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El Tren. José Jesús Marín


José Jesús Marín



El tren”



Desperté confuso y desorientado, sin recordar el tiempo ni el lugar en que había comenzado mi sueño. El cielo era gris y opaco como la ignorancia que me afligía. Al cabo de unos minutos oí pasos. Un hombre vestido con traje oscuro se sentó a mi lado mientras yo me incorporaba. Miré a mi alrededor y vi que me hallaba en un vasto páramo surcado por unos raíles de ferrocarril a pocos pasos de nosotros.

_ ¿Dónde estoy?

_ No puedo responder a tu pregunta _ su voz era grave y destemplada.

_ ¿Quién puede hacerlo?

_ En realidad, nadie.

Miré la ropa que me cubría y vi que era igual de adusta y oscura que la de aquel sujeto.

_ ¿Hay más personas?

_ En el tren.

Sus párpados caían inertes y hoscos. Se acercó a los raíles y parecía decidido a ignorar mi presencia. Cuando le dije que iría a caminar un poco me advirtió que podría perder el tren.

Miré hacia la llanura y, de espaldas a los raíles, comencé a andar. En lejanía divisé una montaña cónica cubierta casi en su totalidad de un tupido bosque y, al mirarla, un intenso anhelo conmovió mi ánimo. Mis pensamientos oscilaron entre la necesidad de aguardar la llegada del ferrocarril y una apremiante incitación interior a emprender el ascenso de aquella cumbre.

Pronto hube de cerrar mis ojos para hacer más vívida una estampa que en mi imaginación se hacía presente con la consistencia frágil pero cierta de un recuerdo, como una sutil reminiscencia que debe ser acogida con urgencia para evitar su desvanecimiento. En la escena predominaban los tonos azulados y grisáceos. Un caballero con amplios atuendos de corte medieval, cuya figura aparece empequeñecida por la lejanía, camina por un sendero angosto que discurre a través de una llanura. El camino lo lleva a un castillo situado en la cima de una colina cercana.

Las torres y murallas toman un color entre anaranjado y azul, como si el Sol del crepúsculo le ofreciera sus últimos fulgores. Entre el caminante y su destino, la llanura se extiende con verdor brillante, uniforme y horizontal; rompen la monotonía algunos cipreses que bordean el camino. El caballero no parece dudar de su rumbo y algo parece advertir al observador de que la grata llanura dará paso a un aire pleno de indefinida magia, de enigmáticas enseñanzas, cuando el caminante se acerque a la fortaleza. Un pequeño arroyo, cuyas aguas aparecen como plateados reflejos de la luz tenue que domina el paisaje, cruza el sendero a unos pasos del caminante. Todos los elementos de la estampa, cuerpos, colores, sombras, la atmósfera extraña y a la vez esperanzadora, el enigmático castillo, inducían en mí una grata impresión de extrañeza. Me sentía absorto vivenciando la belleza indescifrable de la visión, con la débil convicción de hallarme ante las claves de una realidad más pura y esencial. Y pensé que tal vez la desoladora presencia del paisaje real podría ofrecerme la ocasión de vivir su aspecto menos perceptible, más pleno.

Caminé con menos vacilación hacia la montaña. Dejé de pensar en el origen y la finalidad de la experiencia que vivía y mi paso era armonioso y enérgico, como si intentara mantener a distancia el miedo que me había instigado a creer en la conveniencia de aguardar la llegada del ferrocarril. Tuve la impresión de sentirme movido por algo, de no ser propiamente yo quien caminaba. La presencia de ese algo hacía que todo mi ser se viese situado en un centro de levedad que nunca había conocido.

Cuando me hallé en el pie de la montaña inicié el ascenso, adentrándome por el espeso bosque de encinas que la poblaba y pensé que nada esencial me separaba de las hojas o de los ramajes del aire quieto que mi aliento quebraba o del cadencioso silbo de las aves que permanecían ocultas. A veces me detenía a contemplar una de las dentadas hojas y gozaba al experimentar cómo la imaginación y la percepción se habían convertido en una misma experiencia, en un sólo ensueño. Sin llegar a sentirme ajeno a lo real, podía otorgar formas y tonos diversos a todo cuanto veía. Sonidos, sombras, colores, silencio y luz ofrecían gamas inefables de matices. Diminutos rayos solares se deslizaban entre la fronda; el Sol debía hallarse en su cenit; el tiempo parecía despojarse de los límites que me habían abrumado al despertar. Todo era cristalino y diáfano.

