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Café a las siete. Luis Santillán.

CAFÉ A LAS SIETE
 
La secta
 
            Tengo un conocido, que recientemente publicó un artículo en un diario nacional en el que se sentía parte integrante junto a otros insignes colegas de una peculiar secta que se hacía llamar a sí misma como la de los congetianos, entendiendo por tales a los admiradores de José María Conget, según Ignacio Martínez de Pisón, uno de los autores menos difundidos pero más interesantes, lo que se puede interpretar el que con el tiempo se convierta en un autor de culto. Yo, que ni conocía ni había leído a José María Conget, no pude por menos que mostrar mi sorpresa y extrañeza por la confluencia en apenas siete días de dos recomendaciones de dicho autor, y ambas abaladas por dos de los más prometedores narradores de nuestra literatura. Pero cual sería mi sorpresa cuando leyendo Una cita con Borges del propio Conget, recientemente editado por Renacimiento, me encuentro con uno de sus pasajes titulado El final de una secta, en el que aludía a los mismos principio que llevaron a su admirador articulista a declararse congetiano. Se sentía José María Conget en esta ocasión ferviente admirador de Augusto Monterroso, y culminaba su tránsito por el capítulo reivindicando la existencia de la secta de los monterresinos al margen de premios y oropelas. ¿Quiere esto decir que existió plagio de su admirador literario?. Pudiera pensarse que sí, y en un primer momento así lo interpreté y se lo hice saber a mis allegados. Pero reflexionando sobre ello, llegué a la conclusión de que el plagio no existió mas allá de la simple confluencia de una actitud vital a la hora de afrontar una vivencia. Bonilla, que no es otro que el autor del artículo sobre Los Congetianos publicado en su sección semanal Las afueras, no hizo sino homenajear a quien de alguna forma consideraba como su maestro, si se me permite la expresión. ¿Y existe mejor manera de hacerlo que utilizando sus propias reflexiones?

            Todos de alguna manera nos sentimos partícipes de alguna secta, no en vano la asunción de los postulados de un pensador, filósofo o escritor pasa además de por asumir como propios los mismos,  por sentirnos cómplices con los demás de dicha forma de entender la vida, y por qué no, la muerte. Sirve esto para ilustrar, tanto la anécdota de Bonilla como la del propio Conget a quien estoy descubriendo lenta pero satisfactoriamente, para incitar desde estas páginas a mi propia secta, que seguro que existirá. La de los seguidores de Saramago, el insigne Nóbel, y uno de los escritores más denostados por unos y más admirados por otros. José Saramago ha sabido desde su voluntario exilio, no el físico en Lanzarote, sino el interior, aquel al que deberíamos de regresar todos de vez en cuando para reflexionar sobre nuestra propia existencia, aglutinar y remover las conciencias de quienes le escuchamos y leemos. Porque La cavernano es sólo una novela: es La Novela, ahora que está tan de moda hablar del partido del siglo, la madre de todas las guerras o el concierto que nunca se habrá de repetir. La cavernaes La Novela porque aúna entre sus páginas además de la facultad de contar, y bien, por cierto, la de formar, algo que se echa en falta en los escritores de este fin de siglo / milenio, excesivamente preocupados y enfrascados en batallas e intrigas palaciegas que poco o nada aportan al debate humano que debería de servirse desde las páginas de los diarios, y a la literatura en general. La particular batalla de Cipriano Algor contra el kafkiano y desconsolado Centro Comercial, paradigma productivo del Pensamiento Único, y la peculiar interpretación del mito de la caverna platónico, siempre es bueno rememorarlo ahora que los años de facultad comienzan a pesar en exceso, nos retrotraen a un tiempo que posiblemente ni fue mejor ni peor que el presente, pero cuando menos diferente, y sólo por eso susceptible de ser criticado. Porque sólo desde la educación en valores, que con el tiempo nos permitirá censurar con justicia lo que vemos, nos convertiremos en hombres libres.



            Es posible como algunos pretenden demostrar, que la tremenda equivocación de Saramago parta de que no ha sabido interpretar que los Centros Comerciales actuales son las ágoras de la antigüedad, las plazas en las que el pueblo se reunía a departir con sus vecinos. Es posible. Como también que Bonilla nunca tuviera la tentación de plagiar una idea o una frase de José María Conget. Es posible. Pero como todo en la vida, siempre se estaría sujeto a interpretaciones. Y sinceramente, yo prefiero nadar contra la corriente, equivocarme cien veces y sentirme un hombre libre, que no nadar con la corriente a favor y no equivocarme nunca. Porque con la corriente sólo nadan los mediocres.
 
L. Santillán

Café a las siete. Luis Santillán.

