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DEMOLICIÓN de FRANCISCO CAÑABATE RECHE, por JOSÉ ANTONIO SANTANO

Vivimos tiempos confusos, también de autocomplacencia. Visto así parecería contradictorio, pero no. Lo uno lleva a lo otro, y viceversa. 
 
DEMOLICIÓN. FRANCISCO CAÑABATE RECHE La carencia de estímulos capaces de provocar en las personas la necesidad de plantearse el análisis o la meditación relacionada con todo lo que le rodea, dejándose arrastrar hacia el acomodo y la indiferencia lleva, sin lugar a dudas, a la autocomplacencia. Si esto se produce en cualquier ámbito de la vida, también ocurre cuando tratamos de la literatura. Existe una aceptación cada vez más mayoritaria respecto a un canon o una tendencia determinada, muy mediática y mercantilista que daña la esencia misma de lo literario. El tiempo, estoy seguro, pasará por encima de quienes ahora, autocomplacidos por  su suerte y sus amistades ocupan un lugar preferente, para ser  al final del camino, tan invisibles como olvidados. Lo verdaderamente literario trascenderá ese tiempo y se perpetuará en las bibliotecas y en la memoria de los lectores.
El camino de la literatura no es ni muchos menos fácil, todo lo contrario, está repleto de obstáculos que todo escritor ha de salvar de la mejor manera posible, siempre desde el conocimiento y la experiencia desarrollada a lo largo de su vida, en la medida en que para llegar a la meta, al objetivo último, es necesario la voluntad y el tesón suficiente para alcanzarlo, capacidades ambas que se manifiestan en el escritor Francisco Cañabate Reche (Almería, 1962) desde que diera a la luz pública su primer libro de relatos “El burlador del tiempo”, allá por el año 1998. Luego vinieron otros como “La sonrisa secreta de la luna” (2001), “El grito” (2003), “El arco iris de Rubens” (2007), “Las miradas cruzadas” (2009), “Sueños encadenados” (2013), “Escaques amarillos” (2016) y “La posibilidad de la pantera” (2017). Su último libro y el que nos convoca en esta ocasión se titula “Demolición”, publicado al igual que los anteriores en la granadina editorial Alhulia. En estos veintiún años de trayectoria literaria Cañabate Reche ha mantenido, con algunas variaciones propias del paso del tiempo, unas personalísimas características identitarias, una estética singular que lo distingue de otros escritores y otros géneros narrativos.
Como no podía ser de otra  forma la temática expuesta en sus narraciones ha sido variada, pero siempre y en todas, se vislumbra en sus textos una particular manera de concebir el mundo, desde una óptica filosófica o metafísica muy clara. De ahí esa necesidad suya de explicar cuanto acontece y de aclararlo mediante el uso continuado del paréntesis, seguida inmediatamente de la duda, de las constantes preguntas y respuestas, de los paralelismos y las hipótesis, lo que vendría en denominarse, o así me lo parece, una narrativa filosófica,  poco frecuente en el panorama literario actual. El propio autor, en las páginas iniciales, manifiesta que en todas sus novelas «hay claves, conexiones, que permiten el paso de una historia a otra», y a todo esto, habría que añadir el mundo de lo desconocido, de la imaginación o el sueño como elemento fundamental de la creación literaria: «Una vez fue posible soñar el universo. Ver estrellas lejanas, pensar en alcanzarlas.
No hace tanto, en los tiempos previos al gran desastre, en contraste con el desorden y la inseguridad reinante en todas partes, hubo un momento de enorme desarrollo tecnológico. En lugares secretos se llevaban a cabo proyectos muy sofisticados. Florecían las ciudades aisladas, herméticas, completamente rígidas, creadas alrededor de una de esas ideas, solo para servirla. La carrera espacial estaba abierta.». Cañabate parte de una suposición, de una hipótesis existente sólo en su imaginario y sobre él va construyendo una historia o una serie de historias que se interrelacionan a medida que avanza el discurso narrativo, a través de un narrador omnisciente o de los propios personajes.
El protagonista de “Demolición” se llama Joaquim Almeida Jr., es brasileño y por su gran capacidad memorística acabará al servicio del capo mafioso Don Anselmo di Mica, que tras la muerte de este será su sustituto.   Estructurada en tres libros, el primero Demolición, el segundo Abismos y el tercero Notas de viaje y otros des(a)tinos (estas dos últimas partes con relatos breves, a veces casi aforísticos), la novela narra la historia de un desastre que se anuncia desde la primera página: «El final de esta historia, o el principio, fue la explosión que lo silenció todo. La voz del monstruo dentro de las cabezas de nueve mil millones de personas que murieron a un tiempo y acabaron, que se quedaron quietas, como estaban, en cualquier posición, calladas para siempre, entonces.», una historia única ante una última esperanza. Cañabate fija la mirada, la que representa el escritor, en el mundo que le rodea para conformar otro bien distinto e imaginario que bebe del viaje como elemento aglutinador de la narración, de las narraciones, provocando el suspense necesario para que el lector no abandone y siga con interés el hilo narrativo. De esta manera, Cañabate Reche pertenece a ese club de narradores que se distinguen por un estilo propio, por una estética que lo identifica y que bien podría denominarse filosófica o metafísica y por esa capacidad innata en él para imaginar, para inventar. 
FRANCISCO CAÑABATE RECHE
     
Autor: Francisco Cañabate Reche
Título: Demolición       
Editorial: Alhulia (2019) 

El sonido interior.

