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La torre Opalina. Álvaro Martín Fuentes

LA TORRE OPALINA

Álvaro Martín Fuentes


En el bosque de Nórtthan, al norte, nunca se han posado las estrellas, pues las cerradas copas de sus árboles, cuyas hojas en manto encierran la tierra, impedían a los rayos del sol y las lunas penetrar por ellas y besar su suelo. Era, por tanto, un bosque preñado de tinieblas, de invisibles caminos y putrefacta naturaleza.
Bien lo sabían Elios y sus hombres, quienes deambulaban tras la guía de siete antorchas que parecían alimentarse de aquella oscuridad húmeda y asfixiante. Llevaban varias semanas recorriendo el silvoso bosque, sin descanso, desnutridos y famélicos, respirando un aire cargado de vapores fantasmales y psicodélicos. Siete hombres de entre 23 y 60 años, cuya misión consistía en encontrar la torre opalina ─una construcción casi tan antigua como el mundo─, en la que había oculto un singular tesoro; no de oro ni de plata, sino tallado en cuarzo de ágata. Un prisma multicolor con forma de pirámide que cabía en la palma de un niño. Era la llave; la pieza complementaria para abrir un portal mágico capaz de transportarte al sitio que pronunciaras antes de atravesarlo.
Ellos conocían el riesgo y las dificultades de la empresa. Otros hombres ya la habían acometido mucho antes. Pero escasos volvieron con vida y, si lo hicieron, fue con las manos vacías. Aun así estaban dispuestos a emprender esta aventura que Lumarga les encomendó. Ella era la bruja más poderosa de la época. La peor enemiga del Reino de los Hombres.
Lumarga necesitaba ese prisma irisado. Con él activaría aquel portal que podría, incluso, conducirla hasta los mismísimos aposentos del rey, si quisiera. Magna era su ambición, fuerte su ira, emponzoñada por la sed de venganza que por el rencor se incentiva. Tras tantos intentos, esta vez no fallaría; ninguno de los anteriores impedimentos lograría detenerla.
Para tal fin, entregó a sus secuaces una serie de armas, objetos y artilugios mágicos, con los que asegurar el triunfo de la misión y la pronta ostentación del prisma entre sus manos huesudas.
Ciertamente, aquellos atributos les sirvieron, ya que cientos y más fueron los desafíos y las adversidades que afrontaron día tras día, jornada tras jornada (y mucho estaban durando...).
Hombres de buen fondo, corazones valientes y honorables ─a pesar de todo lo que de ellos se diga─; hombres sin hogar, hombres sin tierra que laborar, padres pobres, padres sin oficio, padres sin comida para sus hijos, encargados de alguien enfermo, individuos con grandes necesidades, cuyas responsabilidades pesaban más que el miedo o el peligro que los rodeaba.
Con una cantinela constante, cada miembro del grupo alternaba, en enumeración, la razón por la que allí estaba. Lo hacían para reavivar sus instintos y adormilados sentidos, motivarse y luchar contra la indómita tenacidad del terreno y los elementos, que en todo momento los invitaban a desfallecer. Iban por orden, empezando por su líder llamado Elios:
─¡Porque muchos afirman que ya he perdido mis facultades y que no soy el paladín de antaño! ─Dijo Elios; el mayor de los siete. Guerrero de barba canosa hasta el pecho, vestido con ligera armadura y una espada a cada lado de la cintura.
Su atributo mágico fue bañar dichas armas en un ácido ─inapreciable a simple vista─ que las hojas absorbieron. Al adquirir su virtud corrosiva, las espadas podían derretir cualquier material sólido con el que colisionaran. Eso le permitía cortar con facilidad los troncos y ramajes para abrirse camino en la espesura; por lo que él encabezaba el grupo.
─¡Por mis dos hijas ─siguió Grínkel─, heridas por el dardo de la enfermedad! Que sin medicina las habré de enterrar.
Éste era algo calvo, pero de largas patillas; que además de emplearse bien con la espada, cargaba una portentosa ballesta a la espalda. Casi siempre estaba tristón, ausente, y daba la impresión de ser un individuo convenido. A él le fue entregado un atributo iluminador: un frasco de agua de luna, que luce sólo cuando no hay sol y repele a los seres que odian la intensidad con que fulgura.
─¡Por mi mujer y mis hijos, que no son pocas bocas que alimentar!, yo no soy tan elocuente. ─Dijo Pellio, con ese carácter soso que tanto lo caracterizaba. Un hombre aburrido, de vientre, el mejor dotado, por ello acusado de ser quien dejó sin comida a su familia. Sin sangre en los andares, hábil, no obstante, pero sólo cuando estaba en apuros. Había recibido por atributo una bolsita de polvos antiflujos. Con ellos se podía solidificar cualquier sustancia fluida, viscosa, a saber: fango, charcos, arenas movedizas, entre otros; que como bien sabía Lumarga, rebosaban por todo el bosque de Nórtthan.
─¡Yo vengo en busca de la recompensa que me permita forjar un futuro exento de más aventuras como ésta! ─Dijo Saédor, hijo de Nareo Saedos. Se parecían mucho en el físico: pelo largo y rizado, oscuro como sus ojos; eran altos, delgados y de miembros fuertes.
Del grupo, Saédor era el más joven e insensato, aunque no por ello menos obediente y fiel a su líder, a quien admiraba con pasión y esnobismo. ¿Y qué mejor atributo pudo ofrecerle Lumarga que una brújula de bruja o brújuda, para encontrar el camino de vuelta?
─¡Yo vengo para evitar que maten a este insensato, mi único hijo! ─Ése era Nareo. Un hombre intachable, de los más honorables con los que Elios se había topado y junto al cual hubo luchado, tiempo ha. Mucho le costó a Elios convencerlo de que viniera; de ahí que éste cautivara primero a su hijo Saédor (no siéndole difícil), con lo que Nareo no tuvo más remedio que acompañarlos.
Siempre ejemplar, Nareo rehusó aceptar el atributo de la bruja; primero, porque no se fiaba, y segundo, porque hacer tratos con las de su especie se condenó con la muerte en otra época (su juventud). Sin embargo, de entre todas las cantimploras que Lumarga les entregó, la suya contenía un encantamiento fortalecedor en el agua, capaz de doblar la fuerza y la resistencia de quien la tomara.
─Yo sólo espero que encontremos esa maldita torre antes de que se nos pudran los pies con este lodo ─dijo el sexto en un murmullo─. ¡Por los cerdos y vacas que heredé de mi padre y éste de mi abuelo! Que sin tierra o dinero no tendré para darles grano o ramoneo─. Se llamaba Mayus. Un tipo simpático, musculoso y diestro en todas las armas, sobre todo con las dagas y cuchillos, sin olvidar su gran mandoble, de nombre Aurora.
Lumarga le prestó a su preciada mascota: un corbrejal, semejante a un gran buitre, que lo ayudaría cuando surgiera el peligro. Desde el principio del viaje, Mayus lo liberó para que volara sobre el techo del bosque, en busca de la torre opalina.
