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Melocotones Frescos. Francisco Cañabate Reche

  Para ti, que te quiero.

  Tal vez me piensen loco, pero voy a contarlo. No me importa que opinen que no tiene sentido lo que sabrán ahora porque yo así lo creo y eso no cambia nada. Si regreso en el tiempo y recorro esos días en que sucedió todo me parecen absurdos, pero no tengo dudas. Casi puedo decirlo con certeza absoluta, aunque queda el temor, ( entro en casas ajenas mirando las paredes, y pregunto los gustos de aquellos que visito. Nunca digo porqué porque no entenderían) y ocurre la desidia ( recobrar al dolor, aunque sea en el recuerdo siempre es inoportuno, y siempre es aplazable).

Hablaré sin embargo, lo diré con franqueza: cuando eso entró en mi vida, cuando ella lo pensó ( tal vez soñó pensarlo sintiéndose feliz) y lo eligió entre todos, sin comentarme nada, y después lo creó solo por ser osada, por darme una sorpresa, mucho antes de tenerlo con nosotros y a mano, cuando solo se hallaba como algo imaginado, comenzaron los signos ciertos de mi desgracia. Diré por si hace falta que yo era un hombre sano, que siempre había comido, y bebido, y vivido sin freno, ni mesura, sin medida ni pauta. Hasta que empezó aquello. En los primeros días aprecié paso a paso extrañas sensaciones y no supe que eran y decidí olvidarlas, me escondí bajo el ala tibia de la desgana y no les hice caso. Luego me sentí mal sin sentido y sin causa y consulté a un galeno. Me dijo que era alergia y puso tratamiento. Mas tarde ocurrió aquello. No se como pasó. Aun no puedo explicarlo, o no me atrevo a hacerlo porque es casi imposible. No me parece lógico, ni cuerdo, ni sencillo, pero si estoy seguro de que sucedió así, como lo cuento ahora, por si lo viven otros,  por si a alguien le interesa.
Fue una torpe mañana de trabajo sin pausa. Durante aquellas horas yo ya me sentía extraño, incomodo, irascible, insensible y huraño. Estaba algo agitado cuando  entré en la oficina. Luego llegué a mi puesto y Otis miró el reloj. Me estaba controlando y lo odiaba por ello, y me hacía sentir mal, pero eso no importaba. Ya estaba sucediendo aunque no lo sabía. Pese a mi malestar del que culpé al enfado ( y mentalmente a Otis), decidí continuar y así seguí el camino que ya tenía marcado hasta acabar mi turno. Luego colgué mi bata y bajé hasta la calle, y al pisar el asfalto comenzó un cosquilleo detrás de las orejas que yo achaqué a aquel frío de enero intermitente. Cesó y no le hice caso. El prurito inclemente se inició algo mas tarde. Sucedió en el camino de mi regreso a casa. Yo viajaba en el metro cuando sentí de pronto la íntima desazón que siempre le precede, esa cosquilla extraña, la casi dulce sensación de caricia callada, de terciopelo azul que me eriza la piel, la punzada inminente con que empieza el dolor. Eso no era algo nuevo, lo había notado antes: a veces, en el pueblo, al picarme una avispa, o en el agua del mar, al tocar las medusas. Como las otras veces después de tanto tiempo, de una forma intuitiva sabía lo que vendría  solo poco más tarde, pero ahora era distinto porque no había una causa que lo justificara ( o yo no la encontraba). Nada me había ocurrido y nada me era extraño. Miré a mi alrededor examinando a aquellos que estaban junto a mí en el vagón del metro, ocupando mi espacio, luchando por mi aire lo mismo que ratones enjaulados e inermes, y no vi nada nuevo. Salí de la estación por unas escaleras ( las de todos los días, sucias, desangeladas) y encaminé mis pasos hacia mi propia casa donde ella me esperaba. Y mientras caminaba se acrecentó el picor. Aunque algo mareado, sudoroso y sediento y escondiendo mi rostro, aun saludé al tendero que devolvió el saludo como todos los días, sin mirarme siquiera. Subí las escaleras de mi piso en silencio, sintiendo ya el esfuerzo, dejando que creciera la erupción en mi piel, ansiando un baño helado lo mismo que una pócima que lo calmara todo. Llegué hasta mi rellano notando aquel edema que parecía ocuparme y llenaba mis ojos. Se nublaba mi vista, pero no me  explicaba lo que estaba ocurriendo. Me pareció imposible porque no había motivo, y registré mis ropas por si algo había quedado camuflado en mi abrigo sin que yo lo supiera. Pero no encontré nada. Introduje la llave y cuando abrí la puerta el prurito fue intenso, agudo, insoportable. Me notaba febril  y pronuncié su nombre implorando su ayuda, pero no hubo respuesta. Supe que estaba solo y continué avanzando por el largo pasillo  que me apareció extenso, igual que una planicie yerma e inhabitada que surge inacabable después de una batalla. Luego llegué al salón y al fin lo supe todo.
La causa estaba allí. Reconocí mi alergia.
Sobre la chimenea, decorando la sala había aquel bodegón pintado al natural que yo nunca había visto. Lo había pintado ella. Este era su secreto. Quería ser la sorpresa por nuestro aniversario, su dulce aportación:
Unos melocotones. Frescos, bellos, distantes, también irreprochables, ocupaban el lienzo.
 Me desplomé en silencio vencido por la asfixia.
 ( Y ella legó mas tarde cargada de naranjas - de las que nada temo- y me salvó la vida).

