Juan Pardo Vidal

 DESMANCADOS



Puede que sea un intento de suicidio, y puede que no. Eso no lo sé yo desde aquí, no veo demasiado bien desde este ángulo. Mi persiana está bajada casi por completo, no más de veinte centímetros me permiten contemplar las botas del vecino en el alféizar de su ventana, tendría que levantarme para saber más, y el hecho en sí no me preocupa tanto como para hacerlo. No sé si mi vecino está dentro de sus botas a punto  de saltar al vacío de mi patio de luces y hacer un estropicio con las cuerdas de tender la ropa antes de matarse de rebote, o está descalzo, repantigado en el sofá de su casa viendo el Canal Plus mientras sus botas se secan en la ventana. Juega el Atlético. Entre una posibilidad y otra va una vida. Se las ve limpias, no hay restos de barro en la puntera, puede que las haya lavado. O puede que no. Puede que haya dicho mi vecino «anda y que os den por el culo», con ese tono enérgico y convencido que tienen los vecinos que se hartan y de repente, se les ilumina el cerebro y dicen «anda y que os den por el culo a todos» y se encaraman a la ventana de su patinillo y calculan, antes de  lanzarse, la forma más digna de marcharse, cómo matarse sin quedar en el suelo en un apostura indigna. Parece improbable suicidarse en mi patio de luces, hace años que nadie vive en el primero del edificio y está todo el suelo lleno de pinzas de la ropa y calcetines desparejados —mi madre diría calcetines desmancados", aunque creo que la Academia reconoce, para este significado, el término "desmanchado"—. Las pinzas de la ropa dan mucha tristeza cuando vives solo, a mí me gustan mucho las de Ikea, un solitario no tendría reparo en suicidarse lanzándose contra un suelo de colores lleno de pinzas de la ropa de plástico y de madera. Eso seguro. 
Son unas botas altas, color marrón oscuro estrella de levante de barril. Deben de llegarle, calculo yo, tres dedos por encima del  tobillo. Parecen unas botas caras, botas de escalador, aunque él se las pone diariamente para ir a la oficina. Lo sé porque cuando por la mañana coincidimos en el ascensor yo miro siempre hacia el suelo y las veo. En los ascensores soy japonés. Son esas botas, seguro. Quizás quiera ascender en su empresa, llegar a lo más alto, dirigirla y acostarse con su secretaria. Puede que mi vecino haya perdido una oportunidad de ser feliz con su secretaria, o con la secretaria de otro, y haya decidido elegir el camino contrario, el de la caída, el camino de la gravedad, saltar a ver qué pasa, aunque él ya supone lo que va a pasar, los ingenieros saben esas cosas, las han estudiado. Yo no. Yo, como no tengo ni secretaria, ni botas, no me he planteado aún el suicidio. Tomarse tres litros diarios de cerveza no creo yo que se considere un suicidio, si acaso un suicidio estético.
No voy a asomarme a la ventana, voy a llamar directamente a su puerta y si no está a punto de lanzarse al vacío le voy a preguntar que si le apetece que vea el partido con él. Me llevo dos litros de cerveza del Lidl y grasa de caballo. Yo también soy de Atleti.

