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I. ¿Por qué yo, aquí y ahora? José Simón Marín

Arrojado por una innecesaria necesidad. Una afirmación que se nos presenta como la contradicción más aberrante y, por ello, como la más trágica y cierta. El ser se haya expuesto a comprender el grado de ambigüedad al que él mismo se enfrenta cuando decide plantearse la última cuestión:¿por qué yo, aquí y ahora?. El ser se hace propiamente ser cuando se concibe a sí mismo como tal, es decir, cuando se reconoce como existente. No puede enfrentarse y luchar contra sí mismo y, a decir verdad, no puede equipararse a la nada. La nada es el fin del ser, pero además sólo el ser, en cuanto ser, puede llegar imaginativamente a aproximarse al significado de la nada. 

La comprende e incluso la interpreta, pero no puede poner remedio alguno a su inminente advenimiento. Ha trascendido de tal forma que se propone, por pura necesidad, recoger el sentido de la nada. No puede claudicar ante la existencia de una conciencia innecesaria. Si la siguiente pregunta no tiene respuesta, el ser se haya irremediablemente en la encrucijada de su irrelevancia: ¿Por qué el ser y no más bien la nada?, preguntaba Heidegger. Es la eterna duda del hombre, un problema de difícil solución. Hemos sido arrojados cruelmente a la existencia, y nadie nos ha concedido el beneficio de la opción. Arrojados a la existencia desde el arbitrio más inconcebible para que podamos gritar de rabia ante la impotencia de nuestra condición ilógica. Es precisamente en ese último detalle donde se esconde la clave que nos permitirá asimilar el sentimiento trágico de la vida: el ser racional que necesita una repuesta lógica al porqué de su existencia y de su mundo. Por tanto, necesita lo imposible.

 La razón necesaria es sólo una ficción pasional de un ser arbitrariamente racional. Ni la existencia del ser, ni el mundo en el que se ve inserto, poseen un sentido o un destino. Es más, lo cierto es que la nada posee más justificación racional que el ser, y éste lo sabe. Esa es la gran tragedia: el hombre que se asombra ante su condición existencial, a la vez que encuentra un sentido mucho mayor en la propia nada.

II.- Vulgo.doc

La facilidad con la que nos vemos sumergidos, el llanto que nace demasiado atormentado, y el viento que se lo lleva todo, todo... Es tan fácil describir una vida encadenada al dolor por su acción, por su noble acción. Tan fácil que nos sometemos a ese pensamiento y no nos permitimos el lujo de amarrarnos a los sentimientos que logran hacer del hombre un soñador, un maldito soñador que se pierde en sus misterios, que renuncia de lo superfluo y ridículo en pos de un amor necesario. 

Andamos casi cabizbajos, avergonzándonos de esas sábanas del vulgo que nos intentan atrapar, e incluso estrangular. Hablamos de ese vulgo una y otra vez, como si fuera un simple riachuelo que todo lo engulle, que no atiende al camino y, lo que es más, que se jacta de poder modelar tal camino a sus anchas. El vulgo se arrastra sobre el suelo que pisan los sabios, ensuciándolo. Lo ensucia de tal modo que el sabio resbala, cae y grita impotente al cielo, tal y como yo lo hago. Pero el filósofo mira ese suelo y busca en su consuelo al culpable de la horrible atrocidad, mientras que el poeta, pese a ser sabio también, grita y llora al unísono, nunca mirando hacia abajo, siempre al cielo o a un horizonte infinito. El poeta se siente desvalido, triste y desamparado. Sólo puede recurrir a su sombra, a esa majestuosa y vital imagen que al vulgo tanto atormenta. Sois vosotros mismos, poetas, los que os atrevéis a analizaros, pero desde una cierta lejanía. ¡Cuan bella es vuestra sombra, que es capaz de unirse a la otra magnífica sombra de Dios!. El vulgo presiente la existencia de ese hermano mayor, de esa infame esencia que no es capaz de describir. Pero él sigue con su rostro firme y vacilante a la vez. No cambia su mirada y no tiene la suficiente valentía de preguntar si será o no demacrada.

Pero...¿quién lo ha creado?, necesito con urgencia que alguien me indique el ente que se molestó en saciar su sed de vida...¡y qué vida!. Que lástima de vida. Es una vida que no siente el dolor del semejante, que no le importa la desgracia de ser hombre, que ignora el carácter ilimitado de la existencia. Pues nosotros no existimos cual simple ave que, pese su grácil y libre vuelo, está encadenada a un vivir sin espejo. Nosotros sí que tenemos cada uno nuestro útil espejo. ¡Qué lastima de vulgo!, muy pocas veces es capaz de sacar ese espejo que se halla escondido en su chaqueta y utilizarlo debidamente. Casi todo el espacio es aprovechado por un viejo monedero. Ese monedero es el que le aporta al vulgo su sentido, por lo que el espejo casi ha quedado olvidado, ¡tan tristemente olvidado!, en el fondo del bolsillo.

¿Por qué yo, aquí y ahora? José Simón Marín

Arrojado por una innecesaria necesidad. Una afirmación que se nos presenta como la contradicción más aberrante y, por ello, como la más trágica y cierta. El ser se haya expuesto a comprender el grado de ambigüedad al que él mismo se enfrenta cuando decide plantearse la última cuestión: ¿por qué yo, aquí y ahora?. El ser se hace propiamente ser cuando se concibe a sí mismo como tal, es decir, cuando se reconoce como existente. No puede enfrentarse y luchar contra sí mismo y, a decir verdad, no puede equipararse a la nada. La nada es el fin del ser, pero además sólo el ser, en cuanto ser, puede llegar imaginativamente a aproximarse al significado de la nada. 


La comprende e incluso la interpreta, pero no puede poner remedio alguno a su inminente advenimiento. Ha trascendido de tal forma que se propone, por pura necesidad, recoger el sentido de la nada. No puede claudicar ante la existencia de una conciencia innecesaria. Si la siguiente pregunta no tiene respuesta, el ser se haya irremediablemente en la encrucijada de su irrelevancia: ¿Por qué el ser y no más bien la nada?, preguntaba Heidegger. Es la eterna duda del hombre, un problema de difícil solución. Hemos sido arrojados cruelmente a la existencia, y nadie nos ha concedido el beneficio de la opción. Arrojados a la existencia desde el arbitrio más inconcebible para que podamos gritar de rabia ante la impotencia de nuestra condición ilógica. Es precisamente en ese último detalle donde se esconde la clave que nos permitirá asimilar el sentimiento trágico de la vida: el ser racional que necesita una repuesta lógica al porqué de su existencia y de su mundo. Por tanto, necesita lo imposible.

 La razón necesaria es sólo una ficción pasional de un ser arbitrariamente racional. Ni la existencia del ser, ni el mundo en el que se ve inserto, poseen un sentido o un destino. Es más, lo cierto es que la nada posee más justificación racional que el ser, y éste lo sabe. Esa es la gran tragedia: el hombre que se asombra ante su condición existencial, a la vez que encuentra un sentido mucho mayor en la propia nada.


Heidegger






II.- Vulgo.doc

La facilidad con la que nos vemos sumergidos, el llanto que nace demasiado atormentado, y el viento que se lo lleva todo, todo... Es tan fácil describir una vida encadenada al dolor por su acción, por su noble acción. Tan fácil que nos sometemos a ese pensamiento y no nos permitimos el lujo de amarrarnos a los sentimientos que logran hacer del hombre un soñador, un maldito soñador que se pierde en sus misterios, que renuncia de lo superfluo y ridículo en pos de un amor necesario. 

Andamos casi cabizbajos, avergonzándonos de esas sábanas del vulgo que nos intentan atrapar, e incluso estrangular. Hablamos de ese vulgo una y otra vez, como si fuera un simple riachuelo que todo lo engulle, que no atiende al camino y, lo que es más, que se jacta de poder modelar tal camino a sus anchas. El vulgo se arrastra sobre el suelo que pisan los sabios, ensuciándolo. Lo ensucia de tal modo que el sabio resbala, cae y grita impotente al cielo, tal y como yo lo hago. Pero el filósofo mira ese suelo y busca en su consuelo al culpable de la horrible atrocidad, mientras que el poeta, pese a ser sabio también, grita y llora al unísono, nunca mirando hacia abajo, siempre al cielo o a un horizonte infinito. El poeta se siente desvalido, triste y desamparado. Sólo puede recurrir a su sombra, a esa majestuosa y vital imagen que al vulgo tanto atormenta. Sois vosotros mismos, poetas, los que os atrevéis a analizaros, pero desde una cierta lejanía. ¡Cuan bella es vuestra sombra, que es capaz de unirse a la otra magnífica sombra de Dios!. El vulgo presiente la existencia de ese hermano mayor, de esa infame esencia que no es capaz de describir. Pero él sigue con su rostro firme y vacilante a la vez. No cambia su mirada y no tiene la suficiente valentía de preguntar si será o no demacrada.

Pero... ¿Quién lo ha creado?, necesito con urgencia que alguien me indique el ente que se molestó en saciar su sed de vida...¡y qué vida!. Que lástima de vida. Es una vida que no siente el dolor del semejante, que no le importa la desgracia de ser hombre, que ignora el carácter ilimitado de la existencia. Pues nosotros no existimos cual simple ave que, pese su grácil y libre vuelo, está encadenada a un vivir sin espejo. Nosotros sí que tenemos cada uno nuestro útil espejo. ¡Qué lastima de vulgo!, muy pocas veces es capaz de sacar ese espejo que se halla escondido en su chaqueta y utilizarlo debidamente. Casi todo el espacio es aprovechado por un viejo monedero. Ese monedero es el que le aporta al vulgo su sentido, por lo que el espejo casi ha quedado olvidado, ¡tan tristemente olvidado!, en el fondo del bolsillo.

I. ¿Por qué yo, aquí y ahora? José Simón Marín

Arrojado por una innecesaria necesidad. Una afirmación que se nos presenta como la contradicción más aberrante y, por ello, como la más trágica y cierta. El ser se haya expuesto a comprender el grado de ambigüedad al que él mismo se enfrenta cuando decide plantearse la última cuestión:¿por qué yo, aquí y ahora?. El ser se hace propiamente ser cuando se concibe a sí mismo como tal, es decir, cuando se reconoce como existente. No puede enfrentarse y luchar contra sí mismo y, a decir verdad, no puede equipararse a la nada. La nada es el fin del ser, pero además sólo el ser, en cuanto ser, puede llegar imaginativamente a aproximarse al significado de la nada. 

