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El broker. Andrés Rubia

El siglo veintiuno supondrá tanta velocidad al cientifismo que los átomos de los conceptos cambiaran demasiado rápidos, y por tanto, el gran reto del Hombre será mantener el orden en la química de su mente.


Fue agente de valores mío durante los dos años que con fortuna aposté en bolsa.
Con él había hablado por teléfono una media docena de veces hasta que por fin en un viaje a Madrid tuve la oportunidad de conocerle personalmente. De mediana estatura, poseía unos ojos avispados como el color del cuero curtido, entechados por unas cejas animosas casi nunca inmotas. Aparentaba una sagaz agilidad mental tan ordenada como el nudo de su corbata en el planchado blanco de su camisa.
Cuando alguien que no conoces te realiza bien un trabajo con el que te hace ganar en dos semanas más de siete mil quinientos euros, no puedes sino acrecentar la curiosidad de frecuentarle aunque sólo sea una vez. Lo conseguí, y de él, lo que más me llamó la atención fue su rostro cuidado de arrugas pese a pasar de los cincuenta y dos, y sin embargo, aparentar siete u ocho años menos. Su nombre y primer apellido eran vulgares: Miguel Núñez, su segundo era lo que le daba una cierta personalidad reconcurrente e historiada con su idiosincrasia emprendedora:
.Bizarro.
El año 2002 fue tan nefasto para las inversiones, tan patético en mi vida conyugal por culpa de las inversiones, tan inverso en casi todas y a priori maravillosas inversiones, que decidí salirme del parqué y no hacer para siempre jamás esas tan buenas inversiones bursátiles con mi mala e invertida vida. De todos modos había ganado mucho dinero pero había perdido salud, familia y por tanto felicidad. Un precio justo que suele cobrarse la injusta ansiedad de las ambiciones.
Con la separación salí económicamente perdiendo como todo varón con hijos en este país, era de esperar, pero compré una pequeña casa costera en Salobreña y al poco, allí me refugié con Maria Almudena, mi segunda compañera, una vez hube conseguido casi al unísono el divorcio y la jubilación anticipada.
En la charcutería donde habitualmente compraba el york y el solan de cabras había oído hablar de él. Le llamaban “el profeta” porque pronosticaba acaecimientos tan difíciles que ocurrieran como desconcertantes y descerebrados eran otros, aunque eso sí, nunca tan afuera de la lógica como podría pensarse. Esa mañana, escuché a una viuda residente de nacionalidad inglesa, vecina del pueblo, contar la última aseveración del personaje:
-- y el siñoor profeta diçeme entoncses algun día mucsha gente todos locos como éll, porque demassiaado deprisa la tecnologuía y elé-pfhutturo… y mucsho peligro para los sencsatos.
Para aquel hombre que siempre ha buscado la sabiduría, es hartamente difícil esquivar la curiosidad, sobre todo cuando se interesa por otro homogéneo, el cual, es considerado un necio por el resto de sabios. Siempre he atribulado que el loco puede ser el resultado de una inteligencia sublime.

Supe una borrascosa mañana en la cafetería del Lucio --ubicada media docena de escalones en alto y a pie de paseo marítimo-- que él observaba durante muchas tardes la luminosidad gualda y efímera del ocaso, mientras la iglesia mudéjar del Rosario --como todas las tardes—lanzaba al aire sus últimas plegarias por aquellos desdeñados quienes en tantas y tantas cuestiones valen más que esos que juzgan a estos otros, quizá bien llamados excéntricos, pero sin embargo, mal señalados de chiflados.


No me andaré por las ramas, sí, era Miguel Núñez Bizarro, el motivo por el que había llegado allí lo desconocía, y ustedes pueden sacar las conjeturas y sospechas que quieran. Tenía el pelo más largo, bastante más largo que cuando lo conocí en el madrileño recinto bursátil que se inauguró coincidiendo con el reinado de Isabel II en 1834. Su rostro no rezumaba ya esa lozanía “Aramis contour des yeux for men”, y en su cepillo de pelo, cada mañana, debían quedar prisioneras media docena canas. Se parapetaba tras unas gafas de sol oscuras que aún conservaban cierta modernidad en el diseño. Su aspecto seguía conservando comedida pulcritud y civismo, su vestuario era claro, bohemio aunque de briosa calidad boutiquera.


Seguiré sin andarme por las ramas y les diré que tras mi presentación como ciudadano y darle más de una y dos señas a cerca de mis andanzas inversionistas en antaño, tratando de rememorarle cuando para mí intervenía en la compra y venta de “Blues chips”(1) o “chicharros”(2), siguió sin recordarme. Y prosigo: Me invitó sin mucho protocolo aunque cortésmente a la silla de al lado, alentándome poco después a que le hiciera romper su tope máximo de cafés al día. Su médico le había prohibido el tercero. Él era también ahora un perdedor, padecía del corazón, y trajinaba al igual que yo, insistir en sus cuidados para retrasar lo máximo posible a esa negra dama invisible que siempre especula con la posibilidad de llegar antes de tiempo, pero con la imposibilidad tan siempre imposible de sin ti marcharse una vez te ha visitado.