Juan Pardo Vidal

 DESMANCADOS



Puede que sea un intento de suicidio, y puede que no. Eso no lo sé yo desde aquí, no veo demasiado bien desde este ángulo. Mi persiana está bajada casi por completo, no más de veinte centímetros me permiten contemplar las botas del vecino en el alféizar de su ventana, tendría que levantarme para saber más, y el hecho en sí no me preocupa tanto como para hacerlo. No sé si mi vecino está dentro de sus botas a punto  de saltar al vacío de mi patio de luces y hacer un estropicio con las cuerdas de tender la ropa antes de matarse de rebote, o está descalzo, repantigado en el sofá de su casa viendo el Canal Plus mientras sus botas se secan en la ventana. Juega el Atlético. Entre una posibilidad y otra va una vida. Se las ve limpias, no hay restos de barro en la puntera, puede que las haya lavado. O puede que no. Puede que haya dicho mi vecino «anda y que os den por el culo», con ese tono enérgico y convencido que tienen los vecinos que se hartan y de repente, se les ilumina el cerebro y dicen «anda y que os den por el culo a todos» y se encaraman a la ventana de su patinillo y calculan, antes de  lanzarse, la forma más digna de marcharse, cómo matarse sin quedar en el suelo en un apostura indigna. Parece improbable suicidarse en mi patio de luces, hace años que nadie vive en el primero del edificio y está todo el suelo lleno de pinzas de la ropa y calcetines desparejados —mi madre diría calcetines desmancados", aunque creo que la Academia reconoce, para este significado, el término "desmanchado"—. Las pinzas de la ropa dan mucha tristeza cuando vives solo, a mí me gustan mucho las de Ikea, un solitario no tendría reparo en suicidarse lanzándose contra un suelo de colores lleno de pinzas de la ropa de plástico y de madera. Eso seguro. 
Son unas botas altas, color marrón oscuro estrella de levante de barril. Deben de llegarle, calculo yo, tres dedos por encima del  tobillo. Parecen unas botas caras, botas de escalador, aunque él se las pone diariamente para ir a la oficina. Lo sé porque cuando por la mañana coincidimos en el ascensor yo miro siempre hacia el suelo y las veo. En los ascensores soy japonés. Son esas botas, seguro. Quizás quiera ascender en su empresa, llegar a lo más alto, dirigirla y acostarse con su secretaria. Puede que mi vecino haya perdido una oportunidad de ser feliz con su secretaria, o con la secretaria de otro, y haya decidido elegir el camino contrario, el de la caída, el camino de la gravedad, saltar a ver qué pasa, aunque él ya supone lo que va a pasar, los ingenieros saben esas cosas, las han estudiado. Yo no. Yo, como no tengo ni secretaria, ni botas, no me he planteado aún el suicidio. Tomarse tres litros diarios de cerveza no creo yo que se considere un suicidio, si acaso un suicidio estético.
No voy a asomarme a la ventana, voy a llamar directamente a su puerta y si no está a punto de lanzarse al vacío le voy a preguntar que si le apetece que vea el partido con él. Me llevo dos litros de cerveza del Lidl y grasa de caballo. Yo también soy de Atleti.

Juan Pardo Vidal

 DESMANCADOS



Puede que sea un intento de suicidio, y puede que no. Eso no lo sé yo desde aquí, no veo demasiado bien desde este ángulo. Mi persiana está bajada casi por completo, no más de veinte centímetros me permiten contemplar las botas del vecino en el alféizar de su ventana, tendría que levantarme para saber más, y el hecho en sí no me preocupa tanto como para hacerlo. No sé si mi vecino está dentro de sus botas a punto  de saltar al vacío de mi patio de luces y hacer un estropicio con las cuerdas de tender la ropa antes de matarse de rebote, o está descalzo, repantigado en el sofá de su casa viendo el Canal Plus mientras sus botas se secan en la ventana. Juega el Atlético. Entre una posibilidad y otra va una vida. Se las ve limpias, no hay restos de barro en la puntera, puede que las haya lavado. O puede que no. Puede que haya dicho mi vecino «anda y que os den por el culo», con ese tono enérgico y convencido que tienen los vecinos que se hartan y de repente, se les ilumina el cerebro y dicen «anda y que os den por el culo a todos» y se encaraman a la ventana de su patinillo y calculan, antes de  lanzarse, la forma más digna de marcharse, cómo matarse sin quedar en el suelo en un apostura indigna. Parece improbable suicidarse en mi patio de luces, hace años que nadie vive en el primero del edificio y está todo el suelo lleno de pinzas de la ropa y calcetines desparejados —mi madre diría calcetines desmancados", aunque creo que la Academia reconoce, para este significado, el término "desmanchado"—. Las pinzas de la ropa dan mucha tristeza cuando vives solo, a mí me gustan mucho las de Ikea, un solitario no tendría reparo en suicidarse lanzándose contra un suelo de colores lleno de pinzas de la ropa de plástico y de madera. Eso seguro. 
Son unas botas altas, color marrón oscuro estrella de levante de barril. Deben de llegarle, calculo yo, tres dedos por encima del  tobillo. Parecen unas botas caras, botas de escalador, aunque él se las pone diariamente para ir a la oficina. Lo sé porque cuando por la mañana coincidimos en el ascensor yo miro siempre hacia el suelo y las veo. En los ascensores soy japonés. Son esas botas, seguro. Quizás quiera ascender en su empresa, llegar a lo más alto, dirigirla y acostarse con su secretaria. Puede que mi vecino haya perdido una oportunidad de ser feliz con su secretaria, o con la secretaria de otro, y haya decidido elegir el camino contrario, el de la caída, el camino de la gravedad, saltar a ver qué pasa, aunque él ya supone lo que va a pasar, los ingenieros saben esas cosas, las han estudiado. Yo no. Yo, como no tengo ni secretaria, ni botas, no me he planteado aún el suicidio. Tomarse tres litros diarios de cerveza no creo yo que se considere un suicidio, si acaso un suicidio estético.
No voy a asomarme a la ventana, voy a llamar directamente a su puerta y si no está a punto de lanzarse al vacío le voy a preguntar que si le apetece que vea el partido con él. Me llevo dos litros de cerveza del Lidl y grasa de caballo. Yo también soy de Atleti.