Al cabo de un prolongado caminar a través del bosque, éste comenzó a disiparse gradualmente. Toda la vegetación se fue haciendo más escasa hasta que la roca desnuda, adoptando ciclópeas formas, se erigía ante mí, solemne y firme. Columbré la cima, sobre la cual se hallaba asentada una pequeña ermita, al parecer humilde y vetusta. Vi que descendía un hombre sorteando riscos y malezas y a medida que se acercaba advertí un aire triste en su paso; cabizbajo y grave se acercó a mi cuando llegó a mi altura. Me miraba con fijeza pero parecía temer algo o abrumarle alguna obsesión. Le pregunté si volvía de la ermita y me manifestó que le había faltado un trecho para llegar, que yo también debería dar media vuelta si quería llegar a tiempo al llano. Su voz era opaca, inerte y resignada; me miraba a través de sus párpados caídos. Al instante continuó su marcha sin despedirse ni aguardar a que lo siguiera y yo, durante algunos minutos, dudé y traté de sosegar mi pensamiento, de hallar el equilibrio que me permitiera optar con sabiduría entre la ermita y el tren, o tal vez realizar ambas cosas apurando el escaso tiempo. Pero el dulce abandono de mi paso despreocupado se había desvanecido como la brisa, dejando en su lugar una molesta sensación de fatiga y el efecto cegador del irritante sol, un aire hosco y pesado, y en mi alma el mismo temor denso que me afligió al despertar. Se quebraron los resortes que habían animado mi empuje y di la espalda a la cima que tanto había anhelado, con el grave pesar de quien es testigo de una primera muerte.

En el páramo, de nuevo juntos a los raíles, paseaba inquieto, a pocos pasos de los dos sujetos. Ellos tampoco se comunicaban entre sí. Para apaciguar mi creciente angustia traté de evocar, desde los oscuros dominios de mi ignota memoria, imágenes de todos los trenes y trayectos posibles. Imaginé los herrumbrosos vagones surcando desfiladeros abismales, feraces valles e inhóspitas montañas. Por doquier fluían ríos y torrentes de cristalinas aguas. A veces me veía en el interior de plateadas máquinas que atravesaban nubes de humo grisáceo, hedores inmundos, febriles suburbios donde multitudes humanas se apiñaban y se golpeaban con fiereza. En breve, el paisaje se mutaba en cárdeno crepúsculo, con nubes oblongas de violácea beatitud y el tren marchaba cerca de un mar calmo y reconfortante.

El estrépito del tren real quebró mi ensoñación y lo vi acercarse, vulgar y adusto, férreo y oscuro como la sirena letal que rasgaba el silencio del páramo. Fui guiado a través de los pasillos por un funcionario rudo e inexpresivo que apenas me habló. A través de los cristales de los compartimentos veía rostros que expresaban actitudes diversas. En unos se atisbaba ironía resignada, en otros me pareció entrever sutiles gestos de compasión al observar, casi de reojo y sin comprometer demasiado la inexpresividad sobria que les era común, mi paso advenidizo. Casi todos los viajeros guardaban silencio, miraban al frente y evitaban altivos la imagen del compañero que se situaba frente a ellos. Ninguno de los trenes que había imaginado provocó en mí el amargo malestar que experimentaba, el escalofrío estremecedor de la opresiva atmósfera que se calaba en mis huesos como letal aviso. Durante unos momentos dudé entre aceptar como única realidad mi capacidad de ensoñar o si por el contrario debería rendirme sin condiciones a la situación que me parecía vivir como más tangible, aunque menos alentadora.

En la cabina que me asignó el funcionario había tres pasajeros varones de mediana edad. Me acomodé junto a una ventana tras un vago saludo y miré la sencillez monótona de los campos dorados, la refulgencia del Sol crespuscular sobre las espigas y la presencia poco frecuente de algún pino solitario, de copa umbelar, mudo y contemplativo, como si hubiera optado por hacerse más permeable a la desnuda simplicidad del páramo renunciando a la compañía de otros árboles. Uno de los pasajeros, barbudo y canoso, de ojos ladinos y centelleantes, reinició la conversación que mi entrada había interrumpido.

_ Creo que vosotros también habéis observado lo que os decía. ¿Es así?

Los demás balanceaban sus cabezas con aburrimiento, como si hubieran oído la misma pregunta repetidas veces.

_ La solución, no por acertada deja de ser simple. Las ruedas sustentan y hacen avanzar el tren. Nuestro vagón es el más afectado por ese ruído y más concretamente este lugar sobre el que nos hallamos sentado.

_ ¿Hay una rueda justo debajo de nosotros? _ preguntó otro.

_ Exacto _ continuó el que parecía asumir el liderazgo _ El mal está localizado, sólo basta seguir los oportunos cauces para hallar una solución operativa. Creo que deberíamos dirigirnos al Comité de Bienestar o acaso al Comité Técnico...

Yo no percibía ningún ruido que destacara de la monótono estridencia rítmica. Imaginé que las horas se harían interminables para ellos y habrían desarrollado una hiperestesia especial. Les pregunté si sabían el recorrido y destino del tren y una turbia agitación mudó sus semblantes; el líder apretó su mandíbula y dejó traslucir una tensión casi rayana en la fiereza. Me dijo que eso que yo quería saber no interesaba a nadie y que otros, al interesarse por cuestiones parecidas o acaso menos comprometidas, como por ejemplo el mecanismo que acciona el movimiento del tren o el nombre de la región por la que transitamos, habían propiciado serios conflictos, tanto personales como colectivos. La clave de un viaje sin contratiempos reside - me dijo- en alcanzar el justo interés por un asunto inofensivo, por más que al principio se antoje trivial, que no malogre un trayecto que, en realidad, ha sido trazado por aquellos que nos representan.