Hacía mucho tiempo que no había mantenido con alguien una conversación tan intrigante e instructiva. Al principio reculó en hablarme de su presente pero al final terminó contándome el porqué de su decisión a transferir todo y cuanto poseía en Madrid y exiliarse a este rincón litoral donde la arena puede ser el mejor colchón para una siesta sin mesita de noche, y por ende, sin relojes de diseño; donde las nubes son las mejores interferencias para los grandes edificios de oficinas que sin acritud, siempre están tan deambuladas de hipocresía; y las estrellas, donde por fortuna, continúan indelebles, perpetuas en su hemisferio y carente de interruptores.


--No me importó, era una cuestión de supervivencia – Alegó tras una pausa haciendo descansar su taza.-- ¿Sabe usted lo que sentí en esa depresión?--Su pregunta no iba dirigida a encontrar en mí respuesta sino a comprobar mi escucha, y a continuación hizo extenso su verbo con los ojos fijos en el paseo marítimo.— Pues tuve conversaciones con el sol en un autismo nocturno. Caía a un pozo donde se descarnaban mis uñas: La ley de Newton me hacía una manzana podrida en esa caída libre sin tan siquiera encontrar una raíz donde afanarse. Nada más salir a la calle vestido de ojeras, la Castellana se atestaba de carceleros, de carrocerías con ruedas y miradas contra los tímpanos. Los escaparates entonces fintan tu ansiedad, distraen poderosos tu intranquilidad enmudeciendo fachadas donde todas las puertas permanecen cerradas menos las de las tiendas. Allí casi siempre te sonríen:


"No me gusta esa bufanda o ese chaleco o ese pillacorbatas, pero al igual entro y los compro": Ansiedad consumista. "Mejor no, no suelo usar bufandas, ni chalecos, ni pillacorbatas". Sin embargo, si iba bien de tiempo hacia el parqué, volvía sobre mis pasos para comprarlas. Ansiedad consumada.


Percibes que por las paredes de tus arterias se va adosando un colágeno de alquitrán que destila por tus pupilas para licuar y adherirse incluso a tu sistema nervioso. Tienes prisa. Llegas tarde. Recibes una llamada al móvil que como en tantas ocasiones es anodina. Te paras. Lo sacas y enciendes el séptimo de la jornada cuando todavía son las diez de la mañana, a todo esto, sin haber madrugado porque, entre otras cosas, no has sabido dormir. Ya no sabes ni dormir, qué bárbaro, ya no sabes nada, no entiendes nada, y la fe en ti mismo debe haberse fugado con un tipo de aspecto mercenario que en ese momento se cruza contigo y te mira insultante por la acera. No has desayunado y necesitas un café cargado pero no te decides por ninguna cafetería y es que acusas el resquemor de encontrarte con alguien conocido que pueda averiguar que tu alegría está en coma. Comprendes que a tus ganas de vivir le faltan ganas de seguir viviendo y que la diestra donde acarreas el portafolios se hace zurda… ¿Ves a esa mujer?— Deparó de pronto, obligándome a virar mi atención hacia donde él miraba. Se trataba de la viuda inglesa que había conocido esa mañana en la charcutería donde habitualmente compro el york y el solán de cabras. Paseaba su menuda y grácil silueta por el periplo del paseo marítimo, deambulando con paso rápido, ágil, y ataviada con un chándal.—


Pues verás amigo, todas, absolutamente todas las tardes pasa con prisas cuando yo estoy en esta terraza viendo inclinar el día, cuando yo trato de olvidar mi pasado, cuando disfruto de un paisaje sin prestezas ni apresuramientos. No entiendo porqué anda tan deprisa por un lugar tan balsámico para mí…que… que se me antoja al estrés personificado.—En el mutismo de a continuación que utilizó para acabar el café, hallé un desapacible desagrado, pero continuó: No falla ni un solo atardecer, cruza siempre ese tramo de espigón de ahí enfrente cuando el sol dobla por ese punto de la colina. Ningún día es igual, pero ella es como un cronómetro y siempre trata de hacerlos iguales. ¿Sabes? Me llaman “el profeta” porque pienso que tal y como va la vida, dentro de diez u once años habrá tantos locos que los cuerdos serán considerados de anormales, ¿y sabes otra cosa? Siempre quise ser enfermero, o D.U.E., como ahora se les llama, sobre todo porque eso de poner inyecciones me ha llamado siempre la atención… ¿Ves? Me llaman el profeta, dicen que soy un desequilibrado—


Sonrió, pero su sonrisa fue de algún modo dedicada y perdida hacia el horizonte. Bendito loco.
No volví a verle en un plazo de dos semanas, al tercer jueves me atreví a ir donde lo había encontrado por primera vez. Pero su silla estaba vacía, su mesa estaba vacía y el crepúsculo marino de Salobreña estaba vacío.
Escuché atónito lo sucedido mientras en la cafetería del Lucio me lo contaban, y tras sentir una extraña sensación conmovedora, supe que yo tenía en la mano el que su condena sólo quedase en una sanción económica. Decidí llamar a mi abogado esa misma tarde y contarle que tenía un amigo metido en un lío a consecuencia de haber sido acusado injustamente de violencia de género. Cuando me preguntó de qué clase de violencia se trataba, le contesté:
-- Ha conseguido pinchar intramuscularmente a una mujer con una inyección de tranxilium 50 cuando paseaba por el paseo marítimo de Salobreña. – y a continuación agregué: …Por fin. 
EL BROKER


    Por Andrés Rubia  (Mojácar 21/02/2004)                      

El broker. Andrés Rubia

El siglo veintiuno supondrá tanta velocidad al cientifismo que los átomos de los conceptos cambiaran demasiado rápidos, y por tanto, el gran reto del Hombre será mantener el orden en la química de su mente.