─¡Yo estoy aquí porque le debo dos o tres favores a Saédor, mi amigo de siempre; favores que con gusto verá cumplidos ─terminó diciendo Aréstel. Tenía cuatro años más que Saédor. Su vida había sido difícil, sin familia ni pareja con quien formarla. Nareo lo acogió de niño y, por ello, Aréstel y su hijo eran inseparables; pero a diferencia de Saédor, Aréstel aprendió a valerse por sí mismo. Era mucho más serio y competente, más astuto e inteligente; quizá porque en su primera niñez pasó hambre y la necesidad agudiza el ingenio. Lumarga le dio el atributo más poderoso: siete turmas de salamandra de fuego, cuya magia prende en llamas cualquier cuerpo al estrellárselas encima, así esté compuesto sólo por agua.
Mejor habría sido ir en silencio por aquel bosque siniestro, pues a su paso iban despertando a las alimañas que habrían preferido bien lejos. Ya se habían enfrentado a un gigante ermitaño, una manada de toros del musgo, y a tres arpías jinete; por no hablar del inesperado encuentro con una rana enorme que decía llamarse Baseligas. Llevaba una capa de terciopelo rojo, con festones de hilo dorado, exhibiendo una corona sencilla y apoyándose en un cetro de cristal granate.
Casualidad o no, el batracio se había topado de frente con el grupo. Y mágico como era, Baseligas les habló sin dilación, pues, además de sabio, también era un excepcional cotilla.
─¿Adónde van ustedes, caballeros aguerridos? ¿Tal vez de caza?, ¿tal vez perdidos por atrevidos?, ¿quizá estén buscando los tesoros que en Nórtthan yacen escondidos?, ¿o, quizá, os persigue la muerte, pues os veo agotados y transidos? ─Recitaba Baseligas, más que preguntar, mientras los miraba con sus enormes ojos fijos.
─Venimos en busca de la torre opalina ─contestó Elios─.  El tesoro que allí se guarda es lo que queremos y por lo que hemos viajado durante semanas, desde muy lejos, y nos hemos enfrentado con dignidad a serios peligros. ¿Quién sois, honorable sapo?
─¡Por mis ancas! No soy sapo, ¡soy rana! ¿Y quién soy yo? Hace siglos que nadie me lo pregunta: soy Baseligas, el habitante más antiguo de este bosque inmenso; el rey de los batracios me llaman. Pocos ojos humanos me han visto, y menos aun son aquellos que yo haya visto por vez segunda.
─Entonces, sabréis dónde queda la torre de los mil colores ─dijo Elios, eufórico.
─Sí. ─Contestó Baseligas secamente.
─¿Por dónde, por dónde es, qué camino elegimos?, díganos el rumbo, se lo rogamos, ¡oh, majestad anfibia! ─Preguntó el joven Saédor con impaciencia.
─Hace mucho que no me acerco a ese sitio maldito ─dijo Baseligas─; por nada del mundo os acompañaría y mi consejo es que marchéis en sentido contrario. No se hacen una idea del peligro que correrán. Allí, bajo las aguas subyacen los caminos, el hedor envenena los pulmones y dormida espera la muerte. Las armas de los Hombres allí no sirven ─incluso, rara vez la magia─, y a menudo, la razón se desliza en las alturas confundiéndose con la locura.
─Portamos armas mágicas, no simples espadas; serán combinación suficiente, estamos bien preparados, usted descuide. Ya nos hemos enfrentado a varias bestias por el camino. ─Baseligas frunció el ceño con mirada escéptica, mientras les decía: ─No seré yo quien impida vuestro ambicioso propósito.
La rana dio un salto a un enorme tronco tumbado, recubierto de verdín, y golpeando su cetro contra la corteza, desató un chorro de luces y estelas rojas que se unieron en una sola centella con forma de ardilla.
─Seguidla y ella os mostrará el camino ─dijo Baseligas, justo antes de desaparecer.
Los hombres corrieron tras la centella, resbalando y tropezando cada dos por tres. Ya se apreciaba un ápice de claridad procedente del día. No obstante, seguía estando oscuro y mucho cuidado debían tener con las espinas, los aguijones, los colmillos deletéreos, los embriagadores aromas de las flores ─que desprendían somníferos─ y otras tantas plantas carnívoras.
Hasta que al fin la encontraron.
Entre una exuberante vegetación selvática surgió un claro; que a pesar de la ausencia de árboles no estaba vacío, pues lo que encontraron fue una pequeña laguna, en cuyo centro se erguía el colosal monumento, imponente y simétrico. La torre, en sí, era un descomunal cristal de ópalo precioso, con tres paredes rectas, tan verticales y lisas, como la mirada de los siete hombres al intentar vislumbrar la cumbre que se alzaba treinta y siete metros hacia el día. Uno a uno, los siete se metieron en las profundas aguas de la laguna y nadaron para cruzarla.
De repente, Grínkel gritó aterrorizado por lo que encontró en una de las orillas: un ser monstruoso, con un cuerpo alargado de piel lisa y brillante, coloreada de amarillo y varias franjas rojas; en cada extremidad tenía aletas de pez, pero se parecía más a una gran babosa como las que reptan los mares, llamativas y hermosas. Grande y lustrosa; daba la sensación de tener la carne flácida. Su cabeza abombada sólo tenía ojos, eso sí, unos enormes globos oculares que casi le ocupaban toda la cabeza; ahora bien, estos eran blancos y velados, como los de una libélula ciega. No se movía, parecía estar muerta, sobre todo por la mucosa purulenta que secretaba y la peste que despedía, peor que el pescado podrido.
Rápidamente, todos salieron del agua, ya a los pies de la torre. Entonces Nareo agarró una piedra, ─preparaos por lo que pueda pasar a continuación… ─Los demás desenfundaron las armas al instante y, temeroso, Nareo se la tiró a aquella cosa extraña, que no se inmutó.
─Bien. Si estuviera durmiendo, esa pedrada la habría despertado, sin duda ─dijo Nareo.
─De acuerdo. ¡Pues todos a buscar la entrada! ─Ordenó Elios.
Sin embargo, no hallaron puerta o trampilla por ningún lado. Hasta que Aréstel los llamó con apremio: ─¡¡Aquí, aquí!!
Él les señaló unas inscripciones esculpidas en la pared, que unos helechos habían ocultado durante décadas.
Las marcas indicaban una entrada superior, a la que se llegaba subiendo por unos huecos que la pared presentaba en una de sus tres esquinas. Huecos donde sólo cabían manos y pies. El grabado también mostraba a la insólita criatura devorando a varios hombres que caían desde arriba… pero no sólo había una, sino varios ejemplares muy bien detallados. ─¿Cómo se los comían si no tenían boca? ─Se preguntaban.
─Pues vamos, debe de ser por aquí ─dijo Elios. Y efectivamente, en la esquina más afilada estaba la subida. De ese modo, fueron ascendiendo sin demasiado problema, aunque ninguno se libró del acosador temblor que la altura infería en sus músculos tensos.


