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Mi hombre. Pablo A. Bugallo


Le costaba conciliar el sueño después de hacer el amor. Pablo, en cambio, se quedaba dormido como un bendito al poco de acabar. Una rutina que comenzó cuando lo hicieron por primera vez en un hostal de mala muerte de las Islas Canarias. Había sido poco menos que providencial que los dos se apuntaran al viaje organizado por la facultad para celebrar el llamado "paso del Ecuador" y que la suerte les asignara asientos contiguos en el avión. Lo demás fue coser y cantar: estaban hechos el uno para el otro y saltaron chispas apenas se rozaron. Tras siete días de hacerse los encontradizos, volvieron a Madrid con la certeza de haber encontrado ambos el amor de su vida.

--- !Ay, Dios ! --- pensó ---. ¿
Puede tanta dicha durar una vida entera? ¿Seguiremos amándonos así cuando seamos viejos? 

Pablo, ajeno a tan tenebrosos pensamientos, le daba la espalda como siempre. Su respiración, lenta y acompasada, no presagiaba más que felicidad, presente y futura. Cinco años llevaban ya juntos. Acabada la carrera, dos años y medio después del venturoso viaje, les faltó tiempo para buscar un piso adonde irse; lejos de sus respectivas familias, demasiado tradicionales para siquiera intentar entender por qué lo hacían. Una vez, una sola vez, oyó a Pablo llorar en el baño. Cuando salió, se echó en el sofá apoyando la cabeza en su regazo y, con los ojos enrojecidos de tanto llorar, dijo: "Se acabó. Ya está. Nunca más." Y nunca más le vio apesadumbrado por el extrañamiento familiar.  

--- ¡Ha sido fabuloso ! --- díjose, cerrando los ojos. 

A veces no pasaba de satisfactorio y tardaba menos en dormirse. Pero esta noche Pablo se había superado a sí mismo: el insomnio y la sensación de adormecimiento en los labios daban buena fe de ello. Tanto frenesí le dejaba el cuerpo totalmente alborotado. La primera vez, en el hotelucho de las Canarias, Pablo le preguntó alarmado si se encontraba bien. "No es nada," alcanzó a decir con un hilillo de voz apenas perceptible. "Tranquilo ... Ha sido maravilloso ... Sentirse morir y querer que la agonía se prolongue para siempre..." Cuando tenía un mal día, bastábale recordar la sonrisa de complicidad que Pablo le dedicó aquel día para sentirse si no completamente bien sí mucho mejor. 

Se pasó la palma de la mano por los labios varias veces, presionando con fuerza, desfigurando el gesto normalmente pacífico de su boca. Seguían un poco dormidos. Pablo decía que había leído en algún sitio que eso pasaba por falta de oxígeno o riego en la cabeza. A veces bromeaba con que si tendrían que sustituir la mesilla de noche por una bombona de oxígeno. A él, decía, también se le iba la cabeza a veces. Pablo siempre le pareció un ser de otro planeta. Era capaz de pasarse horas enteras tumbado de lado, pegado a su espalda como una lapa y apretando con fuerza contra sus nalgas. "Me gusta," decía, "sentirla palpitando en lugar tan hospitalario." Lo que luego sucedía desembocaba a menudo, como hoy mismo, en insomnio, adormecimiento de labios y otros desórdenes.  

Giró la cabeza hacia un lado y se quedó un rato mirando hacia el lugar que ocupaba una lámina que veía sin verla. Se la había regalado Pablo en su segundo aniversario. La había hecho él mismo ; hasta el papel : un papel rugoso y basto, de tonos amarfilados y de cuyas profundidades emergían aquí y allá tímidos pétalos de rosa. Con el corazón más que con la vista, leyó la frase que Pablo (letra a letra) había dibujado tan primorosamente: "Sentir uno que se está muriendo y querer que la agonía dure toda una eternidad." 

Pablo se dio la vuelta y le echó un brazo por encima. Su aliento, dulzón y cálido, se le hizo brisa en la cara. Nunca había conocido a nadie que oliese igual de bien por dentro que por fuera. Se puso a acariciarle el cabello. Pablo sonrió angelicalmente y, sin más, casi al oído, le dijo : 

--- Te quiero, Luis
RELATO DE © Pablo A. Bugallo.