La rana. Lola Soria, Manuel Lozano y Fernando Rebollo

La rana.




Aquí te envío un relato sobre unas ranas muy peculiares. 
Ha sido elaborado entre Lola Soria,  Manolo Lozano y un servidor
esperamos que te guste.

Un relato que tras estas palabras comienzo a escribir, un relato que habla de un abuelo camino de las parras, camino de la tierra que cultivaba y lo que le sucedió en ese trayecto. 

Beires, otoño en Beires, sentados en la chimenea el abuelo contaba historias a los niños allí congregados. Los troncos ardían impulsados por la leña fina que el abuelo había colocado apenas cinco minutos antes. 
Maribel su nieta le había pedido que le contase alguna historia, venga, abuelo, cuenta abuelo. El abuelo se hizo de rogar un poco pero como los demás niños también insistían al final se decidió. 
"Pues veréis, una mañana iba al campo con mi azada y una talega donde llevaba la comida, pues muchos días almorzaba yo en el campo, clareaba el día, los gallos cantaban, kikirikí, kikiriki, los perros ladraban a mi paso, guau, guau, guau, pero como estaban encerrados en los corrales no podían hacerme nada. Tres cosechas perdidas, me veía sin fuerzas para cultivar, ésta casi seguro que sería la cuarta.
En las afueras del pueblo se podía observar como el sol no tardaría en salir, aunque todavía había sombras. En los árboles había un poco de rocío en sus troncos y en sus hojas, la hierba estaba mojada y mis botas se mojaban al pisarla, pues bien, cuando emprendía el camino del terreno que iba a cultivar, en un recodo del camino junto a un pequeño lago me encontré una gran rana, de color verde intenso, al mirarla empezó a croar y otras ranas vinieron hacia el lugar donde se encontraba ésta y también comenzaron a croar, jamás había visto tantas ranas juntas." 
Tu lector te preguntarás. Qué hace una rana grande, inmensa a estas alturas del relato, si el hombre iba alegre y confiado a cultivar la tierra. Qué culpa tengo yo lector, si al croar de esta vinieron otras y la orilla del camino se convirtió en una procesión de anfibios en la amanecida. Qué culpa tengo yo, qué culpa tiene el abuelo de que en un recodo del camino hubiese un pequeño lago donde las ranas se criaban grandes y hermosas, sigamos pues, que a estas alturas ya tengo curiosidad por saber lo que pasó. 
Giré la vista al camino y la rana grande dejó de croar, las demás se tornaron silenciosas emulando la conducta de su jefa. Proseguí camino hacia la tierra, la rana grande daba saltos y las demás hicieron lo mismo sobre la hierba. Me percaté de esto y de nuevo giré la cabeza para ver que pasaba, en ese momento comenzaron a croar de nuevo, salí corriendo despavorido y las ranas dando saltos y croando me perseguían. Vaya escandalera, yo estaba aterrado, tanto miedo tenía que dejé la talega y la azada en medio del camino, las ranas dejaron de croar, hicieron una gran círculo rodeando lo que se me había caído.