Esfinge dorada


 

 



Pellio fue el primero en llegar y ya se estaba quejando: ─¡Agg, qué asco! ¿Qué es esta guarrería?
─¡Termina de subir y lo sabremos todos! ─Lo reprendió Grínkel, que nunca hablaba, pero cuando lo hacía…
Una vez que todos estaban arriba, coincidieron con Pellio. Una sustancia oleosa ─mezcla de agar y aceite─ barnizaba el suelo de la cima; sustancia que se les pegó en las manos y luego en los pies. Lo peor era que no había forma de quitársela. Se restregaban en sus ropajes, la armadura, y nada. Aquello sólo agravaba el efecto, pues la sustancia parecía estar elaborada por alguien que pensó en todo; alguien que no los quería allí arriba, que embrujó el poderoso ungüento para que volviera a aflorarles en las manos cuando se las limpiasen.
A diferencia del resto, Aréstel evitó el error de los demás, al ir el último, apoyando los codos en lugar de las manos.
─¡Maldición! ─Se quejó Grínkel─. Ahora no podemos bajar por el mismo sitio, se nos escurrirán los pies y las manos.
─Es cierto ─dijo Elios─. Más nos vale no tropezar. ¡Intentad no perder el equilibrio!
─Pues luego habrá que saltar desde aquí a la parte más profunda de la laguna ─dijo Pellio.
─No será necesario ─contestó Mayus─. El corbrejal de Lumarga puede transportarnos sobre sus alas.
─¡Ah, bien pensado, excelente, sí, es verdad! ─Gritaban unos y otros.
Así fue que, con el júbilo, Nareo descuidó un paso y resbaló con estrépito; la inercia lo empujó hacia el filoso borde y se perdió, sin remedio, tras treinta y siete metros de caída. Allí acabó su camino, en las aguas cercanas a la criatura, la misma que acababa de despertar de su profundo letargo; una esfinge dorada que custodiaba la torre por orden de la muerte, que no era otra cosa que su instinto, el cual le había enseñado, durante años, a esperar allí a los incautos aventureros.
Así pues, la esfinge dorada emitió un agudo sonido con el que les heló los huesos al resto, mas su fin era despertar a las demás esfinges que bajo tierra esperaban ser llamadas. Las cinco bestias que acudieron se tiraron al agua, rodeando con velocidad la torre, dando piruetas bajo el agua como leones marinos.
─¡¡Padreee, noo!! ─Gritó Saédor, al ver cómo lo descuartizaban a mordiscos.
Mayus lo agarró como pudo para que no cometiera una locura. No podían hacer movimientos bruscos ni dar pasos en falso; sólo un simple error los separaba de la muerte. Pero entonces, Pellio cayó en la cuenta de su atributo: ─¡Los polvos antiflujos!
Con ellos logró solidificar la viscosidad del piso y anular la pinguosidad de las manos.
─¡Podrías haber usado eso antes, desgraciado! ─Le gritó Saédor entre lágrimas desasistidas. Y aunque Pellio no soportaba los insultos, se tragó su orgullo, pues comprendía la furia del joven, que acababa de perder a su padre. ─Lo siento de verdad, Saédor, lo siento.
─Creo que deberíamos continuar ─dijo Grínkel.
─Ahí está la entrada ─dijo Aréstel─, ¿bajamos ya?
─¿Bajamos? ─Repitió Elios─. Querrás decir, bajáis…
─¿Cómo? ─Preguntaron Aréstel, Pellio y Mayus al unísono.
─Ya me habéis escuchado. Grínkel y yo nos quedaremos aquí mientras vosotros buscáis el prisma mágico ─decía Elios, a la vez que Grínkel y él desenfundaban sus armas y con ellas los amenazaban.
─Tomad ─dijo Grínkel, arrojándoles su frasco con agua de luna. ─Seguro que necesitaréis luz ahí abajo.
─¡Ah!, ─exclamó Elios─ por cierto, Aréstel, entrégame tu atributo, esas turmas de salamandra.
Aréstel quiso resistirse, pero vio que Grínkel había preparado su ballesta, con la cual le apuntaba. Sin más remedio, Aréstel las sacó de su bolsillo y las dejó en el suelo con sumisión.
Los cuatro sometidos miraban a ambos traidores con el mayor de los desprecios, pero ¿qué alternativa tenían?
Así pues, se introdujeron en la torre como gusanos en una manzana podrida. Hacía mucho calor y en sus manos notaban que los polvos antiflujos estaban perdiendo su efecto. Sin embargo, no habían penetrado ni cuatro metros, cuando Saédor comenzó a dar saltos y voces de socorro: ─¡¡Quitádmelo, quitádmelo!!
─¡¿Qué te ocurre?! ─Le preguntó Mayus.
─¡Aah, algo se mueve en mi bolsillo, quitádmelo, quitádmelo!
─¡Oh, cállate! ¿Esto es lo que te estaba matando? ─Le dijo Mayus, quien sujetaba entre los dedos la brújula brújuda, que vibraba frenética, como si tuviera vida propia. Se fijaron en sus agujas y, con sorpresa, vieron que señalaban en una dirección con un rayo de luz tenue.
─¡Por aquí! ─Dijo Pellio.
De este modo, anduvieron durante un rato, ya mareados por la elevada temperatura y la falta de un aire que no oliera a pedo de tortuga. Pero al fin de caminares, de miedos y otros pesares, allí lo descubrieron: un pequeño prisma piramidal que reposaba sobre un altar estrecho y rectangular.
─¡Caray, menuda ridiculez! ─Dijo Mayus.
─¿Y para esto arriesgamos la vida? ─Se quejó Saédor.
─¡Cogedlo y fuera! ─Les dijo Pellio. Y de todos, fue Aréstel quien se dignó a cogerlo; además, era el único que tenía las manos limpias.
En pocos minutos consiguieron salir de aquel laberinto, pues gracias a la brújula supieron el camino inmediato al exterior. Pero justo antes de salir, Pellio los detuvo.
─Escuchad. Esos dos estarán esperando, con total ilusión, a que salgamos y les entreguemos el prisma como dóciles ovejitas. Esto es lo que vamos a hacer… ─Pellio les explicó el plan que parecía más sensato y se prepararon para salir prestos.
Mientras tanto, Elios y Grínkel se habían quedado atrapados, pues el piso se había vuelto resbaladizo de nuevo, y ahora sus espadas se les hacían inasibles entre sus manos. 
De pronto, Pellio apareció en escena, esparciendo polvos antiflujos delante de sus pies; y tras él venía Aréstel, agarrando a su amigo Saédor para conducirlo a la esquina por la que habían subido a la torre. Pero Grínkel atinó a quitarle a Pellio la bolsita de los polvos y, raudo, los tiró enteros al suelo para hundir en ellos las manos, gesto que imitó Elios a su lado.
Este último alcanzó una de sus ácidas espadas que, con toda su fuerza, clavó en el pecho de Pellio ─quien había vuelto para recuperar la bolsa de polvos mágicos─ y allí la dejó hincada.
Seguidamente, apareció el gran corbrejal de Mayus, que intentó ayudarlo a escapar; pero entonces, Grínkel manifestó su habilidad con la ballesta al disparar una flecha que le atravesó un ala y, por ello, la flecha pudo continuar viajando tras éste, hasta frenarse en el cuello de Saédor, que se había interpuesto en la trayectoria. Mayus, por su parte, le lanzó dos dagas a Grínkel, con acierto; una en cada mano. Así, tendido en el suelo, Grínkel escupía alaridos igual que los cerdos de Mayus, cuando estos iban al matadero.
 

Saédor soltaba borbotones de sangre que Aréstel intentaba detener en vano con sus pulcras manos. Cegado por el miedo a la pérdida de su mejor amigo, no se daba cuenta de que Elios iba a cortarle el pescuezo con su otra espada; pero, sin previo aviso, apareció desde su espalda el corbrejal, arrastrándose como podía. Atrapó con su pico a Elios y con poco esfuerzo se deslizó por el borde de la torre. Sin embargo, Elios cayó a las aguas oscuras de la laguna, sano y salvo. Las esfinges se abalanzaron sobre el corbrejal como un puñado de caimanes hambrientos que no dejarían ni los huesos. Él logró salir del agua y aprovechó que estaban todas juntas para lanzarles las turmas de salamandra de fuego. La explosión de las llamas las envolvió hasta  calcinarlas y robarles su color dorado. Ahora Elios debía subir de nuevo a la torre para arrebatarles el prisma a Aréstel y Mayus; pero justo cuando se disponía a escalarla, ellos acababan de bajar de ella. Mayus se lanzó a su cuello cual lebrel rabioso, intentando estrangularlo con todas sus fuerzas. Elios empezó a ver todo de color azul oscuro y multitud de lucecitas brillantes, pero tanteando como pudo, consiguió quitarle uno de sus cuchillos y clavárselo en el costado. Y Aréstel, que como sabemos era el más listo, se sacó del bolsillo una última turma que había escondido en secreto. Miró con vengativo detenimiento a un Elios medio ahogado, medio herido, sin fuerzas para levantarse.
─Eres en verdad un viejo que ya no sirve ─le dijo con total desprecio, y le tiró encima la turma, que lo prendió en el fuego del castigo más merecido.
Aréstel le robó la ácida espada y, sin perder un minuto, se largó de aquel claro del bosque. Se alejó con la velocidad que sus piernas le permitían, usando la brújula brújuda y el agua de luna como guías. Pero sin previo aviso, algo duro como el granate le cayó encima y le partió el cráneo. Era la rana Baseligas, que no iba a consentir que nadie se llevara el tesoro que por tantos años había ambicionado.