Fue agente de valores mío durante los dos años que con fortuna aposté en bolsa.
Con él había hablado por teléfono una media docena de veces hasta que por fin en un viaje a Madrid tuve la oportunidad de conocerle personalmente. De mediana estatura, poseía unos ojos avispados como el color del cuero curtido, entechados por unas cejas animosas casi nunca inmotas. Aparentaba una sagaz agilidad mental tan ordenada como el nudo de su corbata en el planchado blanco de su camisa.
Cuando alguien que no conoces te realiza bien un trabajo con el que te hace ganar en dos semanas más de siete mil quinientos euros, no puedes sino acrecentar la curiosidad de frecuentarle aunque sólo sea una vez. Lo conseguí, y de él, lo que más me llamó la atención fue su rostro cuidado de arrugas pese a pasar de los cincuenta y dos, y sin embargo, aparentar siete u ocho años menos. Su nombre y primer apellido eran vulgares: Miguel Núñez, su segundo era lo que le daba una cierta personalidad reconcurrente e historiada con su idiosincrasia emprendedora:
.Bizarro.
El año 2002 fue tan nefasto para las inversiones, tan patético en mi vida conyugal por culpa de las inversiones, tan inverso en casi todas y a priori maravillosas inversiones, que decidí salirme del parqué y no hacer para siempre jamás esas tan buenas inversiones bursátiles con mi mala e invertida vida. De todos modos había ganado mucho dinero pero había perdido salud, familia y por tanto felicidad. Un precio justo que suele cobrarse la injusta ansiedad de las ambiciones.
Con la separación salí económicamente perdiendo como todo varón con hijos en este país, era de esperar, pero compré una pequeña casa costera en Salobreña y al poco, allí me refugié con Maria Almudena, mi segunda compañera, una vez hube conseguido casi al unísono el divorcio y la jubilación anticipada.
En la charcutería donde habitualmente compraba el york y el solan de cabras había oído hablar de él. Le llamaban “el profeta” porque pronosticaba acaecimientos tan difíciles que ocurrieran como desconcertantes y descerebrados eran otros, aunque eso sí, nunca tan afuera de la lógica como podría pensarse. Esa mañana, escuché a una viuda residente de nacionalidad inglesa, vecina del pueblo, contar la última aseveración del personaje:
-- y el siñoor profeta diçeme entoncses algun día mucsha gente todos locos como éll, porque demassiaado deprisa la tecnologuía y elé-pfhutturo… y mucsho peligro para los sencsatos.
Para aquel hombre que siempre ha buscado la sabiduría, es hartamente difícil esquivar la curiosidad, sobre todo cuando se interesa por otro homogéneo, el cual, es considerado un necio por el resto de sabios. Siempre he atribulado que el loco puede ser el resultado de una inteligencia sublime.

Supe una borrascosa mañana en la cafetería del Lucio --ubicada media docena de escalones en alto y a pie de paseo marítimo-- que él observaba durante muchas tardes la luminosidad gualda y efímera del ocaso, mientras la iglesia mudéjar del Rosario --como todas las tardes—lanzaba al aire sus últimas plegarias por aquellos desdeñados quienes en tantas y tantas cuestiones valen más que esos que juzgan a estos otros, quizá bien llamados excéntricos, pero sin embargo, mal señalados de chiflados.


No me andaré por las ramas, sí, era Miguel Núñez Bizarro, el motivo por el que había llegado allí lo desconocía, y ustedes pueden sacar las conjeturas y sospechas que quieran. Tenía el pelo más largo, bastante más largo que cuando lo conocí en el madrileño recinto bursátil que se inauguró coincidiendo con el reinado de Isabel II en 1834. Su rostro no rezumaba ya esa lozanía “Aramis contour des yeux for men”, y en su cepillo de pelo, cada mañana, debían quedar prisioneras media docena canas. Se parapetaba tras unas gafas de sol oscuras que aún conservaban cierta modernidad en el diseño. Su aspecto seguía conservando comedida pulcritud y civismo, su vestuario era claro, bohemio aunque de briosa calidad boutiquera.


Seguiré sin andarme por las ramas y les diré que tras mi presentación como ciudadano y darle más de una y dos señas a cerca de mis andanzas inversionistas en antaño, tratando de rememorarle cuando para mí intervenía en la compra y venta de “Blues chips”(1) o “chicharros”(2), siguió sin recordarme. Y prosigo: Me invitó sin mucho protocolo aunque cortésmente a la silla de al lado, alentándome poco después a que le hiciera romper su tope máximo de cafés al día. Su médico le había prohibido el tercero. Él era también ahora un perdedor, padecía del corazón, y trajinaba al igual que yo, insistir en sus cuidados para retrasar lo máximo posible a esa negra dama invisible que siempre especula con la posibilidad de llegar antes de tiempo, pero con la imposibilidad tan siempre imposible de sin ti marcharse una vez te ha visitado.


