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Celeste.


CELESTE

Cuento de                               Carlos Almira Picazo


Mi primer pensamiento al despertar poco a poco, al salir de un sopor que ya duraba en exceso, fue que hacía demasiado calor y había demasiada luz allí. Luego volví, como el nadador que se empecina en ganar la orilla, a buscar la Polaroid de la que tanto habíamos hablado. Más moderna que la tuya. Me cercioré como pude de que estaba dispuesta correctamente en su sitio. Sólo entonces renuncié a entreabrir los párpados y a descifrar los retazos de conversaciones que aún me llegaban, lejanas, como en una lengua extranjera.

Cuando yo tenía once o doce años mi mejor amiga, Celeste, murió repentinamente de meningitis. Solíamos jugar en un rincón del patio, solas y rechazadas, entregadas a nuestras revelaciones. Nos habíamos jurado que la primera que muriese de las dos volvería para contar sus experiencias, y durante años yo esperé a Celeste sin desmayo. Cuando me establecí como parasicóloga adopté su nombre convencida de que, tarde o temprano, cumpliría la promesa lejana de nuestra infancia.

Nunca he dudado que existe un más allá igual que existe un revés en los objetos o una cara oculta en las personas. Esto no tiene nada que ver con la Religión sino con el sentido común. Del mismo modo que avanza la Ciencia, avanza el conocimiento de Eso, y la gente un día se sorprenderá de no haberlo aceptado antes con toda naturalidad, como cuando Galileo dijo que el sol no se movía contra lo que evidencian nuestros ojos. Dios, repito, no tiene nada que ver, ya sea enarbolado por charlatanes o visionarios, y que exista o no, no cambia un ápice el asunto.

Celeste y yo descubrimos que la mente puede anticiparse a los hechos. El futuro no ya el de las personas sino el futuro del Universo, ya ha pasado o mejor dicho, vuelve continuamente a su origen. Por lo tanto, ha dejado y deja inevitablemente sus huellas, con trazos indelebles. Bajo esta premisa, que entonces por supuesto no podíamos explicar, nos entregábamos a nuestras adivinaciones casi jugando como era propio a nuestra edad. Usábamos medios que hoy nos harían sonreír por pueriles: huesos de fruta, muñecas, guantes, ¿pero qué importa? ¡Cuánto charlatán de hoy, con una baraja de Tarot, se hubiera reído entonces, ávido y práctico como un cura de la Edad Media ante las supersticiones y la fe profunda en la Magia de sus siervos!

Donde los demás veían fenómenos nosotros veíamos imágenes, anticipos. Cerca de nuestra escuela había un río que se secaba a final de Curso. Entonces Celeste y yo veíamos el verdadero camino del agua, aunque no lo comprendiésemos, rozábamos sin saberlo la esencia de Eso.

¡Celeste! ¡Tus doce años y mis sesenta van a reunirse al fin! ¡Tu melena roja, rizada, y mi pelo blanco!¡No importa lo que haya llenado este intervalo, lo que haya sido de nosotras en este interludio; lo que he leído, dónde he acertado y errado, todo lo que he estudiado y vivido, todo carece de importancia ante ese hecho!

Pronto todos van a ver lo que nosotras siempre supimos, lo que hay allí, Eso, ¡sin engaño ni sugestión, con sus propios ojos! Dejarán de reírse, Celeste, ¡te lo aseguro!, incluso Rafael, el mayor error de mi vida, se estremecerá, dejará de pensar por un momento en el dinero que va a ganar con esta fotografía, lo que va a sacar de esta polaroid, en las clientes con las que se va a acostar gracias a Eso, al horror, helado por el terror, por el asco de sí mismo.

Este pequeño artilugio frente a dos siglos de escepticismo.


Me he vuelto a desmayar, ¿por cuánto tiempo? Tendré que hacer un esfuerzo, un último esfuerzo, o perderme el momento decisivo. Siento cómo mi cuerpo se ha debilitado, se debilita poco a poco, como si lo aflojaran por fin. Las voces del principio se han acercado por un momento, sin llegar a hacerse comprensibles, y de pronto se han callado. ¡Qué un frío glacial, Celeste, mi pequeña pelirroja!, ¿te acuerdas cómo te llamábamos? De cuando en cuando siento un balanceo, como el vértigo de una barca suelta en una corriente. Recorro en la oscuridad con las manos, alerta, mientras reconstruyo con la imaginación, la polaroid cuyo dispositivo estará a punto de saltar, si no ha saltado ya en uno de estos desmayos. ¡Cuántas veces te has reído de mi manía por registrar científicamente cualquier evidencia de Eso, lo que tú llamabas mis fenómenos paranormales, mientras tú fotografiabas a tus amantes!

Es curiosa la necesidad humana de explicarlo todo, de rebuscar en cualquier tiempo los motivos, las razones últimas de todo, incluido Eso. Cuando, sólo unos días atrás, me imaginaba este momento -¡siempre he pensado en esta experiencia como un único momento!- no podía figurarme el afán de mi cerebro por reconstruir y analizar, por comprender precisamente estos últimos días. Veo a personas que apenas han pasado por mi vida, caras que ni siquiera podría ubicar en un calle, en una apretura del autobús, como si hubieran sido decisivas para Eso; y a gente que conozco desde hace años como tú, Rafael, apenas logro deslindarlas en una tiniebla borrosa. ¡Qué razón tenían los antiguos alquimistas al ver vivos objetos y minerales, muertos, en medio de su alegría, su fuerza y su movimiento, plantas, animales, seres humanos!

Transcurren, los minutos, ¿las horas?, y me refuerzo en mi convicción de haber acertado esta vez. Mis colaboradores saben cómo me opuse a todo sorteo, a cualquier intromisión del azar. Al fin y a la postre, yo sola debía afrontar mi experimento. ¡Recuerdo cómo sudabas y temblabas en tu chilaba de brujo, cómo se movía tu vientre bajo el sol y la luna y los signos del zodiaco en oro y sedas, ante la posibilidad de que pudieras salir tú, tocarte la china! Después, cuando se decidió que habría un sorteo, sólo tú te opusiste también, con una tenacidad de patio de colegio, a que se eligiera al nauta mediante los dados o las cartas. Optamos por designar a quien sacase la pajita más corta y aún así, y pese a tener sólo una posibilidad contra nueve, sudabas aterrorizado de que pudieras salir tú. ¡Qué poco me conocías! Yo me las ingenié para sacar la más corta, como bien sabes.

