JESÚS DE PERCEVAL. Josefina Escobar Niebla

Si subes a la segunda planta, del geométrico y metálico auditorio roquetero, te encuentras con la mirada penetrante de Perceval, un autorretrato…el pintor en su estudio, trabaja con una paleta un tanto extraña en sus manos, a los pies una gallina, unos pinceles, algo parecido a una bala de cañón…sus ojos, su contemplación, se ve a sí mismo, a través de su lienzo…este hombre tenía algo que decir, dice cosas hoy .

“La degollación de los Inocentes”, Jesús de Perceval...!Qué cuadro! (exclaman junto a mí), miro, pienso: esto es una gran obra: hay un realismo de cuerpos , de sangre de infantes, de dolor; pero aquí hay algo más, es amplio, no dejes un rincón por analizar, las fotos de reproducción no captan estos detalles. Hay un choque de civilizaciones, de imperios, la crueldad siempre es la misma, siempre fue la misma…el dolor, el sufrimiento sin paliativos, la crudeza de la degollación, la atrocidad del poder…Hay unos soportales, con unos observadores, mudos, no ciegos , pero sí ajenos al dolor, no a la imagen sangrienta, visten ropas contemporáneas al pintor, a la creación. El cielo, abriéndose con unos ángeles que quieren prestar una ayuda, que no llega, y hasta un avión cruzando por encima de la barbarie…que lección, de historia, de filosofía, de teología, existió el percevalismo en las tertulias, de café y discusión, prevaleció Jesús de Perceval entre los indalianos, otros le van a la zaga, pero este cuadro es muy fuerte, le llevó a las mismísimas puertas de la fama, de donde nunca debió moverse.

JESÚS DE PERCEVAL. Josefina Escobar Niebla

Si subes a la segunda planta, del geométrico y metálico auditorio roquetero, te encuentras con la mirada penetrante de Perceval, un autorretrato…el pintor en su estudio, trabaja con una paleta un tanto extraña en sus manos, a los pies una gallina, unos pinceles, algo parecido a una bala de cañón…sus ojos, su contemplación, se ve a sí mismo, a través de su lienzo…este hombre tenía algo que decir, dice cosas hoy .

“La degollación de los Inocentes”, Jesús de Perceval...!Qué cuadro! (exclaman junto a mí), miro, pienso: esto es una gran obra: hay un realismo de cuerpos , de sangre de infantes, de dolor; pero aquí hay algo más, es amplio, no dejes un rincón por analizar, las fotos de reproducción no captan estos detalles. Hay un choque de civilizaciones, de imperios, la crueldad siempre es la misma, siempre fue la misma…el dolor, el sufrimiento sin paliativos, la crudeza de la degollación, la atrocidad del poder…Hay unos soportales, con unos observadores, mudos, no ciegos , pero sí ajenos al dolor, no a la imagen sangrienta, visten ropas contemporáneas al pintor, a la creación. El cielo, abriéndose con unos ángeles que quieren prestar una ayuda, que no llega, y hasta un avión cruzando por encima de la barbarie…que lección, de historia, de filosofía, de teología, existió el percevalismo en las tertulias, de café y discusión, prevaleció Jesús de Perceval entre los indalianos, otros le van a la zaga, pero este cuadro es muy fuerte, le llevó a las mismísimas puertas de la fama, de donde nunca debió moverse.

Sáez de la Rosa. José Antonio Garrido Cárdenas

José Antonio Garrido Cárdenas




Cuando los Sáez de la Rosa llegaron a Tablas de Madil, con el escaso bagaje de un pasado que olvidar y unos pocos objetos que cabían todos en un zurrón de piel de oveja, el pueblo les recibió con la frialdad con la que se reciben las noticias presentidas. Hoy, varias generaciones después y merced al buen ojo mercantil de Ernesto Sáez de la Rosa –además de a su total ausencia de escrúpulos-, se habían hecho con un nombre respetable y una fortuna considerable que parecía custodiada con celo tras la enorme verja de hierro de “La poderosa”.