Revista nº 1, año I, agosto 2000

Mi hombre. Pablo A. Bugallo


Le costaba conciliar el sueño después de hacer el amor. Pablo, en cambio, se quedaba dormido como un bendito al poco de acabar. Una rutina que comenzó cuando lo hicieron por primera vez en un hostal de mala muerte de las Islas Canarias. Había sido poco menos que providencial que los dos se apuntaran al viaje organizado por la facultad para celebrar el llamado "paso del Ecuador" y que la suerte les asignara asientos contiguos en el avión. Lo demás fue coser y cantar: estaban hechos el uno para el otro y saltaron chispas apenas se rozaron. Tras siete días de hacerse los encontradizos, volvieron a Madrid con la certeza de haber encontrado ambos el amor de su vida.

--- !Ay, Dios ! --- pensó ---. ¿
Puede tanta dicha durar una vida entera? ¿Seguiremos amándonos así cuando seamos viejos? 

Pablo, ajeno a tan tenebrosos pensamientos, le daba la espalda como siempre. Su respiración, lenta y acompasada, no presagiaba más que felicidad, presente y futura. Cinco años llevaban ya juntos. Acabada la carrera, dos años y medio después del venturoso viaje, les faltó tiempo para buscar un piso adonde irse; lejos de sus respectivas familias, demasiado tradicionales para siquiera intentar entender por qué lo hacían. Una vez, una sola vez, oyó a Pablo llorar en el baño. Cuando salió, se echó en el sofá apoyando la cabeza en su regazo y, con los ojos enrojecidos de tanto llorar, dijo: "Se acabó. Ya está. Nunca más." Y nunca más le vio apesadumbrado por el extrañamiento familiar.  

--- ¡Ha sido fabuloso ! --- díjose, cerrando los ojos. 

A veces no pasaba de satisfactorio y tardaba menos en dormirse. Pero esta noche Pablo se había superado a sí mismo: el insomnio y la sensación de adormecimiento en los labios daban buena fe de ello. Tanto frenesí le dejaba el cuerpo totalmente alborotado. La primera vez, en el hotelucho de las Canarias, Pablo le preguntó alarmado si se encontraba bien. "No es nada," alcanzó a decir con un hilillo de voz apenas perceptible. "Tranquilo ... Ha sido maravilloso ... Sentirse morir y querer que la agonía se prolongue para siempre..." Cuando tenía un mal día, bastábale recordar la sonrisa de complicidad que Pablo le dedicó aquel día para sentirse si no completamente bien sí mucho mejor. 

Se pasó la palma de la mano por los labios varias veces, presionando con fuerza, desfigurando el gesto normalmente pacífico de su boca. Seguían un poco dormidos. Pablo decía que había leído en algún sitio que eso pasaba por falta de oxígeno o riego en la cabeza. A veces bromeaba con que si tendrían que sustituir la mesilla de noche por una bombona de oxígeno. A él, decía, también se le iba la cabeza a veces. Pablo siempre le pareció un ser de otro planeta. Era capaz de pasarse horas enteras tumbado de lado, pegado a su espalda como una lapa y apretando con fuerza contra sus nalgas. "Me gusta," decía, "sentirla palpitando en lugar tan hospitalario." Lo que luego sucedía desembocaba a menudo, como hoy mismo, en insomnio, adormecimiento de labios y otros desórdenes.  

Giró la cabeza hacia un lado y se quedó un rato mirando hacia el lugar que ocupaba una lámina que veía sin verla. Se la había regalado Pablo en su segundo aniversario. La había hecho él mismo ; hasta el papel : un papel rugoso y basto, de tonos amarfilados y de cuyas profundidades emergían aquí y allá tímidos pétalos de rosa. Con el corazón más que con la vista, leyó la frase que Pablo (letra a letra) había dibujado tan primorosamente: "Sentir uno que se está muriendo y querer que la agonía dure toda una eternidad." 

Pablo se dio la vuelta y le echó un brazo por encima. Su aliento, dulzón y cálido, se le hizo brisa en la cara. Nunca había conocido a nadie que oliese igual de bien por dentro que por fuera. Se puso a acariciarle el cabello. Pablo sonrió angelicalmente y, sin más, casi al oído, le dijo : 

--- Te quiero, Luis
RELATO DE © Pablo A. Bugallo.