Yo gradué la dosis de veneno para estar consciente hasta que la cámara lanzase su foto. Si la cámara fallaba entonces yo la dispararía. Lo que ocurriría después era el destino de todos.

¡Cómo me colmaste de halagos, te ofreciste incluso a sustituirme en el último momento, el de las despedidas, qué empalagoso resultabas cuando proponías, con la voz con que engañas a tus clientes, sabiendo perfectamente que yo no aceptaría, que se olvidase todo, renunciar al experimento, sabías por supuesto que yo no aceptaría!

Al fin, el médico extendió el certificado. Nadie se extrañó de que colocasen en mis manos la polaroid, como otros colocan una cruz, o un retrato.

Siento que me duermo otra vez.

El frío me despierta.

Recorro por enésima vez, los dedos ya agarrotados, la cámara helada en mi regazo, y descubro con estupor tus iniciales grabadas en la tapa del objetivo. RAFAEL. La vuelvo a palpar una, dos, tres veces, por todas las caras. ¡No hay duda!. Las voces, entretanto, se han extinguido a mi alrededor. Los golpes sobre la caja, frenéticos, musicales, deben haber enmudecido hace rato.

Pulso el percutor de tu polaroid, ¡¡¡no!!!, un último fogonazo sacude la oscuridad sin esperanza.

****

De las veinticuatro fotografías reveladas, veintitrés eran de mujeres en posturas sugerentes. La que hacía el número veinticuatro era de una niña pelirroja, de unos diez o doce años.

¿Quién sería? La observaron largo rato. Al cabo, cansados, la dejaron con las otras, en un cajón. Era la última del carrete.

El experimento había fracasado.

La polaroid estaba inservible (arrancarla de las manos de Celeste les había llevado varios minutos). Era un milagro que se hubiera salvado el carrete y que hubiesen podido revelarlo.

¡Aunque total, para lo que les había servido!

Celeste.


CELESTE

Cuento de                               Carlos Almira Picazo


Mi primer pensamiento al despertar poco a poco, al salir de un sopor que ya duraba en exceso, fue que hacía demasiado calor y había demasiada luz allí. Luego volví, como el nadador que se empecina en ganar la orilla, a buscar la Polaroid de la que tanto habíamos hablado. Más moderna que la tuya. Me cercioré como pude de que estaba dispuesta correctamente en su sitio. Sólo entonces renuncié a entreabrir los párpados y a descifrar los retazos de conversaciones que aún me llegaban, lejanas, como en una lengua extranjera.

Cuando yo tenía once o doce años mi mejor amiga, Celeste, murió repentinamente de meningitis. Solíamos jugar en un rincón del patio, solas y rechazadas, entregadas a nuestras revelaciones. Nos habíamos jurado que la primera que muriese de las dos volvería para contar sus experiencias, y durante años yo esperé a Celeste sin desmayo. Cuando me establecí como parasicóloga adopté su nombre convencida de que, tarde o temprano, cumpliría la promesa lejana de nuestra infancia.

Nunca he dudado que existe un más allá igual que existe un revés en los objetos o una cara oculta en las personas. Esto no tiene nada que ver con la Religión sino con el sentido común. Del mismo modo que avanza la Ciencia, avanza el conocimiento de Eso, y la gente un día se sorprenderá de no haberlo aceptado antes con toda naturalidad, como cuando Galileo dijo que el sol no se movía contra lo que evidencian nuestros ojos. Dios, repito, no tiene nada que ver, ya sea enarbolado por charlatanes o visionarios, y que exista o no, no cambia un ápice el asunto.

Celeste y yo descubrimos que la mente puede anticiparse a los hechos. El futuro no ya el de las personas sino el futuro del Universo, ya ha pasado o mejor dicho, vuelve continuamente a su origen. Por lo tanto, ha dejado y deja inevitablemente sus huellas, con trazos indelebles. Bajo esta premisa, que entonces por supuesto no podíamos explicar, nos entregábamos a nuestras adivinaciones casi jugando como era propio a nuestra edad. Usábamos medios que hoy nos harían sonreír por pueriles: huesos de fruta, muñecas, guantes, ¿pero qué importa? ¡Cuánto charlatán de hoy, con una baraja de Tarot, se hubiera reído entonces, ávido y práctico como un cura de la Edad Media ante las supersticiones y la fe profunda en la Magia de sus siervos!

Donde los demás veían fenómenos nosotros veíamos imágenes, anticipos. Cerca de nuestra escuela había un río que se secaba a final de Curso. Entonces Celeste y yo veíamos el verdadero camino del agua, aunque no lo comprendiésemos, rozábamos sin saberlo la esencia de Eso.

¡Celeste! ¡Tus doce años y mis sesenta van a reunirse al fin! ¡Tu melena roja, rizada, y mi pelo blanco!¡No importa lo que haya llenado este intervalo, lo que haya sido de nosotras en este interludio; lo que he leído, dónde he acertado y errado, todo lo que he estudiado y vivido, todo carece de importancia ante ese hecho!

Pronto todos van a ver lo que nosotras siempre supimos, lo que hay allí, Eso, ¡sin engaño ni sugestión, con sus propios ojos! Dejarán de reírse, Celeste, ¡te lo aseguro!, incluso Rafael, el mayor error de mi vida, se estremecerá, dejará de pensar por un momento en el dinero que va a ganar con esta fotografía, lo que va a sacar de esta polaroid, en las clientes con las que se va a acostar gracias a Eso, al horror, helado por el terror, por el asco de sí mismo.

Este pequeño artilugio frente a dos siglos de escepticismo.