CAFÉ A LAS SIETE
 
La secta
 
            Tengo un conocido, que recientemente publicó un artículo en un diario nacional en el que se sentía parte integrante junto a otros insignes colegas de una peculiar secta que se hacía llamar a sí misma como la de los congetianos, entendiendo por tales a los admiradores de José María Conget, según Ignacio Martínez de Pisón, uno de los autores menos difundidos pero más interesantes, lo que se puede interpretar el que con el tiempo se convierta en un autor de culto. Yo, que ni conocía ni había leído a José María Conget, no pude por menos que mostrar mi sorpresa y extrañeza por la confluencia en apenas siete días de dos recomendaciones de dicho autor, y ambas abaladas por dos de los más prometedores narradores de nuestra literatura. Pero cual sería mi sorpresa cuando leyendo Una cita con Borges del propio Conget, recientemente editado por Renacimiento, me encuentro con uno de sus pasajes titulado El final de una secta, en el que aludía a los mismos principio que llevaron a su admirador articulista a declararse congetiano. Se sentía José María Conget en esta ocasión ferviente admirador de Augusto Monterroso, y culminaba su tránsito por el capítulo reivindicando la existencia de la secta de los monterresinos al margen de premios y oropelas. ¿Quiere esto decir que existió plagio de su admirador literario?. Pudiera pensarse que sí, y en un primer momento así lo interpreté y se lo hice saber a mis allegados. Pero reflexionando sobre ello, llegué a la conclusión de que el plagio no existió mas allá de la simple confluencia de una actitud vital a la hora de afrontar una vivencia. Bonilla, que no es otro que el autor del artículo sobre Los Congetianos publicado en su sección semanal Las afueras, no hizo sino homenajear a quien de alguna forma consideraba como su maestro, si se me permite la expresión. ¿Y existe mejor manera de hacerlo que utilizando sus propias reflexiones?

            Todos de alguna manera nos sentimos partícipes de alguna secta, no en vano la asunción de los postulados de un pensador, filósofo o escritor pasa además de por asumir como propios los mismos,  por sentirnos cómplices con los demás de dicha forma de entender la vida, y por qué no, la muerte. Sirve esto para ilustrar, tanto la anécdota de Bonilla como la del propio Conget a quien estoy descubriendo lenta pero satisfactoriamente, para incitar desde estas páginas a mi propia secta, que seguro que existirá. La de los seguidores de Saramago, el insigne Nóbel, y uno de los escritores más denostados por unos y más admirados por otros. José Saramago ha sabido desde su voluntario exilio, no el físico en Lanzarote, sino el interior, aquel al que deberíamos de regresar todos de vez en cuando para reflexionar sobre nuestra propia existencia, aglutinar y remover las conciencias de quienes le escuchamos y leemos. Porque La cavernano es sólo una novela: es La Novela, ahora que está tan de moda hablar del partido del siglo, la madre de todas las guerras o el concierto que nunca se habrá de repetir. La cavernaes La Novela porque aúna entre sus páginas además de la facultad de contar, y bien, por cierto, la de formar, algo que se echa en falta en los escritores de este fin de siglo / milenio, excesivamente preocupados y enfrascados en batallas e intrigas palaciegas que poco o nada aportan al debate humano que debería de servirse desde las páginas de los diarios, y a la literatura en general. La particular batalla de Cipriano Algor contra el kafkiano y desconsolado Centro Comercial, paradigma productivo del Pensamiento Único, y la peculiar interpretación del mito de la caverna platónico, siempre es bueno rememorarlo ahora que los años de facultad comienzan a pesar en exceso, nos retrotraen a un tiempo que posiblemente ni fue mejor ni peor que el presente, pero cuando menos diferente, y sólo por eso susceptible de ser criticado. Porque sólo desde la educación en valores, que con el tiempo nos permitirá censurar con justicia lo que vemos, nos convertiremos en hombres libres.



            Es posible como algunos pretenden demostrar, que la tremenda equivocación de Saramago parta de que no ha sabido interpretar que los Centros Comerciales actuales son las ágoras de la antigüedad, las plazas en las que el pueblo se reunía a departir con sus vecinos. Es posible. Como también que Bonilla nunca tuviera la tentación de plagiar una idea o una frase de José María Conget. Es posible. Pero como todo en la vida, siempre se estaría sujeto a interpretaciones. Y sinceramente, yo prefiero nadar contra la corriente, equivocarme cien veces y sentirme un hombre libre, que no nadar con la corriente a favor y no equivocarme nunca. Porque con la corriente sólo nadan los mediocres.
 
L. Santillán

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Café a las siete





La secta
 
            Tengo un conocido, que recientemente publicó un artículo en un diario nacional en el que se sentía parte integrante junto a otros insignes colegas de una peculiar secta que se hacía llamar a sí misma como la de los congetianos, entendiendo por tales a los admiradores de José María Conget, según Ignacio Martínez de Pisón, uno de los autores menos difundidos pero más interesantes, lo que se puede interpretar el que con el tiempo se convierta en un autor de culto. Yo, que ni conocía ni había leído a José María Conget, no pude por menos que mostrar mi sorpresa y extrañeza por la confluencia en apenas siete días de dos recomendaciones de dicho autor, y ambas abaladas por dos de los más prometedores narradores de nuestra literatura. Pero cual sería mi sorpresa cuando leyendo Una cita con Borges del propio Conget, recientemente editado por Renacimiento, me encuentro con uno de sus pasajes titulado El final de una secta, en el que aludía a los mismos principio que llevaron a su admirador articulista a declararse congetiano. Se sentía José María Conget en esta ocasión ferviente admirador de Augusto Monterroso, y culminaba su tránsito por el capítulo reivindicando la existencia de la secta de los monterresinos al margen de premios y oropelas. ¿Quiere esto decir que existió plagio de su admirador literario?. Pudiera pensarse que sí, y en un primer momento así lo interpreté y se lo hice saber a mis allegados. Pero reflexionando sobre ello, llegué a la conclusión de que el plagio no existió mas allá de la simple confluencia de una actitud vital a la hora de afrontar una vivencia. Bonilla, que no es otro que el autor del artículo sobre Los Congetianos publicado en su sección semanal Las afueras, no hizo sino homenajear a quien de alguna forma consideraba como su maestro, si se me permite la expresión. ¿Y existe mejor manera de hacerlo que utilizando sus propias reflexiones?