La torre Opalina. Álvaro Martín Fuentes

LA TORRE OPALINA

Álvaro Martín Fuentes


En el bosque de Nórtthan, al norte, nunca se han posado las estrellas, pues las cerradas copas de sus árboles, cuyas hojas en manto encierran la tierra, impedían a los rayos del sol y las lunas penetrar por ellas y besar su suelo. Era, por tanto, un bosque preñado de tinieblas, de invisibles caminos y putrefacta naturaleza.
Bien lo sabían Elios y sus hombres, quienes deambulaban tras la guía de siete antorchas que parecían alimentarse de aquella oscuridad húmeda y asfixiante. Llevaban varias semanas recorriendo el silvoso bosque, sin descanso, desnutridos y famélicos, respirando un aire cargado de vapores fantasmales y psicodélicos. Siete hombres de entre 23 y 60 años, cuya misión consistía en encontrar la torre opalina ─una construcción casi tan antigua como el mundo─, en la que había oculto un singular tesoro; no de oro ni de plata, sino tallado en cuarzo de ágata. Un prisma multicolor con forma de pirámide que cabía en la palma de un niño. Era la llave; la pieza complementaria para abrir un portal mágico capaz de transportarte al sitio que pronunciaras antes de atravesarlo.
Ellos conocían el riesgo y las dificultades de la empresa. Otros hombres ya la habían acometido mucho antes. Pero escasos volvieron con vida y, si lo hicieron, fue con las manos vacías. Aun así estaban dispuestos a emprender esta aventura que Lumarga les encomendó. Ella era la bruja más poderosa de la época. La peor enemiga del Reino de los Hombres.
Lumarga necesitaba ese prisma irisado. Con él activaría aquel portal que podría, incluso, conducirla hasta los mismísimos aposentos del rey, si quisiera. Magna era su ambición, fuerte su ira, emponzoñada por la sed de venganza que por el rencor se incentiva. Tras tantos intentos, esta vez no fallaría; ninguno de los anteriores impedimentos lograría detenerla.
Para tal fin, entregó a sus secuaces una serie de armas, objetos y artilugios mágicos, con los que asegurar el triunfo de la misión y la pronta ostentación del prisma entre sus manos huesudas.
Ciertamente, aquellos atributos les sirvieron, ya que cientos y más fueron los desafíos y las adversidades que afrontaron día tras día, jornada tras jornada (y mucho estaban durando...).
Hombres de buen fondo, corazones valientes y honorables ─a pesar de todo lo que de ellos se diga─; hombres sin hogar, hombres sin tierra que laborar, padres pobres, padres sin oficio, padres sin comida para sus hijos, encargados de alguien enfermo, individuos con grandes necesidades, cuyas responsabilidades pesaban más que el miedo o el peligro que los rodeaba.
Con una cantinela constante, cada miembro del grupo alternaba, en enumeración, la razón por la que allí estaba. Lo hacían para reavivar sus instintos y adormilados sentidos, motivarse y luchar contra la indómita tenacidad del terreno y los elementos, que en todo momento los invitaban a desfallecer. Iban por orden, empezando por su líder llamado Elios:
─¡Porque muchos afirman que ya he perdido mis facultades y que no soy el paladín de antaño! ─Dijo Elios; el mayor de los siete. Guerrero de barba canosa hasta el pecho, vestido con ligera armadura y una espada a cada lado de la cintura.
Su atributo mágico fue bañar dichas armas en un ácido ─inapreciable a simple vista─ que las hojas absorbieron. Al adquirir su virtud corrosiva, las espadas podían derretir cualquier material sólido con el que colisionaran. Eso le permitía cortar con facilidad los troncos y ramajes para abrirse camino en la espesura; por lo que él encabezaba el grupo.
─¡Por mis dos hijas ─siguió Grínkel─, heridas por el dardo de la enfermedad! Que sin medicina las habré de enterrar.
Éste era algo calvo, pero de largas patillas; que además de emplearse bien con la espada, cargaba una portentosa ballesta a la espalda. Casi siempre estaba tristón, ausente, y daba la impresión de ser un individuo convenido. A él le fue entregado un atributo iluminador: un frasco de agua de luna, que luce sólo cuando no hay sol y repele a los seres que odian la intensidad con que fulgura.
─¡Por mi mujer y mis hijos, que no son pocas bocas que alimentar!, yo no soy tan elocuente. ─Dijo Pellio, con ese carácter soso que tanto lo caracterizaba. Un hombre aburrido, de vientre, el mejor dotado, por ello acusado de ser quien dejó sin comida a su familia. Sin sangre en los andares, hábil, no obstante, pero sólo cuando estaba en apuros. Había recibido por atributo una bolsita de polvos antiflujos. Con ellos se podía solidificar cualquier sustancia fluida, viscosa, a saber: fango, charcos, arenas movedizas, entre otros; que como bien sabía Lumarga, rebosaban por todo el bosque de Nórtthan.
─¡Yo vengo en busca de la recompensa que me permita forjar un futuro exento de más aventuras como ésta! ─Dijo Saédor, hijo de Nareo Saedos. Se parecían mucho en el físico: pelo largo y rizado, oscuro como sus ojos; eran altos, delgados y de miembros fuertes.
Del grupo, Saédor era el más joven e insensato, aunque no por ello menos obediente y fiel a su líder, a quien admiraba con pasión y esnobismo. ¿Y qué mejor atributo pudo ofrecerle Lumarga que una brújula de bruja o brújuda, para encontrar el camino de vuelta?
─¡Yo vengo para evitar que maten a este insensato, mi único hijo! ─Ése era Nareo. Un hombre intachable, de los más honorables con los que Elios se había topado y junto al cual hubo luchado, tiempo ha. Mucho le costó a Elios convencerlo de que viniera; de ahí que éste cautivara primero a su hijo Saédor (no siéndole difícil), con lo que Nareo no tuvo más remedio que acompañarlos.
Siempre ejemplar, Nareo rehusó aceptar el atributo de la bruja; primero, porque no se fiaba, y segundo, porque hacer tratos con las de su especie se condenó con la muerte en otra época (su juventud). Sin embargo, de entre todas las cantimploras que Lumarga les entregó, la suya contenía un encantamiento fortalecedor en el agua, capaz de doblar la fuerza y la resistencia de quien la tomara.
─Yo sólo espero que encontremos esa maldita torre antes de que se nos pudran los pies con este lodo ─dijo el sexto en un murmullo─. ¡Por los cerdos y vacas que heredé de mi padre y éste de mi abuelo! Que sin tierra o dinero no tendré para darles grano o ramoneo─. Se llamaba Mayus. Un tipo simpático, musculoso y diestro en todas las armas, sobre todo con las dagas y cuchillos, sin olvidar su gran mandoble, de nombre Aurora.
Lumarga le prestó a su preciada mascota: un corbrejal, semejante a un gran buitre, que lo ayudaría cuando surgiera el peligro. Desde el principio del viaje, Mayus lo liberó para que volara sobre el techo del bosque, en busca de la torre opalina.
─¡Yo estoy aquí porque le debo dos o tres favores a Saédor, mi amigo de siempre; favores que con gusto verá cumplidos ─terminó diciendo Aréstel. Tenía cuatro años más que Saédor. Su vida había sido difícil, sin familia ni pareja con quien formarla. Nareo lo acogió de niño y, por ello, Aréstel y su hijo eran inseparables; pero a diferencia de Saédor, Aréstel aprendió a valerse por sí mismo. Era mucho más serio y competente, más astuto e inteligente; quizá porque en su primera niñez pasó hambre y la necesidad agudiza el ingenio. Lumarga le dio el atributo más poderoso: siete turmas de salamandra de fuego, cuya magia prende en llamas cualquier cuerpo al estrellárselas encima, así esté compuesto sólo por agua.
Mejor habría sido ir en silencio por aquel bosque siniestro, pues a su paso iban despertando a las alimañas que habrían preferido bien lejos. Ya se habían enfrentado a un gigante ermitaño, una manada de toros del musgo, y a tres arpías jinete; por no hablar del inesperado encuentro con una rana enorme que decía llamarse Baseligas. Llevaba una capa de terciopelo rojo, con festones de hilo dorado, exhibiendo una corona sencilla y apoyándose en un cetro de cristal granate.
Casualidad o no, el batracio se había topado de frente con el grupo. Y mágico como era, Baseligas les habló sin dilación, pues, además de sabio, también era un excepcional cotilla.
─¿Adónde van ustedes, caballeros aguerridos? ¿Tal vez de caza?, ¿tal vez perdidos por atrevidos?, ¿quizá estén buscando los tesoros que en Nórtthan yacen escondidos?, ¿o, quizá, os persigue la muerte, pues os veo agotados y transidos? ─Recitaba Baseligas, más que preguntar, mientras los miraba con sus enormes ojos fijos.
─Venimos en busca de la torre opalina ─contestó Elios─.  El tesoro que allí se guarda es lo que queremos y por lo que hemos viajado durante semanas, desde muy lejos, y nos hemos enfrentado con dignidad a serios peligros. ¿Quién sois, honorable sapo?
─¡Por mis ancas! No soy sapo, ¡soy rana! ¿Y quién soy yo? Hace siglos que nadie me lo pregunta: soy Baseligas, el habitante más antiguo de este bosque inmenso; el rey de los batracios me llaman. Pocos ojos humanos me han visto, y menos aun son aquellos que yo haya visto por vez segunda.
─Entonces, sabréis dónde queda la torre de los mil colores ─dijo Elios, eufórico.
─Sí. ─Contestó Baseligas secamente.
─¿Por dónde, por dónde es, qué camino elegimos?, díganos el rumbo, se lo rogamos, ¡oh, majestad anfibia! ─Preguntó el joven Saédor con impaciencia.
─Hace mucho que no me acerco a ese sitio maldito ─dijo Baseligas─; por nada del mundo os acompañaría y mi consejo es que marchéis en sentido contrario. No se hacen una idea del peligro que correrán. Allí, bajo las aguas subyacen los caminos, el hedor envenena los pulmones y dormida espera la muerte. Las armas de los Hombres allí no sirven ─incluso, rara vez la magia─, y a menudo, la razón se desliza en las alturas confundiéndose con la locura.
─Portamos armas mágicas, no simples espadas; serán combinación suficiente, estamos bien preparados, usted descuide. Ya nos hemos enfrentado a varias bestias por el camino. ─Baseligas frunció el ceño con mirada escéptica, mientras les decía: ─No seré yo quien impida vuestro ambicioso propósito.
La rana dio un salto a un enorme tronco tumbado, recubierto de verdín, y golpeando su cetro contra la corteza, desató un chorro de luces y estelas rojas que se unieron en una sola centella con forma de ardilla.
─Seguidla y ella os mostrará el camino ─dijo Baseligas, justo antes de desaparecer.
Los hombres corrieron tras la centella, resbalando y tropezando cada dos por tres. Ya se apreciaba un ápice de claridad procedente del día. No obstante, seguía estando oscuro y mucho cuidado debían tener con las espinas, los aguijones, los colmillos deletéreos, los embriagadores aromas de las flores ─que desprendían somníferos─ y otras tantas plantas carnívoras.
Hasta que al fin la encontraron.
Entre una exuberante vegetación selvática surgió un claro; que a pesar de la ausencia de árboles no estaba vacío, pues lo que encontraron fue una pequeña laguna, en cuyo centro se erguía el colosal monumento, imponente y simétrico. La torre, en sí, era un descomunal cristal de ópalo precioso, con tres paredes rectas, tan verticales y lisas, como la mirada de los siete hombres al intentar vislumbrar la cumbre que se alzaba treinta y siete metros hacia el día. Uno a uno, los siete se metieron en las profundas aguas de la laguna y nadaron para cruzarla.
De repente, Grínkel gritó aterrorizado por lo que encontró en una de las orillas: un ser monstruoso, con un cuerpo alargado de piel lisa y brillante, coloreada de amarillo y varias franjas rojas; en cada extremidad tenía aletas de pez, pero se parecía más a una gran babosa como las que reptan los mares, llamativas y hermosas. Grande y lustrosa; daba la sensación de tener la carne flácida. Su cabeza abombada sólo tenía ojos, eso sí, unos enormes globos oculares que casi le ocupaban toda la cabeza; ahora bien, estos eran blancos y velados, como los de una libélula ciega. No se movía, parecía estar muerta, sobre todo por la mucosa purulenta que secretaba y la peste que despedía, peor que el pescado podrido.
Rápidamente, todos salieron del agua, ya a los pies de la torre. Entonces Nareo agarró una piedra, ─preparaos por lo que pueda pasar a continuación… ─Los demás desenfundaron las armas al instante y, temeroso, Nareo se la tiró a aquella cosa extraña, que no se inmutó.
─Bien. Si estuviera durmiendo, esa pedrada la habría despertado, sin duda ─dijo Nareo.
─De acuerdo. ¡Pues todos a buscar la entrada! ─Ordenó Elios.
Sin embargo, no hallaron puerta o trampilla por ningún lado. Hasta que Aréstel los llamó con apremio: ─¡¡Aquí, aquí!!
Él les señaló unas inscripciones esculpidas en la pared, que unos helechos habían ocultado durante décadas.
Las marcas indicaban una entrada superior, a la que se llegaba subiendo por unos huecos que la pared presentaba en una de sus tres esquinas. Huecos donde sólo cabían manos y pies. El grabado también mostraba a la insólita criatura devorando a varios hombres que caían desde arriba… pero no sólo había una, sino varios ejemplares muy bien detallados. ─¿Cómo se los comían si no tenían boca? ─Se preguntaban.
─Pues vamos, debe de ser por aquí ─dijo Elios. Y efectivamente, en la esquina más afilada estaba la subida. De ese modo, fueron ascendiendo sin demasiado problema, aunque ninguno se libró del acosador temblor que la altura infería en sus músculos tensos.