Me he vuelto a desmayar, ¿por cuánto tiempo? Tendré que hacer un esfuerzo, un último esfuerzo, o perderme el momento decisivo. Siento cómo mi cuerpo se ha debilitado, se debilita poco a poco, como si lo aflojaran por fin. Las voces del principio se han acercado por un momento, sin llegar a hacerse comprensibles, y de pronto se han callado. ¡Qué un frío glacial, Celeste, mi pequeña pelirroja!, ¿te acuerdas cómo te llamábamos? De cuando en cuando siento un balanceo, como el vértigo de una barca suelta en una corriente. Recorro en la oscuridad con las manos, alerta, mientras reconstruyo con la imaginación, la polaroid cuyo dispositivo estará a punto de saltar, si no ha saltado ya en uno de estos desmayos. ¡Cuántas veces te has reído de mi manía por registrar científicamente cualquier evidencia de Eso, lo que tú llamabas mis fenómenos paranormales, mientras tú fotografiabas a tus amantes!

Es curiosa la necesidad humana de explicarlo todo, de rebuscar en cualquier tiempo los motivos, las razones últimas de todo, incluido Eso. Cuando, sólo unos días atrás, me imaginaba este momento -¡siempre he pensado en esta experiencia como un único momento!- no podía figurarme el afán de mi cerebro por reconstruir y analizar, por comprender precisamente estos últimos días. Veo a personas que apenas han pasado por mi vida, caras que ni siquiera podría ubicar en un calle, en una apretura del autobús, como si hubieran sido decisivas para Eso; y a gente que conozco desde hace años como tú, Rafael, apenas logro deslindarlas en una tiniebla borrosa. ¡Qué razón tenían los antiguos alquimistas al ver vivos objetos y minerales, muertos, en medio de su alegría, su fuerza y su movimiento, plantas, animales, seres humanos!

Transcurren, los minutos, ¿las horas?, y me refuerzo en mi convicción de haber acertado esta vez. Mis colaboradores saben cómo me opuse a todo sorteo, a cualquier intromisión del azar. Al fin y a la postre, yo sola debía afrontar mi experimento. ¡Recuerdo cómo sudabas y temblabas en tu chilaba de brujo, cómo se movía tu vientre bajo el sol y la luna y los signos del zodiaco en oro y sedas, ante la posibilidad de que pudieras salir tú, tocarte la china! Después, cuando se decidió que habría un sorteo, sólo tú te opusiste también, con una tenacidad de patio de colegio, a que se eligiera al nauta mediante los dados o las cartas. Optamos por designar a quien sacase la pajita más corta y aún así, y pese a tener sólo una posibilidad contra nueve, sudabas aterrorizado de que pudieras salir tú. ¡Qué poco me conocías! Yo me las ingenié para sacar la más corta, como bien sabes.

Yo gradué la dosis de veneno para estar consciente hasta que la cámara lanzase su foto. Si la cámara fallaba entonces yo la dispararía. Lo que ocurriría después era el destino de todos.

¡Cómo me colmaste de halagos, te ofreciste incluso a sustituirme en el último momento, el de las despedidas, qué empalagoso resultabas cuando proponías, con la voz con que engañas a tus clientes, sabiendo perfectamente que yo no aceptaría, que se olvidase todo, renunciar al experimento, sabías por supuesto que yo no aceptaría!

Al fin, el médico extendió el certificado. Nadie se extrañó de que colocasen en mis manos la polaroid, como otros colocan una cruz, o un retrato.

Siento que me duermo otra vez.

El frío me despierta.

Recorro por enésima vez, los dedos ya agarrotados, la cámara helada en mi regazo, y descubro con estupor tus iniciales grabadas en la tapa del objetivo. RAFAEL. La vuelvo a palpar una, dos, tres veces, por todas las caras. ¡No hay duda!. Las voces, entretanto, se han extinguido a mi alrededor. Los golpes sobre la caja, frenéticos, musicales, deben haber enmudecido hace rato.

Pulso el percutor de tu polaroid, ¡¡¡no!!!, un último fogonazo sacude la oscuridad sin esperanza.

****

De las veinticuatro fotografías reveladas, veintitrés eran de mujeres en posturas sugerentes. La que hacía el número veinticuatro era de una niña pelirroja, de unos diez o doce años.

¿Quién sería? La observaron largo rato. Al cabo, cansados, la dejaron con las otras, en un cajón. Era la última del carrete.

El experimento había fracasado.

La polaroid estaba inservible (arrancarla de las manos de Celeste les había llevado varios minutos). Era un milagro que se hubiera salvado el carrete y que hubiesen podido revelarlo.

¡Aunque total, para lo que les había servido!

Celeste. Carlos Almira Picazo


CELESTE

Cuento Carlos Almira Picazo


Mi primer pensamiento al despertar poco a poco, al salir de un torpor que ya duraba en exceso, fue que hacía demasiado calor y había demasiada luz allí. Luego volví, como el nadador que se empecina en ganar la orilla, a buscar la Polaroid de la que tanto habíamos hablado. Más moderna que la tuya. Me cercioré como pude de que estaba dispuesta correctamente en su sitio. Sólo entonces renuncié a entreabrir los párpados y a descifrar los retazos de conversaciones que aún me llegaban, lejanas, como en una lengua extranjera.

Cuando yo tenía once o doce años mi mejor amiga, Celeste, murió repentinamente de meningitis. Solíamos jugar en un rincón del patio, solas y rechazadas, entregadas a nuestras revelaciones. Nos habíamos jurado que la primera que muriese de las dos volvería para contar sus experiencias, y durante años yo esperé a Celeste sin desmayo. Cuando me establecí como parasicóloga adopté su nombre convencida de que, tarde o temprano, cumpliría la promesa lejana de nuestra infancia.

Nunca he dudado que existe un más allá igual que existe un revés en los objetos o una cara oculta en las personas. Esto no tiene nada que ver con la Religión sino con el sentido común. Del mismo modo que avanza la Ciencia, avanza el conocimiento de Eso, y la gente un día se sorprenderá de no haberlo aceptado antes con toda naturalidad, como cuando Galileo dijo que el sol no se movía contra lo que evidencian nuestros ojos. Dios, repito, no tiene nada que ver, ya sea enarbolado por charlatanes o visionarios, y que exista o no, no cambia un ápice el asunto.

Celeste y yo descubrimos que la mente puede anticiparse a los hechos. El futuro no ya el de las personas sino el futuro del Universo, ya ha pasado o mejor dicho, vuelve continuamente a su origen. Por lo tanto, ha dejado y deja inevitablemente sus huellas, con trazos indelebles. Bajo esta premisa, que entonces por supuesto no podíamos explicar, nos entregábamos a nuestras adivinaciones casi jugando como era propio a nuestra edad. Usábamos medios que hoy nos harían sonreír por pueriles: huesos de fruta, muñecas, guantes, ¿pero qué importa? ¡Cuánto charlatán de hoy, con una baraja de Tarot, se hubiera reído entonces, ávido y práctico como un cura de la Edad Media ante las supersticiones y la fe profunda en la Magia de sus siervos!