(I)




Hay un mundo invisible, profundo, indefinido, autónomo y extraño del que desconocemos casi todas las cosas.

De eso no tengo duda, existe, está en nosotros.

Yo, que me considero solo un ser anodino, uso mis propios ritos para abrir esa puerta, y cruzarla, y vivirlo.

Pero voy a explicarme.

El asunto es sencillo:

Paso las horas muertas escuchando mis vísceras.

En cuanto llego a casa y me desnudo y grito, y mientras aún se expanden las palabras que digo, me tumbo boca arriba y extendido en mi cama, inerte, casi ido, como un muñeco roto al que olvidaron todos después de la batalla, escudriño la vida. Escucho mis latidos sonar desencajados y me demoro en ellos, su ritmo me acompaña, su vibración me acuna, y en ese duermevela que entonces me domina, refugiado en mi mismo, disfruto como un niño. Noto sonidos netos de una selva diáfana: los rugidos atroces que estallan en mi vientre, la lucha de volúmenes, las vísceras opuestas que chocan y se inflaman; la batalla está ahí dentro: distensiones, espasmos, rayos, hasta tormentas.

Presiento que palpitan enormes avenidas, carreteras extensas que hay en mi propio cuerpo.

En esas dimensiones hay sangre, hay muerte, hay vida.

A veces tengo miedo por todo lo que ignoro y sé que ocurre dentro, otras me puede el vértigo. Reflexiono, imagino y encuentro divertido y aterrador, y grato sentir los intestinos horadar mis entrañas desplazándose móviles, lo mismo que serpientes que reptan al unísono, o escuchar esos gases que pasan y se alejan, silbantes y atrevidos, o darles forma a arterias retractiles y huecas por las que fluye el magma que soporta mi vida, o medir los crujidos con que mis viejos huesos se quejan de su suerte cada vez que me muevo, su chirrido mecánico, su quebrada agonía que anticipa la mía.

Una tarde tras otra profundizo. Adivino.

Me noto respirar. El aire entra, se marcha, suena en los alvéolos avivando fogones y allí dentro, debajo, sigue el latir continuo con que late la bomba que ruge sincopada.

Tic tac, sigue adelante, vital, pulsátil, nueva, la que nunca me falla.

Hasta ahora.

Se ha parado.









(II)





Después, pese al silencio y pese al abandono, hay un instante lúcido, un destello, una isla, una última morada.

Y se me ocurre entonces, mientras todo se apaga y se me nubla el cielo porque muero despacio, que no he debido hacerlo.

Que tal vez crucé el límite y al romper el enigma del sonido profundo y escudriñar la vida buceando en sus entrañas para encontrar sus claves cometí un error grave.

De pronto me doy cuenta de lo que estoy haciendo.

¿Pretendo arrepentirme?

Aunque no queda tiempo para sentir más nada, dudo, me siento absurdo.

Entonces, sabiamente, hay un gran estallido que me lleva hacia dentro.

Vuelvo a escuchar las notas que ofrecían mis entrañas.

Regreso al infinito.

Al sonido interior.


APARTADO III: NARRATIVA

Autor: Francisco Cañabate Reche


El sonido interior.

(I)




Hay un mundo invisible, profundo, indefinido, autónomo y extraño del que desconocemos casi todas las cosas.

De eso no tengo duda, existe, está en nosotros.

Yo, que me considero solo un ser anodino, uso mis propios ritos para abrir esa puerta, y cruzarla, y vivirlo.

Pero voy a explicarme.

El asunto es sencillo:

Paso las horas muertas escuchando mis vísceras.

En cuanto llego a casa y me desnudo y grito, y mientras aún se expanden las palabras que digo, me tumbo boca arriba y extendido en mi cama, inerte, casi ido, como un muñeco roto al que olvidaron todos después de la batalla, escudriño la vida. Escucho mis latidos sonar desencajados y me demoro en ellos, su ritmo me acompaña, su vibración me acuna, y en ese duermevela que entonces me domina, refugiado en mi mismo, disfruto como un niño. Noto sonidos netos de una selva diáfana: los rugidos atroces que estallan en mi vientre, la lucha de volúmenes, las vísceras opuestas que chocan y se inflaman; la batalla está ahí dentro: distensiones, espasmos, rayos, hasta tormentas.