Hacía mucho tiempo que no había mantenido con alguien una conversación tan intrigante e instructiva. Al principio reculó en hablarme de su presente pero al final terminó contándome el porqué de su decisión a transferir todo y cuanto poseía en Madrid y exiliarse a este rincón litoral donde la arena puede ser el mejor colchón para una siesta sin mesita de noche, y por ende, sin relojes de diseño; donde las nubes son las mejores interferencias para los grandes edificios de oficinas que sin acritud, siempre están tan deambuladas de hipocresía; y las estrellas, donde por fortuna, continúan indelebles, perpetuas en su hemisferio y carente de interruptores.


--No me importó, era una cuestión de supervivencia – Alegó tras una pausa haciendo descansar su taza.-- ¿Sabe usted lo que sentí en esa depresión?--Su pregunta no iba dirigida a encontrar en mí respuesta sino a comprobar mi escucha, y a continuación hizo extenso su verbo con los ojos fijos en el paseo marítimo.— Pues tuve conversaciones con el sol en un autismo nocturno. Caía a un pozo donde se descarnaban mis uñas: La ley de Newton me hacía una manzana podrida en esa caída libre sin tan siquiera encontrar una raíz donde afanarse. Nada más salir a la calle vestido de ojeras, la Castellana se atestaba de carceleros, de carrocerías con ruedas y miradas contra los tímpanos. Los escaparates entonces fintan tu ansiedad, distraen poderosos tu intranquilidad enmudeciendo fachadas donde todas las puertas permanecen cerradas menos las de las tiendas. Allí casi siempre te sonríen:


"No me gusta esa bufanda o ese chaleco o ese pillacorbatas, pero al igual entro y los compro": Ansiedad consumista. "Mejor no, no suelo usar bufandas, ni chalecos, ni pillacorbatas". Sin embargo, si iba bien de tiempo hacia el parqué, volvía sobre mis pasos para comprarlas. Ansiedad consumada.


Percibes que por las paredes de tus arterias se va adosando un colágeno de alquitrán que destila por tus pupilas para licuar y adherirse incluso a tu sistema nervioso. Tienes prisa. Llegas tarde. Recibes una llamada al móvil que como en tantas ocasiones es anodina. Te paras. Lo sacas y enciendes el séptimo de la jornada cuando todavía son las diez de la mañana, a todo esto, sin haber madrugado porque, entre otras cosas, no has sabido dormir. Ya no sabes ni dormir, qué bárbaro, ya no sabes nada, no entiendes nada, y la fe en ti mismo debe haberse fugado con un tipo de aspecto mercenario que en ese momento se cruza contigo y te mira insultante por la acera. No has desayunado y necesitas un café cargado pero no te decides por ninguna cafetería y es que acusas el resquemor de encontrarte con alguien conocido que pueda averiguar que tu alegría está en coma. Comprendes que a tus ganas de vivir le faltan ganas de seguir viviendo y que la diestra donde acarreas el portafolios se hace zurda… ¿Ves a esa mujer?— Deparó de pronto, obligándome a virar mi atención hacia donde él miraba. Se trataba de la viuda inglesa que había conocido esa mañana en la charcutería donde habitualmente compro el york y el solán de cabras. Paseaba su menuda y grácil silueta por el periplo del paseo marítimo, deambulando con paso rápido, ágil, y ataviada con un chándal.—


Pues verás amigo, todas, absolutamente todas las tardes pasa con prisas cuando yo estoy en esta terraza viendo inclinar el día, cuando yo trato de olvidar mi pasado, cuando disfruto de un paisaje sin prestezas ni apresuramientos. No entiendo porqué anda tan deprisa por un lugar tan balsámico para mí…que… que se me antoja al estrés personificado.—En el mutismo de a continuación que utilizó para acabar el café, hallé un desapacible desagrado, pero continuó: No falla ni un solo atardecer, cruza siempre ese tramo de espigón de ahí enfrente cuando el sol dobla por ese punto de la colina. Ningún día es igual, pero ella es como un cronómetro y siempre trata de hacerlos iguales. ¿Sabes? Me llaman “el profeta” porque pienso que tal y como va la vida, dentro de diez u once años habrá tantos locos que los cuerdos serán considerados de anormales, ¿y sabes otra cosa? Siempre quise ser enfermero, o D.U.E., como ahora se les llama, sobre todo porque eso de poner inyecciones me ha llamado siempre la atención… ¿Ves? Me llaman el profeta, dicen que soy un desequilibrado—


Sonrió, pero su sonrisa fue de algún modo dedicada y perdida hacia el horizonte. Bendito loco.
No volví a verle en un plazo de dos semanas, al tercer jueves me atreví a ir donde lo había encontrado por primera vez. Pero su silla estaba vacía, su mesa estaba vacía y el crepúsculo marino de Salobreña estaba vacío.
Escuché atónito lo sucedido mientras en la cafetería del Lucio me lo contaban, y tras sentir una extraña sensación conmovedora, supe que yo tenía en la mano el que su condena sólo quedase en una sanción económica. Decidí llamar a mi abogado esa misma tarde y contarle que tenía un amigo metido en un lío a consecuencia de haber sido acusado injustamente de violencia de género. Cuando me preguntó de qué clase de violencia se trataba, le contesté:
-- Ha conseguido pinchar intramuscularmente a una mujer con una inyección de tranxilium 50 cuando paseaba por el paseo marítimo de Salobreña. – y a continuación agregué: …Por fin. 
EL BROKER


    Por Andrés Rubia  (Mojácar 21/02/2004)                      

El broker. Andrés Rubia

El siglo veintiuno supondrá tanta velocidad al cientifismo que los átomos de los conceptos cambiaran demasiado rápidos, y por tanto, el gran reto del Hombre será mantener el orden en la química de su mente.