Esfinge dorada


 

 



Pellio fue el primero en llegar y ya se estaba quejando: ─¡Agg, qué asco! ¿Qué es esta guarrería?
─¡Termina de subir y lo sabremos todos! ─Lo reprendió Grínkel, que nunca hablaba, pero cuando lo hacía…
Una vez que todos estaban arriba, coincidieron con Pellio. Una sustancia oleosa ─mezcla de agar y aceite─ barnizaba el suelo de la cima; sustancia que se les pegó en las manos y luego en los pies. Lo peor era que no había forma de quitársela. Se restregaban en sus ropajes, la armadura, y nada. Aquello sólo agravaba el efecto, pues la sustancia parecía estar elaborada por alguien que pensó en todo; alguien que no los quería allí arriba, que embrujó el poderoso ungüento para que volviera a aflorarles en las manos cuando se las limpiasen.
A diferencia del resto, Aréstel evitó el error de los demás, al ir el último, apoyando los codos en lugar de las manos.
─¡Maldición! ─Se quejó Grínkel─. Ahora no podemos bajar por el mismo sitio, se nos escurrirán los pies y las manos.
─Es cierto ─dijo Elios─. Más nos vale no tropezar. ¡Intentad no perder el equilibrio!
─Pues luego habrá que saltar desde aquí a la parte más profunda de la laguna ─dijo Pellio.
─No será necesario ─contestó Mayus─. El corbrejal de Lumarga puede transportarnos sobre sus alas.
─¡Ah, bien pensado, excelente, sí, es verdad! ─Gritaban unos y otros.
Así fue que, con el júbilo, Nareo descuidó un paso y resbaló con estrépito; la inercia lo empujó hacia el filoso borde y se perdió, sin remedio, tras treinta y siete metros de caída. Allí acabó su camino, en las aguas cercanas a la criatura, la misma que acababa de despertar de su profundo letargo; una esfinge dorada que custodiaba la torre por orden de la muerte, que no era otra cosa que su instinto, el cual le había enseñado, durante años, a esperar allí a los incautos aventureros.
Así pues, la esfinge dorada emitió un agudo sonido con el que les heló los huesos al resto, mas su fin era despertar a las demás esfinges que bajo tierra esperaban ser llamadas. Las cinco bestias que acudieron se tiraron al agua, rodeando con velocidad la torre, dando piruetas bajo el agua como leones marinos.
─¡¡Padreee, noo!! ─Gritó Saédor, al ver cómo lo descuartizaban a mordiscos.
Mayus lo agarró como pudo para que no cometiera una locura. No podían hacer movimientos bruscos ni dar pasos en falso; sólo un simple error los separaba de la muerte. Pero entonces, Pellio cayó en la cuenta de su atributo: ─¡Los polvos antiflujos!
Con ellos logró solidificar la viscosidad del piso y anular la pinguosidad de las manos.
─¡Podrías haber usado eso antes, desgraciado! ─Le gritó Saédor entre lágrimas desasistidas. Y aunque Pellio no soportaba los insultos, se tragó su orgullo, pues comprendía la furia del joven, que acababa de perder a su padre. ─Lo siento de verdad, Saédor, lo siento.
─Creo que deberíamos continuar ─dijo Grínkel.
─Ahí está la entrada ─dijo Aréstel─, ¿bajamos ya?
─¿Bajamos? ─Repitió Elios─. Querrás decir, bajáis…
─¿Cómo? ─Preguntaron Aréstel, Pellio y Mayus al unísono.
─Ya me habéis escuchado. Grínkel y yo nos quedaremos aquí mientras vosotros buscáis el prisma mágico ─decía Elios, a la vez que Grínkel y él desenfundaban sus armas y con ellas los amenazaban.
─Tomad ─dijo Grínkel, arrojándoles su frasco con agua de luna. ─Seguro que necesitaréis luz ahí abajo.
─¡Ah!, ─exclamó Elios─ por cierto, Aréstel, entrégame tu atributo, esas turmas de salamandra.
Aréstel quiso resistirse, pero vio que Grínkel había preparado su ballesta, con la cual le apuntaba. Sin más remedio, Aréstel las sacó de su bolsillo y las dejó en el suelo con sumisión.
Los cuatro sometidos miraban a ambos traidores con el mayor de los desprecios, pero ¿qué alternativa tenían?
Así pues, se introdujeron en la torre como gusanos en una manzana podrida. Hacía mucho calor y en sus manos notaban que los polvos antiflujos estaban perdiendo su efecto. Sin embargo, no habían penetrado ni cuatro metros, cuando Saédor comenzó a dar saltos y voces de socorro: ─¡¡Quitádmelo, quitádmelo!!
─¡¿Qué te ocurre?! ─Le preguntó Mayus.
─¡Aah, algo se mueve en mi bolsillo, quitádmelo, quitádmelo!
─¡Oh, cállate! ¿Esto es lo que te estaba matando? ─Le dijo Mayus, quien sujetaba entre los dedos la brújula brújuda, que vibraba frenética, como si tuviera vida propia. Se fijaron en sus agujas y, con sorpresa, vieron que señalaban en una dirección con un rayo de luz tenue.
─¡Por aquí! ─Dijo Pellio.
De este modo, anduvieron durante un rato, ya mareados por la elevada temperatura y la falta de un aire que no oliera a pedo de tortuga. Pero al fin de caminares, de miedos y otros pesares, allí lo descubrieron: un pequeño prisma piramidal que reposaba sobre un altar estrecho y rectangular.
─¡Caray, menuda ridiculez! ─Dijo Mayus.
─¿Y para esto arriesgamos la vida? ─Se quejó Saédor.
─¡Cogedlo y fuera! ─Les dijo Pellio. Y de todos, fue Aréstel quien se dignó a cogerlo; además, era el único que tenía las manos limpias.
En pocos minutos consiguieron salir de aquel laberinto, pues gracias a la brújula supieron el camino inmediato al exterior. Pero justo antes de salir, Pellio los detuvo.
─Escuchad. Esos dos estarán esperando, con total ilusión, a que salgamos y les entreguemos el prisma como dóciles ovejitas. Esto es lo que vamos a hacer… ─Pellio les explicó el plan que parecía más sensato y se prepararon para salir prestos.
Mientras tanto, Elios y Grínkel se habían quedado atrapados, pues el piso se había vuelto resbaladizo de nuevo, y ahora sus espadas se les hacían inasibles entre sus manos. 
De pronto, Pellio apareció en escena, esparciendo polvos antiflujos delante de sus pies; y tras él venía Aréstel, agarrando a su amigo Saédor para conducirlo a la esquina por la que habían subido a la torre. Pero Grínkel atinó a quitarle a Pellio la bolsita de los polvos y, raudo, los tiró enteros al suelo para hundir en ellos las manos, gesto que imitó Elios a su lado.
Este último alcanzó una de sus ácidas espadas que, con toda su fuerza, clavó en el pecho de Pellio ─quien había vuelto para recuperar la bolsa de polvos mágicos─ y allí la dejó hincada.
Seguidamente, apareció el gran corbrejal de Mayus, que intentó ayudarlo a escapar; pero entonces, Grínkel manifestó su habilidad con la ballesta al disparar una flecha que le atravesó un ala y, por ello, la flecha pudo continuar viajando tras éste, hasta frenarse en el cuello de Saédor, que se había interpuesto en la trayectoria. Mayus, por su parte, le lanzó dos dagas a Grínkel, con acierto; una en cada mano. Así, tendido en el suelo, Grínkel escupía alaridos igual que los cerdos de Mayus, cuando estos iban al matadero.
 