La comprende e incluso la interpreta, pero no puede poner remedio alguno a su inminente advenimiento. Ha trascendido de tal forma que se propone, por pura necesidad, recoger el sentido de la nada. No puede claudicar ante la existencia de una conciencia innecesaria. Si la siguiente pregunta no tiene respuesta, el ser se haya irremediablemente en la encrucijada de su irrelevancia: ¿Por qué el ser y no más bien la nada?, preguntaba Heidegger. Es la eterna duda del hombre, un problema de difícil solución. Hemos sido arrojados cruelmente a la existencia, y nadie nos ha concedido el beneficio de la opción. Arrojados a la existencia desde el arbitrio más inconcebible para que podamos gritar de rabia ante la impotencia de nuestra condición ilógica. Es precisamente en ese último detalle donde se esconde la clave que nos permitirá asimilar el sentimiento trágico de la vida: el ser racional que necesita una repuesta lógica al porqué de su existencia y de su mundo. Por tanto, necesita lo imposible.

 La razón necesaria es sólo una ficción pasional de un ser arbitrariamente racional. Ni la existencia del ser, ni el mundo en el que se ve inserto, poseen un sentido o un destino. Es más, lo cierto es que la nada posee más justificación racional que el ser, y éste lo sabe. Esa es la gran tragedia: el hombre que se asombra ante su condición existencial, a la vez que encuentra un sentido mucho mayor en la propia nada.

II.- Vulgo.doc

La facilidad con la que nos vemos sumergidos, el llanto que nace demasiado atormentado, y el viento que se lo lleva todo, todo... Es tan fácil describir una vida encadenada al dolor por su acción, por su noble acción. Tan fácil que nos sometemos a ese pensamiento y no nos permitimos el lujo de amarrarnos a los sentimientos que logran hacer del hombre un soñador, un maldito soñador que se pierde en sus misterios, que renuncia de lo superfluo y ridículo en pos de un amor necesario. 

Andamos casi cabizbajos, avergonzándonos de esas sábanas del vulgo que nos intentan atrapar, e incluso estrangular. Hablamos de ese vulgo una y otra vez, como si fuera un simple riachuelo que todo lo engulle, que no atiende al camino y, lo que es más, que se jacta de poder modelar tal camino a sus anchas. El vulgo se arrastra sobre el suelo que pisan los sabios, ensuciándolo. Lo ensucia de tal modo que el sabio resbala, cae y grita impotente al cielo, tal y como yo lo hago. Pero el filósofo mira ese suelo y busca en su consuelo al culpable de la horrible atrocidad, mientras que el poeta, pese a ser sabio también, grita y llora al unísono, nunca mirando hacia abajo, siempre al cielo o a un horizonte infinito. El poeta se siente desvalido, triste y desamparado. Sólo puede recurrir a su sombra, a esa majestuosa y vital imagen que al vulgo tanto atormenta. Sois vosotros mismos, poetas, los que os atrevéis a analizaros, pero desde una cierta lejanía. ¡Cuan bella es vuestra sombra, que es capaz de unirse a la otra magnífica sombra de Dios!. El vulgo presiente la existencia de ese hermano mayor, de esa infame esencia que no es capaz de describir. Pero él sigue con su rostro firme y vacilante a la vez. No cambia su mirada y no tiene la suficiente valentía de preguntar si será o no demacrada.

Pero...¿quién lo ha creado?, necesito con urgencia que alguien me indique el ente que se molestó en saciar su sed de vida...¡y qué vida!. Que lástima de vida. Es una vida que no siente el dolor del semejante, que no le importa la desgracia de ser hombre, que ignora el carácter ilimitado de la existencia. Pues nosotros no existimos cual simple ave que, pese su grácil y libre vuelo, está encadenada a un vivir sin espejo. Nosotros sí que tenemos cada uno nuestro útil espejo. ¡Qué lastima de vulgo!, muy pocas veces es capaz de sacar ese espejo que se halla escondido en su chaqueta y utilizarlo debidamente. Casi todo el espacio es aprovechado por un viejo monedero. Ese monedero es el que le aporta al vulgo su sentido, por lo que el espejo casi ha quedado olvidado, ¡tan tristemente olvidado!, en el fondo del bolsillo.

I. ¿Por qué yo, aquí y ahora? José Simón Marín

Arrojado por una innecesaria necesidad. Una afirmación que se nos presenta como la contradicción más aberrante y, por ello, como la más trágica y cierta. El ser se haya expuesto a comprender el grado de ambigüedad al que él mismo se enfrenta cuando decide plantearse la última cuestión:¿por qué yo, aquí y ahora?. El ser se hace propiamente ser cuando se concibe a sí mismo como tal, es decir, cuando se reconoce como existente. No puede enfrentarse y luchar contra sí mismo y, a decir verdad, no puede equipararse a la nada. La nada es el fin del ser, pero además sólo el ser, en cuanto ser, puede llegar imaginativamente a aproximarse al significado de la nada. 

La comprende e incluso la interpreta, pero no puede poner remedio alguno a su inminente advenimiento. Ha trascendido de tal forma que se propone, por pura necesidad, recoger el sentido de la nada. No puede claudicar ante la existencia de una conciencia innecesaria. Si la siguiente pregunta no tiene respuesta, el ser se haya irremediablemente en la encrucijada de su irrelevancia: ¿Por qué el ser y no más bien la nada?, preguntaba Heidegger. Es la eterna duda del hombre, un problema de difícil solución. Hemos sido arrojados cruelmente a la existencia, y nadie nos ha concedido el beneficio de la opción. Arrojados a la existencia desde el arbitrio más inconcebible para que podamos gritar de rabia ante la impotencia de nuestra condición ilógica. Es precisamente en ese último detalle donde se esconde la clave que nos permitirá asimilar el sentimiento trágico de la vida: el ser racional que necesita una repuesta lógica al porqué de su existencia y de su mundo. Por tanto, necesita lo imposible.

 La razón necesaria es sólo una ficción pasional de un ser arbitrariamente racional. Ni la existencia del ser, ni el mundo en el que se ve inserto, poseen un sentido o un destino. Es más, lo cierto es que la nada posee más justificación racional que el ser, y éste lo sabe. Esa es la gran tragedia: el hombre que se asombra ante su condición existencial, a la vez que encuentra un sentido mucho mayor en la propia nada.

II.- Vulgo.doc

La facilidad con la que nos vemos sumergidos, el llanto que nace demasiado atormentado, y el viento que se lo lleva todo, todo... Es tan fácil describir una vida encadenada al dolor por su acción, por su noble acción. Tan fácil que nos sometemos a ese pensamiento y no nos permitimos el lujo de amarrarnos a los sentimientos que logran hacer del hombre un soñador, un maldito soñador que se pierde en sus misterios, que renuncia de lo superfluo y ridículo en pos de un amor necesario. 

Andamos casi cabizbajos, avergonzándonos de esas sábanas del vulgo que nos intentan atrapar, e incluso estrangular. Hablamos de ese vulgo una y otra vez, como si fuera un simple riachuelo que todo lo engulle, que no atiende al camino y, lo que es más, que se jacta de poder modelar tal camino a sus anchas. El vulgo se arrastra sobre el suelo que pisan los sabios, ensuciándolo. Lo ensucia de tal modo que el sabio resbala, cae y grita impotente al cielo, tal y como yo lo hago. Pero el filósofo mira ese suelo y busca en su consuelo al culpable de la horrible atrocidad, mientras que el poeta, pese a ser sabio también, grita y llora al unísono, nunca mirando hacia abajo, siempre al cielo o a un horizonte infinito. El poeta se siente desvalido, triste y desamparado. Sólo puede recurrir a su sombra, a esa majestuosa y vital imagen que al vulgo tanto atormenta. Sois vosotros mismos, poetas, los que os atrevéis a analizaros, pero desde una cierta lejanía. ¡Cuan bella es vuestra sombra, que es capaz de unirse a la otra magnífica sombra de Dios!. El vulgo presiente la existencia de ese hermano mayor, de esa infame esencia que no es capaz de describir. Pero él sigue con su rostro firme y vacilante a la vez. No cambia su mirada y no tiene la suficiente valentía de preguntar si será o no demacrada.

Pero...¿quién lo ha creado?, necesito con urgencia que alguien me indique el ente que se molestó en saciar su sed de vida...¡y qué vida!. Que lástima de vida. Es una vida que no siente el dolor del semejante, que no le importa la desgracia de ser hombre, que ignora el carácter ilimitado de la existencia. Pues nosotros no existimos cual simple ave que, pese su grácil y libre vuelo, está encadenada a un vivir sin espejo. Nosotros sí que tenemos cada uno nuestro útil espejo. ¡Qué lastima de vulgo!, muy pocas veces es capaz de sacar ese espejo que se halla escondido en su chaqueta y utilizarlo debidamente. Casi todo el espacio es aprovechado por un viejo monedero. Ese monedero es el que le aporta al vulgo su sentido, por lo que el espejo casi ha quedado olvidado, ¡tan tristemente olvidado!, en el fondo del bolsillo.

Variaciones sobre el origen de la libertad en el hombre. José Simón Marín


ÍNDICE

1. LA MORALIDAD Y LA LIBERTAD EN KANT

2. EL ORIGEN BIOLÓGICO DE LA LIBERTAD: UN RAZÓN ANTROPOLÓGICA

3. EL ORIGEN METAFÍSICO DE LA LIBERTAD: UNA REFLEXIÓN EN TORNO A HEIDEGGER Y LEVINAS

3.1. LA METAFÍSICA DE LA ALTERIDAD

3.2. LIBERTAD COMO CONSECUENCIA DE LA “NADA”


1. La moralidad y la libertad en Kant



Este primer apartado pretende dar a conocer al lector en qué consiste el pensamiento moral de Kant, atendiendo especialmente a las ideas que pueblan las nociones kantianas de libertad y de autonomía. Es preciso señalar que este primer capítulo no será una mera descripción introductoria de la moral kantiana, pues también pretende indagar e interpretar, de una forma más o menos subjetiva, en los contenidos de dicha moral. Esta tarea interpretativa resulta necesaria, pues sólo a través de ella podremos dar conocer ese anhelado origen de la libertad que, con mayor o menor credibilidad, encontramos en los autores que se estudian en este trabajo. Por tanto, me he visto en la obligación de introducir primeramente a Kant, para luego dar un mayor protagonismo a la antropología y biología, así como a las doctrinas metafísicas de Levinas y Heidegger. Pero reitero que estos últimos autores sólo podrán ser estudiados a la luz del análisis moral kantiano, única forma de adentrarse en el aparentemente inaccesible marco de lo suprasensible.



