34.-Ana F. Montes.- Dícese desencanto.(133

Érase una vez... una princesa que vivía en un bosque de álamos, sauces, robles y castaños (quizás hubiera algún abeto, pero tampoco creo que sea importante). Se había retirado allí, aparte de la muy respetable familia real, para disfrutar de la libertad de una vida sosegada e íntima. Moraba en una casita de piedra gris, que poseía un huerto de donde sacaba para comer (la princesa, aparte de idealista, era también vegetariana). No obstante, ella dedicaba la mayor parte de su tiempo a la lectura, sentada a la sombra de un viejo y enorme sauce llorón. Devoraba con ansiosa placidez páginas y más páginas, repletas de palabras, en busca de una riqueza interior infinita.

Una soleada mañana, sus ojos se sorprendieron al vislumbrar de lejos a un caballero que se acercaba sobre una montura ricamente enjaezada. A ella no la visitaba nadie nunca (excepto el distribuidor de turno que le traía las últimas novedades publicadas y el panadero), así que sintió una extraña alegría al ver que se le brindaba la oportunidad de conversar con alguien. El caballero se detuvo ante ella y se presentó como el príncipe de Tal, demostrando ya en la presentación ardides de sutil cortesía.

Cruzaron varias frases y tras explicar la princesa porqué se hallaba allí tan apartada y tan sola, él decidió quedarse a su lado (no tenía planes en su agenda), pues le parecía buena idea aquello de enriquecerse con aquel montículo de obras que descansaban apiladas un poco más allá. (También añadió que, de paso, la defendería de alimañas; aunque allí no rondaban alimañas de ninguna clase, pensó ella, encogiéndose de hombros). El caso es que aquel buen señor bajó del caballo, ató las riendas a un tronco vecino y tomó el primer libro del montón, antes de sentarse sobre la hierba.

Lo que inicialmente iba a ser una breve estancia, fue tornándose en días. Aprovechaban la luz del sol para leer al aire libre, y en las noches se reunían ante la lumbre de la chimenea, dentro de la casita de piedra, donde se pasaban horas encadenando conversaciones.
Al principio, la princesa se sintió alterada por su visitador, sutil violador de su paz; pero, poco a poco, fue maravillándose por las historias ignotas y emocionantes que su interlocutor le narraba cada vigilia. El tiempo hizo que comenzara a mirarlo con ojos distintos: era elegante de porte, sensato en razonamientos, amable y cortés de trato, divertido de talante, sabio en su proceder y cultivado en sus charlas. La princesa escuchaba extasiada su cadenciosa voz siempre que él retomaba un relato o ilustraba una discusión.
Pasadas unas semanas, tras un resbalón en el huerto, entre dos hileras de lechugas, la princesa despertose a la condición de enamorada.
Tal sentimiento le quemaba el pecho y luchaba por salir de su garganta o de mover sus manos en gesto involuntario cada vez que se hallaba en su presencia, anhelando un sentimiento correspondido. Hasta que un buen día, sin preámbulo alguno, mientras degustaban una sopa de puerros, declaró su amor de sopetón. El príncipe se quedó lívido, mudo. Sin decir ni mú, dejó la cuchara en el cuenco, abandonó su sitio y fue en busca de su caballo para salir por patas sin mirar atrás. La princesa lo vio alejarse con suma tristeza. La pena y la desilusión se clavaron en su alma con inquina, aunque ni una sola lágrima surcó su rostro. Pensó para sí que quizás el único lenguaje válido para el amor fuera el silencio.
A pesar de todo, al día siguiente el príncipe regresó. Ella lo recibió alborotada con grandes muestras de alegría, pero él mantuvo una expresión adusta y se sentó a leer sin cruzar apenas palabra. Cuando se hartaba de la dosis cultural diaria, volvía a montar en su caballo y abandonaba a la princesa bajo la luz del ocaso.
Aquellas visitas siguieron repitiéndose, aunque el humor del príncipe variaba más que la veleta del tejado: unas veces relajaba el ceño y volvía a ser dicharachero y locuaz, y otras se tornaba huraño y retraído. Esto cuando iba, porque hubo días que hasta se olvidó de ir. Según ocurría esto, los labios de la princesa se contraían en extrañas muecas.
Sucedió una mañana que, a su llegada, la princesa descubrió sorprendida que una pierna del príncipe se había convertido en un anca de rana. Al preguntarle alarmada, él respondió:
- Tranquila. Todo va bien.
A la semana siguiente (durante la cual, el comportamiento del príncipe seguía siendo tan desconcertante), la princesa se encontró al recibirlo, que su otra pierna era ahora también un anca resguardada en la lana del pantalón. Ante la pregunta preocupada de rigor, él respondía de la misma forma:
-Tranquila. Todo va bien.
Al mes, después de que la princesa hubiese ido comprobando que las manos también terminaron por metamorfosearse en sendas ancas y que su piel iba tomando un tono ligeramente verdusco, a la interrogación acostumbrada de ella, aquel ser mitad príncipe, mitad vaya-usted-a-saber, respondió con un contundente:
-¡Croac!