Fue agente de valores mío durante los dos años que con fortuna aposté en bolsa.
Con él había hablado por teléfono una media docena de veces hasta que por fin en un viaje a Madrid tuve la oportunidad de conocerle personalmente. De mediana estatura, poseía unos ojos avispados como el color del cuero curtido, entechados por unas cejas animosas casi nunca inmotas. Aparentaba una sagaz agilidad mental tan ordenada como el nudo de su corbata en el planchado blanco de su camisa.
Cuando alguien que no conoces te realiza bien un trabajo con el que te hace ganar en dos semanas más de siete mil quinientos euros, no puedes sino acrecentar la curiosidad de frecuentarle aunque sólo sea una vez. Lo conseguí, y de él, lo que más me llamó la atención fue su rostro cuidado de arrugas pese a pasar de los cincuenta y dos, y sin embargo, aparentar siete u ocho años menos. Su nombre y primer apellido eran vulgares: Miguel Núñez, su segundo era lo que le daba una cierta personalidad reconcurrente e historiada con su idiosincrasia emprendedora:
.Bizarro.
El año 2002 fue tan nefasto para las inversiones, tan patético en mi vida conyugal por culpa de las inversiones, tan inverso en casi todas y a priori maravillosas inversiones, que decidí salirme del parqué y no hacer para siempre jamás esas tan buenas inversiones bursátiles con mi mala e invertida vida. De todos modos había ganado mucho dinero pero había perdido salud, familia y por tanto felicidad. Un precio justo que suele cobrarse la injusta ansiedad de las ambiciones.
Con la separación salí económicamente perdiendo como todo varón con hijos en este país, era de esperar, pero compré una pequeña casa costera en Salobreña y al poco, allí me refugié con Maria Almudena, mi segunda compañera, una vez hube conseguido casi al unísono el divorcio y la jubilación anticipada.
En la charcutería donde habitualmente compraba el york y el solan de cabras había oído hablar de él. Le llamaban “el profeta” porque pronosticaba acaecimientos tan difíciles que ocurrieran como desconcertantes y descerebrados eran otros, aunque eso sí, nunca tan afuera de la lógica como podría pensarse. Esa mañana, escuché a una viuda residente de nacionalidad inglesa, vecina del pueblo, contar la última aseveración del personaje:
-- y el siñoor profeta diçeme entoncses algun día mucsha gente todos locos como éll, porque demassiaado deprisa la tecnologuía y elé-pfhutturo… y mucsho peligro para los sencsatos.
Para aquel hombre que siempre ha buscado la sabiduría, es hartamente difícil esquivar la curiosidad, sobre todo cuando se interesa por otro homogéneo, el cual, es considerado un necio por el resto de sabios. Siempre he atribulado que el loco puede ser el resultado de una inteligencia sublime.

Supe una borrascosa mañana en la cafetería del Lucio --ubicada media docena de escalones en alto y a pie de paseo marítimo-- que él observaba durante muchas tardes la luminosidad gualda y efímera del ocaso, mientras la iglesia mudéjar del Rosario --como todas las tardes—lanzaba al aire sus últimas plegarias por aquellos desdeñados quienes en tantas y tantas cuestiones valen más que esos que juzgan a estos otros, quizá bien llamados excéntricos, pero sin embargo, mal señalados de chiflados.


No me andaré por las ramas, sí, era Miguel Núñez Bizarro, el motivo por el que había llegado allí lo desconocía, y ustedes pueden sacar las conjeturas y sospechas que quieran. Tenía el pelo más largo, bastante más largo que cuando lo conocí en el madrileño recinto bursátil que se inauguró coincidiendo con el reinado de Isabel II en 1834. Su rostro no rezumaba ya esa lozanía “Aramis contour des yeux for men”, y en su cepillo de pelo, cada mañana, debían quedar prisioneras media docena canas. Se parapetaba tras unas gafas de sol oscuras que aún conservaban cierta modernidad en el diseño. Su aspecto seguía conservando comedida pulcritud y civismo, su vestuario era claro, bohemio aunque de briosa calidad boutiquera.


Seguiré sin andarme por las ramas y les diré que tras mi presentación como ciudadano y darle más de una y dos señas a cerca de mis andanzas inversionistas en antaño, tratando de rememorarle cuando para mí intervenía en la compra y venta de “Blues chips”(1) o “chicharros”(2), siguió sin recordarme. Y prosigo: Me invitó sin mucho protocolo aunque cortésmente a la silla de al lado, alentándome poco después a que le hiciera romper su tope máximo de cafés al día. Su médico le había prohibido el tercero. Él era también ahora un perdedor, padecía del corazón, y trajinaba al igual que yo, insistir en sus cuidados para retrasar lo máximo posible a esa negra dama invisible que siempre especula con la posibilidad de llegar antes de tiempo, pero con la imposibilidad tan siempre imposible de sin ti marcharse una vez te ha visitado.