Así pues, es menester empezar la exposición de este primer apartado adentrándonos en la idea de voluntad kantiana que, unida a la noción del deber, servirán como introducción a su concepción de libertad. En un primer momento, debemos atender a lo que Kant llama buena voluntad. Kant parte de un factum indudable: la existencia de lo práctico. La existencia de las leyes prácticas no necesita siquiera una demostración, puesto que es algo inherente a toda experiencia moral. Teniendo en cuenta la naturaleza moral del hombre, esa experiencia la encontramos en todo sujeto humano y, junto a ella, la leyes que la determinan. En palabras de Kant: “Este supuesto (que existan leyes prácticas) puede asumirlo razonablemente, no sólo acudiendo a las demás demostraciones de los moralistas más ilustres, sino al juicio ético de todo hombre que quiera concebir esa ley con claridad”. A partir de este razonamiento, podemos deducir que Kant piensa en la moral y en sus leyes como una propiedad esencialmente humana. También podemos presagiar hacia dónde lleva el pensamiento moral kantiano y qué problemas o vacíos plantea. Me refiero a la persistencia de Kant en pensar una moral que simplemente adviene, una reglamentación que simplemente hallamos unida a nuestro ser, y cuyo comienzo se nos escapa por completo. La ley moral conmueve de tal forma a nuestro autor que se torna un ámbito metafísico cuyo origen se presenta tan enigmático y sublime como el del propio cosmos: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuando con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí...” (C.R.P).



Dejando a un lado esta última consideración, y retomando la idea de buena voluntad, hay que señalar que Kant nos presenta esta noción como el criterio último para juzgar los actos humanos. Es el valor absoluto de la moralidad, pues el único bien en sí. El fin último del hombre es alcanzar la moralidad y la buena voluntad. Kant no considera la felicidad como el bien primordial. De hecho, el hombre, a diferencia del animal, se le ha dotado de una capacidad racional que va más allá de la búsqueda de una felicidad en la satisfacción inmediata. Desde de mi punto de vista, entramos en otro aspecto importante que determina la existencia de la libertad en un ser racional. La razón no puede dirigir sus esfuerzos en alcanzar una felicidad que se le presenta al instinto como una empresa mucho más factible y necesaria. La razón implica autonomía, y ésta contrasta fácilmente con la heteronomía propia de la naturaleza. Por tanto, se trata de una segunda naturaleza que se impone leyes de índole muy diferente. No obstante, todo esto queda mejor plasmado en la concepción kantiana del deber, muy unida a la mencionada idea de buena voluntad. El deber nos sirve para fundamentar una moral que no atiende a una búsqueda de la felicidad inmediata. Se trata de una voluntad donde prima el debersobre cualquier inclinación. Hay que basar la moral en la obligación, y debemos hacer el bien, no por inclinación sino por el deber. Vemos otro elemento que nos separa de lo natural en pos de lo racional, y nos acerca al pensamiento de Levinas, tal y como veremos en el tercer punto del presente trabajo. Se trata de actuar moralmente no atendiendo a fines particulares, es decir, absteniéndose de un sentimiento ulteriormente beneficioso o de un fin preestablecido, sino una moral que se rija por la acción desinteresada nacida de un sentimiento de respeto a la ley moral: Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con esta todo objeto de la voluntad no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley, y, por tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas las inclinaciones. (F.M.C.) Se trata del deber considerado como una obediencia a la ley. Sólo un ser racional puede obrar según la representación de las leyes, y eso es lo que nos difiere de lo no-humano: la voluntad. La voluntad es la razón pura práctica, nuestra capacidad de actuar según principios. Y ha de haber una norma universal que, sin atender a los efectos que de ella se espera, determine a dicha voluntad. Norma que encontramos en el imperativo categórico: “obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”. Detrás de esta norma que la razón misma se impone se esconde toda una serie de implicaciones que culminan en la patencia de una autonomía moral determinante y ,con ella, la constatación de la libertad como una propiedad esencial del hombre.



Así pues, la razón crea para sí misma una ley. La racionalidad de la ley es lo que caracteriza a la autonomía. La voluntad es autónoma en tanto que puede crear la ley que ella misma se impone, convirtiéndose así en legisladora de una ley universal a la que se somete. La voluntad es autónoma y, por ende libre, no por ausencia de leyes sino, muy al contrario, por regirse según una ley racional que ella misma crea. Pero si lo determinante en la moral son las reglas y teniendo en cuenta que las reglas son, de por sí, coercitivas... ¿qué lugar ocupa aquí la libertad?¿tiene siquiera cabida?. Pues bien, la libertad no sólo ocupa un lugar destacado, sino que se presenta como el fundamento de toda la moralidad. De hecho, Kant pretende demostrar la realidad de la moralidad a través de la demostración previa de la existencia de la libertad. Necesita también de la libertad para precisar el sentido real de la noción de autonomía, una autonomía que se nos presenta como la autodeterminación de la voluntad.



¿En qué consiste la libertad de la voluntad?. La voluntad es libre en tanto que autónoma. Su libertad, por tanto, consiste en la propiedad de ser una ley para sí misma. Es libre debido a que tiene la posibilidad de crear e imponerse una ley. Pero esto, en un primer momento, puede parecernos contradictorio. Es evidente que una ley implica siempre determinismo y, en consecuencia, ausencia de libertad, y si la voluntad está determinada por leyes, parece, entonces que, de ningún modo podría ser libre. Pero precisamente la autonomía es la que logra salvar este escollo, en apariencia grave. La libertad se presenta como una capacidad autónoma, de una voluntad que puede determinarse así misma. No necesita obrar atendiendo a estímulos sensibles u otras causas externas, no necesita obedecer a la causalidad natural. Al contrario, ahora encontramos otro tipo de causalidad, la causalidad por libertad, exclusiva del ser racional. En palabras de Kant: “Pues bien, yo afirmo: que a todo ser racional que tiene una voluntad debemos concederle necesariamente también la idea de libertad, únicamente bajo la cual obra (...) , tenemos que atribuir a todo ser dotado de razón y voluntad esta propiedad de determinarse a obrar bajo la idea de su libertad”(F.M.C.)



Por tanto, Kant se ve obligado, como ya he señalado antes, a demostrar la realidad de la libertad para luego inferir la validez del principio supremo de la moralidad. Libertad y moralidad se complementan, y no podemos utilizar uno de ellos para justificar el otro, pues caeríamos en un círculo vicioso. Kant propone otra solución: deducir ambas de nuestra naturaleza inteligible. El hombre se encuentra inevitablemente inmerso entre dos ámbitos bien diferenciados: lo nouménico o mundo inteligible y lo fenoménico o mundo sensible. Se trata del eterno debate de un ser trascendental empíricamente determinado. Efectivamente, desde mi punto de vista, la libertad del hombre nace de ese conflicto. Se trata de un ser biológicamente determinado pero con una facultad que le encomienda a trascender. Esa facultad, cómo no, la encontramos en la razón, única fuente de la moralidad. La razón, tal y como nos demuestra el propio Kant, posee un uso teórico pero también un uso práctico. La moral es una experiencia que nace también de la razón. Nadie niega que no necesitemos del sentimiento, pero sólo como condición de posibilidad de una moral nacida en la dignísima facultad racional del hombre. Nos compadecemos porque comprendemosla situación marginal del otro. Por tanto, todo es producto de una situación peculiar donde el ser racional ha de juzgar las acciones de sus semejantes y las suyas propias. Está obligado a ello, y es ahí donde radica su libertad. Es uno de los síntomas propios de un ser que ha superado el nivel de lo instintivo, y se ha demarcado de unas leyes de la naturaleza en pos de unas leyes propias. Un ser metafísico con doble naturaleza, la biológica y la cultural. En este trabajo pretendo demostrar que la libertad se origina en tres niveles: uno antropológico, donde la dimensión cultural del hombre nace de una evolución biológica que nos libera de lo instintivo, el nivel de la alteridad, la libertad como un producto que surge en la interrelación humana, y otro plenamente metafísico, donde se produce la gran escisión entre el ser trascendental y el ser cotidiano.



La temática que sigue está dirigida a solucionar uno de los interrogantes que deja Kant en su obra: explicar cómo la libertad es posible. No podemos conocer la libertad, pues es sólo una idea que no se nos muestra en la experiencia empírica. Se trata de una razón que está obligada a ser autónoma, a ser moral, a crear reglas, pero que no puede dar cuenta de dónde procede dicha capacidad. Supongo que se trata de una empresa demasiado difícil y arriesgada, más si tenemos en cuenta que a la razón, por esencia libre, se le puede presentar como contraproducente el preguntar por el origen de esa capacidad. No obstante, voy a hacer un esfuerzo, con todos los respetos hacia el propio Kant, por hallar cuál puede ser la raíz de una razón que se conoce libre, y que trasciende de tal forma que su naturaleza se presenta como distante, es decir, como contraria a la ley natural. Somos el gran error de la naturaleza, pues ella nos ha dado la capacidad de determinar nuestra voluntad según nuestra propia ley, nos ha creado libres. Ahora se trata de dar respuesta a ese gran interrogante: ¿de dónde nace nuestra libertad?.