Saédor soltaba borbotones de sangre que Aréstel intentaba detener en vano con sus pulcras manos. Cegado por el miedo a la pérdida de su mejor amigo, no se daba cuenta de que Elios iba a cortarle el pescuezo con su otra espada; pero, sin previo aviso, apareció desde su espalda el corbrejal, arrastrándose como podía. Atrapó con su pico a Elios y con poco esfuerzo se deslizó por el borde de la torre. Sin embargo, Elios cayó a las aguas oscuras de la laguna, sano y salvo. Las esfinges se abalanzaron sobre el corbrejal como un puñado de caimanes hambrientos que no dejarían ni los huesos. Él logró salir del agua y aprovechó que estaban todas juntas para lanzarles las turmas de salamandra de fuego. La explosión de las llamas las envolvió hasta  calcinarlas y robarles su color dorado. Ahora Elios debía subir de nuevo a la torre para arrebatarles el prisma a Aréstel y Mayus; pero justo cuando se disponía a escalarla, ellos acababan de bajar de ella. Mayus se lanzó a su cuello cual lebrel rabioso, intentando estrangularlo con todas sus fuerzas. Elios empezó a ver todo de color azul oscuro y multitud de lucecitas brillantes, pero tanteando como pudo, consiguió quitarle uno de sus cuchillos y clavárselo en el costado. Y Aréstel, que como sabemos era el más listo, se sacó del bolsillo una última turma que había escondido en secreto. Miró con vengativo detenimiento a un Elios medio ahogado, medio herido, sin fuerzas para levantarse.
─Eres en verdad un viejo que ya no sirve ─le dijo con total desprecio, y le tiró encima la turma, que lo prendió en el fuego del castigo más merecido.
Aréstel le robó la ácida espada y, sin perder un minuto, se largó de aquel claro del bosque. Se alejó con la velocidad que sus piernas le permitían, usando la brújula brújuda y el agua de luna como guías. Pero sin previo aviso, algo duro como el granate le cayó encima y le partió el cráneo. Era la rana Baseligas, que no iba a consentir que nadie se llevara el tesoro que por tantos años había ambicionado.