            Todos de alguna manera nos sentimos partícipes de alguna secta, no en vano la asunción de los postulados de un pensador, filósofo o escritor pasa además de por asumir como propios los mismos,  por sentirnos cómplices con los demás de dicha forma de entender la vida, y por qué no, la muerte. Sirve esto para ilustrar, tanto la anécdota de Bonilla como la del propio Conget a quien estoy descubriendo lenta pero satisfactoriamente, para incitar desde estas páginas a mi propia secta, que seguro que existirá. La de los seguidores de Saramago, el insigne Nóbel, y uno de los escritores más denostados por unos y más admirados por otros. José Saramago ha sabido desde su voluntario exilio, no el físico en Lanzarote, sino el interior, aquel al que deberíamos de regresar todos de vez en cuando para reflexionar sobre nuestra propia existencia, aglutinar y remover las conciencias de quienes le escuchamos y leemos. Porque La cavernano es sólo una novela: es La Novela, ahora que está tan de moda hablar del partido del siglo, la madre de todas las guerras o el concierto que nunca se habrá de repetir. La cavernaes La Novela porque aúna entre sus páginas además de la facultad de contar, y bien, por cierto, la de formar, algo que se echa en falta en los escritores de este fin de siglo / milenio, excesivamente preocupados y enfrascados en batallas e intrigas palaciegas que poco o nada aportan al debate humano que debería de servirse desde las páginas de los diarios, y a la literatura en general. La particular batalla de Cipriano Algor contra el kafkiano y desconsolado Centro Comercial, paradigma productivo del Pensamiento Único, y la peculiar interpretación del mito de la caverna platónico, siempre es bueno rememorarlo ahora que los años de facultad comienzan a pesar en exceso, nos retrotraen a un tiempo que posiblemente ni fue mejor ni peor que el presente, pero cuando menos diferente, y sólo por eso susceptible de ser criticado. Porque sólo desde la educación en valores, que con el tiempo nos permitirá censurar con justicia lo que vemos, nos convertiremos en hombres libres.



            Es posible como algunos pretenden demostrar, que la tremenda equivocación de Saramago parta de que no ha sabido interpretar que los Centros Comerciales actuales son las ágoras de la antigüedad, las plazas en las que el pueblo se reunía a departir con sus vecinos. Es posible. Como también que Bonilla nunca tuviera la tentación de plagiar una idea o una frase de José María Conget. Es posible. Pero como todo en la vida, siempre se estaría sujeto a interpretaciones. Y sinceramente, yo prefiero nadar contra la corriente, equivocarme cien veces y sentirme un hombre libre, que no nadar con la corriente a favor y no equivocarme nunca. Porque con la corriente sólo nadan los mediocres.
 
L. Santillán

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CAFÉ A LAS SIETE
 
La secta
 
            Tengo un conocido, que recientemente publicó un artículo en un diario nacional en el que se sentía parte integrante junto a otros insignes colegas de una peculiar secta que se hacía llamar a sí misma como la de los congetianos, entendiendo por tales a los admiradores de José María Conget, según Ignacio Martínez de Pisón, uno de los autores menos difundidos pero más interesantes, lo que se puede interpretar el que con el tiempo se convierta en un autor de culto. Yo, que ni conocía ni había leído a José María Conget, no pude por menos que mostrar mi sorpresa y extrañeza por la confluencia en apenas siete días de dos recomendaciones de dicho autor, y ambas abaladas por dos de los más prometedores narradores de nuestra literatura. Pero cual sería mi sorpresa cuando leyendo Una cita con Borges del propio Conget, recientemente editado por Renacimiento, me encuentro con uno de sus pasajes titulado El final de una secta, en el que aludía a los mismos principio que llevaron a su admirador articulista a declararse congetiano. Se sentía José María Conget en esta ocasión ferviente admirador de Augusto Monterroso, y culminaba su tránsito por el capítulo reivindicando la existencia de la secta de los monterresinos al margen de premios y oropelas. ¿Quiere esto decir que existió plagio de su admirador literario?. Pudiera pensarse que sí, y en un primer momento así lo interpreté y se lo hice saber a mis allegados. Pero reflexionando sobre ello, llegué a la conclusión de que el plagio no existió mas allá de la simple confluencia de una actitud vital a la hora de afrontar una vivencia. Bonilla, que no es otro que el autor del artículo sobre Los Congetianos publicado en su sección semanal Las afueras, no hizo sino homenajear a quien de alguna forma consideraba como su maestro, si se me permite la expresión. ¿Y existe mejor manera de hacerlo que utilizando sus propias reflexiones?

