Arrojado por una innecesaria necesidad. Una afirmación que se nos presenta como la contradicción más aberrante y, por ello, como la más trágica y cierta. El ser se haya expuesto a comprender el grado de ambigüedad al que él mismo se enfrenta cuando decide plantearse la última cuestión: ¿por qué yo, aquí y ahora?. El ser se hace propiamente ser cuando se concibe a sí mismo como tal, es decir, cuando se reconoce como existente. No puede enfrentarse y luchar contra sí mismo y, a decir verdad, no puede equipararse a la nada. La nada es el fin del ser, pero además sólo el ser, en cuanto ser, puede llegar imaginativamente a aproximarse al significado de la nada.
La comprende e incluso la interpreta, pero no puede poner remedio alguno a su inminente advenimiento. Ha trascendido de tal forma que se propone, por pura necesidad, recoger el sentido de la nada. No puede claudicar ante la existencia de una conciencia innecesaria. Si la siguiente pregunta no tiene respuesta, el ser se haya irremediablemente en la encrucijada de su irrelevancia: ¿Por qué el ser y no más bien la nada?, preguntaba Heidegger. Es la eterna duda del hombre, un problema de difícil solución. Hemos sido arrojados cruelmente a la existencia, y nadie nos ha concedido el beneficio de la opción. Arrojados a la existencia desde el arbitrio más inconcebible para que podamos gritar de rabia ante la impotencia de nuestra condición ilógica. Es precisamente en ese último detalle donde se esconde la clave que nos permitirá asimilar el sentimiento trágico de la vida: el ser racional que necesita una repuesta lógica al porqué de su existencia y de su mundo. Por tanto, necesita lo imposible.
La razón necesaria es sólo una ficción pasional de un ser arbitrariamente racional. Ni la existencia del ser, ni el mundo en el que se ve inserto, poseen un sentido o un destino. Es más, lo cierto es que la nada posee más justificación racional que el ser, y éste lo sabe. Esa es la gran tragedia: el hombre que se asombra ante su condición existencial, a la vez que encuentra un sentido mucho mayor en la propia nada.
II.- Vulgo.doc
Andamos casi cabizbajos, avergonzándonos de esas sábanas del vulgo que nos intentan atrapar, e incluso estrangular. Hablamos de ese vulgo una y otra vez, como si fuera un simple riachuelo que todo lo engulle, que no atiende al camino y, lo que es más, que se jacta de poder modelar tal camino a sus anchas. El vulgo se arrastra sobre el suelo que pisan los sabios, ensuciándolo. Lo ensucia de tal modo que el sabio resbala, cae y grita impotente al cielo, tal y como yo lo hago. Pero el filósofo mira ese suelo y busca en su consuelo al culpable de la horrible atrocidad, mientras que el poeta, pese a ser sabio también, grita y llora al unísono, nunca mirando hacia abajo, siempre al cielo o a un horizonte infinito. El poeta se siente desvalido, triste y desamparado. Sólo puede recurrir a su sombra, a esa majestuosa y vital imagen que al vulgo tanto atormenta. Sois vosotros mismos, poetas, los que os atrevéis a analizaros, pero desde una cierta lejanía. ¡Cuan bella es vuestra sombra, que es capaz de unirse a la otra magnífica sombra de Dios!. El vulgo presiente la existencia de ese hermano mayor, de esa infame esencia que no es capaz de describir. Pero él sigue con su rostro firme y vacilante a la vez. No cambia su mirada y no tiene la suficiente valentía de preguntar si será o no demacrada.