2.El origen biológico de la libertad: una razón antropológica




El siguiente fragmento puede servir de inicio y a la vez de tesis central de este segundo capítulo: “La existencia humana empieza cuando el grado de fijación instintiva de la conducta es inferior a cierto límite; cuando la adaptación a la naturaleza deja de tener carácter coercitivo; cuando la manera de obrar ya no es fijada por mecanismos hereditarios. En otras palabras, la existencia humana y la libertad son inseparables desde un principio. La noción de libertad se emplea no en el sentido positivo de libertad para, sino en el sentido negativo de libertad de, es decir liberación de la determinación instintiva del obrar”. (E.Fromm, “el miedo a la libertad”).



El ser humano, en su esencia, comienza cuando se produce la incursión de la libertad en la naturaleza. La razón es libre de la determinación biológica propia del instinto. Si contemplamos el resto de los seres vivos nos será fácil percatarnos de la armonía que se manifiesta entre sus vidas y el entorno natural. Sin embargo, el hombre, gracias a la facultad racional, es libre en el sentido negativo de la palabra libertad: es libre del estado armonioso y feliz que se da en el medio natural. Por eso dice Kant que la moral no puede tener como objeto la obtención de la felicidad, pues está se nos escapa por nuestra propia esencia. Somos demasiado conscientes de nuestra realidad, somos demasiado únicos, tenemos una autonomía que nos define. En definitiva, somos libres. Pero reitero una vez más la pregunta: ¿cómo hemos llegado a ser libres?. La evolución biológica, en un determinado momento, creó una especie con una facultad racional distintiva. Un ser desprovisto de la determinación instintiva, pero dotado de una conciencia plena de su ser y de su mundo. Se trata de una especie que carece de un aparato instintivo típico, lo cual repercute desde su nacimiento en una debilidad: depende de sus padres durante un tiempo más largo que cualquier otro animal y sus reacciones al medio ambiente son menos rápidas y menos eficientes que las reacciones automáticamente reguladas por el instinto. Pero, como bien señala Fromm, la debilidad biológica del hombre es la condición de la cultura humana. El hombre, y con él esa segunda naturaleza que llamamos cultura (donde también encontramos el ámbito de la moral), irrumpen en el mundo y se convierten en elementos de choque, en fuerzas disarmónicas. La razón se convierte en un elemento claro de trascendencia, y debido a esa condición, también se torna una fuerza trasgresora. Esa trasgresión la encontramos, junto a otros caracteres culturales, en la moral.



La moral nos distancia del animal, es una clara condición de posibilidad de lo humano. Donde haya un hombre, en él existirá la moral, como una consecuencia lógica de su situación de libertad. El animal carece de esa dimensión moral, pues no tiene capacidad intelectiva capaz de determinar una buena o mala acción. De hecho, ni siquiera es libre en la acción, pues no puede actuar según una determinación de su propia voluntad. La voluntad, tal y como la concibe Kant, requiere de un espíritu que sea capaz de determinarse según principios. La voluntad del animal es la voluntad de la propia naturaleza. Sus acciones no son más que una cadena ininterrumpida que se inicia con un estímulo y termina con un tipo de conducta más o menos determinado, que elimina la tensión creada por el estímulo. En este sentido, Schopenhauer se nos presenta como un pensador muy clarividente al respecto, con su teoría de una única voluntad animal, la voluntad de vivir: “hay una tendencia exagerada a perpetuar y a conservar la vida que no se deriva de un conocimiento objetivo del valor de la vida, el impulso no se debe a ningún conocimiento o fin, sino que parece que todos los seres son movidos por una energía invisible” (A.Schopenhauer, “el mundo como voluntad y representación”).



Efectivamente, todos los seres se rigen por una especie de ley invisibleque le lleva a obrar sólo para su supervivencia. Todos, excepto el ser racional. Es en esta última modalidad de ser donde encontramos una autonomía en la voluntad, una capacidad para determinar sus propias leyes. De ahí que el hombre, en un acto que nos conduce a lo sublime y, con él, a lo suprasensible, pueda ser consciente de las implicaciones éticas de su acto. Puede darse el caso, como de hecho se ha dado, de que un determinado sujeto juzgue una determinada acción suya tan negativamente que llegue a suicidarse para pagar la deuda que tiene consigo mismo. El hombre ha roto la cadena que encontrábamos en el animal, y el suicidio es una buena prueba de ello. Sus acciones no tienen que ir obligatoriamente encaminadas a su supervivencia, y puede llegar a primar determinados aspectos (de índole cultural y moral) por encima de su propia vida. No persigue una ley pre-establecida, sino que racionalmente puede ir más allá de las condiciones que impone el marco de lo sensible, podemos trascender los impulsos de la sensibilidad a través de leyes creadas desde y para la razón, y es ahí donde radica verdaderamente la libertad.



Pero con este último razonamiento, únicamente hemos delimitado lo que nos separa del género animal y de la propia naturaleza. También hemos realizado una analogía entre libertad y razón. Pero ambas surgen, en un primer momento, de una evolución biológica. Somos un error de la naturaleza, pues no vamos en consonancia con ella. De hecho, la hemos trascendido claramente. La cuestión ahora es: ¿cómo se produjo ese error?.



Partimos del hombre como último eslabón en la cadena evolutiva de determinado linaje, eslabón del que cabe decir que, con él, la evolución orgánica se trasciende a sí misma, dando lugar a la evolución cultural. Por tanto, el estudio del evolucionismo biológico nos permitirá comprender mejor nuestra dimensión antropológica, donde se inserta irremediablemente la moral como un rasgo distintivo y trasgresor. Hay dos acontecimientos que nos permiten comprender la emergencia de la razón como la consecuencia de una evolución biológica: la teoría de la evolución darwiniana y el desarrollo de la genética. Recientemente, se ha dado una convergencia entre ambos, originando así la teoría sintética de la evolución. Se ha demostrado científicamente que las variantes genéticas (mutaciones) pueden ser hereditarias. A este suceso hay que añadirle otro acontecimiento que encontramos patente en la naturaleza: la selección natural, un proceso que, tras la aparición de las mencionadas variantes, opera con fuerza de necesidad promoviendo la multiplicación de unas y la eliminación de otras, según sean sus efectos adaptativos en los organismos de que se trate. Dejando a un lado los detalles, podemos afirmar con rotundidad que esta teoría de la evolución ha supuesto toda una nueva visión del hombre y del concepto que nosotros tenemos del mismo. Se trata de toda una revolución, tanto o más importante que la revolución copernicana. Es revolución darwiniana nos ha abierto nuevos horizontes en nuestro afán de comprendernos a nosotros mismos, de la misma forma que la revolución copernicana permitía comprender el funcionamiento del universo en el que habitamos. Darwin nos ha aportado una nueva visión, la del hombre y la razón como un producto más o menos azaroso, condicionado por leyes naturales que permiten la supervivencia a aquellos que arbitrariamente han sido mejor adaptados. Y qué mejor adaptación que una razón consciente de su existencia y, por ende, tan transgresora que puede llegar a manejar o manipular el entorno que le rodea. Un ser al que se le ha dado, como resultado de un desarrollo biológico natural, la capacidad de crear su propia forma de comunicación abstracta, sus propios dioses, su propia cultura, y su propia moral. He ahí la razón que ha llevado a Habermas ha insistir reiteradamente en la necesidad de armonizar o hacer compatibles a Kant y Darwin. Sin embargo, he de admitir mi recelo a esa necesidad de complementariedad que nos plantea Habermas.



Esta última discrepancia puede parecer incoherente, más si tenemos en cuenta que he intentado una y otra vez determinar un origen natural o biológico de la razón y la libertad humanas. El problema que ahora planteo parte de una amenaza que se cierne sobre el hombre moderno: el reduccionismo biológico acorde con el cientificismo determinista propio de nuestra época. Se trata de la conciencia reducida a cerebro, de la desaparición del hombre como espíritu o de cualquiera otra consideración que invoque un sobrenaturalismo. No podemos negar la evidencia: todo lo que es el hombre, en su esencia, proviene de una raíz biológica. Ni siquiera la dimensión cultural humana está exenta de una explicación biológica, como gran exponente de una gran desarrollo natural que ha dado lugar a una facultad racional muy superior a la instintiva. Pero, ¿acaso no se está hablando aquí de un cerebro complejísimo, que ha propiciado la existencia de una razón que, pese a esa determinación fisiológica, ha llegado a trascender de tal forma que supera ampliamente el marco de lo físico? ¿¿no es esa precisamente la tragedia en la que el hombre se ve inevitablemente inmerso? ¿no consiste su libertad precisamente en este hecho?.



Darwin nos ha proporcionado las bases para determinar cuál es el origen de nuestra condición humana, el motivo real que originó en una especie muy peculiar el sentimiento de ser rechazados por la madre naturaleza. “La naturaleza es madre en el nacimiento, pero madrastra en el querer”, dijo Lompardi. La razón, ese don natural, adquirió una oscura conciencia de sí mismo como de algo que no se identifica con la naturaleza. Como afirma Fromm, “Cae en la cuenta de que le ha tocado un destino trágico: ser parte de la naturaleza y sin embargo trascenderla”. En es en ese momento, cuando la razón se conoce como libre, y se determina a sí misma. Esa es precisamente la idea de libertad kantiana. Ya no es la naturaleza la que dictamina el comportamiento, como lo hace con el resto de seres naturales, sino que la naturaleza racional del hombre se impone y crea sus propias leyes. El hombre, tal y como lo concibe Kant, se sitúa entre dos polos, entre dos mundos diferenciados: el sensible y el inteligible. Y de esa separación, de la tragedia de un ser cuya condición metafísica nace de lo físico, surge la libertad: “Pues ahora ya vemos que, cuando nos pensamos como libres, nos incluimos en el mundo inteligible, como miembros de él, y conocemos la autonomía de la voluntad con su consecuencia, que es la moralidad; pero, si nos pensamos como obligados, nos consideramos como pertenecientes al mundo sensible y, sin embargo, al mismo tiempo, al mundo inteligible también”. (F.M.C)



A través de toda esta reflexión en torno a la raíz biológica de la libertad y la moral, se nos presenta otra cuestión que no debemos desdeñar. La evolución nos has proporcionado los mecanismos que nos permiten identificarnos como seres libres. Desde la perspectiva kantiana, la libertad supone una capacidad autónoma de determinar nuestra propia voluntad a través de leyes que ella misma crea. Nuestra libertad consiste en imponernos nuestras propias restricciones. Sin embargo, esa capacidad de la que nos habla Kant, esa autonomía y esa libertad, ¿están ya impresas en los mecanismos que nos proporciona la evolución?. Si es así,¿cómo se manifiesta?. La razón necesita de una dimensión cultural, de una lingüística y una abstracción conceptual que sólo encontramos en el marco de esa segunda naturaleza: la cultura. Ella es la que sitúa a la razón en un plano metafísico. Si, como hemos señalado, la razón es el resultado de un proceso evolutivo, y esa razón está unida a un plano trascendental, ¿existe la posibilidad de un origen metafísico de la libertad?. A esa pregunta es a la que pretendo responder en el siguiente y último apartado.