Revista nº 1, año I, agosto 2000

Mi hombre. Pablo A. Bugallo


Le costaba conciliar el sueño después de hacer el amor. Pablo, en cambio, se quedaba dormido como un bendito al poco de acabar. Una rutina que comenzó cuando lo hicieron por primera vez en un hostal de mala muerte de las Islas Canarias. Había sido poco menos que providencial que los dos se apuntaran al viaje organizado por la facultad para celebrar el llamado "paso del Ecuador" y que la suerte les asignara asientos contiguos en el avión. Lo demás fue coser y cantar: estaban hechos el uno para el otro y saltaron chispas apenas se rozaron. Tras siete días de hacerse los encontradizos, volvieron a Madrid con la certeza de haber encontrado ambos el amor de su vida.

--- !Ay, Dios ! --- pensó ---. ¿
Puede tanta dicha durar una vida entera? ¿Seguiremos amándonos así cuando seamos viejos? 

Pablo, ajeno a tan tenebrosos pensamientos, le daba la espalda como siempre. Su respiración, lenta y acompasada, no presagiaba más que felicidad, presente y futura. Cinco años llevaban ya juntos. Acabada la carrera, dos años y medio después del venturoso viaje, les faltó tiempo para buscar un piso adonde irse; lejos de sus respectivas familias, demasiado tradicionales para siquiera intentar entender por qué lo hacían. Una vez, una sola vez, oyó a Pablo llorar en el baño. Cuando salió, se echó en el sofá apoyando la cabeza en su regazo y, con los ojos enrojecidos de tanto llorar, dijo: "Se acabó. Ya está. Nunca más." Y nunca más le vio apesadumbrado por el extrañamiento familiar.  

--- ¡Ha sido fabuloso ! --- díjose, cerrando los ojos. 

A veces no pasaba de satisfactorio y tardaba menos en dormirse. Pero esta noche Pablo se había superado a sí mismo: el insomnio y la sensación de adormecimiento en los labios daban buena fe de ello. Tanto frenesí le dejaba el cuerpo totalmente alborotado. La primera vez, en el hotelucho de las Canarias, Pablo le preguntó alarmado si se encontraba bien. "No es nada," alcanzó a decir con un hilillo de voz apenas perceptible. "Tranquilo ... Ha sido maravilloso ... Sentirse morir y querer que la agonía se prolongue para siempre..." Cuando tenía un mal día, bastábale recordar la sonrisa de complicidad que Pablo le dedicó aquel día para sentirse si no completamente bien sí mucho mejor. 

Se pasó la palma de la mano por los labios varias veces, presionando con fuerza, desfigurando el gesto normalmente pacífico de su boca. Seguían un poco dormidos. Pablo decía que había leído en algún sitio que eso pasaba por falta de oxígeno o riego en la cabeza. A veces bromeaba con que si tendrían que sustituir la mesilla de noche por una bombona de oxígeno. A él, decía, también se le iba la cabeza a veces. Pablo siempre le pareció un ser de otro planeta. Era capaz de pasarse horas enteras tumbado de lado, pegado a su espalda como una lapa y apretando con fuerza contra sus nalgas. "Me gusta," decía, "sentirla palpitando en lugar tan hospitalario." Lo que luego sucedía desembocaba a menudo, como hoy mismo, en insomnio, adormecimiento de labios y otros desórdenes.  

Giró la cabeza hacia un lado y se quedó un rato mirando hacia el lugar que ocupaba una lámina que veía sin verla. Se la había regalado Pablo en su segundo aniversario. La había hecho él mismo ; hasta el papel : un papel rugoso y basto, de tonos amarfilados y de cuyas profundidades emergían aquí y allá tímidos pétalos de rosa. Con el corazón más que con la vista, leyó la frase que Pablo (letra a letra) había dibujado tan primorosamente: "Sentir uno que se está muriendo y querer que la agonía dure toda una eternidad." 

Pablo se dio la vuelta y le echó un brazo por encima. Su aliento, dulzón y cálido, se le hizo brisa en la cara. Nunca había conocido a nadie que oliese igual de bien por dentro que por fuera. Se puso a acariciarle el cabello. Pablo sonrió angelicalmente y, sin más, casi al oído, le dijo : 

--- Te quiero, Luis
RELATO DE © Pablo A. Bugallo.