Donde los demás veían fenómenos nosotros veíamos imágenes, anticipos. Cerca de nuestra escuela había un río que se secaba a final de Curso. Entonces Celeste y yo veíamos el verdadero camino del agua, aunque no lo comprendiésemos, rozábamos sin saberlo la esencia de Eso.

¡Celeste! ¡Tus doce años y mis sesenta van a reunirse al fin! ¡Tu melena roja, rizada, y mi pelo blanco!¡No importa lo que haya llenado este intervalo, lo que haya sido de nosotras en este interludio; lo que he leído, dónde he acertado y errado, todo lo que he estudiado y vivido, todo carece de importancia ante ese hecho!

Pronto todos van a ver lo que nosotras siempre supimos, lo que hay allí, Eso, ¡sin engaño ni sugestión, con sus propios ojos! Dejarán de reírse, Celeste, ¡te lo aseguro!, incluso Rafael, el mayor error de mi vida, se estremecerá, dejará de pensar por un momento en el dinero que va a ganar con esta fotografía, lo que va a sacar de esta polaroid, en las clientes con las que se va a acostar gracias a Eso, al horror, helado por el terror, por el asco de sí mismo.

Este pequeño artilugio frente a dos siglos de escepticismo.


Me he vuelto a desmayar, ¿por cuánto tiempo? Tendré que hacer un esfuerzo, un último esfuerzo, o perderme el momento decisivo. Siento cómo mi cuerpo se ha debilitado, se debilita poco a poco, como si lo aflojaran por fin. Las voces del principio se han acercado por un momento, sin llegar a hacerse comprensibles, y de pronto se han callado. ¡Qué un frío glacial, Celeste, mi pequeña pelirroja!, ¿te acuerdas cómo te llamábamos? De cuando en cuando siento un balanceo, como el vértigo de una barca suelta en una corriente. Recorro en la oscuridad con las manos, alerta, mientras reconstruyo con la imaginación, la polaroid cuyo dispositivo estará a punto de saltar, si no ha saltado ya en uno de estos desmayos. ¡Cuántas veces te has reído de mi manía por registrar científicamente cualquier evidencia de Eso, lo que tú llamabas mis fenómenos paranormales, mientras tú fotografiabas a tus amantes!

Es curiosa la necesidad humana de explicarlo todo, de rebuscar en cualquier tiempo los motivos, las razones últimas de todo, incluido Eso. Cuando, sólo unos días atrás, me imaginaba este momento -¡siempre he pensado en esta experiencia como un único momento!- no podía figurarme el afán de mi cerebro por reconstruir y analizar, por comprender precisamente estos últimos días. Veo a personas que apenas han pasado por mi vida, caras que ni siquiera podría ubicar en un calle, en una apretura del autobús, como si hubieran sido decisivas para Eso; y a gente que conozco desde hace años como tú, Rafael, apenas logro deslindarlas en una tiniebla borrosa. ¡Qué razón tenían los antiguos alquimistas al ver vivos objetos y minerales, muertos, en medio de su alegría, su fuerza y su movimiento, plantas, animales, seres humanos!

Transcurren, los minutos, ¿las horas?, y me refuerzo en mi convicción de haber acertado esta vez. Mis colaboradores saben cómo me opuse a todo sorteo, a cualquier intromisión del azar. Al fin y a la postre, yo sola debía afrontar mi experimento. ¡Recuerdo cómo sudabas y temblabas en tu chilaba de brujo, cómo se movía tu vientre bajo el sol y la luna y los signos del zodíaco en oro y sedas, ante la posibilidad de que pudieras salir tú, tocarte la china! Después, cuando se decidió que habría un sorteo, sólo tú te opusiste también, con una tenacidad de patio de colegio, a que se eligiera al nauta mediante los dados o las cartas. Optamos por designar a quien sacase la pajita más corta y aún así, y pese a tener sólo una posibilidad contra nueve, sudabas aterrorizado de que pudieras salir tú. ¡Qué poco me conocías! Yo me las ingenié para sacar la más corta, como bien sabes.

Yo gradué la dosis de veneno para estar consciente hasta que la cámara lanzase su foto. Si la cámara fallaba entonces yo la dispararía. Lo que ocurriría después era el destino de todos.

¡Cómo me colmaste de halagos, te ofreciste incluso a sustituirme en el último momento, el de las despedidas, qué empalagoso resultabas cuando proponías, con la voz con que engañas a tus clientes, sabiendo perfectamente que yo no aceptaría, que se olvidase todo, renunciar al experimento, sabías por supuesto que yo no aceptaría!

Al fin, el médico extendió el certificado. Nadie se extrañó de que colocasen en mis manos la polaroid, como otros colocan una cruz, o un retrato.

Siento que me duermo otra vez.

El frío me despierta.

Recorro por enésima vez, los dedos ya agarrotados, la cámara helada en mi regazo, y descubro con estupor tus iniciales grabadas en la tapa del objetivo. RAFAEL. La vuelvo a palpar una, dos, tres veces, por todas las caras. ¡No hay duda!. Las voces, entretanto, se han extinguido a mi alrededor. Los golpes sobre la caja, frenéticos, musicales, deben haber enmudecido hace rato.

Pulso el percutor de tu polaroid, ¡¡¡no!!!, un último fogonazo sacude la oscuridad sin esperanza.

****

De las veinticuatro fotografías reveladas, veintitrés eran de mujeres en posturas sugerentes. La que hacía el número veinticuatro era de una niña pelirroja, de unos diez o doce años.

¿Quién sería?. La observaron largo rato. Al cabo, cansados, la dejaron con las otras, en un cajón. Era la última del carrete.

El experimento había fracasado.

La polaroid estaba inservible (arrancarla de las manos de Celeste les había llevado varios minutos). Era un milagro que se hubiera salvado el carrete y que hubiesen podido revelarlo.

¡Aunque total, para lo que les había servido!.






Celeste.