Presiento que palpitan enormes avenidas, carreteras extensas que hay en mi propio cuerpo.

En esas dimensiones hay sangre, hay muerte, hay vida.

A veces tengo miedo por todo lo que ignoro y sé que ocurre dentro, otras me puede el vértigo. Reflexiono, imagino y encuentro divertido y aterrador, y grato sentir los intestinos horadar mis entrañas desplazándose móviles, lo mismo que serpientes que reptan al unísono, o escuchar esos gases que pasan y se alejan, silbantes y atrevidos, o darles forma a arterias retractiles y huecas por las que fluye el magma que soporta mi vida, o medir los crujidos con que mis viejos huesos se quejan de su suerte cada vez que me muevo, su chirrido mecánico, su quebrada agonía que anticipa la mía.

Una tarde tras otra profundizo. Adivino.

Me noto respirar. El aire entra, se marcha, suena en los alvéolos avivando fogones y allí dentro, debajo, sigue el latir continuo con que late la bomba que ruge sincopada.

Tic tac, sigue adelante, vital, pulsátil, nueva, la que nunca me falla.

Hasta ahora.

Se ha parado.









(II)





Después, pese al silencio y pese al abandono, hay un instante lúcido, un destello, una isla, una última morada.

Y se me ocurre entonces, mientras todo se apaga y se me nubla el cielo porque muero despacio, que no he debido hacerlo.

Que tal vez crucé el límite y al romper el enigma del sonido profundo y escudriñar la vida buceando en sus entrañas para encontrar sus claves cometí un error grave.

De pronto me doy cuenta de lo que estoy haciendo.

¿Pretendo arrepentirme?

Aunque no queda tiempo para sentir más nada, dudo, me siento absurdo.

Entonces, sabiamente, hay un gran estallido que me lleva hacia dentro.

Vuelvo a escuchar las notas que ofrecían mis entrañas.

Regreso al infinito.

Al sonido interior.


APARTADO III: NARRATIVA

Autor: Francisco Cañabate Reche


Sueños encadenados. Francisco Cañabate Reche




        Tomo prestadas unas palabras del profesor José-Carlos Mainer, de su libro La escritura desatada, publicado por la editorial palenciana Menoscuarto, relativas a la utilidad de la literatura: «Es mentira que los libros enseñen a vivir, si por vivir entendemos la claudicación resignada ante las exigencias de la realidad, porque la obligación de las novelas es enseñarnos a soñar con otras cosas, ser ámbitos de libertad de donde se sale y se entra con la más absoluta impunidad». He aquí la palabra mágica: soñar. Por esta y no otra razón, tal vez, el título de la última novela del escritor y galeno, Francisco Cañabate, sea, precisamente, Sueños encadenados. Soñar no es otra cosa que despegar las alas de la imaginación y transportarse a lugares desconocidos, ahondar en la presencia de lo mágico y refugiarse al calor de su luz emisora. Sueños encadenados no es sino el sueño de otros sueños, como si se tratara de una suerte de alquimia en la cual cada uno de los personajes que la componen viven en los sueños de los otros, o, al menos, parecen entrecruzarse una y otra vez. Ciertamente la literatura posibilita la invención de mundos y universos diferentes, tantos como desee el escritor, desde la más absoluta libertad. Sueños encadenados comienza con un viaje al pasado; corre el año 1906, nos hallamos en los Jardines Imperiales, en Tokio, con Liu San, su jardinero. A partir de este momento las historias se entrecruzan, al igual que los personajes. El hilo conductor de unas y otros será el hallazgo de El libro de la luna, «un libro perseguido y secreto en cuyas páginas podían hallarse los más profundos misterios de la cábala, los cálculos exactos. […] Un libro maldito sobre todos los libros porque todos aquellos hombres infortunados que intentaron descifrar sus entrañas y llegar al secreto acabaron muertos o desaparecieron». Cañabate Reche se nos muestra tal es, sin aditamentos ni disfraz que disimule o desfigure su creatividad y capacidad narradora, su singular voz, que puede distinguirse por las formas oracionales y su sentido filosófico de la vida.       Como trasunto de la narración, las ciudades: Tokio, Viena, Praga, Sarajevo, Granada, Berlín, Nápoles, Boston o París, lo que da un matiz universalista al texto, encadenando a su vez las diferentes historias de los personajes. Multiplicidad y heterogeneidad del discurso narrativo que fluye acompasado. No falta el elemento descriptivo, en el cual la naturaleza y el hombre –antagónicos- están presentes: «El bosque en su profundidad, con su espesura densa que sofoca la luz y que la apaga, el mundo vegetal en su expresión más pura, sin senderos ni marcas que indique a los otros la continua presencia opresiva de los hombres» -y una orquídea en el centro del cosmos-, como tampoco el filosófico al que hemos aludido con anterioridad y que se concreta en las continuas preguntas que se hace el narrador omnisciente, en esa desesperada búsqueda de la verdad –su verdad-: «¿Ser los sueños de otro, la sustancia diáfana de la que están compuestos, eso tiene remedio?», también de las respuestas: «Sin nada que nos una, sin que exista un motivo que permita explicar esta extraña cadena, nos encadena un sueño que está dentro de otro». Tal vez sea esta la clave de esta novela que nos envuelve en un mundo misterioso y secreto –¿cabalístico?: «Las diez emanaciones de Dios a través de las cuales se creó el mundo»- y en el cual la vida («Siempre la vida, Siempre. Repetida, distinta, confusa, indiferente, brutal, suave, profunda, superficial, exacta, dispersa, interrumpida a menudo asesina. También incomprensible. A veces nada que pueda parecerse a la vida. Pero siempre, la vida.» y la muerte («Cada noche me enfrento con un sueño extraño, en el que sé que hay muerte y odio y rabia») se muestran como caras de una misma moneda. Cañabate ha construido un texto polifónico con el cual seduce al lector y estimula su curiosidad. Cañabate sabe bien que «El mundo está repleto de historias diminutas» y este es el reto que acepta con cada obra que inicia, de lo pequeño a lo grande, creciendo y decreciéndose, como el ciclo natural de la vida. Así es, sin más, Sueños encadenados,  de Francisco Cañabate Reche.