La noche cubría prácticamente la ciudad y la luz del ordenador centelleaba en el dormitorio. A Jaime le gustaba trabajar de noche y ella, Mónica, se había acostumbrado a dormirse con el teclear convulso de su marido como canción de fondo. Estaba a punto de finalizar su último libro, y asumía la llegada de otra noche con la apatía que su protocolo invariable le infundaba. Mientras, ella envolvía su cuerpo como un ovillo sobre la sábana de la cama, acomodándose a cada recodo de su soledad.

Por fin había acabado la guerra, y la vuelta de Roberto Sáez de la Rosa, el primogénito de la cuarta generación asentada en el pueblo, estaba anunciada para aquel día de junio, donde un sol que cuarteaba la piel de Damián, abuelo y ahora patriarca de la familia, parecía brillar en honor de un regreso triunfal. Damián se despertó temprano, mucho antes de que aquél sol de justicia gobernara el cielo para su familia, y se vistió con su traje blanco. “Te hace parecer más joven” recordaba que le decía Lucía mientras se abotonaba la camisa y sentía el dolor de los años en su zona lumbar. A regañadientes había desayunado algo (el rabioso aguardiente que venía tomando cada mañana desde que su padre le dijera que le pondría voz de hombre), y desde bien temprano había tomado lugar en la mecedora que gobernaba el balaustrado porche de madera.

Enfrentarse cada noche a la página en blanco no era fácil a pesar de su experiencia, y una especie de ansiedad contenida se le agarraba a la altura de la garganta, como las ocho patas de una araña que le estrangulara, hasta que había sido capaz de escribir los primeros cuatro o cinco párrafos. Después, como quien clasifica tornillos, todo parecía dispuesto por la rutina, y las páginas fluían con la constancia con la crece la hierba en la cuneta de la carretera.

A eso de las doce del mediodía, cuando el sol amenazaba con quebrantar la intimidad de “La poderosa”, cuyas puertas permanecían abiertas de par en par, como muestra de desafío al mundo, vio Damián perfilarse a lo lejos la figura de su nieto mayor. Le pareció gobernado por un andar anárquico y despreocupado impropio de un héroe de guerra, aunque seguramente el calor también había de afectarle al mismísimo triunfador de mil y una batallas. El anciano se puso de pie y fingiendo un gesto de alta nobleza que llevaba tiempo ensayando, se dibujó apoyado en una de las columnas del porche como la estatua de un César desmejorado.

Ella había asumido su papel en su matrimonio y había sido capaz de aceptar, para afuera, su ministerio con la fe de un monje tibetano. Pero en sus adentros, cuando le tocaba enfrentarse consigo misma, cuando su despiadada soledad le exigía rendir cuentas con una vida que se le escapaba entre las manos como una pastilla de jabón, en ese momento sólo sabía compadecerse.

Le hubiera gustado gritar que ya estaba allí Roberto, que su nieto preferido había vuelto de la guerra. Pero su papel de hombre sin sentimientos, inventado hacia ya demasiados años, le impedía mostrar el estremecimiento que la visión de éste, como la de un fantasma plañidero, había causado en su lastimado estómago. “Hijo mío, me siento muy orgulloso de ti. Bienvenido a casa”, le dijo mientras lo abrazaba sin excesiva efusividad. Roberto, que no esperaba mayores muestras de afectividad, se asió al cuerpo de su abuelo (bastante más corpulento que el suyo), más por la necesidad de no sucumbir que por cariño.

Zape, el gato persa que comprara Mónica para disimulo de su soledad, también le había fallado. Éste había adquirido hábitos nocturno, y mientras pasaba el día arrinconado en un colchón ovalado convertido en su refugio, la noche la consumía arrastrándose entre las piernas de Jaime, buscando el roce de sus vaqueros o el tacto amable de la pelusa de sus piernas. Al principio el dormitorio había sido un territorio vetado para él, pero con el tiempo y puesto que se había convertido el animal en el extraño lazo que unía al matrimonio en sus diferentes soledades, había hecho de aquél su particular guarida al caer el día.

Ya está aquí Roberto”, anunció mientras entraba a la casa, rompiendo el aire de misterio y recogimiento en la que ésta parecía sumida y dando paso a un tiempo de alegría y vehemencia. De repente, todos los Sáez de la Rosa y buena parte del servicio, como las hormigas dislocadas ante la sorpresa de la tormenta, parecían recorrer el mismo camino que llevaba inequívocamente a los brazos del triunfal combatiente. “Qué alegría hijo mío”. “Bienvenido hermano”. Repetían unos y otros como con miedo a romper un guión impuesto por un director obsesivo. “¿Y tú no piensas decirme nada?”, le preguntó a la joven Ana Isabel mientras la cogía por la cintura y la besaba como sólo se besa a una amante.