CELESTE

Cuento de                               Carlos Almira Picazo


Mi primer pensamiento al despertar poco a poco, al salir de un sopor que ya duraba en exceso, fue que hacía demasiado calor y había demasiada luz allí. Luego volví, como el nadador que se empecina en ganar la orilla, a buscar la Polaroid de la que tanto habíamos hablado. Más moderna que la tuya. Me cercioré como pude de que estaba dispuesta correctamente en su sitio. Sólo entonces renuncié a entreabrir los párpados y a descifrar los retazos de conversaciones que aún me llegaban, lejanas, como en una lengua extranjera.

Cuando yo tenía once o doce años mi mejor amiga, Celeste, murió repentinamente de meningitis. Solíamos jugar en un rincón del patio, solas y rechazadas, entregadas a nuestras revelaciones. Nos habíamos jurado que la primera que muriese de las dos volvería para contar sus experiencias, y durante años yo esperé a Celeste sin desmayo. Cuando me establecí como parasicóloga adopté su nombre convencida de que, tarde o temprano, cumpliría la promesa lejana de nuestra infancia.

Nunca he dudado que existe un más allá igual que existe un revés en los objetos o una cara oculta en las personas. Esto no tiene nada que ver con la Religión sino con el sentido común. Del mismo modo que avanza la Ciencia, avanza el conocimiento de Eso, y la gente un día se sorprenderá de no haberlo aceptado antes con toda naturalidad, como cuando Galileo dijo que el sol no se movía contra lo que evidencian nuestros ojos. Dios, repito, no tiene nada que ver, ya sea enarbolado por charlatanes o visionarios, y que exista o no, no cambia un ápice el asunto.

Celeste y yo descubrimos que la mente puede anticiparse a los hechos. El futuro no ya el de las personas sino el futuro del Universo, ya ha pasado o mejor dicho, vuelve continuamente a su origen. Por lo tanto, ha dejado y deja inevitablemente sus huellas, con trazos indelebles. Bajo esta premisa, que entonces por supuesto no podíamos explicar, nos entregábamos a nuestras adivinaciones casi jugando como era propio a nuestra edad. Usábamos medios que hoy nos harían sonreír por pueriles: huesos de fruta, muñecas, guantes, ¿pero qué importa? ¡Cuánto charlatán de hoy, con una baraja de Tarot, se hubiera reído entonces, ávido y práctico como un cura de la Edad Media ante las supersticiones y la fe profunda en la Magia de sus siervos!

Donde los demás veían fenómenos nosotros veíamos imágenes, anticipos. Cerca de nuestra escuela había un río que se secaba a final de Curso. Entonces Celeste y yo veíamos el verdadero camino del agua, aunque no lo comprendiésemos, rozábamos sin saberlo la esencia de Eso.

¡Celeste! ¡Tus doce años y mis sesenta van a reunirse al fin! ¡Tu melena roja, rizada, y mi pelo blanco!¡No importa lo que haya llenado este intervalo, lo que haya sido de nosotras en este interludio; lo que he leído, dónde he acertado y errado, todo lo que he estudiado y vivido, todo carece de importancia ante ese hecho!

Pronto todos van a ver lo que nosotras siempre supimos, lo que hay allí, Eso, ¡sin engaño ni sugestión, con sus propios ojos! Dejarán de reírse, Celeste, ¡te lo aseguro!, incluso Rafael, el mayor error de mi vida, se estremecerá, dejará de pensar por un momento en el dinero que va a ganar con esta fotografía, lo que va a sacar de esta polaroid, en las clientes con las que se va a acostar gracias a Eso, al horror, helado por el terror, por el asco de sí mismo.

Este pequeño artilugio frente a dos siglos de escepticismo.


Me he vuelto a desmayar, ¿por cuánto tiempo? Tendré que hacer un esfuerzo, un último esfuerzo, o perderme el momento decisivo. Siento cómo mi cuerpo se ha debilitado, se debilita poco a poco, como si lo aflojaran por fin. Las voces del principio se han acercado por un momento, sin llegar a hacerse comprensibles, y de pronto se han callado. ¡Qué un frío glacial, Celeste, mi pequeña pelirroja!, ¿te acuerdas cómo te llamábamos? De cuando en cuando siento un balanceo, como el vértigo de una barca suelta en una corriente. Recorro en la oscuridad con las manos, alerta, mientras reconstruyo con la imaginación, la polaroid cuyo dispositivo estará a punto de saltar, si no ha saltado ya en uno de estos desmayos. ¡Cuántas veces te has reído de mi manía por registrar científicamente cualquier evidencia de Eso, lo que tú llamabas mis fenómenos paranormales, mientras tú fotografiabas a tus amantes!

Es curiosa la necesidad humana de explicarlo todo, de rebuscar en cualquier tiempo los motivos, las razones últimas de todo, incluido Eso. Cuando, sólo unos días atrás, me imaginaba este momento -¡siempre he pensado en esta experiencia como un único momento!- no podía figurarme el afán de mi cerebro por reconstruir y analizar, por comprender precisamente estos últimos días. Veo a personas que apenas han pasado por mi vida, caras que ni siquiera podría ubicar en un calle, en una apretura del autobús, como si hubieran sido decisivas para Eso; y a gente que conozco desde hace años como tú, Rafael, apenas logro deslindarlas en una tiniebla borrosa. ¡Qué razón tenían los antiguos alquimistas al ver vivos objetos y minerales, muertos, en medio de su alegría, su fuerza y su movimiento, plantas, animales, seres humanos!

Transcurren, los minutos, ¿las horas?, y me refuerzo en mi convicción de haber acertado esta vez. Mis colaboradores saben cómo me opuse a todo sorteo, a cualquier intromisión del azar. Al fin y a la postre, yo sola debía afrontar mi experimento. ¡Recuerdo cómo sudabas y temblabas en tu chilaba de brujo, cómo se movía tu vientre bajo el sol y la luna y los signos del zodiaco en oro y sedas, ante la posibilidad de que pudieras salir tú, tocarte la china! Después, cuando se decidió que habría un sorteo, sólo tú te opusiste también, con una tenacidad de patio de colegio, a que se eligiera al nauta mediante los dados o las cartas. Optamos por designar a quien sacase la pajita más corta y aún así, y pese a tener sólo una posibilidad contra nueve, sudabas aterrorizado de que pudieras salir tú. ¡Qué poco me conocías! Yo me las ingenié para sacar la más corta, como bien sabes.