Revista nº 1, año I, agosto 2000

Mi hombre. Pablo A. Bugallo


Le costaba conciliar el sueño después de hacer el amor. Pablo, en cambio, se quedaba dormido como un bendito al poco de acabar. Una rutina que comenzó cuando lo hicieron por primera vez en un hostal de mala muerte de las Islas Canarias. Había sido poco menos que providencial que los dos se apuntaran al viaje organizado por la facultad para celebrar el llamado "paso del Ecuador" y que la suerte les asignara asientos contiguos en el avión. Lo demás fue coser y cantar: estaban hechos el uno para el otro y saltaron chispas apenas se rozaron. Tras siete días de hacerse los encontradizos, volvieron a Madrid con la certeza de haber encontrado ambos el amor de su vida.

--- !Ay, Dios ! --- pensó ---. ¿
Puede tanta dicha durar una vida entera? ¿Seguiremos amándonos así cuando seamos viejos? 

Pablo, ajeno a tan tenebrosos pensamientos, le daba la espalda como siempre. Su respiración, lenta y acompasada, no presagiaba más que felicidad, presente y futura. Cinco años llevaban ya juntos. Acabada la carrera, dos años y medio después del venturoso viaje, les faltó tiempo para buscar un piso adonde irse; lejos de sus respectivas familias, demasiado tradicionales para siquiera intentar entender por qué lo hacían. Una vez, una sola vez, oyó a Pablo llorar en el baño. Cuando salió, se echó en el sofá apoyando la cabeza en su regazo y, con los ojos enrojecidos de tanto llorar, dijo: "Se acabó. Ya está. Nunca más." Y nunca más le vio apesadumbrado por el extrañamiento familiar.  

--- ¡Ha sido fabuloso ! --- díjose, cerrando los ojos. 

A veces no pasaba de satisfactorio y tardaba menos en dormirse. Pero esta noche Pablo se había superado a sí mismo: el insomnio y la sensación de adormecimiento en los labios daban buena fe de ello. Tanto frenesí le dejaba el cuerpo totalmente alborotado. La primera vez, en el hotelucho de las Canarias, Pablo le preguntó alarmado si se encontraba bien. "No es nada," alcanzó a decir con un hilillo de voz apenas perceptible. "Tranquilo ... Ha sido maravilloso ... Sentirse morir y querer que la agonía se prolongue para siempre..." Cuando tenía un mal día, bastábale recordar la sonrisa de complicidad que Pablo le dedicó aquel día para sentirse si no completamente bien sí mucho mejor. 

Se pasó la palma de la mano por los labios varias veces, presionando con fuerza, desfigurando el gesto normalmente pacífico de su boca. Seguían un poco dormidos. Pablo decía que había leído en algún sitio que eso pasaba por falta de oxígeno o riego en la cabeza. A veces bromeaba con que si tendrían que sustituir la mesilla de noche por una bombona de oxígeno. A él, decía, también se le iba la cabeza a veces. Pablo siempre le pareció un ser de otro planeta. Era capaz de pasarse horas enteras tumbado de lado, pegado a su espalda como una lapa y apretando con fuerza contra sus nalgas. "Me gusta," decía, "sentirla palpitando en lugar tan hospitalario." Lo que luego sucedía desembocaba a menudo, como hoy mismo, en insomnio, adormecimiento de labios y otros desórdenes.  

Giró la cabeza hacia un lado y se quedó un rato mirando hacia el lugar que ocupaba una lámina que veía sin verla. Se la había regalado Pablo en su segundo aniversario. La había hecho él mismo ; hasta el papel : un papel rugoso y basto, de tonos amarfilados y de cuyas profundidades emergían aquí y allá tímidos pétalos de rosa. Con el corazón más que con la vista, leyó la frase que Pablo (letra a letra) había dibujado tan primorosamente: "Sentir uno que se está muriendo y querer que la agonía dure toda una eternidad." 

Pablo se dio la vuelta y le echó un brazo por encima. Su aliento, dulzón y cálido, se le hizo brisa en la cara. Nunca había conocido a nadie que oliese igual de bien por dentro que por fuera. Se puso a acariciarle el cabello. Pablo sonrió angelicalmente y, sin más, casi al oído, le dijo : 

--- Te quiero, Luis
RELATO DE © Pablo A. Bugallo.

Revista nº 1, año I, agosto 2000