Título:  Sueños encadenados
Autor: Francisco Cañabate Reche
Edita: Alhulia (Granada, Salobreña, 2014)

SALÓN DE LECTURA _______Por José Antonio Santano
SUEÑOS ENCADENADOS

Sueños encadenados. Francisco Cañabate Reche




        Tomo prestadas unas palabras del profesor José-Carlos Mainer, de su libro La escritura desatada, publicado por la editorial palenciana Menoscuarto, relativas a la utilidad de la literatura: «Es mentira que los libros enseñen a vivir, si por vivir entendemos la claudicación resignada ante las exigencias de la realidad, porque la obligación de las novelas es enseñarnos a soñar con otras cosas, ser ámbitos de libertad de donde se sale y se entra con la más absoluta impunidad». He aquí la palabra mágica: soñar. Por esta y no otra razón, tal vez, el título de la última novela del escritor y galeno, Francisco Cañabate, sea, precisamente, Sueños encadenados. Soñar no es otra cosa que despegar las alas de la imaginación y transportarse a lugares desconocidos, ahondar en la presencia de lo mágico y refugiarse al calor de su luz emisora. Sueños encadenados no es sino el sueño de otros sueños, como si se tratara de una suerte de alquimia en la cual cada uno de los personajes que la componen viven en los sueños de los otros, o, al menos, parecen entrecruzarse una y otra vez. Ciertamente la literatura posibilita la invención de mundos y universos diferentes, tantos como desee el escritor, desde la más absoluta libertad. Sueños encadenados comienza con un viaje al pasado; corre el año 1906, nos hallamos en los Jardines Imperiales, en Tokio, con Liu San, su jardinero. A partir de este momento las historias se entrecruzan, al igual que los personajes. El hilo conductor de unas y otros será el hallazgo de El libro de la luna, «un libro perseguido y secreto en cuyas páginas podían hallarse los más profundos misterios de la cábala, los cálculos exactos. […] Un libro maldito sobre todos los libros porque todos aquellos hombres infortunados que intentaron descifrar sus entrañas y llegar al secreto acabaron muertos o desaparecieron». Cañabate Reche se nos muestra tal es, sin aditamentos ni disfraz que disimule o desfigure su creatividad y capacidad narradora, su singular voz, que puede distinguirse por las formas oracionales y su sentido filosófico de la vida.       Como trasunto de la narración, las ciudades: Tokio, Viena, Praga, Sarajevo, Granada, Berlín, Nápoles, Boston o París, lo que da un matiz universalista al texto, encadenando a su vez las diferentes historias de los personajes. Multiplicidad y heterogeneidad del discurso narrativo que fluye acompasado. No falta el elemento descriptivo, en el cual la naturaleza y el hombre –antagónicos- están presentes: «El bosque en su profundidad, con su espesura densa que sofoca la luz y que la apaga, el mundo vegetal en su expresión más pura, sin senderos ni marcas que indique a los otros la continua presencia opresiva de los hombres» -y una orquídea en el centro del cosmos-, como tampoco el filosófico al que hemos aludido con anterioridad y que se concreta en las continuas preguntas que se hace el narrador omnisciente, en esa desesperada búsqueda de la verdad –su verdad-: «¿Ser los sueños de otro, la sustancia diáfana de la que están compuestos, eso tiene remedio?», también de las respuestas: «Sin nada que nos una, sin que exista un motivo que permita explicar esta extraña cadena, nos encadena un sueño que está dentro de otro». Tal vez sea esta la clave de esta novela que nos envuelve en un mundo misterioso y secreto –¿cabalístico?: «Las diez emanaciones de Dios a través de las cuales se creó el mundo»- y en el cual la vida («Siempre la vida, Siempre. Repetida, distinta, confusa, indiferente, brutal, suave, profunda, superficial, exacta, dispersa, interrumpida a menudo asesina. También incomprensible. A veces nada que pueda parecerse a la vida. Pero siempre, la vida.» y la muerte («Cada noche me enfrento con un sueño extraño, en el que sé que hay muerte y odio y rabia») se muestran como caras de una misma moneda. Cañabate ha construido un texto polifónico con el cual seduce al lector y estimula su curiosidad. Cañabate sabe bien que «El mundo está repleto de historias diminutas» y este es el reto que acepta con cada obra que inicia, de lo pequeño a lo grande, creciendo y decreciéndose, como el ciclo natural de la vida. Así es, sin más, Sueños encadenados,  de Francisco Cañabate Reche.