Proseguí camino, no me atrevía a volver al pueblo, miedo tenía que esta multitud de anfibios me persiguieran, todavía me quedaban varios recuerdos como el anterior y temía el mismo encuentro, los mismos sucesos. 
A medida que mis pasos me llevaban a la siguiente charca mis ojos se anticipaban e intentaban intuir lo que allí había, diez metros y ya estoy cerca, el camino y al lado la charca. Agua cristalina que deja ver el fondo y una diminuta rana sobre una pequeña piedra que al verme se sumergió en las aguas. Suspiré aliviado y proseguí camino. 
Tenía que pasar una pequeña corriente, salté sobre las piedras cuidando de no caerme al agua que se remansaba tras su lucha con las ruedas del molino que a escasos cien metros se encontraba. Un, dos, tres, cuatro y ya estoy al otro lado. El sol ya estaba fuera, los primeros rayos atravesaban las aguas, pequeños pececillos en bandada de un lado a otro del pequeño lago y una rana grande sobre una gran laja, de ojos vivos, inmutable ante mi presencia. Muevo un brazo para asustarla y comienza a croar, otras ranas, infinidad de ranas salían de las aguas y se colocaban en la orilla, mil, dos mil, tres mil ranas, grandes, pequeñas croando en las primeras horas día, alrededor de las piedras de paso, por todos los lugares del pequeño lago. 
Huí despavorido, subí la cuesta tras la cual se encontraba el valle en el que estaban los aceituneros, las parras, la alberca, el pozo. 
Tu.
¿yo?
Si tu, escribiente a un teclado pegado, deja al abuelo en paz ¿es que acaso no lo vas a dejar comer hoy?, ¿es que vas a llenar su tierra de anfibios, que de nuevo harán entrar en sus oídos ese ruido maravilloso en bajas cantidades e infernal en muchas?
No lo sé duende, no lo sé, no conozco aún la tierra que hay tras de la cuesta, trece líneas quedan para acabar el folio y ¡hay tantas cosas!, La tierra de Beires es tan fértil en recuerdos, historias, que no podemos más que dejarnos llevar por las aguas, por los vientos, por las ranas, por los viejos molinos. Deja duende que mientras el abuelo se sienta sobre una piedra y divisa el valle, por mis oídos suenen los cascabeles de Rosana, de esta canaria que en el domingo en el cielo a la par que los gorriones me canta lo que me quiere. "Al son de los cascabeles los domingos en el cielo....", muévete chiquilla, alegra esa cara, ese cuerpo, un, dos ... "Al son..." Ese acordeón, ay, ay,, "al son.."
La subida me había fatigado y al final de ella decidí sentarme en una piedra antes de disponerme a bajar al valle, las ranas habían agotado buena parte de las energías del desayuno. Quedé profundamente dormido, aunque el aire estaba un poco frío el sol ya comenzaba a dar en mi cuerpo, el lateral de la montaña me resguardaba de los fríos aires del Norte, ya conocéis ese lugar porque soléis pararos cuando vais a la alberca los veranos a bañaros.
Soñé que miles de ranas, grandes, pequeñas araban la tierra, eliminaban las malas hierbas dando saltos sobre ellas, sacaban agua de los arroyos, de los pozos, de las charcas y regaban las parras, los ajos, las cebollas, el perejil, asustaban con su croar a las alimañas, cuidaban los garbanzos y el trigo, nutrían sus raíces de agua, metían en ellas humus de otras tierras, abonos naturales, abrigaban las raíces de los aceituneros con hojas secas de álamos, convertían aquella tierra en el vergel que hacía cinco años fue. Cuando desperté miré el valle, miré mi tierra y la encontré más verde que nunca, emprendí carrerilla hacia allá ayudado por la bajada. El trigo había crecido, las parras comenzaban a augurar las uvas más jugosas de todos los veranos, los olivos estaban cargados de flores, de futuras aceitunas, ajos, cebollas, perejil frondoso, papas que hacían abombar la tierra de tan grandes que eran. 
Miré al cielo y pregunté que pasaba, había ocurrido un milagro, mi voz rompió el silencio de la mañana, demasiado ocupados debían estar allá arriba pues no hallé respuesta, pequeña voz la mía, para un cielo tan grande.
Me lavé la cara con agua fría del pozo, pues parecía no haberme despertado de aquel sueño, volví a mirar y era real lo que veía, la tierra sabiamente movida, toque las bolsitas de los garbanzos, auguraban una gran cosecha, el trigo estaba hermoso, muy crecido, las parras, los aceituneros, que maravilla...
Volví al pueblo rápidamente, quería contárselo a vuestra abuela, a mis amigos, retorné por el camino. Esta vez no encontré a las ranas en las charcas, el agua había desaparecido de ellas, incluso el arroyo de las piedras había menguado a pesar de seguir corriendo. La azada puesta en pie me esperaba en medio del camino, la talega junto a ella. La recogí y volví al pueblo. Nunca volví a ver a las ranas, las aguas menguaban en los arroyos, aunque no se secaron.
Las cosechas fueron llegando, los garbanzos que nos dieron años y años de pucheros, tiernos y hermosos que se deshacían en la boca, trigo que llenó el almacén, grano grande y fino, las uvas exquisitas, cebollas, patatas hermosas y grandes de las que comimos todo el pueblo, melones, sandías, orzas y orzas de aceitunas para machacar, para aceite.
Cada mañana al amanecer camino de la tierra un maravilloso sonido entra en mis oídos, miles, miles de ranas, con su croar al unísono se cuelan en mi cabeza. Ranas que cultivan la tierra mientras yo duermo. Nunca más las vi, pero sé que están ahí, cuidando de nosotros.


