Melocotones Frescos. Francisco Cañabate Reche

  Para ti, que te quiero.

  Tal vez me piensen loco, pero voy a contarlo. No me importa que opinen que no tiene sentido lo que sabrán ahora porque yo así lo creo y eso no cambia nada. Si regreso en el tiempo y recorro esos días en que sucedió todo me parecen absurdos, pero no tengo dudas. Casi puedo decirlo con certeza absoluta, aunque queda el temor, ( entro en casas ajenas mirando las paredes, y pregunto los gustos de aquellos que visito. Nunca digo porqué porque no entenderían) y ocurre la desidia ( recobrar al dolor, aunque sea en el recuerdo siempre es inoportuno, y siempre es aplazable).

Hablaré sin embargo, lo diré con franqueza: cuando eso entró en mi vida, cuando ella lo pensó ( tal vez soñó pensarlo sintiéndose feliz) y lo eligió entre todos, sin comentarme nada, y después lo creó solo por ser osada, por darme una sorpresa, mucho antes de tenerlo con nosotros y a mano, cuando solo se hallaba como algo imaginado, comenzaron los signos ciertos de mi desgracia. Diré por si hace falta que yo era un hombre sano, que siempre había comido, y bebido, y vivido sin freno, ni mesura, sin medida ni pauta. Hasta que empezó aquello. En los primeros días aprecié paso a paso extrañas sensaciones y no supe que eran y decidí olvidarlas, me escondí bajo el ala tibia de la desgana y no les hice caso. Luego me sentí mal sin sentido y sin causa y consulté a un galeno. Me dijo que era alergia y puso tratamiento. Mas tarde ocurrió aquello. No se como pasó. Aun no puedo explicarlo, o no me atrevo a hacerlo porque es casi imposible. No me parece lógico, ni cuerdo, ni sencillo, pero si estoy seguro de que sucedió así, como lo cuento ahora, por si lo viven otros,  por si a alguien le interesa.
Fue una torpe mañana de trabajo sin pausa. Durante aquellas horas yo ya me sentía extraño, incomodo, irascible, insensible y huraño. Estaba algo agitado cuando  entré en la oficina. Luego llegué a mi puesto y Otis miró el reloj. Me estaba controlando y lo odiaba por ello, y me hacía sentir mal, pero eso no importaba. Ya estaba sucediendo aunque no lo sabía. Pese a mi malestar del que culpé al enfado ( y mentalmente a Otis), decidí continuar y así seguí el camino que ya tenía marcado hasta acabar mi turno. Luego colgué mi bata y bajé hasta la calle, y al pisar el asfalto comenzó un cosquilleo detrás de las orejas que yo achaqué a aquel frío de enero intermitente. Cesó y no le hice caso. El prurito inclemente se inició algo mas tarde. Sucedió en el camino de mi regreso a casa. Yo viajaba en el metro cuando sentí de pronto la íntima desazón que siempre le precede, esa cosquilla extraña, la casi dulce sensación de caricia callada, de terciopelo azul que me eriza la piel, la punzada inminente con que empieza el dolor. Eso no era algo nuevo, lo había notado antes: a veces, en el pueblo, al picarme una avispa, o en el agua del mar, al tocar las medusas. Como las otras veces después de tanto tiempo, de una forma intuitiva sabía lo que vendría  solo poco más tarde, pero ahora era distinto porque no había una causa que lo justificara ( o yo no la encontraba). Nada me había ocurrido y nada me era extraño. Miré a mi alrededor examinando a aquellos que estaban junto a mí en el vagón del metro, ocupando mi espacio, luchando por mi aire lo mismo que ratones enjaulados e inermes, y no vi nada nuevo. Salí de la estación por unas escaleras ( las de todos los días, sucias, desangeladas) y encaminé mis pasos hacia mi propia casa donde ella me esperaba. Y mientras caminaba se acrecentó el picor. Aunque algo mareado, sudoroso y sediento y escondiendo mi rostro, aun saludé al tendero que devolvió el saludo como todos los días, sin mirarme siquiera. Subí las escaleras de mi piso en silencio, sintiendo ya el esfuerzo, dejando que creciera la erupción en mi piel, ansiando un baño helado lo mismo que una pócima que lo calmara todo. Llegué hasta mi rellano notando aquel edema que parecía ocuparme y llenaba mis ojos. Se nublaba mi vista, pero no me  explicaba lo que estaba ocurriendo. Me pareció imposible porque no había motivo, y registré mis ropas por si algo había quedado camuflado en mi abrigo sin que yo lo supiera. Pero no encontré nada. Introduje la llave y cuando abrí la puerta el prurito fue intenso, agudo, insoportable. Me notaba febril  y pronuncié su nombre implorando su ayuda, pero no hubo respuesta. Supe que estaba solo y continué avanzando por el largo pasillo  que me apareció extenso, igual que una planicie yerma e inhabitada que surge inacabable después de una batalla. Luego llegué al salón y al fin lo supe todo.
La causa estaba allí. Reconocí mi alergia.
Sobre la chimenea, decorando la sala había aquel bodegón pintado al natural que yo nunca había visto. Lo había pintado ella. Este era su secreto. Quería ser la sorpresa por nuestro aniversario, su dulce aportación:
Unos melocotones. Frescos, bellos, distantes, también irreprochables, ocupaban el lienzo.
 Me desplomé en silencio vencido por la asfixia.
 ( Y ella legó mas tarde cargada de naranjas - de las que nada temo- y me salvó la vida).