Jaime se servía, cada noche, un Jack Daniels en vaso ancho, de cristal persa con rugosidad ribeteante en su base y con una docena de pequeños hielos con forma de pez. Ésta era una costumbre que adquiriera al principio para mantener la vigilia, pero con el tiempo se había convertido en una ceremonia ineludible mientras cobraba vida la pantalla del monitor. Jaime consumía con parsimonia su brebaje establecido, y observaba en cada sorbo cómo los pececitos empequeñecían con la noche. Al final de ésta, los restos acuosos del último trago tenían un extraño sabor clorótico que era indicio para su paladar de la llegada de la madrugada.

Ana Isabel le correspondió con la mayor ilusión que fue capaz de fingir. “Te he echado mucho de menos”, le dijo ante la expresión de ternura impostada del resto de la familia. “Seguro que no más que yo a ti”, contestó él, dejando reposar en el aire la dicotomía interpretativa de aquella afirmación. “Fabián, lleva la maleta al cuarto de Roberto y Ana Isabel. Dorita, prepárale a mi nieto un baño caliente. Ramona, ve preparando la mesa…, y saca la cubertería nueva. Esto hay que celebrarlo”, disponía Damián como si fueran los miembros del servicio las piezas monocrómicas de un ajedrez que dominara con total resolución.

Mónica se revolvió entre sueños, y esto llamó la atención de su marido. Él la observó, como se observa un mar embravecido, con una mezcla de miedo y admiración, y por un segundo se sorprendió queriéndola. Pero ya nada era igual… Jaime era consciente de que había descuidado su matrimonio, y que éste había quedado reducido últimamente al cumplimiento de unas normas básicas de comportamiento y poco más. “Cuando acabe con esto prometo dedicarte más tiempo” le repetía cíclicamente ante las periódicas reclamas de ella.

Durante todo el día centró Roberto la atención de “La poderosa”, asistiendo todos con complacencia al baño de gloria del que éste disfrutaba. Damián lo organizaba todo como el maestro de ceremonias a cuyo papel se había acostumbrado, mientras Vicente, su hijo, y a la sazón padre del heroico pródigo, observaba con sumisión a la espera de la alternativa que la vitalidad del patriarca parecía negarle. Pero al llegar la noche, en esos momentos en que los quehaceres maritales le exigían rendir cuentas con su querida Ana Isabel, las trincheras y las primeras líneas de fuego de poco le valieron.

Jaime se deslizó suavemente sobre las ruedas de la silla de su escritorio y se acercó a la cama. Reparó en que llevaba Mónica las uñas de los pies pintadas y la imaginó dedicada, mientras él dormía, al cuidado de una imagen en la que ya no se fijaba. Observó sus tobillos finos y la caña pulimentada de su espinilla. Le pareció una imagen tremendamente literaria y lamentó que ya no le resultara sensual. Ni siquiera era capaz de acordarse de la última vez que hicieron el amor y le entraron ganas, probablemente por demostrarse que aún era capaz, de poseerla con pasión mientras la acariciaba en sus sueños, pero había algo irrecuperable en su relación y ya no tenían sentido arrebatos como aquél.

Ellos se habían casado, a la espera de que los lazos legales sustituyeran a los sentimentales (a los que nacen del roce), en cuanto fue consciente de que debía alistarse en el frente. Ni siquiera las influencias del abuelo le valieron para evadirse de unas obligaciones patrióticas que no entendían de amiguismos intencionados ni de intereses subversivos. “Te esperaré”, le dijo Ana Isabel el día que tuvo que enrolarse a sabiendas que no le sería posible cumplir su palabra. Damián no le dijo nada y dejó que el silencio y el último beso que le diera desde su corazón (a menudo pensaba que también el primero…) sustituyera a reclamos amatorios frente a los que ella no sabría corresponder.