Título:  Sueños encadenados
Autor: Francisco Cañabate Reche
Edita: Alhulia (Granada, Salobreña, 2014)

SALÓN DE LECTURA _______Por José Antonio Santano
SUEÑOS ENCADENADOS

Francisco Cañabate Reche. Lluvia de estrellas.

Cada treinta y seis años una lluvia de estrellas nos sorprende en la noche y nos extiende un manto luminoso y brillante, un manto que nos cubre por un instante único y nos evita el frío, un manto imaginario que nos hace sentirnos nuevamente pequeños, perdidos en el cielo, (los seres diminutos que finalmente somos), y nos recuerda un tiempo ya lejano y oscuro, (anclado en la memoria), en que todo era mágico y todo era posible. 
Cada treinta y seis años ilustres meteoritos desprendidos de la cola de un astro caprichoso y lejano llegan hasta nosotros para cumplir su cita, y lo hacen puntualmente, con exactitud cósmica. (Ellos tal vez no saben que nosotros los vemos).
Cada treinta y seis años suceden la Leónidas: un fenómeno loco y ciego y sorprendente. Unas horas fugaces, un tiempo entre paréntesis, una oportunidad inesperada para seguir pensando (¿y por qué no pensarlo?) que aún existen las Hadas y que a pesar de todo la vida continua.


Y ocurrió aquella noche y por eso lo cuento. Vinieron las Leónidas y surcaron el cielo anunciando a su paso, lo mismo que un heraldo, que aquel niño llegaba cogido de su mano.


Y no las entendimos.


Subimos al tejado porque las esperábamos (las anunciaron antes los que todo lo saben), y se quedó la madre con el vientre preñado, cargado de esperanza, descansando en la casa. Los dos niños y yo estábamos dispuestos a bebernos el cielo, a no dejar pasar ni uno solo de los múltiples trozos de aquellos meteoritos que formaban señales dibujando en el aire sus diagramas de fuego.


Llevábamos las mantas y también los bolsillos repletos de ilusiones, y arropados por ellas elegimos sentarnos para observar la noche. Yo señalaba Venus y contaba los cuentos de la luna lunera, y los dos se reían, y la noche era clara, y el firmamento obscuro nos guiñaba sus ojos infinitos y ciertos, y pasaban las horas. Pero el tiempo no espera, y tras la diversión llego el aburrimiento. Nos habitaba el frío y hasta la incertidumbre, y luego la impaciencia: la mía y la de los niños, porque no sucedía.


El cielo estaba quieto, imperturbable, eterno, y tal vez las estrellas nos miraban pensando ¿Qué estarán esperando, si ya ha ocurrido todo mas allá de sus ojos?


El tiempo de los niños es un tiempo distinto, y no existe el futuro, ellos no lo conocen porque no es necesario. La vida es infinita desde su perspectiva, y también instantánea, y siempre tienen prisa, y todo se produce como en una cascada, y no cabe la espera. Por eso los dos niños mostraban su impaciencia, casi su desengaño y ya me preguntaban: ¿Papá, porqué no vienen? ¿Perdieron su camino lo mismo que en el cuento y no saben volver? ¿ O tal vez son muy tímidas y se están escondiendo para que no las vean?


El más pequeño, Paco, se removía en su manta y se estaba durmiendo, y yo empecé a pensar que no sería esta vez, que debía regresar, que volvía de vacío, y aunque me resistía ( quedaba la ilusión, que sería defraudada), parecía inevitable. Virginia, la mayor, leyendo en mi mirada, tiraba de mi manga mostrándome los ojos de su hermano, cerrados. 