Melocotones Frescos. Francisco Cañabate Reche

  Para ti, que te quiero.

  Tal vez me piensen loco, pero voy a contarlo. No me importa que opinen que no tiene sentido lo que sabrán ahora porque yo así lo creo y eso no cambia nada. Si regreso en el tiempo y recorro esos días en que sucedió todo me parecen absurdos, pero no tengo dudas. Casi puedo decirlo con certeza absoluta, aunque queda el temor, ( entro en casas ajenas mirando las paredes, y pregunto los gustos de aquellos que visito. Nunca digo porqué porque no entenderían) y ocurre la desidia ( recobrar al dolor, aunque sea en el recuerdo siempre es inoportuno, y siempre es aplazable).

Hablaré sin embargo, lo diré con franqueza: cuando eso entró en mi vida, cuando ella lo pensó ( tal vez soñó pensarlo sintiéndose feliz) y lo eligió entre todos, sin comentarme nada, y después lo creó solo por ser osada, por darme una sorpresa, mucho antes de tenerlo con nosotros y a mano, cuando solo se hallaba como algo imaginado, comenzaron los signos ciertos de mi desgracia. Diré por si hace falta que yo era un hombre sano, que siempre había comido, y bebido, y vivido sin freno, ni mesura, sin medida ni pauta. Hasta que empezó aquello. En los primeros días aprecié paso a paso extrañas sensaciones y no supe que eran y decidí olvidarlas, me escondí bajo el ala tibia de la desgana y no les hice caso. Luego me sentí mal sin sentido y sin causa y consulté a un galeno. Me dijo que era alergia y puso tratamiento. Mas tarde ocurrió aquello. No se como pasó. Aun no puedo explicarlo, o no me atrevo a hacerlo porque es casi imposible. No me parece lógico, ni cuerdo, ni sencillo, pero si estoy seguro de que sucedió así, como lo cuento ahora, por si lo viven otros,  por si a alguien le interesa.
Fue una torpe mañana de trabajo sin pausa. Durante aquellas horas yo ya me sentía extraño, incomodo, irascible, insensible y huraño. Estaba algo agitado cuando  entré en la oficina. Luego llegué a mi puesto y Otis miró el reloj. Me estaba controlando y lo odiaba por ello, y me hacía sentir mal, pero eso no importaba. Ya estaba sucediendo aunque no lo sabía. Pese a mi malestar del que culpé al enfado ( y mentalmente a Otis), decidí continuar y así seguí el camino que ya tenía marcado hasta acabar mi turno. Luego colgué mi bata y bajé hasta la calle, y al pisar el asfalto comenzó un cosquilleo detrás de las orejas que yo achaqué a aquel frío de enero intermitente. Cesó y no le hice caso. El prurito inclemente se inició algo mas tarde. Sucedió en el camino de mi regreso a casa. Yo viajaba en el metro cuando sentí de pronto la íntima desazón que siempre le precede, esa cosquilla extraña, la casi dulce sensación de caricia callada, de terciopelo azul que me eriza la piel, la punzada inminente con que empieza el dolor. Eso no era algo nuevo, lo había notado antes: a veces, en el pueblo, al picarme una avispa, o en el agua del mar, al tocar las medusas. Como las otras veces después de tanto tiempo, de una forma intuitiva sabía lo que vendría  solo poco más tarde, pero ahora era distinto porque no había una causa que lo justificara ( o yo no la encontraba). Nada me había ocurrido y nada me era extraño. Miré a mi alrededor examinando a aquellos que estaban junto a mí en el vagón del metro, ocupando mi espacio, luchando por mi aire lo mismo que ratones enjaulados e inermes, y no vi nada nuevo. Salí de la estación por unas escaleras ( las de todos los días, sucias, desangeladas) y encaminé mis pasos hacia mi propia casa donde ella me esperaba. Y mientras caminaba se acrecentó el picor. Aunque algo mareado, sudoroso y sediento y escondiendo mi rostro, aun saludé al tendero que devolvió el saludo como todos los días, sin mirarme siquiera. Subí las escaleras de mi piso en silencio, sintiendo ya el esfuerzo, dejando que creciera la erupción en mi piel, ansiando un baño helado lo mismo que una pócima que lo calmara todo. Llegué hasta mi rellano notando aquel edema que parecía ocuparme y llenaba mis ojos. Se nublaba mi vista, pero no me  explicaba lo que estaba ocurriendo. Me pareció imposible porque no había motivo, y registré mis ropas por si algo había quedado camuflado en mi abrigo sin que yo lo supiera. Pero no encontré nada. Introduje la llave y cuando abrí la puerta el prurito fue intenso, agudo, insoportable. Me notaba febril  y pronuncié su nombre implorando su ayuda, pero no hubo respuesta. Supe que estaba solo y continué avanzando por el largo pasillo  que me apareció extenso, igual que una planicie yerma e inhabitada que surge inacabable después de una batalla. Luego llegué al salón y al fin lo supe todo.
La causa estaba allí. Reconocí mi alergia.
Sobre la chimenea, decorando la sala había aquel bodegón pintado al natural que yo nunca había visto. Lo había pintado ella. Este era su secreto. Quería ser la sorpresa por nuestro aniversario, su dulce aportación:
Unos melocotones. Frescos, bellos, distantes, también irreprochables, ocupaban el lienzo.
 Me desplomé en silencio vencido por la asfixia.
 ( Y ella legó mas tarde cargada de naranjas - de las que nada temo- y me salvó la vida).