Así que se limitó a acariciarla como se acaricia lo desconocido. Jaime cerró los ojos y deslizó su mano suavemente (no sabría cómo reaccionar si ella se despertaba) por la piel extraña de su mujer. Ella lo recibió, en su inconsciencia, como se recibe el roce de un extraño en el vagón de metro, y rehizo con delicadeza su postura alejándose de su alcance. Él se preguntó si habría sido su reacción la misma ante su roce extemporáneo de haber estado despierta y prefirió no contestarse.

Ana Isabel se había convencido de que lo mejor sería hacer el amor fingiendo un deseo que había desaparecido el mismo día que anunció su regreso, y dibujar en el aire suspiros y quejidos con sabor a otra boca. Él no le reclamó durante todo el acto el amor que no fue capaz de ver en sus ojos y se dejó llevar por su más puro instinto animal para golpear con fuerza, con menos medida que pasión, las caderas usadas de su mujer. Al finalizar, como el cadáver del hombre con el que se casó, él quedó tendido en la cama, junto a Ana Isabel, dejando que el aire de la habitación, testigo de traiciones pasadas, inundara el silencio queriendo testificar en su contra.

Jaime volvió a colocarse bajo la falda de su teclado, las únicas que ya era capaz de vencer, y retomó la escritura. Le ponía nervioso el parpadeo constante del cursor en la pantalla y prefería buscar la inspiración en la decoración de su alcoba. La ventana quedaba justo a su altura, y la abrió mientras encendía el penúltimo cigarro (siempre era el penúltimo). Aspiró con fuerza dos veces ante la llama del encendedor y sintió cómo el ascua enrojecía parte de su cara reflejada en el monitor. Sabía que a Mónica no le gustaba que fumara en el dormitorio, pero hacía tiempo que no tenían en consideración lo que al otro pudieran importarle sus actos.

Te quiero” le dijo, disfrazando de desfachatez una actitud que apenas conseguía engañarla siquiera a ella misma. Roberto quedó en silencio, desvelando con su mutismo lo que ella trataba de ocultar con sus palabras. “Te quiero”, le volvió a decir. Tras unos segundos, Roberto le replicó: “¿Quién es él? ¿Jonás, mi hermano?”. Ana Isabel se puso en pie, guiada por la vergüenza, y se anudó con calma la bata a su cintura púber, dando la espalda a la cama donde todavía él reposaba. Tras unos segundos, durante los cuales no fue capaz de mirarle a la cara, ella se dirigió a la puerta, cumpliendo el rito para el que tres años de infidelidad le habían preparado, y abandonó la habitación en dirección a la de Jonás.

Estaba a punto de acabar pero no encontraba la inspiración. Esas caprichosas musas de las que él renunciaba y a las que quería ocultar a menudo con el oficio, no obstante, debían ocultarse en algún lugar de la casa. Jaime se levantó y abrió la puerta del frigorífico; la madrugada despertaba su apetito. La luz cansada del interior le respondió dubitativa, y cobraron vida docenas de piezas de fruta y la extensa gama de vegetales que conformaban la dieta de su mujer. Cada vez que se enfrentaba a aquel espejismo de su cocina tenía la misma sensación de extraña saciedad y acababa decidiendo volver a intentarlo más tarde.

Ana Isabel se detuvo a mitad del pasillo, como intentando sopesar en su soledad el precio que tendría que pagar por dejarse llevar por sus instintos, y estuvo a punto de regresar a la habitación. Después de todo, seguía siendo su esposa y Roberto era un hombre comprensivo. Quizá si le dijera que aún lo amaba y que el refugio de los brazos de su hermano no había hecho sino acrecentar el amor que hacia él sentía, fuera capaz de olvidarlo todo… ¡Pero qué demonios! ¡Por qué tenía que seguir engañando a todo el mundo y jugando a desempeñar el papel de esposa ideal! Cuando arrancó decidida a sucumbir a los brazos de Jonás, un golpe seco, como de mueble cayendo al suelo, vino desde la alcoba en la que acaba de fingir lo infingible. Al entrar, Roberto yacía sin vida, sin pena y sin dolor, con una bala incrustada en la cabeza y con un gesto amable dibujado en sus labios.