            Todos de alguna manera nos sentimos partícipes de alguna secta, no en vano la asunción de los postulados de un pensador, filósofo o escritor pasa además de por asumir como propios los mismos,  por sentirnos cómplices con los demás de dicha forma de entender la vida, y por qué no, la muerte. Sirve esto para ilustrar, tanto la anécdota de Bonilla como la del propio Conget a quien estoy descubriendo lenta pero satisfactoriamente, para incitar desde estas páginas a mi propia secta, que seguro que existirá. La de los seguidores de Saramago, el insigne Nóbel, y uno de los escritores más denostados por unos y más admirados por otros. José Saramago ha sabido desde su voluntario exilio, no el físico en Lanzarote, sino el interior, aquel al que deberíamos de regresar todos de vez en cuando para reflexionar sobre nuestra propia existencia, aglutinar y remover las conciencias de quienes le escuchamos y leemos. Porque La cavernano es sólo una novela: es La Novela, ahora que está tan de moda hablar del partido del siglo, la madre de todas las guerras o el concierto que nunca se habrá de repetir. La cavernaes La Novela porque aúna entre sus páginas además de la facultad de contar, y bien, por cierto, la de formar, algo que se echa en falta en los escritores de este fin de siglo / milenio, excesivamente preocupados y enfrascados en batallas e intrigas palaciegas que poco o nada aportan al debate humano que debería de servirse desde las páginas de los diarios, y a la literatura en general. La particular batalla de Cipriano Algor contra el kafkiano y desconsolado Centro Comercial, paradigma productivo del Pensamiento Único, y la peculiar interpretación del mito de la caverna platónico, siempre es bueno rememorarlo ahora que los años de facultad comienzan a pesar en exceso, nos retrotraen a un tiempo que posiblemente ni fue mejor ni peor que el presente, pero cuando menos diferente, y sólo por eso susceptible de ser criticado. Porque sólo desde la educación en valores, que con el tiempo nos permitirá censurar con justicia lo que vemos, nos convertiremos en hombres libres.



            Es posible como algunos pretenden demostrar, que la tremenda equivocación de Saramago parta de que no ha sabido interpretar que los Centros Comerciales actuales son las ágoras de la antigüedad, las plazas en las que el pueblo se reunía a departir con sus vecinos. Es posible. Como también que Bonilla nunca tuviera la tentación de plagiar una idea o una frase de José María Conget. Es posible. Pero como todo en la vida, siempre se estaría sujeto a interpretaciones. Y sinceramente, yo prefiero nadar contra la corriente, equivocarme cien veces y sentirme un hombre libre, que no nadar con la corriente a favor y no equivocarme nunca. Porque con la corriente sólo nadan los mediocres.
 
L. Santillán

Café a las siete. Luis Santillán.

CAFÉ A LAS SIETE
 
La secta
 
            Tengo un conocido, que recientemente publicó un artículo en un diario nacional en el que se sentía parte integrante junto a otros insignes colegas de una peculiar secta que se hacía llamar a sí misma como la de los congetianos, entendiendo por tales a los admiradores de José María Conget, según Ignacio Martínez de Pisón, uno de los autores menos difundidos pero más interesantes, lo que se puede interpretar el que con el tiempo se convierta en un autor de culto. Yo, que ni conocía ni había leído a José María Conget, no pude por menos que mostrar mi sorpresa y extrañeza por la confluencia en apenas siete días de dos recomendaciones de dicho autor, y ambas abaladas por dos de los más prometedores narradores de nuestra literatura. Pero cual sería mi sorpresa cuando leyendo Una cita con Borges del propio Conget, recientemente editado por Renacimiento, me encuentro con uno de sus pasajes titulado El final de una secta, en el que aludía a los mismos principio que llevaron a su admirador articulista a declararse congetiano. Se sentía José María Conget en esta ocasión ferviente admirador de Augusto Monterroso, y culminaba su tránsito por el capítulo reivindicando la existencia de la secta de los monterresinos al margen de premios y oropelas. ¿Quiere esto decir que existió plagio de su admirador literario?. Pudiera pensarse que sí, y en un primer momento así lo interpreté y se lo hice saber a mis allegados. Pero reflexionando sobre ello, llegué a la conclusión de que el plagio no existió mas allá de la simple confluencia de una actitud vital a la hora de afrontar una vivencia. Bonilla, que no es otro que el autor del artículo sobre Los Congetianos publicado en su sección semanal Las afueras, no hizo sino homenajear a quien de alguna forma consideraba como su maestro, si se me permite la expresión. ¿Y existe mejor manera de hacerlo que utilizando sus propias reflexiones?