Melocotones Frescos. Francisco Cañabate Reche

  Para ti, que te quiero.

  Tal vez me piensen loco, pero voy a contarlo. No me importa que opinen que no tiene sentido lo que sabrán ahora porque yo así lo creo y eso no cambia nada. Si regreso en el tiempo y recorro esos días en que sucedió todo me parecen absurdos, pero no tengo dudas. Casi puedo decirlo con certeza absoluta, aunque queda el temor, ( entro en casas ajenas mirando las paredes, y pregunto los gustos de aquellos que visito. Nunca digo porqué porque no entenderían) y ocurre la desidia ( recobrar al dolor, aunque sea en el recuerdo siempre es inoportuno, y siempre es aplazable).

Hablaré sin embargo, lo diré con franqueza: cuando eso entró en mi vida, cuando ella lo pensó ( tal vez soñó pensarlo sintiéndose feliz) y lo eligió entre todos, sin comentarme nada, y después lo creó solo por ser osada, por darme una sorpresa, mucho antes de tenerlo con nosotros y a mano, cuando solo se hallaba como algo imaginado, comenzaron los signos ciertos de mi desgracia. Diré por si hace falta que yo era un hombre sano, que siempre había comido, y bebido, y vivido sin freno, ni mesura, sin medida ni pauta. Hasta que empezó aquello. En los primeros días aprecié paso a paso extrañas sensaciones y no supe que eran y decidí olvidarlas, me escondí bajo el ala tibia de la desgana y no les hice caso. Luego me sentí mal sin sentido y sin causa y consulté a un galeno. Me dijo que era alergia y puso tratamiento. Mas tarde ocurrió aquello. No se como pasó. Aun no puedo explicarlo, o no me atrevo a hacerlo porque es casi imposible. No me parece lógico, ni cuerdo, ni sencillo, pero si estoy seguro de que sucedió así, como lo cuento ahora, por si lo viven otros,  por si a alguien le interesa.
Fue una torpe mañana de trabajo sin pausa. Durante aquellas horas yo ya me sentía extraño, incomodo, irascible, insensible y huraño. Estaba algo agitado cuando  entré en la oficina. Luego llegué a mi puesto y Otis miró el reloj. Me estaba controlando y lo odiaba por ello, y me hacía sentir mal, pero eso no importaba. Ya estaba sucediendo aunque no lo sabía. Pese a mi malestar del que culpé al enfado ( y mentalmente a Otis), decidí continuar y así seguí el camino que ya tenía marcado hasta acabar mi turno. Luego colgué mi bata y bajé hasta la calle, y al pisar el asfalto comenzó un cosquilleo detrás de las orejas que yo achaqué a aquel frío de enero intermitente. Cesó y no le hice caso. El prurito inclemente se inició algo mas tarde. Sucedió en el camino de mi regreso a casa. Yo viajaba en el metro cuando sentí de pronto la íntima desazón que siempre le precede, esa cosquilla extraña, la casi dulce sensación de caricia callada, de terciopelo azul que me eriza la piel, la punzada inminente con que empieza el dolor. Eso no era algo nuevo, lo había notado antes: a veces, en el pueblo, al picarme una avispa, o en el agua del mar, al tocar las medusas. Como las otras veces después de tanto tiempo, de una