Esa extraña sensación óptica de la madrugada en la que los objetos tienen forma pero carecen de color, se empezaba a diluir con los primeros fulgores del amanecer. El reloj marcaba las siete y cuatro minutos y Jaime empezaba a sentir el peso del trabajo entre la nuca y la espalda. Pero esta vez aquella sensación era diferente. Como le había prometido a su editor acabaría aquel último capítulo esa misma noche, y un gozo lánguido le estremecía como una caricia; como la caricia que ya no tenía. Mónica aún dormía sobre una cama demasiado grande para una sola persona, ajena al tímido placer de su marido, mientras otra noche moría en los huecos de su habitación.

Autor: José Antonio Garrido Cárdenas

UNA REFLEXION: Entre los cerezos por Fernando Rebollo

       
      CEREZOS EN FLOR

      Quizás el ser humano sea de un lugar, pertenezca a algún lugar donde siempre vuelve, donde siempre halla inspiración para continuar el camino.
      Amaneció un día radiante de primavera, el aire de estos días de retorno, de estos días de vuelta a encontrarse con lo que siempre estuvo allí. Quizás la ilusión y la alegría del encuentro.

      Autovía y el aire ya era otro, 50 kilómetros, desvío y tras 10 más, allí estaban, los montes, las balsas de piedra con su fondo de helechos reflejados que daban al agua un color verdoso, las casas blancas, los olivos, las cepas que intentan desperezarse y ya piensan en las exquisitas uvas negras que darán en el verano.
      Los cerezos, esta vez  esa había sido la razón, desplegaban a la primavera todo su colorido, miles de flores, con hojas nuevas, que le dan al árbol la juventud que pierde en los otoños. 

      "A un cerezo subí
       que cerezas tenía
       cerezas no cogí
       cerezas no dejé
       ¿Cuantas cerezas había?"
       
      Sentada en la tierra sobre la hierba, bajo la sombra de uno de los mas grandes, recordaba el acertijo que doña Paca les había propuesto en aquella escuela que a poco más de un kilómetro se encontraba, donde se dieron cita casi todos los de su generación.  
      Singular, chispa veloz su mente, contestó rápida, aún lo recuerda, pero doña Paca no le dió importancia, como esperando la contestación de algún más disciplinado alumno. Se sumergió de nuevo en las aventuras de Tintín y dejó que aquella morsa siguiese moviéndose por la estancia, aconsejando a sus más predilectos.

      La luz del sol se colaba fina por entre las hojas y las flores del árbol. Se que no me creerán si les digo, que un avión, un diminuto avión estaba allí (1), delante de sus ojos, con sus elegantes viajeros mirando por la ventana, con las azafatas moviéndose por los pasillos, sirviendo el zumo, ¡contigo he volado! (2), perdió altura para no chocar con las ramas y volvió a salir en busca de un aeropuerto, quizás de una gran ciudad. 

      El primer encuentro con la aviación ocurrió en la tetería Turandot donde degustaba zumos y té con pastas mientras de fondo Santana tocaba su guitarra bajo el influjo de la luna. Allí se encontraba un gran cuadro con dos hombres de mirada decidida, Orwille y Wilbur, vestidos con trajes negros y bombín, apoyándose en sendos bastones. Los caballeros del aire así rezaba en la parte superior del cuadro,  letras negras para los hermanos Wright, y un poco más abajo su primer aeroplano.

      Aquella mañana habían vuelto, se habían salido de aquella maravillosa fotografía y sobrevolaban los campos, saludando con las manos enfundandas en unos guantes de cuero negro,  

      (1) Después de las huelgas del Sepla pueden estar en cualquier lado. :-))
      (2) No, pero ya me gustaría ya, viajar a una isla solitaria con aquella morenita de Santander.

Recopilatorio de poemas de 26 de febrero de 1997. Maribel Cerezuela

dudas

¿Porqué miedo a la realidad?

¿Porqué ese miedo que ahoga, que no deja respirar?.

Ese dolor que aprieta,

esa sensación de recorrer siempre el mismo camino y nunca llegar...

Vértigo a lo desconocido, a no poder ser, a...

Mi sombra siempre va conmigo, me hace caminar

Mi sombra aquí está, se ríe de mí, me hace llorar

Es tan débil mi sombra que con ella no quiero estar.


ser

(bis)

¿Porqué ese dolor que te ahoga?