            Todos de alguna manera nos sentimos partícipes de alguna secta, no en vano la asunción de los postulados de un pensador, filósofo o escritor pasa además de por asumir como propios los mismos,  por sentirnos cómplices con los demás de dicha forma de entender la vida, y por qué no, la muerte. Sirve esto para ilustrar, tanto la anécdota de Bonilla como la del propio Conget a quien estoy descubriendo lenta pero satisfactoriamente, para incitar desde estas páginas a mi propia secta, que seguro que existirá. La de los seguidores de Saramago, el insigne Nóbel, y uno de los escritores más denostados por unos y más admirados por otros. José Saramago ha sabido desde su voluntario exilio, no el físico en Lanzarote, sino el interior, aquel al que deberíamos de regresar todos de vez en cuando para reflexionar sobre nuestra propia existencia, aglutinar y remover las conciencias de quienes le escuchamos y leemos. Porque La cavernano es sólo una novela: es La Novela, ahora que está tan de moda hablar del partido del siglo, la madre de todas las guerras o el concierto que nunca se habrá de repetir. La cavernaes La Novela porque aúna entre sus páginas además de la facultad de contar, y bien, por cierto, la de formar, algo que se echa en falta en los escritores de este fin de siglo / milenio, excesivamente preocupados y enfrascados en batallas e intrigas palaciegas que poco o nada aportan al debate humano que debería de servirse desde las páginas de los diarios, y a la literatura en general. La particular batalla de Cipriano Algor contra el kafkiano y desconsolado Centro Comercial, paradigma productivo del Pensamiento Único, y la peculiar interpretación del mito de la caverna platónico, siempre es bueno rememorarlo ahora que los años de facultad comienzan a pesar en exceso, nos retrotraen a un tiempo que posiblemente ni fue mejor ni peor que el presente, pero cuando menos diferente, y sólo por eso susceptible de ser criticado. Porque sólo desde la educación en valores, que con el tiempo nos permitirá censurar con justicia lo que vemos, nos convertiremos en hombres libres.



            Es posible como algunos pretenden demostrar, que la tremenda equivocación de Saramago parta de que no ha sabido interpretar que los Centros Comerciales actuales son las ágoras de la antigüedad, las plazas en las que el pueblo se reunía a departir con sus vecinos. Es posible. Como también que Bonilla nunca tuviera la tentación de plagiar una idea o una frase de José María Conget. Es posible. Pero como todo en la vida, siempre se estaría sujeto a interpretaciones. Y sinceramente, yo prefiero nadar contra la corriente, equivocarme cien veces y sentirme un hombre libre, que no nadar con la corriente a favor y no equivocarme nunca. Porque con la corriente sólo nadan los mediocres.
 
L. Santillán

Café a las siete. Luis Santillán.

CAFÉ A LAS SIETE
 
La secta
 
            Tengo un conocido, que recientemente publicó un artículo en un diario nacional en el que se sentía parte integrante junto a otros insignes colegas de una peculiar secta que se hacía llamar a sí misma como la de los congetianos, entendiendo por tales a los admiradores de José María Conget, según Ignacio Martínez de Pisón, uno de los autores menos difundidos pero más interesantes, lo que se puede interpretar el que con el tiempo se convierta en un autor de culto. Yo, que ni conocía ni había leído a José María Conget, no pude por menos que mostrar mi sorpresa y extrañeza por la confluencia en apenas siete días de dos recomendaciones de dicho autor, y ambas abaladas por dos de los más prometedores narradores de nuestra literatura. Pero cual sería mi sorpresa cuando leyendo Una cita con Borges del propio Conget, recientemente editado por Renacimiento, me encuentro con uno de sus pasajes titulado El final de una secta, en el que aludía a los mismos principio que llevaron a su admirador articulista a declararse congetiano. Se sentía José María Conget en esta ocasión ferviente admirador de Augusto Monterroso, y culminaba su tránsito por el capítulo reivindicando la existencia de la secta de los monterresinos al margen de premios y oropelas. ¿Quiere esto decir que existió plagio de su admirador literario?. Pudiera pensarse que sí, y en un primer momento así lo interpreté y se lo hice saber a mis allegados. Pero reflexionando sobre ello, llegué a la conclusión de que el plagio no existió mas allá de la simple confluencia de una actitud vital a la hora de afrontar una vivencia. Bonilla, que no es otro que el autor del artículo sobre Los Congetianos publicado en su sección semanal Las afueras, no hizo sino homenajear a quien de alguna forma consideraba como su maestro, si se me permite la expresión. ¿Y existe mejor manera de hacerlo que utilizando sus propias reflexiones?

            Todos de alguna manera nos sentimos partícipes de alguna secta, no en vano la asunción de los postulados de un pensador, filósofo o escritor pasa además de por asumir como propios los mismos,  por sentirnos cómplices con los demás de dicha forma de entender la vida, y por qué no, la muerte. Sirve esto para ilustrar, tanto la anécdota de Bonilla como la del propio Conget a quien estoy descubriendo lenta pero satisfactoriamente, para incitar desde estas páginas a mi propia secta, que seguro que existirá. La de los seguidores de Saramago, el insigne Nóbel, y uno de los escritores más denostados por unos y más admirados por otros. José Saramago ha sabido desde su voluntario exilio, no el físico en Lanzarote, sino el interior, aquel al que deberíamos de regresar todos de vez en cuando para reflexionar sobre nuestra propia existencia, aglutinar y remover las conciencias de quienes le escuchamos y leemos. Porque La cavernano es sólo una novela: es La Novela, ahora que está tan de moda hablar del partido del siglo, la madre de todas las guerras o el concierto que nunca se habrá de repetir. La cavernaes La Novela porque aúna entre sus páginas además de la facultad de contar, y bien, por cierto, la de formar, algo que se echa en falta en los escritores de este fin de siglo / milenio, excesivamente preocupados y enfrascados en batallas e intrigas palaciegas que poco o nada aportan al debate humano que debería de servirse desde las páginas de los diarios, y a la literatura en general. La particular batalla de Cipriano Algor contra el kafkiano y desconsolado Centro Comercial, paradigma productivo del Pensamiento Único, y la peculiar interpretación del mito de la caverna platónico, siempre es bueno rememorarlo ahora que los años de facultad comienzan a pesar en exceso, nos retrotraen a un tiempo que posiblemente ni fue mejor ni peor que el presente, pero cuando menos diferente, y sólo por eso susceptible de ser criticado. Porque sólo desde la educación en valores, que con el tiempo nos permitirá censurar con justicia lo que vemos, nos convertiremos en hombres libres.