La torre Opalina. Álvaro Martín Fuentes

LA TORRE OPALINA

Álvaro Martín Fuentes


En el bosque de Nórtthan, al norte, nunca se han posado las estrellas, pues las cerradas copas de sus árboles, cuyas hojas en manto encierran la tierra, impedían a los rayos del sol y las lunas penetrar por ellas y besar su suelo. Era, por tanto, un bosque preñado de tinieblas, de invisibles caminos y putrefacta naturaleza.
Bien lo sabían Elios y sus hombres, quienes deambulaban tras la guía de siete antorchas que parecían alimentarse de aquella oscuridad húmeda y asfixiante. Llevaban varias semanas recorriendo el silvoso bosque, sin descanso, desnutridos y famélicos, respirando un aire cargado de vapores fantasmales y psicodélicos. Siete hombres de entre 23 y 60 años, cuya misión consistía en encontrar la torre opalina ─una construcción casi tan antigua como el mundo─, en la que había oculto un singular tesoro; no de oro ni de plata, sino tallado en cuarzo de ágata. Un prisma multicolor con forma de pirámide que cabía en la palma de un niño. Era la llave; la pieza complementaria para abrir un portal mágico capaz de transportarte al sitio que pronunciaras antes de atravesarlo.
Ellos conocían el riesgo y las dificultades de la empresa. Otros hombres ya la habían acometido mucho antes. Pero escasos volvieron con vida y, si lo hicieron, fue con las manos vacías. Aun así estaban dispuestos a emprender esta aventura que Lumarga les encomendó. Ella era la bruja más poderosa de la época. La peor enemiga del Reino de los Hombres.
Lumarga necesitaba ese prisma irisado. Con él activaría aquel portal que podría, incluso, conducirla hasta los mismísimos aposentos del rey, si quisiera. Magna era su ambición, fuerte su ira, emponzoñada por la sed de venganza que por el rencor se incentiva. Tras tantos intentos, esta vez no fallaría; ninguno de los anteriores impedimentos lograría detenerla.
Para tal fin, entregó a sus secuaces una serie de armas, objetos y artilugios mágicos, con los que asegurar el triunfo de la misión y la pronta ostentación del prisma entre sus manos huesudas.
Ciertamente, aquellos atributos les sirvieron, ya que cientos y más fueron los desafíos y las adversidades que afrontaron día tras día, jornada tras jornada (y mucho estaban durando...).
Hombres de buen fondo, corazones valientes y honorables ─a pesar de todo lo que de ellos se diga─; hombres sin hogar, hombres sin tierra que laborar, padres pobres, padres sin oficio, padres sin comida para sus hijos, encargados de alguien enfermo, individuos con grandes necesidades, cuyas responsabilidades pesaban más que el miedo o el peligro que los rodeaba.
Con una cantinela constante, cada miembro del grupo alternaba, en enumeración, la razón por la que allí estaba. Lo hacían para reavivar sus instintos y adormilados sentidos, motivarse y luchar contra la indómita tenacidad del terreno y los elementos, que en todo momento los invitaban a desfallecer. Iban por orden, empezando por su líder llamado Elios:
─¡Porque muchos afirman que ya he perdido mis facultades y que no soy el paladín de antaño! ─Dijo Elios; el mayor de los siete. Guerrero de barba canosa hasta el pecho, vestido con ligera armadura y una espada a cada lado de la cintura.
Su atributo mágico fue bañar dichas armas en un ácido ─inapreciable a simple vista─ que las hojas absorbieron. Al adquirir su virtud corrosiva, las espadas podían derretir cualquier material sólido con el que colisionaran. Eso le permitía cortar con facilidad los troncos y ramajes para abrirse camino en la espesura; por lo que él encabezaba el grupo.
─¡Por mis dos hijas ─siguió Grínkel─, heridas por el dardo de la enfermedad! Que sin medicina las habré de enterrar.
Éste era algo calvo, pero de largas patillas; que además de emplearse bien con la espada, cargaba una portentosa ballesta a la espalda. Casi siempre estaba tristón, ausente, y daba la impresión de ser un individuo convenido. A él le fue entregado un atributo iluminador: un frasco de agua de luna, que luce sólo cuando no hay sol y repele a los seres que odian la intensidad con que fulgura.
─¡Por mi mujer y mis hijos, que no son pocas bocas que alimentar!, yo no soy tan elocuente. ─Dijo Pellio, con ese carácter soso que tanto lo caracterizaba. Un hombre aburrido, de vientre, el mejor dotado, por ello acusado de ser quien dejó sin comida a su familia. Sin sangre en los andares, hábil, no obstante, pero sólo cuando estaba en apuros. Había recibido por atributo una bolsita de polvos antiflujos. Con ellos se podía solidificar cualquier sustancia fluida, viscosa, a saber: fango, charcos, arenas movedizas, entre otros; que como bien sabía Lumarga, rebosaban por todo el bosque de Nórtthan.
─¡Yo vengo en busca de la recompensa que me permita forjar un futuro exento de más aventuras como ésta! ─Dijo Saédor, hijo de Nareo Saedos. Se parecían mucho en el físico: pelo largo y rizado, oscuro como sus ojos; eran altos, delgados y de miembros fuertes.
Del grupo, Saédor era el más joven e insensato, aunque no por ello menos obediente y fiel a su líder, a quien admiraba con pasión y esnobismo. ¿Y qué mejor atributo pudo ofrecerle Lumarga que una brújula de bruja o brújuda, para encontrar el camino de vuelta?
─¡Yo vengo para evitar que maten a este insensato, mi único hijo! ─Ése era Nareo. Un hombre intachable, de los más honorables con los que Elios se había topado y junto al cual hubo luchado, tiempo ha. Mucho le costó a Elios convencerlo de que viniera; de ahí que éste cautivara primero a su hijo Saédor (no siéndole difícil), con lo que Nareo no tuvo más remedio que acompañarlos.
Siempre ejemplar, Nareo rehusó aceptar el atributo de la bruja; primero, porque no se fiaba, y segundo, porque hacer tratos con las de su especie se condenó con la muerte en otra época (su juventud). Sin embargo, de entre todas las cantimploras que Lumarga les entregó, la suya contenía un encantamiento fortalecedor en el agua, capaz de doblar la fuerza y la resistencia de quien la tomara.
─Yo sólo espero que encontremos esa maldita torre antes de que se nos pudran los pies con este lodo ─dijo el sexto en un murmullo─. ¡Por los cerdos y vacas que heredé de mi padre y éste de mi abuelo! Que sin tierra o dinero no tendré para darles grano o ramoneo─. Se llamaba Mayus. Un tipo simpático, musculoso y diestro en todas las armas, sobre todo con las dagas y cuchillos, sin olvidar su gran mandoble, de nombre Aurora.
Lumarga le prestó a su preciada mascota: un corbrejal, semejante a un gran buitre, que lo ayudaría cuando surgiera el peligro. Desde el principio del viaje, Mayus lo liberó para que volara sobre el techo del bosque, en busca de la torre opalina.
─¡Yo estoy aquí porque le debo dos o tres favores a Saédor, mi amigo de siempre; favores que con gusto verá cumplidos ─terminó diciendo Aréstel. Tenía cuatro años más que Saédor. Su vida había sido difícil, sin familia ni pareja con quien formarla. Nareo lo acogió de niño y, por ello, Aréstel y su hijo eran inseparables; pero a diferencia de Saédor, Aréstel aprendió a valerse por sí mismo. Era mucho más serio y competente, más astuto e inteligente; quizá porque en su primera niñez pasó hambre y la necesidad agudiza el ingenio. Lumarga le dio el atributo más poderoso: siete turmas de salamandra de fuego, cuya magia prende en llamas cualquier cuerpo al estrellárselas encima, así esté compuesto sólo por agua.
Mejor habría sido ir en silencio por aquel bosque siniestro, pues a su paso iban despertando a las alimañas que habrían preferido bien lejos. Ya se habían enfrentado a un gigante ermitaño, una manada de toros del musgo, y a tres arpías jinete; por no hablar del inesperado encuentro con una rana enorme que decía llamarse Baseligas. Llevaba una capa de terciopelo rojo, con festones de hilo dorado, exhibiendo una corona sencilla y apoyándose en un cetro de cristal granate.
Casualidad o no, el batracio se había topado de frente con el grupo. Y mágico como era, Baseligas les habló sin dilación, pues, además de sabio, también era un excepcional cotilla.
─¿Adónde van ustedes, caballeros aguerridos? ¿Tal vez de caza?, ¿tal vez perdidos por atrevidos?, ¿quizá estén buscando los tesoros que en Nórtthan yacen escondidos?, ¿o, quizá, os persigue la muerte, pues os veo agotados y transidos? ─Recitaba Baseligas, más que preguntar, mientras los miraba con sus enormes ojos fijos.
─Venimos en busca de la torre opalina ─contestó Elios─.  El tesoro que allí se guarda es lo que queremos y por lo que hemos viajado durante semanas, desde muy lejos, y nos hemos enfrentado con dignidad a serios peligros. ¿Quién sois, honorable sapo?
─¡Por mis ancas! No soy sapo, ¡soy rana! ¿Y quién soy yo? Hace siglos que nadie me lo pregunta: soy Baseligas, el habitante más antiguo de este bosque inmenso; el rey de los batracios me llaman. Pocos ojos humanos me han visto, y menos aun son aquellos que yo haya visto por vez segunda.
─Entonces, sabréis dónde queda la torre de los mil colores ─dijo Elios, eufórico.
─Sí. ─Contestó Baseligas secamente.
─¿Por dónde, por dónde es, qué camino elegimos?, díganos el rumbo, se lo rogamos, ¡oh, majestad anfibia! ─Preguntó el joven Saédor con impaciencia.
─Hace mucho que no me acerco a ese sitio maldito ─dijo Baseligas─; por nada del mundo os acompañaría y mi consejo es que marchéis en sentido contrario. No se hacen una idea del peligro que correrán. Allí, bajo las aguas subyacen los caminos, el hedor envenena los pulmones y dormida espera la muerte. Las armas de los Hombres allí no sirven ─incluso, rara vez la magia─, y a menudo, la razón se desliza en las alturas confundiéndose con la locura.
─Portamos armas mágicas, no simples espadas; serán combinación suficiente, estamos bien preparados, usted descuide. Ya nos hemos enfrentado a varias bestias por el camino. ─Baseligas frunció el ceño con mirada escéptica, mientras les decía: ─No seré yo quien impida vuestro ambicioso propósito.
La rana dio un salto a un enorme tronco tumbado, recubierto de verdín, y golpeando su cetro contra la corteza, desató un chorro de luces y estelas rojas que se unieron en una sola centella con forma de ardilla.
─Seguidla y ella os mostrará el camino ─dijo Baseligas, justo antes de desaparecer.
Los hombres corrieron tras la centella, resbalando y tropezando cada dos por tres. Ya se apreciaba un ápice de claridad procedente del día. No obstante, seguía estando oscuro y mucho cuidado debían tener con las espinas, los aguijones, los colmillos deletéreos, los embriagadores aromas de las flores ─que desprendían somníferos─ y otras tantas plantas carnívoras.
Hasta que al fin la encontraron.
Entre una exuberante vegetación selvática surgió un claro; que a pesar de la ausencia de árboles no estaba vacío, pues lo que encontraron fue una pequeña laguna, en cuyo centro se erguía el colosal monumento, imponente y simétrico. La torre, en sí, era un descomunal cristal de ópalo precioso, con tres paredes rectas, tan verticales y lisas, como la mirada de los siete hombres al intentar vislumbrar la cumbre que se alzaba treinta y siete metros hacia el día. Uno a uno, los siete se metieron en las profundas aguas de la laguna y nadaron para cruzarla.
De repente, Grínkel gritó aterrorizado por lo que encontró en una de las orillas: un ser monstruoso, con un cuerpo alargado de piel lisa y brillante, coloreada de amarillo y varias franjas rojas; en cada extremidad tenía aletas de pez, pero se parecía más a una gran babosa como las que reptan los mares, llamativas y hermosas. Grande y lustrosa; daba la sensación de tener la carne flácida. Su cabeza abombada sólo tenía ojos, eso sí, unos enormes globos oculares que casi le ocupaban toda la cabeza; ahora bien, estos eran blancos y velados, como los de una libélula ciega. No se movía, parecía estar muerta, sobre todo por la mucosa purulenta que secretaba y la peste que despedía, peor que el pescado podrido.
Rápidamente, todos salieron del agua, ya a los pies de la torre. Entonces Nareo agarró una piedra, ─preparaos por lo que pueda pasar a continuación… ─Los demás desenfundaron las armas al instante y, temeroso, Nareo se la tiró a aquella cosa extraña, que no se inmutó.
─Bien. Si estuviera durmiendo, esa pedrada la habría despertado, sin duda ─dijo Nareo.
─De acuerdo. ¡Pues todos a buscar la entrada! ─Ordenó Elios.
Sin embargo, no hallaron puerta o trampilla por ningún lado. Hasta que Aréstel los llamó con apremio: ─¡¡Aquí, aquí!!
Él les señaló unas inscripciones esculpidas en la pared, que unos helechos habían ocultado durante décadas.
Las marcas indicaban una entrada superior, a la que se llegaba subiendo por unos huecos que la pared presentaba en una de sus tres esquinas. Huecos donde sólo cabían manos y pies. El grabado también mostraba a la insólita criatura devorando a varios hombres que caían desde arriba… pero no sólo había una, sino varios ejemplares muy bien detallados. ─¿Cómo se los comían si no tenían boca? ─Se preguntaban.
─Pues vamos, debe de ser por aquí ─dijo Elios. Y efectivamente, en la esquina más afilada estaba la subida. De ese modo, fueron ascendiendo sin demasiado problema, aunque ninguno se libró del acosador temblor que la altura infería en sus músculos tensos.