3. El origen metafísico de la libertad. Una reflexión en torno a Heidegger y Levinas.



En el anterior capítulo he incidido en el desarrollo biológico como una condición de posibilidad que permite la emergencia de la libertad tal y como la conoce Kant. Pero, como ya he dicho antes, el problema de la libertad va más allá de un mero reduccionismo biológico. La explicación evolutiva, desde mi punto de vista, es una condición necesaria pero no suficiente. Kant considera que el mero hecho de preguntar de dónde surge la libertad es, de por sí, una cuestión contraproducente. Sencillamente, Kant la considera indemostrable, pese a admitirla como una suposición necesaria. Así pues, no podemos pretender hacer un análisis meramente científico de la libertad, atendiendo sólo a la facultad que la hace posible. Es conveniente recordar que la idea kantiana de libertad va asociada a un ámbito claramente moral, y que esa moral es una creación propiamente humana. La moral y todas las connotaciones que a ella van asociadas (la compasión, el deber, el arrepentimiento, el enjuiciamiento de las acciones, etc.) pertenecen a esa segunda naturaleza que, aunque nazca de la primera, la trasciende y se reconoce como distinta. Esa segunda naturaleza es la razón, tal y como la concibe Kant. Es el hombre el que posee esa naturaleza inteligible, obedeciendo a leyes autónomas basadas únicamente en la razón. Pero el propio Kant reconoce que el hombre también pertenece al mundo sensible, lo que le obliga también a acatar las leyes de la naturaleza. Sólo si el ser humano es capaz de aprehender a la vez su “yo” como inteligencia y como sensibilidad, podrá, entonces, considerarse libre y sentirse obligado por leyes morales. Así pues, la libertad surge cuando el hombre toma conciencia de su condición, cuando se ve a sí mismo como un ser trascendental en disonancia con una naturaleza a la que trágicamente se halla encadenado. En una sola frase: la libertad es la idea que surge de un razonamiento metafísico.



Desde esta nueva teoría, quiero dar a conocer dos posiciones que, si bien no nos aportan una solución definitiva, sí que nos proporcionan una cierta explicación al impactante nacimiento de la libertad en el ser. El problema es que, más que una solución, puede parecer una complejización, más si tenemos en cuenta que trata de dar respuestas metafísicas. No obstante, y en defensa de estos autores, podemos recurrir a razonamientos como el de Gádamer: “Lo racional de tales experiencias es justamente que en ellas se logra una comprensión de sí mismo. Y se pregunta si la razón no es mucho más racional cuando logra esa autocomprensión en algo que excede a la misma razón”. (Mito y Logos, 1981)



3. 1. La metafísica de la alteridad



El pensamiento de Levinas se centra en la relación que el “yo” se establece con lo “otro”, siendo éste último la causa de aquel. Dicha relación contiene implícitamente una cantidad notable de implicaciones ontológicas a las que no atenderé en este trabajo por razones obvias. Lo menester ahora es concretizar y extraer únicamente un contenido filosófico que, en torno a la idea moral de alteridad, permita determinar cómo acaece la libertad en el hombre.



Levinas fue un pensador cuyas raíces judías estaban muy presenten en toda su concepción filosófica del mundo. El judaísmo es una corriente que privilegia la ética como un valor fundamental, convirtiéndola en el eje central de toda su sabiduría. En Levinas, encontramos esa defensa ferviente de la moral como un principio justificador de la existencia. Es en la relación donde encontramos el sentido de la racionalización y, por tanto, el propio sentido de lo humano. Es el “otro” el que hace surgir en el “yo” la conciencia que, de entrada, es ya moral. “lo humano” surge como una obligación y compromiso con el otro que despierta la conciencia, ya moral, en el yo. En cierto modo, aquí se está hablando de una de las modalidades del imperativo categórico: “obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, como un fin al mismo tiempo, y nunca como un medio”(F.M.C.). Lo que nos averigua Levinas es que esa ley que la voluntad se construye para sí misma nace de una situación fáctica. Se trata del cara-a-caracon el otro, del acontecimiento metafísico de la alteridad. En tanto que existe el “otro” que me interpela, existe la moral y existe mi libertad. Yo actúo por el deber moral porque de hecho soy un ser racional existente que se conoce a sí mismo a través del “otro”. Hemos llegado otra vez a la explicación dual kantiana. Soy de una naturaleza racional, pero pertenezco a un entorno sensible, y es en ese entorno donde accedo fácticamente al “otro”. El “ego” (yo) es libre en tanto que existe un “alter ego”(otro yo). Por tanto, y en comparación con el argumento evolutivo, hemos dado un paso más, un salto cultural y filosófico. Ahora nuestra responsabilidad con el otro, que es un acontecer apriorístico, se torna anterior a la libertad. Es a priori puesto que surge antes de toda reflexión, como seres socialmente determinados desde el nacimiento. Es el otro el que marca la pauta de nuestra existencia, dejando de ser un medio de supervivencia, como ocurre en el resto de los seres vivos. Nuestra identidad la configura nuestra relación con los otros. Estamos obligados a seguir pautas morales y a determinar las consecuencias de las acciones ajenas. Somos capaces de considerar al otro un fin, es decir, podemos admitir su subjetividad particular y actuar por él mismo sin atender a nuestros propios intereses.



Kant estableció un nexo importante entre libertad y autonomía. Existe, como ya se dijo al principio del trabajo, una causalidad por libertad, exclusiva de la voluntad de los seres razonables. Se trata de una legalidad que la razón misma crea para sí. Ahora bien, Levinas establece una condición para que pueda darse ese fenómeno: la exhortación moral que proviene del “otro”. El “otro” representa un espejo sin el cual no hay una imagen reflejada de nuestro ser. Sin la motivación del alter ego jamás seríamos libres. Es más, ni siquiera podríamos conceptualizar nuestra realidad ni aportar sentido alguno a la misma. En palabras del propio Levinas: “El recibimiento del “otro” es el comienzo de la conciencia moral. Su existencia justificada es el hecho primero, el sinónimo de su perfección misma. Y el “otro” puede investirme e investir mi libertad por sí misma arbitraria, es porque yo mismo puedo sentirme, a fin de cuentas, como el “otro” del “otro”. (E. Levinas,“Totalidad e infinito” )



3.2. Libertad como una consecuencia de la “nada”.



En este último capítulo voy a comentar unas cuantas ideas heideggerianas a propósito de la libertad, que él plantea como una consecuencia necesaria de la patencia en el ser de la “nada”. Aunque se trata de una teoría metafísica interesante, ésta está dotada de un grado de dificultad elevado, más si tenemos en cuenta el inusual estilo con el que Heiddeger expone sus tesis. Por tanto, me centraré, sin ahondar demasiado, en un ensayo titulado “Qué es metafísica” y en su obra central “Ser y tiempo”.



Para Heidegger, todo arranca de la nada, y la nada está en el corazón del ser. Pero, ¿de dónde surge en el ser la pregunta por la nada, es decir, cuando se concibe así mismo como una nada?. Surge del sentimiento de la angustia: “en la angustia nos sale al paso la nada a una con el ente en total”. La nada surge en la angustia, un sentimiento que se manifiesta en el ser cuando éste toma conciencia de la caducidad del ente. Y ese fenómeno, esa angustia conlleva en el ser una sensación extrañamiento. Volvemos al razonamiento que encontrábamos en el segundo capítulo de este trabajo: el ser, con su distinción racional, toma distancia con respecto a la naturaleza, sintiéndose un ser ajeno, extrañamente diferenciado y consciente de sí mismo. Es en ese momento cuando se origina la trascendencia del ser, con lo que éste se torna autónomo y nace la libertad.



El problema ahora es que Heidegger no hace uso de un argumento científico, es más, lo rechaza tajantemente: “la ciencia abandona la nada con indiferencia desde su altura como aquello que no hay”. La moral, y con ella la libertad, tal vez tengan un origen biológico, tal y como antes intentaba demostrar, pero eso no basta para explicar su advenimiento. Es necesario dar un paso más, percatarnos de nuestra privilegiada condición, y dejar paso a la angustia propia de un ser autónomamente reglado. Según Heidegger, para comprendernos y sentirnos libres necesitamos la experiencia interna de la “nada”: “sin la originaria patencia de la nada no hay mismidad ni hay libertad”. El ser se comprende a sí mismo como único, y reconoce en los otros sus respectivas identidades. Ante esa situación, ha de crear una moral y una ética, pues se trata juzgar a seres demasiado inteligentes, tanto que no sólo poseen un miedo instintivo ante la muerte, sino que son capaces de comprender el proceso y reconocerse como entes caducos. Otra vez tenemos aquí también la dualidad: el ser es nada, pero además la razón puede acceder a esa verdad, sintiéndose por ello “angustiosamente” libre. La moral es precisamente el ámbito donde encontramos esa confrontación, donde la razón se alza sobre lo empírico. Pero, como descubrió Kant, ese acto de trascendencia consiste en hallar la fórmula correcta para actuar precisamente en el mundo empírico. En eso consiste realmente la libertad, y todo lo dicho hasta aquí son sólo vagos intentos de explicar ese hecho claramente palpable.