            Es posible como algunos pretenden demostrar, que la tremenda equivocación de Saramago parta de que no ha sabido interpretar que los Centros Comerciales actuales son las ágoras de la antigüedad, las plazas en las que el pueblo se reunía a departir con sus vecinos. Es posible. Como también que Bonilla nunca tuviera la tentación de plagiar una idea o una frase de José María Conget. Es posible. Pero como todo en la vida, siempre se estaría sujeto a interpretaciones. Y sinceramente, yo prefiero nadar contra la corriente, equivocarme cien veces y sentirme un hombre libre, que no nadar con la corriente a favor y no equivocarme nunca. Porque con la corriente sólo nadan los mediocres.
 
L. Santillán

Rabos de Lagartija. Juan Marsé

Juan Marsé
Rabos de Lagartija
ARETE - 2000


                Cuando se anuncia a bombo y platillo la próxima aparición de una nueva novela del autor Juan Marsé, uno no puede por menos que desear que cuando menos sea capaz de alcanzar las cotas de calidad de aquellas que la han precedido. Y una vez más, como en su día se dijera de El Embrujo de Shanghai, hay que afirmar que Marsé lo ha conseguido, lo que no es poco habida cuenta el momento que disfruta la novela española como género.

                        Barcelona 1945. Como tantas otras veces, el mismo escenario con todos sus condicionantes (posguerra, hambre, miseria, represión...). Un "no-nacido" se empeña en "observar" la vida de los habitantes de un barrio sin futuro cercenado por la guerra y rodeado de escombreras. Tenemos pues, como tantas otras veces, el escenario. Pero, ¿qué tiene de novedoso Rabos de lagartija para que de alguna manera halla revolucionado el panorama literario español?

                        Se puede incidir, por una parte en lo original del narrador. Un feto, un ser vivo que conoce el exterior a partir de la peculiar relación que establece con su hermano y con su madre, y por otra, en el hecho de que sin citarlo en ningún momento, sepamos que nos encontramos en el año de 1945, en el año en que cayó aquella bomba atomicia. Alrededor, toda una historia de perdedores (es difícil encontrar en la narrativa de Juan Marsé una historia de vencedores y vencidos) entre los que destacan Rosita, la madre que espera al niño-narrador con la misma intensidad con la que espera a su marido, huido por temor a las represalias políticas, David, su otro hijo cuya infancia destruida por la reciente guerra no es sino un símbolo liberalizador (uno más) del autor, y que con el tiempo se convertirá en fotógrafo y se dedicará a captar la realidad de sus calles sin falsearla, y el siniestro comisario, empeñado no se sabe muy bien si en cortejar a la primera o en ejercer en pleno acto de contrición de buen samaritano. 361 páginas repletas del mejor Marsé de cuantos se hallan visto y leído, plagadas de arrepentimientos, claudicaciones y fracasos que no hacen sino reafirmar la incuestionable independencia literaria de un autor, totalmente alejado de los "saraos" literarios, y empeñados como pocos en dignificar un oficio a menudo mancillado.



José Luis García Fernández

Rabos de Lagartija. Juan Marsé

Juan Marsé
Rabos de Lagartija
ARETE - 2000


                Cuando se anuncia a bombo y platillo la próxima aparición de una nueva novela del autor Juan Marsé, uno no puede por menos que desear que cuando menos sea capaz de alcanzar las cotas de calidad de aquellas que la han precedido. Y una vez más, como en su día se dijera de El Embrujo de Shanghai, hay que afirmar que Marsé lo ha conseguido, lo que no es poco habida cuenta el momento que disfruta la novela española como género.

                        Barcelona 1945. Como tantas otras veces, el mismo escenario con todos sus condicionantes (posguerra, hambre, miseria, represión...). Un "no-nacido" se empeña en "observar" la vida de los habitantes de un barrio sin futuro cercenado por la guerra y rodeado de escombreras. Tenemos pues, como tantas otras veces, el escenario. Pero, ¿qué tiene de novedoso Rabos de lagartija para que de alguna manera halla revolucionado el panorama literario español?