año 1, nº 1- agosto 2000. La voz de la cometa. 
Taller literario. Tu voz en Internet
pág 147- 151

Manuel Lozano

Manuel Lozano



PRIMERA VINDICACIÓN DE LA NIÑA NATHALIE CRANE

Por Manuel Lozano



The waste remains, the waste remains and kills.
William Empson, Missing Dates





TRES POEMAS DE NATHALIE CRANE


TRADUCCIÓN DE MANUEL LOZANO


LA NIÑA QUE ENCEGUECIÓ

En plena oscuridad,
¿Quién me contesta del color de una rosa,
de los atavíos en el mes de mayo
y todas esas peregrinaciones que realiza?
En plena oscuridad, ¿Quién me contestaría -en la oscuridad-
a quién importaría si el olor de las rosas
y las cosas aladas
estuvieran ahí?
En plena oscuridad, ¿Quién meditaría
sobre la sugerencia de una línea,
cuando la oscuridad guarda toda belleza,
toda belleza más allá del pensamiento?
¡Oh, ceguera! Las profecías confortables
acompañan nuestros caminos,
hasta que las manos liberadas al fin
dejan caer la nómina de los días.
En plena oscuridad,
¿Quién contestaría del color de una rosa?
¿Quién, de los atavíos del mes de mayo?
¿Quién, de todas las peregrinaciones que realiza?
En plena oscuridad, ¿Quién contestaría -en la oscuridad-
a quién importaría
si el olor de las rosas y las cosas aladas
estuvieran ahí?





ESTA MUERTE, AUN
Me ha encontrado bajo un sicomoro o un arce, no recuerdo
sino su sombra profunda por la cara.
¿Cómo será de vieja esta costumbre,
con qué cuerpo me inclinaré sobre tu Gólgota?



UN REQUIEM
Tal vez sienta ella aquí
el aliento de los arrodillados,
dispuestos a esperar que todo tiempo pase.
Acaso ella escuche,
sintiendo de cerca a los extraños.
Acaso, Acaso, y si no es aquello,
Acaso.
Tal vez la rosa palpable pueda decirle
sin cuidar sus pétalos, junto a su mejilla,
"Tardía es la hora",
"Reposas demasiado".
Acaso, Acaso, y si no es aquello,
Acaso.
Tal vez los lirios digan a su lado:
"Despierta, de nuevo convertido,
¿No te levantas?
Ellos no están lejos".
Tal vez, tal vez. Deja ahora que sea
Quizás.