Recordé, mientras hablaba, la montaña que no había llegado a ascender y me aterroricé especulando sobre la génesis del pánico que me había inducido a renunciar a ella. Tal vez muchos de los pasajeros no conocían montaña alguna. El cálido ambiente interior de los pasillos y cabinas y la aridez inhóspita de las inmensas llanuras constituían acaso las únicas opciones en una existencia que, para despojarla de su inasimilable contingencia, ornábanla con la quimérica voluntad de unos desconocidos representantes. El pasajero canoso adquiría un líquido brillo en sus ojos, esbozaba una exigua sonrisa y su voz, enérgica y grave, imbuía convicción a sus palabras. “El tren y el paisaje que divisamos a través de las ventanas nos salvan del caos, del vértigo que provoca ser conscientes de nuestra radical orfandad. No debemos, pues, insolentarnos con las moléculas más solidarias de la existencia, aquellas que gracias a la evolución y a un extraño azar, han surgido del caos y se ha ido agregando y organizando, dotándose de vida e inteligencia. Nuestro tejido nervioso contiene las células y las moléculas más útiles para llevar a cabo este tránsito. Confiémonos a nuestro cerebro, a lo que sabemos de esos... neurotransmisores y concedamos plena autoridad a su papel en la explicación de nuestro camino. Renunciemos al absurdo rigor de un viaje personal. Si el conocimiento de nuestro sistema nervioso no nos hubiera encaminado a buscar una solución definitiva, todavía andaríamos por esos campos mendigando certezas y alimentándonos de espectrales fantasías. Se cuenta que nuestros antepasados caminaban a pie. Sucumbían víctimas del odio, el hambre y la tristeza.”

Durante estos días he meditado obsesivamente acerca de esas palabras. No he hallado argumentos sólidos para rebatir su adusta tesis. Pero una sutil y extraña intuición me hace pensar que su visión es extremadamente parcial. Yo he visto ese bosque donde la luz tenía una cualidad indefinible y he sido testigo de ensoñaciones, acaso de veraces reminiscencias del pasado de mis congéneres. Junto a escenas de terror y miseria he visto miradas de inefable beatitud. He soñado los sones inefables de quienes pretendieron el éter de finas cadencias, de belleza sonora que entrelazaba sueños y deseos de buscadores que no se rendían a la inercia de su naturaleza más grávida. Las colosales dimensiones de antiguos templos en que la armonía de sus proporciones y la luz de sus naves expandían el corazón de los hombres y la estilizada verticalidad de sus torres establecía simbólicos lazos con el misterio celeste. La exquisita sencillez de campesinos que labraron y sembraron la tierra y la sacra candidez de su gesto al recolectar los dones que la tierra les otorgaba. Y he oído palabras de poetas que en los cárdenos crepúsculos vieron reflejados los tesoros ocultos de interiores paraísos.

A veces me quedo dormido, mecido por el rítmico vibrar, con la secreta esperanza de que mi sueño me devuelva al origen, a ese ignoto momento anterior a mi despertar junto a los raíles. Pero mis sueños me transportan a galerías laberínticas por las que camino sin reposo, buscando una luz fantasmagórica que acaso sólo existe en mis exiguos recuerdos de uno de los sueños, tal vez del sueño de todos los sueños. Despierto con decepción, de nuevo en mi lugar, frente a los adustos semblantes de mis compañeros de viaje. Y no ceso de lamentarme por estar bajo el dominio de la oscura entidad que doblega a todos los viajeros, la que nos seduce argumentado la comodidad del viaje predeterminado y nos salva de la cruel consciencia de la arbitrariedad y el azar. Los pasadizos por los que transito en mis sueños albergan un aire más fresco, del cual surgen incandescencias que me inquietan y a la vez me impregnan de la misma secreta dicha que a veces siento al contemplar la elegante serenidad de un pino solitario en su silencio humilde y el ascético ramaje de su copa, que parece sonreír compasivo y ver nuestra marcha a través del páramo con la candidez de quien todavía mira hacia lo alto.

Algunos días mi abatimiento me hace dudar de mis intuiciones y me pregunto si es común a todos los viajeros este desamparo o por el contrario, en ellos la aceptación del tren como única opción les libra de la noción del absurdo. Pero a veces, al caminar por los pasillos, he visto algunos semblantes melancólicos, pasajeros que apoyan su frente contra los cristales y durante horas permanecen inmóviles y ausentes, la mirada extraviada en la tiniebla helada del anochecer, como si hubieran sido alcanzados por misteriosas presencias. Nunca me he acercado a ellos a preguntarles nada. Con otros pasajeros sí he hablando y siempre me han contestado con evasivas y miradas recelosas. Y, sin embargo, aunque podría esperar de ellos una respuesta diferente, he decidido no dirigirme a esos enigmáticos viajeros; no deseo velar la incógnita de si realmente son heroicos soñadores de otros parajes. Al pensar en ellos, o al recordar mi subida a la montaña o la escena del caballero en pos de la fortaleza, también yo creo ser partícipe de una espera heroica.