                        Se puede incidir, por una parte en lo original del narrador. Un feto, un ser vivo que conoce el exterior a partir de la peculiar relación que establece con su hermano y con su madre, y por otra, en el hecho de que sin citarlo en ningún momento, sepamos que nos encontramos en el año de 1945, en el año en que cayó aquella bomba atomicia. Alrededor, toda una historia de perdedores (es difícil encontrar en la narrativa de Juan Marsé una historia de vencedores y vencidos) entre los que destacan Rosita, la madre que espera al niño-narrador con la misma intensidad con la que espera a su marido, huido por temor a las represalias políticas, David, su otro hijo cuya infancia destruida por la reciente guerra no es sino un símbolo liberalizador (uno más) del autor, y que con el tiempo se convertirá en fotógrafo y se dedicará a captar la realidad de sus calles sin falsearla, y el siniestro comisario, empeñado no se sabe muy bien si en cortejar a la primera o en ejercer en pleno acto de contrición de buen samaritano. 361 páginas repletas del mejor Marsé de cuantos se hallan visto y leído, plagadas de arrepentimientos, claudicaciones y fracasos que no hacen sino reafirmar la incuestionable independencia literaria de un autor, totalmente alejado de los "saraos" literarios, y empeñados como pocos en dignificar un oficio a menudo mancillado.



José Luis García Fernández

Rabos de Lagartija. Juan Marsé


Juan Marsé
Rabos de Lagartija
ARETE - 2000

Rabos de lagartija

                Cuando se anuncia a bombo y platillo la próxima aparición de una nueva novela del autor Juan Marsé, uno no puede por menos que desear que cuando menos sea capaz de alcanzar las cotas de calidad de aquellas que la han precedido. Y una vez más, como en su día se dijera de El Embrujo de Shanghai, hay que afirmar que Marsé lo ha conseguido, lo que no es poco habida cuenta el momento que disfruta la novela española como género.

                        Barcelona 1945. Como tantas otras veces, el mismo escenario con todos sus condicionantes (posguerra, hambre, miseria, represión...). Un "no-nacido" se empeña en "observar" la vida de los habitantes de un barrio sin futuro cercenado por la guerra y rodeado de escombreras. Tenemos pues, como tantas otras veces, el escenario. Pero, ¿qué tiene de novedoso Rabos de lagartija para que de alguna manera halla revolucionado el panorama literario español?

                        Se puede incidir, por una parte en lo original del narrador. Un feto, un ser vivo que conoce el exterior a partir de la peculiar relación que establece con su hermano y con su madre, y por otra, en el hecho de que sin citarlo en ningún momento, sepamos que nos encontramos en el año de 1945, en el año en que cayó aquella bomba atomicia. Alrededor, toda una historia de perdedores (es difícil encontrar en la narrativa de Juan Marsé una historia de vencedores y vencidos) entre los que destacan Rosita, la madre que espera al niño-narrador con la misma intensidad con la que espera a su marido, huido por temor a las represalias políticas, David, su otro hijo cuya infancia destruida por la reciente guerra no es sino un símbolo liberalizador (uno más) del autor, y que con el tiempo se convertirá en fotógrafo y se dedicará a captar la realidad de sus calles sin falsearla, y el siniestro comisario, empeñado no se sabe muy bien si en cortejar a la primera o en ejercer en pleno acto de contrición de buen samaritano. 361 páginas repletas del mejor Marsé de cuantos se hallan visto y leído, plagadas de arrepentimientos, claudicaciones y fracasos que no hacen sino reafirmar la incuestionable independencia literaria de un autor, totalmente alejado de los "saraos" literarios, y empeñados como pocos en dignificar un oficio a menudo mancillado.



José Luis García Fernández

Rabos de Lagartija. Juan Marsé

Juan Marsé
Rabos de Lagartija
ARETE - 2000


                Cuando se anuncia a bombo y platillo la próxima aparición de una nueva novela del autor Juan Marsé, uno no puede por menos que desear que cuando menos sea capaz de alcanzar las cotas de calidad de aquellas que la han precedido. Y una vez más, como en su día se dijera de El Embrujo de Shanghai, hay que afirmar que Marsé lo ha conseguido, lo que no es poco habida cuenta el momento que disfruta la novela española como género.

                        Barcelona 1945. Como tantas otras veces, el mismo escenario con todos sus condicionantes (posguerra, hambre, miseria, represión...). Un "no-nacido" se empeña en "observar" la vida de los habitantes de un barrio sin futuro cercenado por la guerra y rodeado de escombreras. Tenemos pues, como tantas otras veces, el escenario. Pero, ¿qué tiene de novedoso Rabos de lagartija para que de alguna manera halla revolucionado el panorama literario español?

                        Se puede incidir, por una parte en lo original del narrador. Un feto, un ser vivo que conoce el exterior a partir de la peculiar relación que establece con su hermano y con su madre, y por otra, en el hecho de que sin citarlo en ningún momento, sepamos que nos encontramos en el año de 1945, en el año en que cayó aquella bomba atomicia. Alrededor, toda una historia de perdedores (es difícil encontrar en la narrativa de Juan Marsé una historia de vencedores y vencidos) entre los que destacan Rosita, la madre que espera al niño-narrador con la misma intensidad con la que espera a su marido, huido por temor a las represalias políticas, David, su otro hijo cuya infancia destruida por la reciente guerra no es sino un símbolo liberalizador (uno más) del autor, y que con el tiempo se convertirá en fotógrafo y se dedicará a captar la realidad de sus calles sin falsearla, y el siniestro comisario, empeñado no se sabe muy bien si en cortejar a la primera o en ejercer en pleno acto de contrición de buen samaritano. 361 páginas repletas del mejor Marsé de cuantos se hallan visto y leído, plagadas de arrepentimientos, claudicaciones y fracasos que no hacen sino reafirmar la incuestionable independencia literaria de un autor, totalmente alejado de los "saraos" literarios, y empeñados como pocos en dignificar un oficio a menudo mancillado.