Yo gradué la dosis de veneno para estar consciente hasta que la cámara lanzase su foto. Si la cámara fallaba entonces yo la dispararía. Lo que ocurriría después era el destino de todos.

¡Cómo me colmaste de halagos, te ofreciste incluso a sustituirme en el último momento, el de las despedidas, qué empalagoso resultabas cuando proponías, con la voz con que engañas a tus clientes, sabiendo perfectamente que yo no aceptaría, que se olvidase todo, renunciar al experimento, sabías por supuesto que yo no aceptaría!

Al fin, el médico extendió el certificado. Nadie se extrañó de que colocasen en mis manos la polaroid, como otros colocan una cruz, o un retrato.

Siento que me duermo otra vez.

El frío me despierta.

Recorro por enésima vez, los dedos ya agarrotados, la cámara helada en mi regazo, y descubro con estupor tus iniciales grabadas en la tapa del objetivo. RAFAEL. La vuelvo a palpar una, dos, tres veces, por todas las caras. ¡No hay duda!. Las voces, entretanto, se han extinguido a mi alrededor. Los golpes sobre la caja, frenéticos, musicales, deben haber enmudecido hace rato.

Pulso el percutor de tu polaroid, ¡¡¡no!!!, un último fogonazo sacude la oscuridad sin esperanza.

****

De las veinticuatro fotografías reveladas, veintitrés eran de mujeres en posturas sugerentes. La que hacía el número veinticuatro era de una niña pelirroja, de unos diez o doce años.

¿Quién sería? La observaron largo rato. Al cabo, cansados, la dejaron con las otras, en un cajón. Era la última del carrete.

El experimento había fracasado.

La polaroid estaba inservible (arrancarla de las manos de Celeste les había llevado varios minutos). Era un milagro que se hubiera salvado el carrete y que hubiesen podido revelarlo.

¡Aunque total, para lo que les había servido!

Celeste. Carlos Almira Picazo


CELESTE

Cuento Carlos Almira Picazo


Mi primer pensamiento al despertar poco a poco, al salir de un torpor que ya duraba en exceso, fue que hacía demasiado calor y había demasiada luz allí. Luego volví, como el nadador que se empecina en ganar la orilla, a buscar la Polaroid de la que tanto habíamos hablado. Más moderna que la tuya. Me cercioré como pude de que estaba dispuesta correctamente en su sitio. Sólo entonces renuncié a entreabrir los párpados y a descifrar los retazos de conversaciones que aún me llegaban, lejanas, como en una lengua extranjera.

Cuando yo tenía once o doce años mi mejor amiga, Celeste, murió repentinamente de meningitis. Solíamos jugar en un rincón del patio, solas y rechazadas, entregadas a nuestras revelaciones. Nos habíamos jurado que la primera que muriese de las dos volvería para contar sus experiencias, y durante años yo esperé a Celeste sin desmayo. Cuando me establecí como parasicóloga adopté su nombre convencida de que, tarde o temprano, cumpliría la promesa lejana de nuestra infancia.

Nunca he dudado que existe un más allá igual que existe un revés en los objetos o una cara oculta en las personas. Esto no tiene nada que ver con la Religión sino con el sentido común. Del mismo modo que avanza la Ciencia, avanza el conocimiento de Eso, y la gente un día se sorprenderá de no haberlo aceptado antes con toda naturalidad, como cuando Galileo dijo que el sol no se movía contra lo que evidencian nuestros ojos. Dios, repito, no tiene nada que ver, ya sea enarbolado por charlatanes o visionarios, y que exista o no, no cambia un ápice el asunto.

Celeste y yo descubrimos que la mente puede anticiparse a los hechos. El futuro no ya el de las personas sino el futuro del Universo, ya ha pasado o mejor dicho, vuelve continuamente a su origen. Por lo tanto, ha dejado y deja inevitablemente sus huellas, con trazos indelebles. Bajo esta premisa, que entonces por supuesto no podíamos explicar, nos entregábamos a nuestras adivinaciones casi jugando como era propio a nuestra edad. Usábamos medios que hoy nos harían sonreír por pueriles: huesos de fruta, muñecas, guantes, ¿pero qué importa? ¡Cuánto charlatán de hoy, con una baraja de Tarot, se hubiera reído entonces, ávido y práctico como un cura de la Edad Media ante las supersticiones y la fe profunda en la Magia de sus siervos!

Donde los demás veían fenómenos nosotros veíamos imágenes, anticipos. Cerca de nuestra escuela había un río que se secaba a final de Curso. Entonces Celeste y yo veíamos el verdadero camino del agua, aunque no lo comprendiésemos, rozábamos sin saberlo la esencia de Eso.

¡Celeste! ¡Tus doce años y mis sesenta van a reunirse al fin! ¡Tu melena roja, rizada, y mi pelo blanco!¡No importa lo que haya llenado este intervalo, lo que haya sido de nosotras en este interludio; lo que he leído, dónde he acertado y errado, todo lo que he estudiado y vivido, todo carece de importancia ante ese hecho!

Pronto todos van a ver lo que nosotras siempre supimos, lo que hay allí, Eso, ¡sin engaño ni sugestión, con sus propios ojos! Dejarán de reírse, Celeste, ¡te lo aseguro!, incluso Rafael, el mayor error de mi vida, se estremecerá, dejará de pensar por un momento en el dinero que va a ganar con esta fotografía, lo que va a sacar de esta polaroid, en las clientes con las que se va a acostar gracias a Eso, al horror, helado por el terror, por el asco de sí mismo.

Este pequeño artilugio frente a dos siglos de escepticismo.