MANUEL LOZANO- PRESIDENTE
FUNDACIÓN INTERDISCIPLINARIA DE ESTUDIOS PARA EL DESARROLLO


E-mail: lozanocied@arnet.com.ar


Acaso nunca fue (y es lo más probable, estoy seguro) fotografiada por Cecil Beaton una prematura tarde de otoño en Nueva York, como Mae West o Marilyn Monroe. Quizás, remedando una tradición iniciada con Plotino, no condescendió nunca al hábito vanidoso y paródico de ser reproducida -selfconscius- en más o menos falaces retratos de la noche y del alba. Pero es incontrastable este hecho: Nathalie Crane, hasta estas dramáticas horas de fin de siglo, no gozó de los quince minutos de gloria caritativamente adjudicados por Andy Wharhol a cada ser mortal. Es como si quisiera, íntimamente, hipostasiar ese pobre destino. 1989 fue el año de mi encuentro con Nathalie Crane en una de las bibliotecas de la Universidad de Chile: sólo un nombre y dos fechas, al pasar, como una lápida funeraria, de ésas a las que nos tuvieron acostumbrados los diccionarios y las enciclopedias de la modernidad. Pero debieron pasar tres años para que me encontrase con la luminosa y definitiva escritora. 

A mediados de 1992 fui invitado especialmente por la "Maison International de la Poesie", para participar junto a trescientos cincuenta escritores de todo el mundo de sus conocidas y arduas Bienales de poesía en Liege. No sabía, no podía prever -siquiera vacilantemente- en un nuevo reencuentro con la escritora. La neblinosa ciudad de Simenon me abría las puertas. La prolija ciudad de las horcas (vi una, temerario y asombrado, junto a aparatos de precisión y viejos caleidoscopios en algunos de sus museos), la pequeña ciudad medieval me aguardaba con otros talismanes. Escribo en un texto la palabra "joya" e inevitablemente pienso en el Heliogábalo de Artaud. Los insidiosos y breves poemas de Nathalie, ajenos a cualquier ismo o escuela vanguardista de este siglo, son como esas piedras preciosas en las vestiduras del emperador, nunca concebidas como meros accesorios de la tela o renovados ornamentos que dicta la moda. 

Si, como dice Goethe, "la suprema, la única operación del arte, consiste sólo en dar forma", la forma de la joya (la forma del poema) constituyen en Nathalie Crane un principio de identidad que abre un nuevo orbe, pero que también lo clausura. Nunca creí que la edad fuese para un escritor un valor en sí o un disvalor. Podría sostener esta idea con los ejemplos antagónicos de Rimbaud y Sthendal, con el de Whitman y el de Sylvia Plath. Pero no nos termina de asombrar que Nathalie Crane, una niña de apenas ocho años, colabore regularmente con "The New York Sun"; o asistiendo a los diez años al nacimiento de su primer libro, "The Janitor´s Boy"; o verla publicando sus relatos en las revistas más diversas, durante su permanencia en el Jersey College; o dando a conocer su presagioso "Lava Lane", apenas cumplido los doce; o "El Cuervo que Canta", al año siguiente, junto a "The Sunken Garden"; o la trilogía "Invisible Venus", de 1928. No esbozaré la falaz y para mí siempre repugnante hipótesis del niño prodigio. En todo caso, es su obra la que debe mostrarnos las claves, algún señuelo. Pero ¿por qué el silencio de la niña Nathalie Crane, a partir de 1929? Escribo el sustantivo silencio ya que no he hallado, hasta el momento, obras posteriores a esa fecha. 

El silencio ha sido un tema demasiado caro a la literatura. ¿Y por qué no tener derecho a él, como un acto deliberadamente luminoso? Georges Bataille se permite este análisis: "¿Qué es el silencio? Ante todo, retirarse dentro de sí mismo, la absorción interior. Diríase que la carne entra en un estado de catalepsia, mientras que los nervios (o más bien lo sensible, lo vivo propiamente) revisten la superficie de ese retiro, lo envuelven en una pantalla de espera. El cuerpo paralizado es en ese momento como el crisol del alquimista: puede ser el lugar de la transmutación; puede igualmente no dar más que plomo." No es el caso de Crane la de una eremita buscando la Thebaida en el desierto, luego de sumergirse insaciable por el mundo. Pero lo certero es la honda dramatización producida luego de ese corte abrupto al silencio, en donde no fueron ni siquiera posibles el latido o el murmullo. 