Entonces sucedió:
Estalló el firmamento y una lluvia de luces estridentes, de fuegos de artificio lo surco de repente. Y se despertó el niño y abrió sus grandes ojos y la niña encantada exclamó su sorpresa y demostró su gozo, (que eran también los míos). Bajamos animados, risueños y locuaces, parlanchines y alegres, contando maravillas a la madre dormida, algunas inventadas y casi todas ciertas, como siempre sucede.


Unas horas después se produjo el milagro que anunciaban los astros y todos comprendimos: nació un ser diminuto, frágil y misterioso (la esencia del misterio) y llevaba en sus ojos ese reflejo mágico de la lluvia de estrellas.


Para mi hijo Miguel Ángel, que nos llegó en Noviembre. Nació con las Leónidas.

Francisco Cañabate Reche. Lluvia de estrellas.

Cada treinta y seis años una lluvia de estrellas nos sorprende en la noche y nos extiende un manto luminoso y brillante, un manto que nos cubre por un instante único y nos evita el frío, un manto imaginario que nos hace sentirnos nuevamente pequeños, perdidos en el cielo, (los seres diminutos que finalmente somos), y nos recuerda un tiempo ya lejano y oscuro, (anclado en la memoria), en que todo era mágico y todo era posible. 
Cada treinta y seis años ilustres meteoritos desprendidos de la cola de un astro caprichoso y lejano llegan hasta nosotros para cumplir su cita, y lo hacen puntualmente, con exactitud cósmica. (Ellos tal vez no saben que nosotros los vemos).
Cada treinta y seis años suceden la Leónidas: un fenómeno loco y ciego y sorprendente. Unas horas fugaces, un tiempo entre paréntesis, una oportunidad inesperada para seguir pensando (¿y por qué no pensarlo?) que aún existen las Hadas y que a pesar de todo la vida continua.


Y ocurrió aquella noche y por eso lo cuento. Vinieron las Leónidas y surcaron el cielo anunciando a su paso, lo mismo que un heraldo, que aquel niño llegaba cogido de su mano.


Y no las entendimos.


Subimos al tejado porque las esperábamos (las anunciaron antes los que todo lo saben), y se quedó la madre con el vientre preñado, cargado de esperanza, descansando en la casa. Los dos niños y yo estábamos dispuestos a bebernos el cielo, a no dejar pasar ni uno solo de los múltiples trozos de aquellos meteoritos que formaban señales dibujando en el aire sus diagramas de fuego.


Llevábamos las mantas y también los bolsillos repletos de ilusiones, y arropados por ellas elegimos sentarnos para observar la noche. Yo señalaba Venus y contaba los cuentos de la luna lunera, y los dos se reían, y la noche era clara, y el firmamento obscuro nos guiñaba sus ojos infinitos y ciertos, y pasaban las horas. Pero el tiempo no espera, y tras la diversión llego el aburrimiento. Nos habitaba el frío y hasta la incertidumbre, y luego la impaciencia: la mía y la de los niños, porque no sucedía.


El cielo estaba quieto, imperturbable, eterno, y tal vez las estrellas nos miraban pensando ¿Qué estarán esperando, si ya ha ocurrido todo mas allá de sus ojos?


El tiempo de los niños es un tiempo distinto, y no existe el futuro, ellos no lo conocen porque no es necesario. La vida es infinita desde su perspectiva, y también instantánea, y siempre tienen prisa, y todo se produce como en una cascada, y no cabe la espera. Por eso los dos niños mostraban su impaciencia, casi su desengaño y ya me preguntaban: ¿Papá, porqué no vienen? ¿Perdieron su camino lo mismo que en el cuento y no saben volver? ¿ O tal vez son muy tímidas y se están escondiendo para que no las vean?


El más pequeño, Paco, se removía en su manta y se estaba durmiendo, y yo empecé a pensar que no sería esta vez, que debía regresar, que volvía de vacío, y aunque me resistía ( quedaba la ilusión, que sería defraudada), parecía inevitable. Virginia, la mayor, leyendo en mi mirada, tiraba de mi manga mostrándome los ojos de su hermano, cerrados. 


Entonces sucedió:
Estalló el firmamento y una lluvia de luces estridentes, de fuegos de artificio lo surco de repente. Y se despertó el niño y abrió sus grandes ojos y la niña encantada exclamó su sorpresa y demostró su gozo, (que eran también los míos). Bajamos animados, risueños y locuaces, parlanchines y alegres, contando maravillas a la madre dormida, algunas inventadas y casi todas ciertas, como siempre sucede.


Unas horas después se produjo el milagro que anunciaban los astros y todos comprendimos: nació un ser diminuto, frágil y misterioso (la esencia del misterio) y llevaba en sus ojos ese reflejo mágico de la lluvia de estrellas.


Para mi hijo Miguel Ángel, que nos llegó en Noviembre. Nació con las Leónidas.