¿Porqué no puedo gozar?

¿Porqué el camino es movedizo

y no senderos en la mar?


libertad

cada vez que me siento yo.....

cada vez que me llega mi humanidad

cada vez que oigo ese rumor del viento

ese aroma tan especial


cercanía

porqué siempre pedimos más

porqué, porqué, porqué

no nos dejamos en paz


aproximativo

dejamos correr la bilis

dejamos correr la pus

dejamos correr el tiempo.


que se vaya ya

ese aroma que no quiere quedarse

ese sentir que acongoja

ese dolor que atrapa

grito......

ya basta....

me ahogo......

me asfixio.....

bien...

¡¡ idiota!!... ¡¡idiota!!..

¿no ves que es sólo un sentimiento?

¿no ves que siempre hay un despertar?

¿no ves que siempre se consigues nadar?.

¡¡¡ flota una vez más !!!

maribel cerezuela
(26 de febrero de 1997)

San Digitalio. Fernando Rebollo

 
A hablaros vengo de Digitalio, santo varón, santo varón amigos. Nació en el año del señor de 1234 en la comarca de Peñaranda y Brazosmontes, hijo de María Tormenta Seca y Diego de Torres y Puentes Románicos, ama de casa e hidalgo muy venido a menos de una familia de rancio abolengo emparentada con el Conde de Panza y Marqués de Barataria. Digitalio desde muy chico ya presentó una clara y rauda capacidad para contar cosas, 234 ovejas que tras dos horas de recuento fueron corroboradas. Asombrose maese Diego de tal capacidad e invitole al querubín a contar las ingestiones de trigo de los grajos, gorriones y tordos. 

Con una simple mirada ya había contado todos los grajos que el cielo poblaban, o los gorriones tras la espantada, o las hormigas, o las golondrinas, hasta calcular todos los granos de trigo perdidos por las aves, este año 189.256.789 en todo el valle. ¿Cuantas mozas de fuera han venido este año a la romería del patrón Digitalio? preguntole Diego el Soltero. Con aquella que viene por el sendero aquel 213. Estaba el prado "empetado" era fiesta, al calor de los días despejados y suaves del verano allá por las montañas. Y la gente por el pradoooooooo no dejará de bailaaaaaaaaarrrrr mientras se escuche una gaitaaaaaaaa o haya sidra en el lagaaaaarrrrrr. Tendría 14 años y enamorose Digitalio perdidamente de aquella moza alta y delgada como su madre, morenaaaaaaaaa, pero como era tiempo de cosecha, le dieron calabazas y Digitalio se envolvió en una vaga mirada, en un cuerpo dejado como un huerto al que acechan las zarzas. 

Pasaron los años y llamaronle a filas y fuese con la columna del Arcipreste Diego Calandria hacia las cruzadas. Cansose de guerrear y de regreso a casa, en el camino de Estambul, una luz azul le dijo: Digitaliooooooooooooo, Digitaliooooooooooo, coño, si era el Urdimbres su vecino, ¿que haces por aquí?, pués ya ves he puesto una tienda de veinte duros de la franquicia de Solovidrio y me va bien. Vendo objetos trochos de vidrio, pendientes que lucen y relucen a las mozuelas, toma una brújula de luz para el camino de Wyoming. Orientose Digitalio por aquella brújula y cerca de la Mancha desviose hacia Oporto, camino de Wyoming. Wyoming 4300 kms, con su equivalente a sandalias gastadas para que se pertrecharan los caminantes ponía en la pared blanca de la Taberna-tienda de abarrotes y abarrotada estaba de caminantes, el hoy negocio de ex-fraile sabatino Diego de Acuña Oro. 


Buen viaje Digitalio, que te vaya bien por Wyoming cantaron los gallos en una amanecer en el que solo los perros, el lucero del alba y los pinos fueron testigos de la aventura. En Oporto el mar, remangose Digitalio para no mojar la saya y las partes blandas, un pie, otro y otro, no cubriole el agua y paso a paso llegó hasta Virginia, niña Wolf en la otra orilla, dormía bajo un gran roble, niña Wolf para ir a Wyoming ¿por donde? Despertose la niña y dijole así: Doble usted la esquina calle de Medina calle de doña Blanca. Pero quedaban unos cuantos cientos de leguas para Wyoming, confudiole la niña, vaya, y se unió a la caravana del buhonero, sube al carromato Digitalio.

