzaron a croar de nuevo, salí corriendo despavorido y las ranas dando saltos y croando me perseguían. Vaya escandalera, yo estaba aterrado, tanto miedo tenía que dejé la talega y la azada en medio del camino, las ranas dejaron de croar, hicieron una gran círculo rodeando lo que se me había caído.


Proseguí camino, no me atrevía a volver al pueblo, miedo tenía que esta multitud de anfibios me persiguieran, todavía me quedaban varios recuerdos como el anterior y temía el mismo encuentro, los mismos sucesos. 
A medida que mis pasos me llevaban a la siguiente charca mis ojos se anticipaban e intentaban intuir lo que allí había, diez metros y ya estoy cerca, el camino y al lado la charca. Agua cristalina que deja ver el fondo y una diminuta rana sobre una pequeña piedra que al verme se sumergió en las aguas. Suspiré aliviado y proseguí camino. 
Tenía que pasar una pequeña corriente, salté sobre las piedras cuidando de no caerme al agua que se remansaba tras su lucha con las ruedas del molino que a escasos cien metros se encontraba. Un, dos, tres, cuatro y ya estoy al otro lado. El sol ya estaba fuera, los primeros rayos atravesaban las aguas, pequeños pececillos en bandada de un lado a otro del pequeño lago y una rana grande sobre una gran laja, de ojos vivos, inmutable ante mi presencia. Muevo un brazo para asustarla y comienza a croar, otras ranas, infinidad de ranas salían de las aguas y se colocaban en la orilla, mil, dos mil, tres mil ranas, grandes, pequeñas croando en las primeras horas día, alrededor de las piedras de paso, por todos los lugares del pequeño lago. 
Huí despavorido, subí la cuesta tras la cual se encontraba el valle en el que estaban los aceituneros, las parras, la alberca, el pozo. 
Tu.
¿yo?
Si tu, escribiente a un teclado pegado, deja al abuelo en paz ¿es que acaso no lo vas a dejar comer hoy?, ¿es que vas a llenar su tierra de anfibios, que de nuevo harán entrar en sus oídos ese ruido maravilloso en bajas cantidades e infernal en muchas?
No lo sé duende, no lo sé, no conozco aún la tierra que hay tras de la cuesta, trece líneas quedan para acabar el folio y ¡hay tantas cosas!, La tierra de Beires es tan fértil en recuerdos, historias, que no podemos más que dejarnos llevar por las aguas, por los vientos, por las ranas, por los viejos molinos. Deja duende que mientras el abuelo se sienta sobre una piedra y divisa el valle, por mis oídos suenen los cascabeles de Rosana, de esta canaria que en el domingo en el cielo a la par que los gorriones me canta lo que me quiere. "Al son de los cascabeles los domingos en el cielo....", muévete chiquilla, alegra esa cara, ese cuerpo, un, dos ... "Al son..." Ese acordeón, ay, ay,, "al son.."
La subida me había fatigado y al final de ella decidí sentarme en una piedra antes de disponerme a bajar al valle, las ranas habían agotado buena parte de las energías del desayuno. Quedé profundamente dormido, aunque el aire estaba un poco frío el sol ya comenzaba a dar en mi cuerpo, el lateral de la montaña me resguardaba de los fríos aires del Norte, ya conocéis ese lugar porque soléis pararos cuando vais a la alberca los veranos a bañaros.
Soñé que miles de ranas, grandes, pequeñas araban la tierra, eliminaban las malas hierbas dando saltos sobre ellas, sacaban agua de los arroyos, de los pozos, de las charcas y regaban las parras, los ajos, las cebollas, el perejil, asustaban con su croar a las alimañas, cuidaban los garbanzos y el trigo, nutrían sus raíces de agua, metían en ellas humus de otras tierras, abonos naturales, abrigaban las raíces de los aceituneros con hojas secas de álamos, convertían aquella tierra en el vergel que hacía cinco años fue. Cuando desperté miré el valle, miré mi tierra y la encontré más verde que nunca, emprendí carrerilla hacia allá ayudado por la bajada. El trigo había crecido, las parras comenzaban a augurar las uvas más jugosas de todos los veranos, los olivos estaban cargados de flores, de futuras aceitunas, ajos, cebollas, perejil frondoso, papas que hacían abombar la tierra de tan grandes que eran. 
Miré al cielo y pregunté que pasaba, había ocurrido un milagro, mi voz rompió el silencio de la mañana, demasiado ocupados debían estar allá arriba pues no hallé respuesta, pequeña voz la mía, para un cielo tan grande.
Me lavé la cara con agua fría del pozo, pues parecía no haberme despertado de aquel sueño, volví a mirar y era real lo que veía, la tierra sabiamente movida, toque las bolsitas de los garbanzos, auguraban una gran cosecha, el trigo estaba hermoso, muy crecido, las parras, los aceituneros, que maravilla...
Volví al pueblo rápidamente, quería contárselo a vuestra abuela, a mis amigos, retorné por el camino. Esta vez no encontré a las ranas en las charcas, el agua había desaparecido de ellas, incluso el arroyo de las piedras había menguado a pesar de seguir corriendo. La azada puesta en pie me esperaba en medio del camino, la talega junto a ella. La recogí y volví al pueblo. Nunca volví a ver a las ranas, las aguas menguaban en los arroyos, aunque no se secaron.
Las cosechas fueron llegando, los garbanzos que nos dieron años y años de pucheros, tiernos y hermosos que se deshacían en la boca, trigo que llenó el almacén, grano grande y fino, las uvas exquisitas, cebollas, patatas hermosas y grandes de las que comimos todo el pueblo, melones, sandías, orzas y orzas de aceitunas para machacar, para aceite.
Cada mañana al amanecer camino de la tierra un maravilloso sonido entra en mis oídos, miles, miles de ranas, con su croar al unísono se cuelan en mi cabeza. Ranas que cultivan la tierra mientras yo duermo. Nunca más las vi, pero sé que están ahí, cuidando de nosotros.


año 1, nº 1- agosto 2000. La voz de la cometa. 
Taller literario. Tu voz en Internet
pág 147- 151