El sonido interior. Francisco Cañabate Reche



(I)


Hay un mundo invisible, profundo, indefinido, autónomo y extraño del que desconocemos casi todas las cosas.
De eso no tengo duda, existe, está en nosotros.
Yo, que me considero solo un ser anodino, uso mis propios ritos para abrir esa puerta, y cruzarla, y vivirlo.
Pero voy a explicarme.
El asunto es sencillo:
Paso las horas muertas escuchando mis vísceras.
En cuanto llego a casa y me desnudo y grito, y mientras aún se expanden las palabras que digo, me tumbo boca arriba y extendido en mi cama, inerte, casi ido, como un muñeco roto al que olvidaron todos después de la batalla, escudriño la vida. Escucho mis latidos sonar desencajados y me demoro en ellos, su ritmo me acompaña, su vibración me acuna, y en ese duermevela que entonces me domina, refugiado en mi mismo, disfruto como un niño. Noto sonidos netos de una selva diáfana: los rugidos atroces que estallan en mi vientre, la lucha de volúmenes, las vísceras opuestas que chocan y se inflaman; la batalla está ahí dentro: distensiones, espasmos, rayos, hasta tormentas.
Presiento que palpitan enormes avenidas, carreteras extensas que hay en mi propio cuerpo.
En esas dimensiones hay sangre, hay muerte, hay vida.
A veces tengo miedo por todo lo que ignoro y sé que ocurre dentro, otras me puede el vértigo. Reflexiono, imagino y encuentro divertido y aterrador, y grato sentir los intestinos horadar mis entrañas desplazándose móviles, lo mismo que serpientes que reptan al unísono, o escuchar esos gases que pasan y se alejan, silbantes y atrevidos, o darles forma a arterias retractiles y huecas por las que fluye el magma que soporta mi vida, o medir los crujidos con que mis viejos huesos se quejan de su suerte cada vez que me muevo, su chirrido mecánico, su quebrada agonía que anticipa la mía.
Una tarde tras otra profundizo. Adivino.
Me noto respirar. El aire entra, se marcha, suena en los alvéolos avivando fogones y allí dentro, debajo, sigue el latir continuo con que late la bomba que ruge sincopada.
Tic tac, sigue adelante, vital, pulsátil, nueva, la que nunca me falla.
Hasta ahora.
Se ha parado.




(II)


Después, pese al silencio y pese al abandono, hay un instante lúcido, un destello, una isla, una última morada.
Y se me ocurre entonces, mientras todo se apaga y se me nubla el cielo porque muero despacio, que no he debido hacerlo.
Que tal vez crucé el límite y al romper el enigma del sonido profundo y escudriñar la vida buceando en sus entrañas para encontrar sus claves cometí un error grave.
De pronto me doy cuenta de lo que estoy haciendo.
¿Pretendo arrepentirme?
Aunque no queda tiempo para sentir más nada, dudo, me siento absurdo.
Entonces, sabiamente, hay un gran estallido que me lleva hacia dentro.
Vuelvo a escuchar las notas que ofrecían mis entrañas.
Regreso al infinito.
Al sonido interior.


APARTADO III: NARRATIVA
EL SONIDO INTERIOR

Autor: Francisco Cañabate Reche


un libro entre las bombas. Francisco Cañabate Reche

UN LIBRO

ENTRE LAS BOMBAS

Había acabado todo y  cuando se dio cuenta, una tristeza oscura le atenazó las manos. Crispado, casi ausente, cerró el libro en silencio y el estrépito sordo, incontestable y cierto que nos produce siempre el final de algo bello resonó en su interior.
Era el último verso.
No había más.
Acabado.
Fue como una oleada, una emoción esquiva. Un nudo en la garganta.
Fue un latigazo frío.
Sin poder evitarlo, sediento de fonemas volvió abrir aquel libro y trató de leer. Lo hizo difícilmente. En voz baja al principio, murmurando después, agitado, con rabia, escupiendo las frases. Luego se rompió el nudo y comenzó  a gritar, ciego, casi demente. Recitaba los versos sin miedo a ser oído o a que una bala extraña segara su arrebato mientras el mundo horrible de las bombas y el hambre, del terror y la muerte, de la soledad muda, el de la destrucción se disolvía ante él.
Cuando comenzó a hablar y se supo a sí mismo saboreando los versos regresó el sortilegio. De nuevo no había nada.
Se calmó de repente. Miró a su alrededor. Estaba solo y quieto con el libro en las manos. Atardecía despacio. Escuchaba el sonido de las bombas cercanas cayendo interminables, mutilando la vida.
Recordaba el horror.
Fuera, a su alrededor, habitaba la guerra. En el libro la paz.
Con las últimas luces regresó a la lectura.
Olvidado, cautivo de unos versos callados, entre las explosiones otra vez fue feliz