 Descubrió como convertir el agua y la piedra en oro, la nieve en granizada de limón y el amor de la mas bella zíngara que jamás había visto. Su amor era tan puro, que en sus sueños solo aparecían amaneceres claros, música de tamboriles y cantos de lavandeiras, lluvias suaves que mojan la tierra, risas y juegos de escóndite, gallinita ciega a que no me pillas. 

Tu me amas, tu me amaaaaaaaas gritaba fuera de si Digitalio. Pero el amor, como el trigo de la mejor cosecha que a punto está de recogerse, también tiene enemigos, y el cólera azoló la caravana y bajo aquel tronco al atardecer murió el buhonero buscando su sueño dorado y burbujeante de Wyoming. Errante, sin mas mirada que la suya hacia el cielo estuvo la Zíngara largo tiempo a la vez que caminaba sin esperanzas. Soy como una sombra que ha perdido el alma Y de repente, como el último rayo de la tormenta la zingara se despidió de Digitalio con beso casto y mirada azul cielo, no sin unas cristalinas gotas de nostalgia que empañaron la visión de los nuevos senderos para ambos. Abrupto y duro se mostraba el camino para Digitalio, soledad y una alta y empinada cuesta que había que subir. Una pequeña llanada al final y una piedra donde sentarse cerca de cual vigilaba con ojos vivos una perrilla que cansada del mundo vino a tumbarse junto a sus pies.

 
(Continuará). Fernando Rebollo

La caca sigue igual.

La caca sigue igual. En Almería

La caca sigue igual. En Almería

La caca sigue igual. En Almería

Argentina entre el sueño de oro y la pesadilla de cartón.

La deuda externa.


Décadas atrás La Argentina era -en el imaginario de los inmigrantes- el país de las “oportunidades ilimitadas”. Millares de individuos del viejo mundo y otras regiones del planeta llegaban con la idea de construir una nueva vida para ellos y su descendencia. Atrás quedaban las miserias de la guerra, las persecuciones raciales y las hambrunas generalizadas en esta nueva tierra en que los “sueños dorados” se hacían realidad.

Esto fue en gran medida posible, y muchos de los hijos de inmigrantes semianalfabetos se convirtieron en profesionales exitosos, gracias a un Estado que les garantizaba una educación sólida y gratuita hasta los niveles superiores. El trabajo era una realidad y el sacrificio valía la pena.

Cuando el mundo se desangraba en contiendas terribles, Argentina era un país serio y destacado en el concierto de las naciones.

Sin embargo ese “sueño dorado” poco a poco se fue diluyendo, fue mutando.
Así fue que Argentina, un país que teniendo los recursos humanos y naturales para hacer grandes cosas, no tuvo la fuerza suficiente para mantenerse de pie e imponer su voluntad. Hoy se puede observar que, en poco más de dos décadas, Argentina triplicó el número de pobres y otros países sudamericanos, que envidiaban a “ la Atenas del Plata”, la superaron en todos los contextos. Hoy los jóvenes hacen cola en las embajadas y consulados para regresar a la tierra de sus abuelos o emigrar a Estados Unidos mientras que la irracionalidad, la miopía, la corrupción y el clientelismo, prevalecen como banderas inalterables en su dirigencia política, totalmente ajena a los verdaderos problemas que aquejan a la República.

Y es así que ese viejo “sueño dorado” se fue convirtiendo en un sueño mucho más modesto, en un “sueño de cartón”. De ese cartón que día a día buscan entre la basura miles de argentinos, herederos de aquel “sueño dorado”. Ese cartón indispensable y necesario para poder apenas subsistir, en un país que los dejó sin trabajo, sin futuro, sin educación.... sin entender por qué.

Emir Reitano, historiador

para lavozdelacometa. octubre 2004.

Argentina entre el sueño de oro y la pesadilla de cartón.

La deuda externa.