Me he vuelto a desmayar, ¿por cuánto tiempo? Tendré que hacer un esfuerzo, un último esfuerzo, o perderme el momento decisivo. Siento cómo mi cuerpo se ha debilitado, se debilita poco a poco, como si lo aflojaran por fin. Las voces del principio se han acercado por un momento, sin llegar a hacerse comprensibles, y de pronto se han callado. ¡Qué un frío glacial, Celeste, mi pequeña pelirroja!, ¿te acuerdas cómo te llamábamos? De cuando en cuando siento un balanceo, como el vértigo de una barca suelta en una corriente. Recorro en la oscuridad con las manos, alerta, mientras reconstruyo con la imaginación, la polaroid cuyo dispositivo estará a punto de saltar, si no ha saltado ya en uno de estos desmayos. ¡Cuántas veces te has reído de mi manía por registrar científicamente cualquier evidencia de Eso, lo que tú llamabas mis fenómenos paranormales, mientras tú fotografiabas a tus amantes!

Es curiosa la necesidad humana de explicarlo todo, de rebuscar en cualquier tiempo los motivos, las razones últimas de todo, incluido Eso. Cuando, sólo unos días atrás, me imaginaba este momento -¡siempre he pensado en esta experiencia como un único momento!- no podía figurarme el afán de mi cerebro por reconstruir y analizar, por comprender precisamente estos últimos días. Veo a personas que apenas han pasado por mi vida, caras que ni siquiera podría ubicar en un calle, en una apretura del autobús, como si hubieran sido decisivas para Eso; y a gente que conozco desde hace años como tú, Rafael, apenas logro deslindarlas en una tiniebla borrosa. ¡Qué razón tenían los antiguos alquimistas al ver vivos objetos y minerales, muertos, en medio de su alegría, su fuerza y su movimiento, plantas, animales, seres humanos!

Transcurren, los minutos, ¿las horas?, y me refuerzo en mi convicción de haber acertado esta vez. Mis colaboradores saben cómo me opuse a todo sorteo, a cualquier intromisión del azar. Al fin y a la postre, yo sola debía afrontar mi experimento. ¡Recuerdo cómo sudabas y temblabas en tu chilaba de brujo, cómo se movía tu vientre bajo el sol y la luna y los signos del zodíaco en oro y sedas, ante la posibilidad de que pudieras salir tú, tocarte la china! Después, cuando se decidió que habría un sorteo, sólo tú te opusiste también, con una tenacidad de patio de colegio, a que se eligiera al nauta mediante los dados o las cartas. Optamos por designar a quien sacase la pajita más corta y aún así, y pese a tener sólo una posibilidad contra nueve, sudabas aterrorizado de que pudieras salir tú. ¡Qué poco me conocías! Yo me las ingenié para sacar la más corta, como bien sabes.

Yo gradué la dosis de veneno para estar consciente hasta que la cámara lanzase su foto. Si la cámara fallaba entonces yo la dispararía. Lo que ocurriría después era el destino de todos.

¡Cómo me colmaste de halagos, te ofreciste incluso a sustituirme en el último momento, el de las despedidas, qué empalagoso resultabas cuando proponías, con la voz con que engañas a tus clientes, sabiendo perfectamente que yo no aceptaría, que se olvidase todo, renunciar al experimento, sabías por supuesto que yo no aceptaría!

Al fin, el médico extendió el certificado. Nadie se extrañó de que colocasen en mis manos la polaroid, como otros colocan una cruz, o un retrato.

Siento que me duermo otra vez.

El frío me despierta.

Recorro por enésima vez, los dedos ya agarrotados, la cámara helada en mi regazo, y descubro con estupor tus iniciales grabadas en la tapa del objetivo. RAFAEL. La vuelvo a palpar una, dos, tres veces, por todas las caras. ¡No hay duda!. Las voces, entretanto, se han extinguido a mi alrededor. Los golpes sobre la caja, frenéticos, musicales, deben haber enmudecido hace rato.

Pulso el percutor de tu polaroid, ¡¡¡no!!!, un último fogonazo sacude la oscuridad sin esperanza.

****

De las veinticuatro fotografías reveladas, veintitrés eran de mujeres en posturas sugerentes. La que hacía el número veinticuatro era de una niña pelirroja, de unos diez o doce años.

¿Quién sería?. La observaron largo rato. Al cabo, cansados, la dejaron con las otras, en un cajón. Era la última del carrete.

El experimento había fracasado.

La polaroid estaba inservible (arrancarla de las manos de Celeste les había llevado varios minutos). Era un milagro que se hubiera salvado el carrete y que hubiesen podido revelarlo.

¡Aunque total, para lo que les había servido!.






Celeste. Carlos Almira Picazo


CELESTE

Cuento Carlos Almira Picazo


Mi primer pensamiento al despertar poco a poco, al salir de un torpor que ya duraba en exceso, fue que hacía demasiado calor y había demasiada luz allí. Luego volví, como el nadador que se empecina en ganar la orilla, a buscar la Polaroid de la que tanto habíamos hablado. Más moderna que la tuya. Me cercioré como pude de que estaba dispuesta correctamente en su sitio. Sólo entonces renuncié a entreabrir los párpados y a descifrar los retazos de conversaciones que aún me llegaban, lejanas, como en una lengua extranjera.

Cuando yo tenía once o doce años mi mejor amiga, Celeste, murió repentinamente de meningitis. Solíamos jugar en un rincón del patio, solas y rechazadas, entregadas a nuestras revelaciones. Nos habíamos jurado que la primera que muriese de las dos volvería para contar sus experiencias, y durante años yo esperé a Celeste sin desmayo. Cuando me establecí como parasicóloga adopté su nombre convencida de que, tarde o temprano, cumpliría la promesa lejana de nuestra infancia.

Nunca he dudado que existe un más allá igual que existe un revés en los objetos o una cara oculta en las personas. Esto no tiene nada que ver con la Religión sino con el sentido común. Del mismo modo que avanza la Ciencia, avanza el conocimiento de Eso, y la gente un día se sorprenderá de no haberlo aceptado antes con toda naturalidad, como cuando Galileo dijo que el sol no se movía contra lo que evidencian nuestros ojos. Dios, repito, no tiene nada que ver, ya sea enarbolado por charlatanes o visionarios, y que exista o no, no cambia un ápice el asunto.

Celeste y yo descubrimos que la mente puede anticiparse a los hechos. El futuro no ya el de las personas sino el futuro del Universo, ya ha pasado o mejor dicho, vuelve continuamente a su origen. Por lo tanto, ha dejado y deja inevitablemente sus huellas, con trazos indelebles. Bajo esta premisa, que entonces por supuesto no podíamos explicar, nos entregábamos a nuestras adivinaciones casi jugando como era propio a nuestra edad. Usábamos medios que hoy nos harían sonreír por pueriles: huesos de fruta, muñecas, guantes, ¿pero qué importa? ¡Cuánto charlatán de hoy, con una baraja de Tarot, se hubiera reído entonces, ávido y práctico como un cura de la Edad Media ante las supersticiones y la fe profunda en la Magia de sus siervos!