Variaciones sobre el origen de la libertad en el hombre. José Simón Marín


ÍNDICE
1. LA MORALIDAD Y LA LIBERTAD EN KANT
2. EL ORIGEN BIOLÓGICO DE LA LIBERTAD: UN RAZÓN

JOSÉ SIMÓN MARÍN

ANTROPOLÓGICA
3. EL ORIGEN METAFÍSICO DE LA LIBERTAD: UNA REFLEXIÓN EN TORNO A HEIDEGGER Y LEVINAS
3.1. LA METAFÍSICA DE LA ALTERIDAD
3.2. LIBERTAD COMO CONSECUENCIA DE LA “NADA” 


1. La moralidad y la libertad en Kant
Este primer apartado pretende dar a conocer al lector en qué consiste el pensamiento moral de Kant, atendiendo especialmente a las ideas que pueblan las nociones kantianas de libertad y de autonomía. Es preciso señalar que este primer capítulo no será una mera descripción introductoria de la moral kantiana, pues también pretende indagar e interpretar, de una forma más o menos subjetiva, en los contenidos de dicha moral. Esta tarea interpretativa resulta necesaria, pues sólo a través de ella podremos dar conocer ese anhelado origen de la libertad que, con mayor o menor credibilidad, encontramos en los autores que se estudian en este trabajo. Por tanto, me he visto en la obligación de introducir primeramente a Kant, para luego dar un mayor protagonismo a la antropología y biología, así como a las doctrinas metafísicas de Levinas y Heidegger. Pero reitero que estos últimos autores sólo podrán ser estudiados a la luz del análisis moral kantiano, única forma de adentrarse en el aparentemente inaccesible marco de lo suprasensible.
Así pues, es menester empezar la exposición de este primer apartado adentrándonos en la idea de voluntad kantiana que, unida a la noción del deber, servirán como introducción a su concepción de libertad. En un primer momento, debemos atender a lo que Kant llama buena voluntad. Kant parte de un factum indudable: la existencia de lo práctico. La existencia de las leyes prácticas no necesita siquiera una demostración, puesto que es algo inherente a toda experiencia moral. Teniendo en cuenta la naturaleza moral del hombre, esa experiencia la encontramos en todo sujeto humano y, junto a ella, la leyes que la determinan. En palabras de Kant: “Este supuesto (que existan leyes prácticas) puede asumirlo razonablemente, no sólo acudiendo a las demás demostraciones de los moralistas más ilustres, sino al juicio ético de todo hombre que quiera concebir esa ley con claridad”. A partir de este razonamiento, podemos deducir que Kant piensa en la moral y en sus leyes como una propiedad esencialmente humana. También podemos presagiar hacia dónde lleva el pensamiento moral kantiano y qué problemas o vacíos plantea. Me refiero a la persistencia de Kant en pensar una moral que simplemente adviene, una reglamentación que simplemente hallamos unida a nuestro ser, y cuyo comienzo se nos escapa por completo. La ley moral conmueve de tal forma a nuestro autor que se torna un ámbito metafísico cuyo origen se presenta tan enigmático y sublime como el del propio cosmos: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuando con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí...” (C.R.P).
Dejando a un lado esta última consideración, y retomando la idea de buena voluntad, hay que señalar que Kant nos presenta esta noción como el criterio último para juzgar los actos humanos. Es el valor absoluto de la moralidad, pues el único bien en sí. El fin último del hombre es alcanzar la moralidad y la buena voluntad. Kant no considera la felicidad como el bien primordial. De hecho, el hombre, a diferencia del animal, se le ha dotado de una capacidad racional que va más allá de la búsqueda de una felicidad en la satisfacción inmediata. Desde de mi punto de vista, entramos en otro aspecto importante que determina la existencia de la libertad en un ser racional. La razón no puede dirigir sus esfuerzos en alcanzar una felicidad que se le presenta al instinto como una empresa mucho más factible y necesaria. La razón implica autonomía, y ésta contrasta fácilmente con la heteronomía propia de la naturaleza. Por tanto, se trata de una segunda naturaleza que se impone leyes de índole muy diferente. No obstante, todo esto queda mejor plasmado en la concepción kantiana del deber, muy unida a la mencionada idea de buena voluntad. El deber nos sirve para fundamentar una moral que no atiende a una búsqueda de la felicidad inmediata. Se trata de una voluntad donde prima el deber sobre cualquier inclinación. Hay que basar la moral en la obligación, y debemos hacer el bien, no por inclinación sino por el deber. Vemos otro elemento que nos separa de lo natural en pos de lo racional, y nos acerca al pensamiento de Levinas, tal y como veremos en el tercer punto del presente trabajo. Se trata de actuar moralmente no atendiendo a fines particulares, es decir, absteniéndose de un sentimiento ulteriormente beneficioso o de un fin preestablecido, sino una moral que se rija por la acción desinteresada nacida de un sentimiento de respeto a la ley moral: Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con esta todo objeto de la voluntad no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley, y, por tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas las inclinaciones. (F.M.C.) Se trata del deber considerado como una obediencia a la ley. Sólo un ser racional puede obrar según la representación de las leyes, y eso es lo que nos difiere de lo no-humano: la voluntad. La voluntad es la razón pura práctica, nuestra capacidad de actuar según principios. Y ha de haber una norma universal que, sin atender a los efectos que de ella se espera, determine a dicha voluntad. Norma que encontramos en el imperativo categórico: “obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”. Detrás de esta norma que la razón misma se impone se esconde toda una serie de implicaciones que culminan en la patencia de una autonomía moral determinante y ,con ella, la constatación de la libertad como una propiedad esencial del hombre.
Así pues, la razón crea para sí misma una ley. La racionalidad de la ley es lo que caracteriza a la autonomía. La voluntad es autónoma en tanto que puede crear la ley que ella misma se impone, convirtiéndose así en legisladora de una ley universal a la que se somete. La voluntad es autónoma y, por ende libre, no por ausencia de leyes sino, muy al contrario, por regirse según una ley racional que ella misma crea. Pero si lo determinante en la moral son las reglas y teniendo en cuenta que las reglas son, de por sí, coercitivas... ¿qué lugar ocupa aquí la libertad?¿tiene siquiera cabida?. Pues bien, la libertad no sólo ocupa un lugar destacado, sino que se presenta como el fundamento de toda la moralidad. De hecho, Kant pretende demostrar la realidad de la moralidad a través de la demostración previa de la existencia de la libertad. Necesita también de la libertad para precisar el sentido real de la noción de autonomía, una autonomía que se nos presenta como la autodeterminación de la voluntad.
¿En qué consiste la libertad de la voluntad?. La voluntad es libre en tanto que autónoma. Su libertad, por tanto, consiste en la propiedad de ser una ley para sí misma. Es libre debido a que tiene la posibilidad de crear e imponerse una ley. Pero esto, en un primer momento, puede parecernos contradictorio. Es evidente que una ley implica siempre determinismo y, en consecuencia, ausencia de libertad, y si la voluntad está determinada por leyes, parece, entonces que, de ningún modo podría ser libre. Pero precisamente la autonomía es la que logra salvar este escollo, en apariencia grave. La libertad se presenta como una capacidad autónoma, de una voluntad que puede determinarse así misma. No necesita obrar atendiendo a estímulos sensibles u otras causas externas, no necesita obedecer a la causalidad natural. Al contrario, ahora encontramos otro tipo de causalidad, la causalidad por libertad, exclusiva del ser racional. En palabras de Kant: “Pues bien, yo afirmo: que a todo ser racional que tiene una voluntad debemos concederle necesariamente también la idea de libertad, únicamente bajo la cual obra (...) , tenemos que atribuir a todo ser dotado de razón y voluntad esta propiedad de determinarse a obrar bajo la idea de su libertad”(F.M.C.)
Por tanto, Kant se ve obligado, como ya he señalado antes, a demostrar la realidad de la libertad para luego inferir la validez del principio supremo de la moralidad. Libertad y moralidad se complementan, y no podemos utilizar uno de ellos para justificar el otro, pues caeríamos en un círculo vicioso. Kant propone otra solución: deducir ambas de nuestra naturaleza inteligible. El hombre se encuentra inevitablemente inmerso entre dos ámbitos bien diferenciados: lo nouménico o mundo inteligible y lo fenoménico o mundo sensible. Se trata del eterno debate de un ser trascendental empíricamente determinado. Efectivamente, desde mi punto de vista, la libertad del hombre nace de ese conflicto. Se trata de un ser biológicamente determinado pero con una facultad que le encomienda a trascender. Esa facultad, cómo no, la encontramos en la razón, única fuente de la moralidad. La razón, tal y como nos demuestra el propio Kant, posee un uso teórico pero también un uso práctico. La moral es una experiencia que nace también de la razón. Nadie niega que no necesitemos del sentimiento, pero sólo como condición de posibilidad de una moral nacida en la dignísima facultad racional del hombre. Nos compadecemos porque comprendemos la situación marginal del otro. Por tanto, todo es producto de una situación peculiar donde el ser racional ha de juzgar las acciones de sus semejantes y las suyas propias. Está obligado a ello, y es ahí donde radica su libertad. Es uno de los síntomas propios de un ser que ha superado el nivel de lo instintivo, y se ha demarcado de unas leyes de la naturaleza en pos de unas leyes propias. Un ser metafísico con doble naturaleza, la biológica y la cultural. En este trabajo pretendo demostrar que la libertad se origina en tres niveles: uno antropológico, donde la dimensión cultural del hombre nace de una evolución biológica que nos libera de lo instintivo, el nivel de la alteridad, la libertad como un producto que surge en la interrelación humana, y otro plenamente metafísico, donde se produce la gran escisión entre el ser trascendental y el ser cotidiano.
La temática que sigue está dirigida a solucionar uno de los interrogantes que deja Kant en su obra: explicar cómo la libertad es posible. No podemos conocer la libertad, pues es sólo una idea que no se nos muestra en la experiencia empírica. Se trata de una razón que está obligada a ser autónoma, a ser moral, a crear reglas, pero que no puede dar cuenta de dónde procede dicha capacidad. Supongo que se trata de una empresa demasiado difícil y arriesgada, más si tenemos en cuenta que a la razón, por esencia libre, se le puede presentar como contraproducente el preguntar por el origen de esa capacidad. No obstante, voy a hacer un esfuerzo, con todos los respetos hacia el propio Kant, por hallar cuál puede ser la raíz de una razón que se conoce libre, y que trasciende de tal forma que su naturaleza se presenta como distante, es decir, como contraria a la ley natural. Somos el gran error de la naturaleza, pues ella nos ha dado la capacidad de determinar nuestra voluntad según nuestra propia ley, nos ha creado libres. Ahora se trata de dar respuesta a ese gran interrogante: ¿de dónde nace nuestra libertad?