Hacía mucho tiempo que no había mantenido con alguien una conversación tan intrigante e instructiva. Al principio reculó en hablarme de su presente pero al final terminó contándome el porqué de su decisión a transferir todo y cuanto poseía en Madrid y exiliarse a este rincón litoral donde la arena puede ser el mejor colchón para una siesta sin mesita de noche, y por ende, sin relojes de diseño; donde las nubes son las mejores interferencias para los grandes edificios de oficinas que sin acritud, siempre están tan deambuladas de hipocresía; y las estrellas, donde por fortuna, continúan indelebles, perpetuas en su hemisferio y carente de interruptores.


--No me importó, era una cuestión de supervivencia – Alegó tras una pausa haciendo descansar su taza.-- ¿Sabe usted lo que sentí en esa depresión?--Su pregunta no iba dirigida a encontrar en mí respuesta sino a comprobar mi escucha, y a continuación hizo extenso su verbo con los ojos fijos en el paseo marítimo.— Pues tuve conversaciones con el sol en un autismo nocturno. Caía a un pozo donde se descarnaban mis uñas: La ley de Newton me hacía una manzana podrida en esa caída libre sin tan siquiera encontrar una raíz donde afanarse. Nada más salir a la calle vestido de ojeras, la Castellana se atestaba de carceleros, de carrocerías con ruedas y miradas contra los tímpanos. Los escaparates entonces fintan tu ansiedad, distraen poderosos tu intranquilidad enmudeciendo fachadas donde todas las puertas permanecen cerradas menos las de las tiendas. Allí casi siempre te sonríen:


"No me gusta esa bufanda o ese chaleco o ese pillacorbatas, pero al igual entro y los compro": Ansiedad consumista. "Mejor no, no suelo usar bufandas, ni chalecos, ni pillacorbatas". Sin embargo, si iba bien de tiempo hacia el parqué, volvía sobre mis pasos para comprarlas. Ansiedad consumada.


Percibes que por las paredes de tus arterias se va adosando un colágeno de alquitrán que destila por tus pupilas para licuar y adherirse incluso a tu sistema nervioso. Tienes prisa. Llegas tarde. Recibes una llamada al móvil que como en tantas ocasiones es anodina. Te paras. Lo sacas y enciendes el séptimo de la jornada cuando todavía son las diez de la mañana, a todo esto, sin haber madrugado porque, entre otras cosas, no has sabido dormir. Ya no sabes ni dormir, qué bárbaro, ya no sabes nada, no entiendes nada, y la fe en ti mismo debe haberse fugado con un tipo de aspecto mercenario que en ese momento se cruza contigo y te mira insultante por la acera. No has desayunado y necesitas un café cargado pero no te decides por ninguna cafetería y es que acusas el resquemor de encontrarte con alguien conocido que pueda averiguar que tu alegría está en coma. Comprendes que a tus ganas de vivir le faltan ganas de seguir viviendo y que la diestra donde acarreas el portafolios se hace zurda… ¿Ves a esa mujer?— Deparó de pronto, obligándome a virar mi atención hacia donde él miraba. Se trataba de la viuda inglesa que había conocido esa mañana en la charcutería donde habitualmente compro el york y el solán de cabras. Paseaba su menuda y grácil silueta por el periplo del paseo marítimo, deambulando con paso rápido, ágil, y ataviada con un chándal.—


Pues verás amigo, todas, absolutamente todas las tardes pasa con prisas cuando yo estoy en esta terraza viendo inclinar el día, cuando yo trato de olvidar mi pasado, cuando disfruto de un paisaje sin prestezas ni apresuramientos. No entiendo porqué anda tan deprisa por un lugar tan balsámico para mí…que… que se me antoja al estrés personificado.—En el mutismo de a continuación que utilizó para acabar el café, hallé un desapacible desagrado, pero continuó: No falla ni un solo atardecer, cruza siempre ese tramo de espigón de ahí enfrente cuando el sol dobla por ese punto de la colina. Ningún día es igual, pero ella es como un cronómetro y siempre trata de hacerlos iguales. ¿Sabes? Me llaman “el profeta” porque pienso que tal y como va la vida, dentro de diez u once años habrá tantos locos que los cuerdos serán considerados de anormales, ¿y sabes otra cosa? Siempre quise ser enfermero, o D.U.E., como ahora se les llama, sobre todo porque eso de poner inyecciones me ha llamado siempre la atención… ¿Ves? Me llaman el profeta, dicen que soy un desequilibrado—


Sonrió, pero su sonrisa fue de algún modo dedicada y perdida hacia el horizonte. Bendito loco.
No volví a verle en un plazo de dos semanas, al tercer jueves me atreví a ir donde lo había encontrado por primera vez. Pero su silla estaba vacía, su mesa estaba vacía y el crepúsculo marino de Salobreña estaba vacío.
Escuché atónito lo sucedido mientras en la cafetería del Lucio me lo contaban, y tras sentir una extraña sensación conmovedora, supe que yo tenía en la mano el que su condena sólo quedase en una sanción económica. Decidí llamar a mi abogado esa misma tarde y contarle que tenía un amigo metido en un lío a consecuencia de haber sido acusado injustamente de violencia de género. Cuando me preguntó de qué clase de violencia se trataba, le contesté:
-- Ha conseguido pinchar intramuscularmente a una mujer con una inyección de tranxilium 50 cuando paseaba por el paseo marítimo de Salobreña. – y a continuación agregué: …Por fin. 
EL BROKER


    Por Andrés Rubia  (Mojácar 21/02/2004)                      

El broker. Andrés Rubia

El siglo veintiuno supondrá tanta velocidad al cientifismo que los átomos de los conceptos cambiaran demasiado rápidos, y por tanto, el gran reto del Hombre será mantener el orden en la química de su mente.