Esfinge dorada


 

 



Pellio fue el primero en llegar y ya se estaba quejando: ─¡Agg, qué asco! ¿Qué es esta guarrería?
─¡Termina de subir y lo sabremos todos! ─Lo reprendió Grínkel, que nunca hablaba, pero cuando lo hacía…
Una vez que todos estaban arriba, coincidieron con Pellio. Una sustancia oleosa ─mezcla de agar y aceite─ barnizaba el suelo de la cima; sustancia que se les pegó en las manos y luego en los pies. Lo peor era que no había forma de quitársela. Se restregaban en sus ropajes, la armadura, y nada. Aquello sólo agravaba el efecto, pues la sustancia parecía estar elaborada por alguien que pensó en todo; alguien que no los quería allí arriba, que embrujó el poderoso ungüento para que volviera a aflorarles en las manos cuando se las limpiasen.
A diferencia del resto, Aréstel evitó el error de los demás, al ir el último, apoyando los codos en lugar de las manos.
─¡Maldición! ─Se quejó Grínkel─. Ahora no podemos bajar por el mismo sitio, se nos escurrirán los pies y las manos.
─Es cierto ─dijo Elios─. Más nos vale no tropezar. ¡Intentad no perder el equilibrio!
─Pues luego habrá que saltar desde aquí a la parte más profunda de la laguna ─dijo Pellio.
─No será necesario ─contestó Mayus─. El corbrejal de Lumarga puede transportarnos sobre sus alas.
─¡Ah, bien pensado, excelente, sí, es verdad! ─Gritaban unos y otros.
Así fue que, con el júbilo, Nareo descuidó un paso y resbaló con estrépito; la inercia lo empujó hacia el filoso borde y se perdió, sin remedio, tras treinta y siete metros de caída. Allí acabó su camino, en las aguas cercanas a la criatura, la misma que acababa de despertar de su profundo letargo; una esfinge dorada que custodiaba la torre por orden de la muerte, que no era otra cosa que su instinto, el cual le había enseñado, durante años, a esperar allí a los incautos aventureros.
Así pues, la esfinge dorada emitió un agudo sonido con el que les heló los huesos al resto, mas su fin era despertar a las demás esfinges que bajo tierra esperaban ser llamadas. Las cinco bestias que acudieron se tiraron al agua, rodeando con velocidad la torre, dando piruetas bajo el agua como leones marinos.
─¡¡Padreee, noo!! ─Gritó Saédor, al ver cómo lo descuartizaban a mordiscos.
Mayus lo agarró como pudo para que no cometiera una locura. No podían hacer movimientos bruscos ni dar pasos en falso; sólo un simple error los separaba de la muerte. Pero entonces, Pellio cayó en la cuenta de su atributo: ─¡Los polvos antiflujos!
Con ellos logró solidificar la viscosidad del piso y anular la pinguosidad de las manos.
─¡Podrías haber usado eso antes, desgraciado! ─Le gritó Saédor entre lágrimas desasistidas. Y aunque Pellio no soportaba los insultos, se tragó su orgullo, pues comprendía la furia del joven, que acababa de perder a su padre. ─Lo siento de verdad, Saédor, lo siento.
─Creo que deberíamos continuar ─dijo Grínkel.
─Ahí está la entrada ─dijo Aréstel─, ¿bajamos ya?
─¿Bajamos? ─Repitió Elios─. Querrás decir, bajáis…
─¿Cómo? ─Preguntaron Aréstel, Pellio y Mayus al unísono.
─Ya me habéis escuchado. Grínkel y yo nos quedaremos aquí mientras vosotros buscáis el prisma mágico ─decía Elios, a la vez que Grínkel y él desenfundaban sus armas y con ellas los amenazaban.
─Tomad ─dijo Grínkel, arrojándoles su frasco con agua de luna. ─Seguro que necesitaréis luz ahí abajo.
─¡Ah!, ─exclamó Elios─ por cierto, Aréstel, entrégame tu atributo, esas turmas de salamandra.
Aréstel quiso resistirse, pero vio que Grínkel había preparado su ballesta, con la cual le apuntaba. Sin más remedio, Aréstel las sacó de su bolsillo y las dejó en el suelo con sumisión.
Los cuatro sometidos miraban a ambos traidores con el mayor de los desprecios, pero ¿qué alternativa tenían?
Así pues, se introdujeron en la torre como gusanos en una manzana podrida. Hacía mucho calor y en sus manos notaban que los polvos antiflujos estaban perdiendo su efecto. Sin embargo, no habían penetrado ni cuatro metros, cuando Saédor comenzó a dar saltos y voces de socorro: ─¡¡Quitádmelo, quitádmelo!!
─¡¿Qué te ocurre?! ─Le preguntó Mayus.
─¡Aah, algo se mueve en mi bolsillo, quitádmelo, quitádmelo!
─¡Oh, cállate! ¿Esto es lo que te estaba matando? ─Le dijo Mayus, quien sujetaba entre los dedos la brújula brújuda, que vibraba frenética, como si tuviera vida propia. Se fijaron en sus agujas y, con sorpresa, vieron que señalaban en una dirección con un rayo de luz tenue.
─¡Por aquí! ─Dijo Pellio.
De este modo, anduvieron durante un rato, ya mareados por la elevada temperatura y la falta de un aire que no oliera a pedo de tortuga. Pero al fin de caminares, de miedos y otros pesares, allí lo descubrieron: un pequeño prisma piramidal que reposaba sobre un altar estrecho y rectangular.
─¡Caray, menuda ridiculez! ─Dijo Mayus.
─¿Y para esto arriesgamos la vida? ─Se quejó Saédor.
─¡Cogedlo y fuera! ─Les dijo Pellio. Y de todos, fue Aréstel quien se dignó a cogerlo; además, era el único que tenía las manos limpias.
En pocos minutos consiguieron salir de aquel laberinto, pues gracias a la brújula supieron el camino inmediato al exterior. Pero justo antes de salir, Pellio los detuvo.
─Escuchad. Esos dos estarán esperando, con total ilusión, a que salgamos y les entreguemos el prisma como dóciles ovejitas. Esto es lo que vamos a hacer… ─Pellio les explicó el plan que parecía más sensato y se prepararon para salir prestos.
Mientras tanto, Elios y Grínkel se habían quedado atrapados, pues el piso se había vuelto resbaladizo de nuevo, y ahora sus espadas se les hacían inasibles entre sus manos. 
De pronto, Pellio apareció en escena, esparciendo polvos antiflujos delante de sus pies; y tras él venía Aréstel, agarrando a su amigo Saédor para conducirlo a la esquina por la que habían subido a la torre. Pero Grínkel atinó a quitarle a Pellio la bolsita de los polvos y, raudo, los tiró enteros al suelo para hundir en ellos las manos, gesto que imitó Elios a su lado.
Este último alcanzó una de sus ácidas espadas que, con toda su fuerza, clavó en el pecho de Pellio ─quien había vuelto para recuperar la bolsa de polvos mágicos─ y allí la dejó hincada.
Seguidamente, apareció el gran corbrejal de Mayus, que intentó ayudarlo a escapar; pero entonces, Grínkel manifestó su habilidad con la ballesta al disparar una flecha que le atravesó un ala y, por ello, la flecha pudo continuar viajando tras éste, hasta frenarse en el cuello de Saédor, que se había interpuesto en la trayectoria. Mayus, por su parte, le lanzó dos dagas a Grínkel, con acierto; una en cada mano. Así, tendido en el suelo, Grínkel escupía alaridos igual que los cerdos de Mayus, cuando estos iban al matadero.
 

Saédor soltaba borbotones de sangre que Aréstel intentaba detener en vano con sus pulcras manos. Cegado por el miedo a la pérdida de su mejor amigo, no se daba cuenta de que Elios iba a cortarle el pescuezo con su otra espada; pero, sin previo aviso, apareció desde su espalda el corbrejal, arrastrándose como podía. Atrapó con su pico a Elios y con poco esfuerzo se deslizó por el borde de la torre. Sin embargo, Elios cayó a las aguas oscuras de la laguna, sano y salvo. Las esfinges se abalanzaron sobre el corbrejal como un puñado de caimanes hambrientos que no dejarían ni los huesos. Él logró salir del agua y aprovechó que estaban todas juntas para lanzarles las turmas de salamandra de fuego. La explosión de las llamas las envolvió hasta  calcinarlas y robarles su color dorado. Ahora Elios debía subir de nuevo a la torre para arrebatarles el prisma a Aréstel y Mayus; pero justo cuando se disponía a escalarla, ellos acababan de bajar de ella. Mayus se lanzó a su cuello cual lebrel rabioso, intentando estrangularlo con todas sus fuerzas. Elios empezó a ver todo de color azul oscuro y multitud de lucecitas brillantes, pero tanteando como pudo, consiguió quitarle uno de sus cuchillos y clavárselo en el costado. Y Aréstel, que como sabemos era el más listo, se sacó del bolsillo una última turma que había escondido en secreto. Miró con vengativo detenimiento a un Elios medio ahogado, medio herido, sin fuerzas para levantarse.
─Eres en verdad un viejo que ya no sirve ─le dijo con total desprecio, y le tiró encima la turma, que lo prendió en el fuego del castigo más merecido.
Aréstel le robó la ácida espada y, sin perder un minuto, se largó de aquel claro del bosque. Se alejó con la velocidad que sus piernas le permitían, usando la brújula brújuda y el agua de luna como guías. Pero sin previo aviso, algo duro como el granate le cayó encima y le partió el cráneo. Era la rana Baseligas, que no iba a consentir que nadie se llevara el tesoro que por tantos años había ambicionado.