2.El origen biológico de la libertad: una razón antropológica


El siguiente fragmento puede servir de inicio y a la vez de tesis central de este segundo capítulo: “La existencia humana empieza cuando el grado de fijación instintiva de la conducta es inferior a cierto límite; cuando la adaptación a la naturaleza deja de tener carácter coercitivo; cuando la manera de obrar ya no es fijada por mecanismos hereditarios. En otras palabras, la existencia humana y la libertad son inseparables desde un principio. La noción de libertad se emplea no en el sentido positivo de libertad para, sino en el sentido negativo de libertad de, es decir liberación de la determinación instintiva del obrar”. (E.Fromm, “el miedo a la libertad”).
El ser humano, en su esencia, comienza cuando se produce la incursión de la libertad en la naturaleza. La razón es libre de la determinación biológica propia del instinto. Si contemplamos el resto de los seres vivos nos será fácil percatarnos de la armonía que se manifiesta entre sus vidas y el entorno natural. Sin embargo, el hombre, gracias a la facultad racional, es libre en el sentido negativo de la palabra libertad: es libre del estado armonioso y feliz que se da en el medio natural. Por eso dice Kant que la moral no puede tener como objeto la obtención de la felicidad, pues está se nos escapa por nuestra propia esencia. Somos demasiado conscientes de nuestra realidad, somos demasiado únicos, tenemos una autonomía que nos define. En definitiva, somos libres. Pero reitero una vez más la pregunta: ¿cómo hemos llegado a ser libres?. La evolución biológica, en un determinado momento, creó una especie con una facultad racional distintiva. Un ser desprovisto de la determinación instintiva, pero dotado de una conciencia plena de su ser y de su mundo. Se trata de una especie que carece de un aparato instintivo típico, lo cual repercute desde su nacimiento en una debilidad: depende de sus padres durante un tiempo más largo que cualquier otro animal y sus reacciones al medio ambiente son menos rápidas y menos eficientes que las reacciones automáticamente reguladas por el instinto. Pero, como bien señala Fromm, la debilidad biológica del hombre es la condición de la cultura humana. El hombre, y con él esa segunda naturaleza que llamamos cultura (donde también encontramos el ámbito de la moral), irrumpen en el mundo y se convierten en elementos de choque, en fuerzas disarmónicas. La razón se convierte en un elemento claro de trascendencia, y debido a esa condición, también se torna una fuerza trasgresora. Esa trasgresión la encontramos, junto a otros caracteres culturales, en la moral.
La moral nos distancia del animal, es una clara condición de posibilidad de lo humano. Donde haya un hombre, en él existirá la moral, como una consecuencia lógica de su situación de libertad. El animal carece de esa dimensión moral, pues no tiene capacidad intelectiva capaz de determinar una buena o mala acción. De hecho, ni siquiera es libre en la acción, pues no puede actuar según una determinación de su propia voluntad. La voluntad, tal y como la concibe Kant, requiere de un espíritu que sea capaz de determinarse según principios. La voluntad del animal es la voluntad de la propia naturaleza. Sus acciones no son más que una cadena ininterrumpida que se inicia con un estímulo y termina con un tipo de conducta más o menos determinado, que elimina la tensión creada por el estímulo. En este sentido, Schopenhauer se nos presenta como un pensador muy clarividente al respecto, con su teoría de una única voluntad animal, la voluntad de vivir: “hay una tendencia exagerada a perpetuar y a conservar la vida que no se deriva de un conocimiento objetivo del valor de la vida, el impulso no se debe a ningún conocimiento o fin, sino que parece que todos los seres son movidos por una energía invisible” (A.Schopenhauer, “el mundo como voluntad y representación”).
Efectivamente, todos los seres se rigen por una especie de ley invisible que le lleva a obrar sólo para su supervivencia. Todos, excepto el ser racional. Es en esta última modalidad de ser donde encontramos una autonomía en la voluntad, una capacidad para determinar sus propias leyes. De ahí que el hombre, en un acto que nos conduce a lo sublime y, con él, a lo suprasensible, pueda ser consciente de las implicaciones éticas de su acto. Puede darse el caso, como de hecho se ha dado, de que un determinado sujeto juzgue una determinada acción suya tan negativamente que llegue a suicidarse para pagar la deuda que tiene consigo mismo. El hombre ha roto la cadena que encontrábamos en el animal, y el suicidio es una buena prueba de ello. Sus acciones no tienen que ir obligatoriamente encaminadas a su supervivencia, y puede llegar a primar determinados aspectos (de índole cultural y moral) por encima de su propia vida. No persigue una ley pre-establecida, sino que racionalmente puede ir más allá de las condiciones que impone el marco de lo sensible, podemos trascender los impulsos de la sensibilidad a través de leyes creadas desde y para la razón, y es ahí donde radica verdaderamente la libertad.
Pero con este último razonamiento, únicamente hemos delimitado lo que nos separa del género animal y de la propia naturaleza. También hemos realizado una analogía entre libertad y razón. Pero ambas surgen, en un primer momento, de una evolución biológica. Somos un error de la naturaleza, pues no vamos en consonancia con ella. De hecho, la hemos trascendido claramente. La cuestión ahora es: ¿cómo se produjo ese error?.
Partimos del hombre como último eslabón en la cadena evolutiva de determinado linaje, eslabón del que cabe decir que, con él, la evolución orgánica se trasciende a sí misma, dando lugar a la evolución cultural. Por tanto, el estudio del evolucionismo biológico nos permitirá comprender mejor nuestra dimensión antropológica, donde se inserta irremediablemente la moral como un rasgo distintivo y trasgresor. Hay dos acontecimientos que nos permiten comprender la emergencia de la razón como la consecuencia de una evolución biológica: la teoría de la evolución darwiniana y el desarrollo de la genética. Recientemente, se ha dado una convergencia entre ambos, originando así la teoría sintética de la evolución. Se ha demostrado científicamente que las variantes genéticas (mutaciones) pueden ser hereditarias. A este suceso hay que añadirle otro acontecimiento que encontramos patente en la naturaleza: la selección natural, un proceso que, tras la aparición de las mencionadas variantes, opera con fuerza de necesidad promoviendo la multiplicación de unas y la eliminación de otras, según sean sus efectos adaptativos en los organismos de que se trate. Dejando a un lado los detalles, podemos afirmar con rotundidad que esta teoría de la evolución ha supuesto toda una nueva visión del hombre y del concepto que nosotros tenemos del mismo. Se trata de toda una revolución, tanto o más importante que la revolución copernicana. Es revolución darwiniana nos ha abierto nuevos horizontes en nuestro afán de comprendernos a nosotros mismos, de la misma forma que la revolución copernicana permitía comprender el funcionamiento del universo en el que habitamos. Darwin nos ha aportado una nueva visión, la del hombre y la razón como un producto más o menos azaroso, condicionado por leyes naturales que permiten la supervivencia a aquellos que arbitrariamente han sido mejor adaptados. Y qué mejor adaptación que una razón consciente de su existencia y, por ende, tan transgresora que puede llegar a manejar o manipular el entorno que le rodea. Un ser al que se le ha dado, como resultado de un desarrollo biológico natural, la capacidad de crear su propia forma de comunicación abstracta, sus propios dioses, su propia cultura, y su propia moral. He ahí la razón que ha llevado a Habermas ha insistir reiteradamente en la necesidad de armonizar o hacer compatibles a Kant y Darwin. Sin embargo, he de admitir mi recelo a esa necesidad de complementariedad que nos plantea Habermas.
Esta última discrepancia puede parecer incoherente, más si tenemos en cuenta que he intentado una y otra vez determinar un origen natural o biológico de la razón y la libertad humanas. El problema que ahora planteo parte de una amenaza que se cierne sobre el hombre moderno: el reduccionismo biológico acorde con el cientificismo determinista propio de nuestra época. Se trata de la conciencia reducida a cerebro, de la desaparición del hombre como espíritu o de cualquiera otra consideración que invoque un sobrenaturalismo. No podemos negar la evidencia: todo lo que es el hombre, en su esencia, proviene de una raíz biológica. Ni siquiera la dimensión cultural humana está exenta de una explicación biológica, como gran exponente de una gran desarrollo natural que ha dado lugar a una facultad racional muy superior a la instintiva. Pero, ¿acaso no se está hablando aquí de un cerebro complejísimo, que ha propiciado la existencia de una razón que, pese a esa determinación fisiológica, ha llegado a trascender de tal forma que supera ampliamente el marco de lo físico? ¿¿no es esa precisamente la tragedia en la que el hombre se ve inevitablemente inmerso? ¿no consiste su libertad precisamente en este hecho?.
Darwin nos ha proporcionado las bases para determinar cuál es el origen de nuestra condición humana, el motivo real que originó en una especie muy peculiar el sentimiento de ser rechazados por la madre naturaleza. “La naturaleza es madre en el nacimiento, pero madrastra en el querer”, dijo Lompardi. La razón, ese don natural, adquirió una oscura conciencia de sí mismo como de algo que no se identifica con la naturaleza. Como afirma Fromm, “Cae en la cuenta de que le ha tocado un destino trágico: ser parte de la naturaleza y sin embargo trascenderla”. En es en ese momento, cuando la razón se conoce como libre, y se determina a sí misma. Esa es precisamente la idea de libertad kantiana. Ya no es la naturaleza la que dictamina el comportamiento, como lo hace con el resto de seres naturales, sino que la naturaleza racional del hombre se impone y crea sus propias leyes. El hombre, tal y como lo concibe Kant, se sitúa entre dos polos, entre dos mundos diferenciados: el sensible y el inteligible. Y de esa separación, de la tragedia de un ser cuya condición metafísica nace de lo físico, surge la libertad: “Pues ahora ya vemos que, cuando nos pensamos como libres, nos incluimos en el mundo inteligible, como miembros de él, y conocemos la autonomía de la voluntad con su consecuencia, que es la moralidad; pero, si nos pensamos como obligados, nos consideramos como pertenecientes al mundo sensible y, sin embargo, al mismo tiempo, al mundo inteligible también”. (F.M.C)
A través de toda esta reflexión en torno a la raíz biológica de la libertad y la moral, se nos presenta otra cuestión que no debemos desdeñar. La evolución nos has proporcionado los mecanismos que nos permiten identificarnos como seres libres. Desde la perspectiva kantiana, la libertad supone una capacidad autónoma de determinar nuestra propia voluntad a través de leyes que ella misma crea. Nuestra libertad consiste en imponernos nuestras propias restricciones. Sin embargo, esa capacidad de la que nos habla Kant, esa autonomía y esa libertad, ¿están ya impresas en los mecanismos que nos proporciona la evolución?. Si es así,¿cómo se manifiesta?. La razón necesita de una dimensión cultural, de una lingüística y una abstracción conceptual que sólo encontramos en el marco de esa segunda naturaleza: la cultura. Ella es la que sitúa a la razón en un plano metafísico. Si, como hemos señalado, la razón es el resultado de un proceso evolutivo, y esa razón está unida a un plano trascendental, ¿existe la posibilidad de un origen metafísico de la libertad?. A esa pregunta es a la que pretendo responder en el siguiente y último apartado. 