Décadas atrás La Argentina era -en el imaginario de los inmigrantes- el país de las “oportunidades ilimitadas”. Millares de individuos del viejo mundo y otras regiones del planeta llegaban con la idea de construir una nueva vida para ellos y su descendencia. Atrás quedaban las miserias de la guerra, las persecuciones raciales y las hambrunas generalizadas en esta nueva tierra en que los “sueños dorados” se hacían realidad.

Esto fue en gran medida posible, y muchos de los hijos de inmigrantes semianalfabetos se convirtieron en profesionales exitosos, gracias a un Estado que les garantizaba una educación sólida y gratuita hasta los niveles superiores. El trabajo era una realidad y el sacrificio valía la pena.

Cuando el mundo se desangraba en contiendas terribles, Argentina era un país serio y destacado en el concierto de las naciones.

Sin embargo ese “sueño dorado” poco a poco se fue diluyendo, fue mutando.


Así fue que Argentina, un país que teniendo los recursos humanos y naturales para hacer grandes cosas, no tuvo la fuerza suficiente para mantenerse de pie e imponer su voluntad. Hoy se puede observar que, en poco más de dos décadas, Argentina triplicó el número de pobres y otros países sudamericanos, que envidiaban a “ la Atenas del Plata”, la superaron en todos los contextos. Hoy los jóvenes hacen cola en las embajadas y consulados para regresar a la tierra de sus abuelos o emigrar a Estados Unidos mientras que la irracionalidad, la miopía, la corrupción y el clientelismo, prevalecen como banderas inalterables en su dirigencia política, totalmente ajena a los verdaderos problemas que aquejan a la República.

Y es así que ese viejo “sueño dorado” se fue convirtiendo en un sueño mucho más modesto, en un “sueño de cartón”. De ese cartón que día a día buscan entre la basura miles de argentinos, herederos de aquel “sueño dorado”. Ese cartón indispensable y necesario para poder apenas subsistir, en un país que los dejó sin trabajo, sin futuro, sin educación.... sin entender por qué.

Emir Reitano, historiador

para la REVISTA LA VOZ DE LA COMETA. TU VOZ EN INTERNET.  octubre 2004.

Argentina entre el sueño de oro y la pesadilla de cartón.

La deuda externa.


Décadas atrás La Argentina era -en el imaginario de los inmigrantes- el país de las “oportunidades ilimitadas”. Millares de individuos del viejo mundo y otras regiones del planeta llegaban con la idea de construir una nueva vida para ellos y su descendencia. Atrás quedaban las miserias de la guerra, las persecuciones raciales y las hambrunas generalizadas en esta nueva tierra en que los “sueños dorados” se hacían realidad.

Esto fue en gran medida posible, y muchos de los hijos de inmigrantes semianalfabetos se convirtieron en profesionales exitosos, gracias a un Estado que les garantizaba una educación sólida y gratuita hasta los niveles superiores. El trabajo era una realidad y el sacrificio valía la pena.

Cuando el mundo se desangraba en contiendas terribles, Argentina era un país serio y destacado en el concierto de las naciones.

Sin embargo ese “sueño dorado” poco a poco se fue diluyendo, fue mutando.


Así fue que Argentina, un país que teniendo los recursos humanos y naturales para hacer grandes cosas, no tuvo la fuerza suficiente para mantenerse de pie e imponer su voluntad. Hoy se puede observar que, en poco más de dos décadas, Argentina triplicó el número de pobres y otros países sudamericanos, que envidiaban a “ la Atenas del Plata”, la superaron en todos los contextos. Hoy los jóvenes hacen cola en las embajadas y consulados para regresar a la tierra de sus abuelos o emigrar a Estados Unidos mientras que la irracionalidad, la miopía, la corrupción y el clientelismo, prevalecen como banderas inalterables en su dirigencia política, totalmente ajena a los verdaderos problemas que aquejan a la República.

Y es así que ese viejo “sueño dorado” se fue convirtiendo en un sueño mucho más modesto, en un “sueño de cartón”. De ese cartón que día a día buscan entre la basura miles de argentinos, herederos de aquel “sueño dorado”. Ese cartón indispensable y necesario para poder apenas subsistir, en un país que los dejó sin trabajo, sin futuro, sin educación.... sin entender por qué.

Emir Reitano, historiador

para la REVISTA LA VOZ DE LA COMETA. TU VOZ EN INTERNET.  octubre 2004.