Un libro entre las bombas. Francisco Cañabate Reche

UN LIBRO  ENTRE LAS BOMBAS

Había acabado todo y  cuando se dio cuenta, una tristeza oscura le atenazó las manos. Crispado, casi ausente, cerró el libro en silencio y el estrépito sordo, incontestable y cierto que nos produce siempre el final de algo bello resonó en su interior.
Era el último verso.
No había más.
Acabado.
Fue como una oleada, una emoción esquiva. Un nudo en la garganta.
Fue un latigazo frío.
Sin poder evitarlo, sediento de fonemas volvió abrir aquel libro y trató de leer. Lo hizo difícilmente. En voz baja al principio, murmurando después, agitado, con rabia, escupiendo las frases. Luego se rompió el nudo y comenzó  a gritar, ciego, casi demente. Recitaba los versos sin miedo a ser oído o a que una bala extraña segara su arrebato mientras el mundo horrible de las bombas y el hambre, del terror y la muerte, de la soledad muda, el de la destrucción se disolvía ante él.
Cuando comenzó a hablar y se supo a sí mismo saboreando los versos regresó el sortilegio. De nuevo no había nada.
Se calmó de repente. Miró a su alrededor. Estaba solo y quieto con el libro en las manos. Atardecía despacio. Escuchaba el sonido de las bombas cercanas cayendo interminables, mutilando la vida.
Recordaba el horror.
Fuera, a su alrededor, habitaba la guerra. En el libro la paz.
Con las últimas luces regresó a la lectura.
Olvidado, cautivo de unos versos callados, entre las explosiones otra vez fue feliz

Un libro entre las bombas. Francisco Cañabate Reche

UN LIBRO  ENTRE LAS BOMBAS

Había acabado todo y  cuando se dio cuenta, una tristeza oscura le atenazó las manos. Crispado, casi ausente, cerró el libro en silencio y el estrépito sordo, incontestable y cierto que nos produce siempre el final de algo bello resonó en su interior.
Era el último verso.
No había más.
Acabado.
Fue como una oleada, una emoción esquiva. Un nudo en la garganta.
Fue un latigazo frío.
Sin poder evitarlo, sediento de fonemas volvió abrir aquel libro y trató de leer. Lo hizo difícilmente. En voz baja al principio, murmurando después, agitado, con rabia, escupiendo las frases. Luego se rompió el nudo y comenzó  a gritar, ciego, casi demente. Recitaba los versos sin miedo a ser oído o a que una bala extraña segara su arrebato mientras el mundo horrible de las bombas y el hambre, del terror y la muerte, de la soledad muda, el de la destrucción se disolvía ante él.
Cuando comenzó a hablar y se supo a sí mismo saboreando los versos regresó el sortilegio. De nuevo no había nada.
Se calmó de repente. Miró a su alrededor. Estaba solo y quieto con el libro en las manos. Atardecía despacio. Escuchaba el sonido de las bombas cercanas cayendo interminables, mutilando la vida.
Recordaba el horror.
Fuera, a su alrededor, habitaba la guerra. En el libro la paz.
Con las últimas luces regresó a la lectura.
Olvidado, cautivo de unos versos callados, entre las explosiones otra vez fue feliz

Un libro entre las bombas. Francisco Cañabate Reche

UN LIBRO  ENTRE LAS BOMBAS

Había acabado todo y  cuando se dio cuenta, una tristeza oscura le atenazó las manos. Crispado, casi ausente, cerró el libro en silencio y el estrépito sordo, incontestable y cierto que nos produce siempre el final de algo bello resonó en su interior.
Era el último verso.
No había más.
Acabado.
Fue como una oleada, una emoción esquiva. Un nudo en la garganta.
Fue un latigazo frío.
Sin poder evitarlo, sediento de fonemas volvió abrir aquel libro y trató de leer. Lo hizo difícilmente. En voz baja al principio, murmurando después, agitado, con rabia, escupiendo las frases. Luego se rompió el nudo y comenzó  a gritar, ciego, casi demente. Recitaba los versos sin miedo a ser oído o a que una bala extraña segara su arrebato mientras el mundo horrible de las bombas y el hambre, del terror y la muerte, de la soledad muda, el de la destrucción se disolvía ante él.
Cuando comenzó a hablar y se supo a sí mismo saboreando los versos regresó el sortilegio. De nuevo no había nada.
Se calmó de repente. Miró a su alrededor. Estaba solo y quieto con el libro en las manos. Atardecía despacio. Escuchaba el sonido de las bombas cercanas cayendo interminables, mutilando la vida.
Recordaba el horror.
Fuera, a su alrededor, habitaba la guerra. En el libro la paz.
Con las últimas luces regresó a la lectura.
Olvidado, cautivo de unos versos callados, entre las explosiones otra vez fue feliz