3. El origen metafísico de la libertad. Una reflexión en torno a Heidegger y Levinas.


En el anterior capítulo he incidido en el desarrollo biológico como una condición de posibilidad que permite la emergencia de la libertad tal y como la conoce Kant. Pero, como ya he dicho antes, el problema de la libertad va más allá de un mero reduccionismo biológico. La explicación evolutiva, desde mi punto de vista, es una condición necesaria pero no suficiente. Kant considera que el mero hecho de preguntar de dónde surge la libertad es, de por sí, una cuestión contraproducente. Sencillamente, Kant la considera indemostrable, pese a admitirla como una suposición necesaria. Así pues, no podemos pretender hacer un análisis meramente científico de la libertad, atendiendo sólo a la facultad que la hace posible. Es conveniente recordar que la idea kantiana de libertad va asociada a un ámbito claramente moral, y que esa moral es una creación propiamente humana. La moral y todas las connotaciones que a ella van asociadas (la compasión, el deber, el arrepentimiento, el enjuiciamiento de las acciones, etc.) pertenecen a esa segunda naturaleza que, aunque nazca de la primera, la trasciende y se reconoce como distinta. Esa segunda naturaleza es la razón, tal y como la concibe Kant. Es el hombre el que posee esa naturaleza inteligible, obedeciendo a leyes autónomas basadas únicamente en la razón. Pero el propio Kant reconoce que el hombre también pertenece al mundo sensible, lo que le obliga también a acatar las leyes de la naturaleza. Sólo si el ser humano es capaz de aprehender a la vez su “yo” como inteligencia y como sensibilidad, podrá, entonces, considerarse libre y sentirse obligado por leyes morales. Así pues, la libertad surge cuando el hombre toma conciencia de su condición, cuando se ve a sí mismo como un ser trascendental en disonancia con una naturaleza a la que trágicamente se halla encadenado. En una sola frase: la libertad es la idea que surge de un razonamiento metafísico.
Desde esta nueva teoría, quiero dar a conocer dos posiciones que, si bien no nos aportan una solución definitiva, sí que nos proporcionan una cierta explicación al impactante nacimiento de la libertad en el ser. El problema es que, más que una solución, puede parecer una complejización, más si tenemos en cuenta que trata de dar respuestas metafísicas. No obstante, y en defensa de estos autores, podemos recurrir a razonamientos como el de Gádamer: “Lo racional de tales experiencias es justamente que en ellas se logra una comprensión de sí mismo. Y se pregunta si la razón no es mucho más racional cuando logra esa autocomprensión en algo que excede a la misma razón”. (Mito y Logos, 1981)


3. 1. La metafísica de la alteridad


El pensamiento de Levinas se centra en la relación que el “yo” se establece con lo “otro”, siendo éste último la causa de aquel. Dicha relación contiene implícitamente una cantidad notable de implicaciones ontológicas a las que no atenderé en este trabajo por razones obvias. Lo menester ahora es concretizar y extraer únicamente un contenido filosófico que, en torno a la idea moral de alteridad, permita determinar cómo acaece la libertad en el hombre.
Levinas fue un pensador cuyas raíces judías estaban muy presenten en toda su concepción filosófica del mundo. El judaísmo es una corriente que privilegia la ética como un valor fundamental, convirtiéndola en el eje central de toda su sabiduría. En Levinas, encontramos esa defensa ferviente de la moral como un principio justificador de la existencia. Es en la relación donde encontramos el sentido de la racionalización y, por tanto, el propio sentido de lo humano. Es el “otro” el que hace surgir en el “yo” la conciencia que, de entrada, es ya moral. “lo humano” surge como una obligación y compromiso con el otro que despierta la conciencia, ya moral, en el yo. En cierto modo, aquí se está hablando de una de las modalidades del imperativo categórico: “obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, como un fin al mismo tiempo, y nunca como un medio”(F.M.C.). Lo que nos averigua Levinas es que esa ley que la voluntad se construye para sí misma nace de una situación fáctica. Se trata del cara-a-caracon el otro, del acontecimiento metafísico de la alteridad. En tanto que existe el “otro” que me interpela, existe la moral y existe mi libertad. Yo actúo por el deber moral porque de hecho soy un ser racional existente que se conoce a sí mismo a través del “otro”. Hemos llegado otra vez a la explicación dual kantiana. Soy de una naturaleza racional, pero pertenezco a un entorno sensible, y es en ese entorno donde accedo fácticamente al “otro”. El “ego” (yo) es libre en tanto que existe un “alter ego”(otro yo). Por tanto, y en comparación con el argumento evolutivo, hemos dado un paso más, un salto cultural y filosófico. Ahora nuestra responsabilidad con el otro, que es un acontecer apriorístico, se torna anterior a la libertad. Es a priori puesto que surge antes de toda reflexión, como seres socialmente determinados desde el nacimiento. Es el otro el que marca la pauta de nuestra existencia, dejando de ser un medio de supervivencia, como ocurre en el resto de los seres vivos. Nuestra identidad la configura nuestra relación con los otros. Estamos obligados a seguir pautas morales y a determinar las consecuencias de las acciones ajenas. Somos capaces de considerar al otro un fin, es decir, podemos admitir su subjetividad particular y actuar por él mismo sin atender a nuestros propios intereses.
Kant estableció un nexo importante entre libertad y autonomía. Existe, como ya se dijo al principio del trabajo, una causalidad por libertad, exclusiva de la voluntad de los seres razonables. Se trata de una legalidad que la razón misma crea para sí. Ahora bien, Levinas establece una condición para que pueda darse ese fenómeno: la exhortación moral que proviene del “otro”. El “otro” representa un espejo sin el cual no hay una imagen reflejada de nuestro ser. Sin la motivación del alter ego jamás seríamos libres. Es más, ni siquiera podríamos conceptualizar nuestra realidad ni aportar sentido alguno a la misma. En palabras del propio Levinas: “El recibimiento del “otro” es el comienzo de la conciencia moral. Su existencia justificada es el hecho primero, el sinónimo de su perfección misma. Y el “otro” puede investirme e investir mi libertad por sí misma arbitraria, es porque yo mismo puedo sentirme, a fin de cuentas, como el “otro” del “otro””. (E. Levinas,“Totalidad e infinito” )


3.2. Libertad como una consecuencia de la “nada”.


En este último capítulo voy a comentar unas cuantas ideas heideggerianas a propósito de la libertad, que él plantea como una consecuencia necesaria de la patencia en el ser de la “nada”. Aunque se trata de una teoría metafísica interesante, ésta está dotada de un grado de dificultad elevado, más si tenemos en cuenta el inusual estilo con el que Heiddeger expone sus tesis. Por tanto, me centraré, sin ahondar demasiado, en un ensayo titulado “Qué es metafísica” y en su obra central “Ser y tiempo”.
Para Heidegger, todo arranca de la nada, y la nada está en el corazón del ser. Pero, ¿de dónde surge en el ser la pregunta por la nada, es decir, cuando se concibe así mismo como una nada?. Surge del sentimiento de la angustia: “en la angustia nos sale al paso la nada a una con el ente en total”. La nada surge en la angustia, un sentimiento que se manifiesta en el ser cuando éste toma conciencia de la caducidad del ente. Y ese fenómeno, esa angustia conlleva en el ser una sensación extrañamiento. Volvemos al razonamiento que encontrábamos en el segundo capítulo de este trabajo: el ser, con su distinción racional, toma distancia con respecto a la naturaleza, sintiéndose un ser ajeno, extrañamente diferenciado y consciente de sí mismo. Es en ese momento cuando se origina la trascendencia del ser, con lo que éste se torna autónomo y nace la libertad.
El problema ahora es que Heidegger no hace uso de un argumento científico, es más, lo rechaza tajantemente: “la ciencia abandona la nada con indiferencia desde su altura como aquello que no hay”. La moral, y con ella la libertad, tal vez tengan un origen biológico, tal y como antes intentaba demostrar, pero eso no basta para explicar su advenimiento. Es necesario dar un paso más, percatarnos de nuestra privilegiada condición, y dejar paso a la angustia propia de un ser autónomamente reglado. Según Heidegger, para comprendernos y sentirnos libres necesitamos la experiencia interna de la “nada”: “sin la originaria patencia de la nada no hay mismidad ni hay libertad”. El ser se comprende a sí mismo como único, y reconoce en los otros sus respectivas identidades. Ante esa situación, ha de crear una moral y una ética, pues se trata juzgar a seres demasiado inteligentes, tanto que no sólo poseen un miedo instintivo ante la muerte, sino que son capaces de comprender el proceso y reconocerse como entes caducos. Otra vez tenemos aquí también la dualidad: el ser es nada, pero además la razón puede acceder a esa verdad, sintiéndose por ello “angustiosamente” libre. La moral es precisamente el ámbito donde encontramos esa confrontación, donde la razón se alza sobre lo empírico. Pero, como descubrió Kant, ese acto de trascendencia consiste en hallar la fórmula correcta para actuar precisamente en el mundo empírico. En eso consiste realmente la libertad, y todo lo dicho hasta aquí son sólo vagos intentos de explicar ese hecho claramente palpable.