Fue agente de valores mío durante los dos años que con fortuna aposté en bolsa.
Con él había hablado por teléfono una media docena de veces hasta que por fin en un viaje a Madrid tuve la oportunidad de conocerle personalmente. De mediana estatura, poseía unos ojos avispados como el color del cuero curtido, entechados por unas cejas animosas casi nunca inmotas. Aparentaba una sagaz agilidad mental tan ordenada como el nudo de su corbata en el planchado blanco de su camisa.
Cuando alguien que no conoces te realiza bien un trabajo con el que te hace ganar en dos semanas más de siete mil quinientos euros, no puedes sino acrecentar la curiosidad de frecuentarle aunque sólo sea una vez. Lo conseguí, y de él, lo que más me llamó la atención fue su rostro cuidado de arrugas pese a pasar de los cincuenta y dos, y sin embargo, aparentar siete u ocho años menos. Su nombre y primer apellido eran vulgares: Miguel Núñez, su segundo era lo que le daba una cierta personalidad reconcurrente e historiada con su idiosincrasia emprendedora:
.Bizarro.
El año 2002 fue tan nefasto para las inversiones, tan patético en mi vida conyugal por culpa de las inversiones, tan inverso en casi todas y a priori maravillosas inversiones, que decidí salirme del parqué y no hacer para siempre jamás esas tan buenas inversiones bursátiles con mi mala e invertida vida. De todos modos había ganado mucho dinero pero había perdido salud, familia y por tanto felicidad. Un precio justo que suele cobrarse la injusta ansiedad de las ambiciones.
Con la separación salí económicamente perdiendo como todo varón con hijos en este país, era de esperar, pero compré una pequeña casa costera en Salobreña y al poco, allí me refugié con Maria Almudena, mi segunda compañera, una vez hube conseguido casi al unísono el divorcio y la jubilación anticipada.
En la charcutería donde habitualmente compraba el york y el solan de cabras había oído hablar de él. Le llamaban “el profeta” porque pronosticaba acaecimientos tan difíciles que ocurrieran como desconcertantes y descerebrados eran otros, aunque eso sí, nunca tan afuera de la lógica como podría pensarse. Esa mañana, escuché a una viuda residente de nacionalidad inglesa, vecina del pueblo, contar la última aseveración del personaje:
-- y el siñoor profeta diçeme entoncses algun día mucsha gente todos locos como éll, porque demassiaado deprisa la tecnologuía y elé-pfhutturo… y mucsho peligro para los sencsatos.
Para aquel hombre que siempre ha buscado la sabiduría, es hartamente difícil esquivar la curiosidad, sobre todo cuando se interesa por otro homogéneo, el cual, es considerado un necio por el resto de sabios. Siempre he atribulado que el loco puede ser el resultado de una inteligencia sublime.

Supe una borrascosa mañana en la cafetería del Lucio --ubicada media docena de escalones en alto y a pie de paseo marítimo-- que él observaba durante muchas tardes la luminosidad gualda y efímera del ocaso, mientras la iglesia mudéjar del Rosario --como todas las tardes—lanzaba al aire sus últimas plegarias por aquellos desdeñados quienes en tantas y tantas cuestiones valen más que esos que juzgan a estos otros, quizá bien llamados excéntricos, pero sin embargo, mal señalados de chiflados.


No me andaré por las ramas, sí, era Miguel Núñez Bizarro, el motivo por el que había llegado allí lo desconocía, y ustedes pueden sacar las conjeturas y sospechas que quieran. Tenía el pelo más largo, bastante más largo que cuando lo conocí en el madrileño recinto bursátil que se inauguró coincidiendo con el reinado de Isabel II en 1834. Su rostro no rezumaba ya esa lozanía “Aramis contour des yeux for men”, y en su cepillo de pelo, cada mañana, debían quedar prisioneras media docena canas. Se parapetaba tras unas gafas de sol oscuras que aún conservaban cierta modernidad en el diseño. Su aspecto seguía conservando comedida pulcritud y civismo, su vestuario era claro, bohemio aunque de briosa calidad boutiquera.


Seguiré sin andarme por las ramas y les diré que tras mi presentación como ciudadano y darle más de una y dos señas a cerca de mis andanzas inversionistas en antaño, tratando de rememorarle cuando para mí intervenía en la compra y venta de “Blues chips”(1) o “chicharros”(2), siguió sin recordarme. Y prosigo: Me invitó sin mucho protocolo aunque cortésmente a la silla de al lado, alentándome poco después a que le hiciera romper su tope máximo de cafés al día. Su médico le había prohibido el tercero. Él era también ahora un perdedor, padecía del corazón, y trajinaba al igual que yo, insistir en sus cuidados para retrasar lo máximo posible a esa negra dama invisible que siempre especula con la posibilidad de llegar antes de tiempo, pero con la imposibilidad tan siempre imposible de sin ti marcharse una vez te ha visitado.