En la literatura argentina hemos tenido dos ejemplos arquetípicos, en momentos disímiles: Enrique Banchs (omitiendo algunos lapsus verbae) y la iridiscente Alejandra Pizarnik. Y luego, esa hermosa línea de Poe, repetida tantas veces por Borges: "Silence, which is the merest word of all". Aventurada a regiones que jamás sospechamos, a zonas que estamos sospechando, la vidente Nathalie Crane me sigue esperando desde su ¿involuntario? eclipse. Es una niña que canta. Es una niña que llora, que advierte. Una arúspice desentrañando poesía de la poesía. ¿Habrá dicho at the just point, a la manera de Keats, "siento crecer las flores sobre mí"? ¿Quién sino ella misma pudo haber escrito a los dieciséis años su autobiografía, que como toda autobiografía tiene el sabor amargo de las despedidas anunciadas, incompletas? El libro se titula "Una Extraña desde el Paraíso".

Manuel Lozano

PRIMERA VINDICACIÓN DE LA NIÑA NATHALIE CRANE
Por Manuel Lozano



The waste remains, the waste remains and kills.
William Empson, Missing Dates





TRES POEMAS DE NATHALIE CRANE


TRADUCCIÓN DE MANUEL LOZANO


LA NIÑA QUE ENCEGUECIÓ

En plena oscuridad,
¿quién me contesta del color de una rosa,
de los atavíos en el mes de mayo
y todas esas peregrinaciones que realiza?
En plena oscuridad, ¿quién me contestaría -en la oscuridad-
a quién importaría si el olor de las rosas
y las cosas aladas
estuvieran ahí?
En plena oscuridad, ¿quién meditaría
sobre la sugerencia de una línea,
cuando la oscuridad guarda toda belleza,
toda belleza más allá del pensamiento?
¡Oh, ceguera! Las profecías confortables
acompañan nuestros caminos,
hasta que las manos liberadas al fin
dejan caer la nómina de los días.
En plena oscuridad,
¿quién contestaría del color de una rosa?
¿Quién, de los atavíos del mes de mayo?
¿Quién, de todas las peregrinaciones que realiza?
En plena oscuridad, ¿quién contestaría -en la oscuridad-
a quién importaría
si el olor de las rosas y las cosas aladas
estuvieran ahí?





ESTA MUERTE, AUN
Me ha encontrado bajo un sicomoro o un arce, no recuerdo
sino su sombra profunda por la cara.
¿Cómo será de vieja esta costumbre,
con qué cuerpo me inclinaré sobre tu Gólgota?



UN REQUIEM
Tal vez sienta ella aquí
el aliento de los arrodillados,
dispuestos a esperar que todo tiempo pase.
Acaso ella escuche,
sintiendo de cerca a los extraños.
Acaso, Acaso, y si no es aquello,
Acaso.
Tal vez la rosa palpable pueda decirle
sin cuidar sus pétalos, junto a su mejilla,
"Tardía es la hora",
"Reposas demasiado".
Acaso, Acaso, y si no es aquello,
Acaso.
Tal vez los lirios digan a su lado:
"Despierta, de nuevo convertido,
¿No te levantas?
Ellos no están lejos".
Tal vez, tal vez. Deja ahora que sea
Quizás.


MANUEL LOZANO- PRESIDENTE
FUNDACIÓN INTERDISCIPLINARIA DE ESTUDIOS PARA EL DESARROLLO


E-mail: lozanocied@arnet.com.ar


Acaso nunca fue (y es lo más probable, estoy seguro) fotografiada por Cecil Beaton una prematura tarde de otoño en Nueva York, como Mae West o Marilyn Monroe. Quizás, remedando una tradición iniciada con Plotino, no condescendió nunca al hábito vanidoso y paródico de ser reproducida -selfconscius- en más o menos falaces retratos de la noche y del alba. Pero es incontrastable este hecho: Nathalie Crane, hasta estas dramáticas horas de fin de siglo, no gozó de los quince minutos de gloria caritativamente adjudicados por Andy Wharhol a cada ser mortal. Es como si quisiera, íntimamente, hipostasiar ese pobre destino. 1989 fue el año de mi encuentro con Nathalie Crane en una de las bibliotecas de la Universidad de Chile: sólo un nombre y dos fechas, al pasar, como una lápida funeraria, de ésas a las que nos tuvieron acostumbrados los diccionarios y las enciclopedias de la modernidad. Pero debieron pasar tres años para que me encontrase con la luminosa y definitiva escritora. 