José Luis García Fernández

Rabos de Lagartija. Juan Marsé

Juan Marsé
Rabos de Lagartija
ARETE - 2000


                Cuando se anuncia a bombo y platillo la próxima aparición de una nueva novela del autor Juan Marsé, uno no puede por menos que desear que cuando menos sea capaz de alcanzar las cotas de calidad de aquellas que la han precedido. Y una vez más, como en su día se dijera de El Embrujo de Shanghai, hay que afirmar que Marsé lo ha conseguido, lo que no es poco habida cuenta el momento que disfruta la novela española como género.

                        Barcelona 1945. Como tantas otras veces, el mismo escenario con todos sus condicionantes (posguerra, hambre, miseria, represión...). Un "no-nacido" se empeña en "observar" la vida de los habitantes de un barrio sin futuro cercenado por la guerra y rodeado de escombreras. Tenemos pues, como tantas otras veces, el escenario. Pero, ¿qué tiene de novedoso Rabos de lagartija para que de alguna manera halla revolucionado el panorama literario español?

                        Se puede incidir, por una parte en lo original del narrador. Un feto, un ser vivo que conoce el exterior a partir de la peculiar relación que establece con su hermano y con su madre, y por otra, en el hecho de que sin citarlo en ningún momento, sepamos que nos encontramos en el año de 1945, en el año en que cayó aquella bomba atomicia. Alrededor, toda una historia de perdedores (es difícil encontrar en la narrativa de Juan Marsé una historia de vencedores y vencidos) entre los que destacan Rosita, la madre que espera al niño-narrador con la misma intensidad con la que espera a su marido, huido por temor a las represalias políticas, David, su otro hijo cuya infancia destruida por la reciente guerra no es sino un símbolo liberalizador (uno más) del autor, y que con el tiempo se convertirá en fotógrafo y se dedicará a captar la realidad de sus calles sin falsearla, y el siniestro comisario, empeñado no se sabe muy bien si en cortejar a la primera o en ejercer en pleno acto de contrición de buen samaritano. 361 páginas repletas del mejor Marsé de cuantos se hallan visto y leído, plagadas de arrepentimientos, claudicaciones y fracasos que no hacen sino reafirmar la incuestionable independencia literaria de un autor, totalmente alejado de los "saraos" literarios, y empeñados como pocos en dignificar un oficio a menudo mancillado.



José Luis García Fernández

Rabos de Lagartija. Juan Marsé

Juan Marsé


Juan Marsé
Rabos de Lagartija
ARETE - 2000


               
Cuando se anuncia a bombo y platillo la próxima aparición de una nueva novela del autor Juan Marsé, uno no puede por menos que desear que cuando menos sea capaz de alcanzar las cotas de calidad de aquellas que la han precedido. Y una vez más, como en su día se dijera de El Embrujo de Shanghai, hay que afirmar que Marsé lo ha conseguido, lo que no es poco habida cuenta el momento que disfruta la novela española como género.

                        Barcelona 1945. Como tantas otras veces, el mismo escenario con todos sus condicionantes (posguerra, hambre, miseria, represión...). Un "no-nacido" se empeña en "observar" la vida de los habitantes de un barrio sin futuro cercenado por la guerra y rodeado de escombreras. Tenemos pues, como tantas otras veces, el escenario. Pero, ¿qué tiene de novedoso Rabos de lagartija para que de alguna manera halla revolucionado el panorama literario español?

                        Se puede incidir, por una parte en lo original del narrador. Un feto, un ser vivo que conoce el exterior a partir de la peculiar relación que establece con su hermano y con su madre, y por otra, en el hecho de que sin citarlo en ningún momento, sepamos que nos encontramos en el año de 1945, en el año en que cayó aquella bomba atomicia. Alrededor, toda una historia de perdedores (es difícil encontrar en la narrativa de Juan Marsé una historia de vencedores y vencidos) entre los que destacan Rosita, la madre que espera al niño-narrador con la misma intensidad con la que espera a su marido, huido por temor a las represalias políticas, David, su otro hijo cuya infancia destruida por la reciente guerra no es sino un símbolo liberalizador (uno más) del autor, y que con el tiempo se convertirá en fotógrafo y se dedicará a captar la realidad de sus calles sin falsearla, y el siniestro comisario, empeñado no se sabe muy bien si en cortejar a la primera o en ejercer en pleno acto de contrición de buen samaritano. 361 páginas repletas del mejor Marsé de cuantos se hallan visto y leído, plagadas de arrepentimientos, claudicaciones y fracasos que no hacen sino reafirmar la incuestionable independencia literaria de un autor, totalmente alejado de los "saraos" literarios, y empeñados como pocos en dignificar un oficio a menudo mancillado.



José Luis García Fernández