Hacía mucho tiempo que no había mantenido con alguien una conversación tan intrigante e instructiva. Al principio reculó en hablarme de su presente pero al final terminó contándome el porqué de su decisión a transferir todo y cuanto poseía en Madrid y exiliarse a este rincón litoral donde la arena puede ser el mejor colchón para una siesta sin mesita de noche, y por ende, sin relojes de diseño; donde las nubes son las mejores interferencias para los grandes edificios de oficinas que sin acritud, siempre están tan deambuladas de hipocresía; y las estrellas, donde por fortuna, continúan indelebles, perpetuas en su hemisferio y carente de interruptores.


--No me importó, era una cuestión de supervivencia – Alegó tras una pausa haciendo descansar su taza.-- ¿Sabe usted lo que sentí en esa depresión?--Su pregunta no iba dirigida a encontrar en mí respuesta sino a comprobar mi escucha, y a continuación hizo extenso su verbo con los ojos fijos en el paseo marítimo.— Pues tuve conversaciones con el sol en un autismo nocturno. Caía a un pozo donde se descarnaban mis uñas: La ley de Newton me hacía una manzana podrida en esa caída libre sin tan siquiera encontrar una raíz donde afanarse. Nada más salir a la calle vestido de ojeras, la Castellana se atestaba de carceleros, de carrocerías con ruedas y miradas contra los tímpanos. Los escaparates entonces fintan tu ansiedad, distraen poderosos tu intranquilidad enmudeciendo fachadas donde todas las puertas permanecen cerradas menos las de las tiendas. Allí casi siempre te sonríen:


"No me gusta esa bufanda o ese chaleco o ese pillacorbatas, pero al igual entro y los compro": Ansiedad consumista. "Mejor no, no suelo usar bufandas, ni chalecos, ni pillacorbatas". Sin embargo, si iba bien de tiempo hacia el parqué, volvía sobre mis pasos para comprarlas. Ansiedad consumada.


Percibes que por las paredes de tus arterias se va adosando un colágeno de alquitrán que destila por tus pupilas para licuar y adherirse incluso a tu sistema nervioso. Tienes prisa. Llegas tarde. Recibes una llamada al móvil que como en tantas ocasiones es anodina. Te paras. Lo sacas y enciendes el séptimo de la jornada cuando todavía son las diez de la mañana, a todo esto, sin haber madrugado porque, entre otras cosas, no has sabido dormir. Ya no sabes ni dormir, qué bárbaro, ya no sabes nada, no entiendes nada, y la fe en ti mismo debe haberse fugado con un tipo de aspecto mercenario que en ese momento se cruza contigo y te mira insultante por la acera. No has desayunado y necesitas un café cargado pero no te decides por ninguna cafetería y es que acusas el resquemor de encontrarte con alguien conocido que pueda averiguar que tu alegría está en coma. Comprendes que a tus ganas de vivir le faltan ganas de seguir viviendo y que la diestra donde acarreas el portafolios se hace zurda… ¿Ves a esa mujer?— Deparó de pronto, obligándome a virar mi atención hacia donde él miraba. Se trataba de la viuda inglesa que había conocido esa mañana en la charcutería donde habitualmente compro el york y el solán de cabras. Paseaba su menuda y grácil silueta por el periplo del paseo marítimo, deambulando con paso rápido, ágil, y ataviada con un chándal.—


Pues verás amigo, todas, absolutamente todas las tardes pasa con prisas cuando yo estoy en esta terraza viendo inclinar el día, cuando yo trato de olvidar mi pasado, cuando disfruto de un paisaje sin prestezas ni apresuramientos. No entiendo porqué anda tan deprisa por un lugar tan balsámico para mí…que… que se me antoja al estrés personificado.—En el mutismo de a continuación que utilizó para acabar el café, hallé un desapacible desagrado, pero continuó: No falla ni un solo atardecer, cruza siempre ese tramo de espigón de ahí enfrente cuando el sol dobla por ese punto de la colina. Ningún día es igual, pero ella es como un cronómetro y siempre trata de hacerlos iguales. ¿Sabes? Me llaman “el profeta” porque pienso que tal y como va la vida, dentro de diez u once años habrá tantos locos que los cuerdos serán considerados de anormales, ¿y sabes otra cosa? Siempre quise ser enfermero, o D.U.E., como ahora se les llama, sobre todo porque eso de poner inyecciones me ha llamado siempre la atención… ¿Ves? Me llaman el profeta, dicen que soy un desequilibrado—


Sonrió, pero su sonrisa fue de algún modo dedicada y perdida hacia el horizonte. Bendito loco.
No volví a verle en un plazo de dos semanas, al tercer jueves me atreví a ir donde lo había encontrado por primera vez. Pero su silla estaba vacía, su mesa estaba vacía y el crepúsculo marino de Salobreña estaba vacío.
Escuché atónito lo sucedido mientras en la cafetería del Lucio me lo contaban, y tras sentir una extraña sensación conmovedora, supe que yo tenía en la mano el que su condena sólo quedase en una sanción económica. Decidí llamar a mi abogado esa misma tarde y contarle que tenía un amigo metido en un lío a consecuencia de haber sido acusado injustamente de violencia de género. Cuando me preguntó de qué clase de violencia se trataba, le contesté:
-- Ha conseguido pinchar intramuscularmente a una mujer con una inyección de tranxilium 50 cuando paseaba por el paseo marítimo de Salobreña. – y a continuación agregué: …Por fin. 
EL BROKER


    Por Andrés Rubia  (Mojácar 21/02/2004)