A mediados de 1992 fui invitado especialmente por la "Maison International de la Poesie", para participar junto a trescientos cincuenta escritores de todo el mundo de sus conocidas y arduas Bienales de poesía en Liege. No sabía, no podía prever -siquiera vacilantemente- en un nuevo reencuentro con la escritora. La neblinosa ciudad de Simenon me abría las puertas. La prolija ciudad de las horcas (vi una, temerario y asombrado, junto a aparatos de precisión y viejos caleidoscopios en algunos de sus museos), la pequeña ciudad medieval me aguardaba con otros talismanes. Escribo en un texto la palabra "joya" e inevitablemente pienso en el Heliogábalo de Artaud. Los insidiosos y breves poemas de Nathalie, ajenos a cualquier ismo o escuela vanguardista de este siglo, son como esas piedras preciosas en las vestiduras del emperador, nunca concebidas como meros accesorios de la tela o renovados ornamentos que dicta la moda. 

Si, como dice Goethe, "la suprema, la única operación del arte, consiste sólo en dar forma", la forma de la joya (la forma del poema) constituyen en Nathalie Crane un principio de identidad que abre un nuevo orbe, pero que también lo clausura. Nunca creí que la edad fuese para un escritor un valor en sí o un disvalor. Podría sostener esta idea con los ejemplos antagónicos de Rimbaud y Sthendal, con el de Whitman y el de Sylvia Plath. Pero no nos termina de asombrar que Nathalie Crane, una niña de apenas ocho años, colabore regularmente con "The New York Sun"; o asistiendo a los diez años al nacimiento de su primer libro, "The Janitor´s Boy"; o verla publicando sus relatos en las revistas más diversas, durante su permanencia en el Jersey College; o dando a conocer su presagioso "Lava Lane", apenas cumplido los doce; o "El Cuervo que Canta", al año siguiente, junto a "The Sunken Garden"; o la trilogía "Invisible Venus", de 1928. No esbozaré la falaz y para mí siempre repugnante hipótesis del niño prodigio. En todo caso, es su obra la que debe mostrarnos las claves, algún señuelo. Pero ¿por qué el silencio de la niña Nathalie Crane, a partir de 1929? Escribo el sustantivo silencio ya que no he hallado, hasta el momento, obras posteriores a esa fecha. 

El silencio ha sido un tema demasiado caro a la literatura. ¿Y por qué no tener derecho a él, como un acto deliberadamente luminoso? Georges Bataille se permite este análisis: "¿Qué es el silencio? Ante todo, retirarse dentro de sí mismo, la absorción interior. Diríase que la carne entra en un estado de catalepsia, mientras que los nervios (o más bien lo sensible, lo vivo propiamente) revisten la superficie de ese retiro, lo envuelven en una pantalla de espera. El cuerpo paralizado es en ese momento como el crisol del alquimista: puede ser el lugar de la transmutación; puede igualmente no dar más que plomo." No es el caso de Crane la de una eremita buscando la Thebaida en el desierto, luego de sumergirse insaciable por el mundo. Pero lo certero es la honda dramatización producida luego de ese corte abrupto al silencio, en donde no fueron ni siquiera posibles el latido o el murmullo. 

En la literatura argentina hemos tenido dos ejemplos arquetípicos, en momentos disímiles: Enrique Banchs (omitiendo algunos lapsus verbae) y la iridiscente Alejandra Pizarnik. Y luego, esa hermosa línea de Poe, repetida tantas veces por Borges: "Silence, which is the merest word of all". Aventurada a regiones que jamás sospechamos, a zonas que estamos sospechando, la vidente Nathalie Crane me sigue esperando desde su ¿involuntario? eclipse. Es una niña que canta. Es una niña que llora, que advierte. Una arúspice desentrañando poesía de la poesía. ¿Habrá dicho at the just point, a la manera de Keats, "siento crecer las flores sobre mí"? ¿Quién sino ella misma pudo haber escrito a los dieciséis años su autobiografía, que como toda autobiografía tiene el sabor amargo de las despedidas anunciadas, incompletas? El libro se titula "Una Extraña desde el Paraíso".