Donde los demás veían fenómenos nosotros veíamos imágenes, anticipos. Cerca de nuestra escuela había un río que se secaba a final de Curso. Entonces Celeste y yo veíamos el verdadero camino del agua, aunque no lo comprendiésemos, rozábamos sin saberlo la esencia de Eso.

¡Celeste! ¡Tus doce años y mis sesenta van a reunirse al fin! ¡Tu melena roja, rizada, y mi pelo blanco!¡No importa lo que haya llenado este intervalo, lo que haya sido de nosotras en este interludio; lo que he leído, dónde he acertado y errado, todo lo que he estudiado y vivido, todo carece de importancia ante ese hecho!

Pronto todos van a ver lo que nosotras siempre supimos, lo que hay allí, Eso, ¡sin engaño ni sugestión, con sus propios ojos! Dejarán de reírse, Celeste, ¡te lo aseguro!, incluso Rafael, el mayor error de mi vida, se estremecerá, dejará de pensar por un momento en el dinero que va a ganar con esta fotografía, lo que va a sacar de esta polaroid, en las clientes con las que se va a acostar gracias a Eso, al horror, helado por el terror, por el asco de sí mismo.

Este pequeño artilugio frente a dos siglos de escepticismo.


Me he vuelto a desmayar, ¿por cuánto tiempo? Tendré que hacer un esfuerzo, un último esfuerzo, o perderme el momento decisivo. Siento cómo mi cuerpo se ha debilitado, se debilita poco a poco, como si lo aflojaran por fin. Las voces del principio se han acercado por un momento, sin llegar a hacerse comprensibles, y de pronto se han callado. ¡Qué un frío glacial, Celeste, mi pequeña pelirroja!, ¿te acuerdas cómo te llamábamos? De cuando en cuando siento un balanceo, como el vértigo de una barca suelta en una corriente. Recorro en la oscuridad con las manos, alerta, mientras reconstruyo con la imaginación, la polaroid cuyo dispositivo estará a punto de saltar, si no ha saltado ya en uno de estos desmayos. ¡Cuántas veces te has reído de mi manía por registrar científicamente cualquier evidencia de Eso, lo que tú llamabas mis fenómenos paranormales, mientras tú fotografiabas a tus amantes!

Es curiosa la necesidad humana de explicarlo todo, de rebuscar en cualquier tiempo los motivos, las razones últimas de todo, incluido Eso. Cuando, sólo unos días atrás, me imaginaba este momento -¡siempre he pensado en esta experiencia como un único momento!- no podía figurarme el afán de mi cerebro por reconstruir y analizar, por comprender precisamente estos últimos días. Veo a personas que apenas han pasado por mi vida, caras que ni siquiera podría ubicar en un calle, en una apretura del autobús, como si hubieran sido decisivas para Eso; y a gente que conozco desde hace años como tú, Rafael, apenas logro deslindarlas en una tiniebla borrosa. ¡Qué razón tenían los antiguos alquimistas al ver vivos objetos y minerales, muertos, en medio de su alegría, su fuerza y su movimiento, plantas, animales, seres humanos!

Transcurren, los minutos, ¿las horas?, y me refuerzo en mi convicción de haber acertado esta vez. Mis colaboradores saben cómo me opuse a todo sorteo, a cualquier intromisión del azar. Al fin y a la postre, yo sola debía afrontar mi experimento. ¡Recuerdo cómo sudabas y temblabas en tu chilaba de brujo, cómo se movía tu vientre bajo el sol y la luna y los signos del zodíaco en oro y sedas, ante la posibilidad de que pudieras salir tú, tocarte la china! Después, cuando se decidió que habría un sorteo, sólo tú te opusiste también, con una tenacidad de patio de colegio, a que se eligiera al nauta mediante los dados o las cartas. Optamos por designar a quien sacase la pajita más corta y aún así, y pese a tener sólo una posibilidad contra nueve, sudabas aterrorizado de que pudieras salir tú. ¡Qué poco me conocías! Yo me las ingenié para sacar la más corta, como bien sabes.

Yo gradué la dosis de veneno para estar consciente hasta que la cámara lanzase su foto. Si la cámara fallaba entonces yo la dispararía. Lo que ocurriría después era el destino de todos.

¡Cómo me colmaste de halagos, te ofreciste incluso a sustituirme en el último momento, el de las despedidas, qué empalagoso resultabas cuando proponías, con la voz con que engañas a tus clientes, sabiendo perfectamente que yo no aceptaría, que se olvidase todo, renunciar al experimento, sabías por supuesto que yo no aceptaría!

Al fin, el médico extendió el certificado. Nadie se extrañó de que colocasen en mis manos la polaroid, como otros colocan una cruz, o un retrato.

Siento que me duermo otra vez.

El frío me despierta.

Recorro por enésima vez, los dedos ya agarrotados, la cámara helada en mi regazo, y descubro con estupor tus iniciales grabadas en la tapa del objetivo. RAFAEL. La vuelvo a palpar una, dos, tres veces, por todas las caras. ¡No hay duda!. Las voces, entretanto, se han extinguido a mi alrededor. Los golpes sobre la caja, frenéticos, musicales, deben haber enmudecido hace rato.

Pulso el percutor de tu polaroid, ¡¡¡no!!!, un último fogonazo sacude la oscuridad sin esperanza.

****

De las veinticuatro fotografías reveladas, veintitrés eran de mujeres en posturas sugerentes. La que hacía el número veinticuatro era de una niña pelirroja, de unos diez o doce años.

¿Quién sería?. La observaron largo rato. Al cabo, cansados, la dejaron con las otras, en un cajón. Era la última del carrete.

El experimento había fracasado.

La polaroid estaba inservible (arrancarla de las manos de Celeste les había llevado varios minutos). Era un milagro que se hubiera salvado el carrete y que hubiesen podido revelarlo.

¡Aunque total, para lo que les había servido!.