forma intuitiva sabía lo que vendría  solo poco más tarde, pero ahora era distinto porque no había una causa que lo justificara ( o yo no la encontraba). Nada me había ocurrido y nada me era extraño. Miré a mi alrededor examinando a aquellos que estaban junto a mí en el vagón del metro, ocupando mi espacio, luchando por mi aire lo mismo que ratones enjaulados e inermes, y no vi nada nuevo. Salí de la estación por unas escaleras ( las de todos los días, sucias, desangeladas) y encaminé mis pasos hacia mi propia casa donde ella me esperaba. Y mientras caminaba se acrecentó el picor. Aunque algo mareado, sudoroso y sediento y escondiendo mi rostro, aun saludé al tendero que devolvió el saludo como todos los días, sin mirarme siquiera. Subí las escaleras de mi piso en silencio, sintiendo ya el esfuerzo, dejando que creciera la erupción en mi piel, ansiando un baño helado lo mismo que una pócima que lo calmara todo. Llegué hasta mi rellano notando aquel edema que parecía ocuparme y llenaba mis ojos. Se nublaba mi vista, pero no me  explicaba lo que estaba ocurriendo. Me pareció imposible porque no había motivo, y registré mis ropas por si algo había quedado camuflado en mi abrigo sin que yo lo supiera. Pero no encontré nada. Introduje la llave y cuando abrí la puerta el prurito fue intenso, agudo, insoportable. Me notaba febril  y pronuncié su nombre implorando su ayuda, pero no hubo respuesta. Supe que estaba solo y continué avanzando por el largo pasillo  que me apareció extenso, igual que una planicie yerma e inhabitada que surge inacabable después de una batalla. Luego llegué al salón y al fin lo supe todo.
La causa estaba allí. Reconocí mi alergia.
Sobre la chimenea, decorando la sala había aquel bodegón pintado al natural que yo nunca había visto. Lo había pintado ella. Este era su secreto. Quería ser la sorpresa por nuestro aniversario, su dulce aportación:
Unos melocotones. Frescos, bellos, distantes, también irreprochables, ocupaban el lienzo.
 Me desplomé en silencio vencido por la asfixia.
 ( Y ella legó mas tarde cargada de naranjas - de las que nada temo- y me salvó la vida).

Melocotones Frescos. Francisco Cañabate Reche

  Para ti, que te quiero.

  Tal vez me piensen loco, pero voy a contarlo. No me importa que opinen que no tiene sentido lo que sabrán ahora porque yo así lo creo y eso no cambia nada. Si regreso en el tiempo y recorro esos días en que sucedió todo me parecen absurdos, pero no tengo dudas. Casi puedo decirlo con certeza absoluta, aunque queda el temor, ( entro en casas ajenas mirando las paredes, y pregunto los gustos de aquellos que visito. Nunca digo porqué porque no entenderían) y ocurre la desidia ( recobrar al dolor, aunque sea en el recuerdo siempre es inoportuno, y siempre es aplazable).

Hablaré sin embargo, lo diré con franqueza: cuando eso entró en mi vida, cuando ella lo pensó ( tal vez soñó pensarlo sintiéndose feliz) y lo eligió entre todos, sin comentarme nada, y después lo creó solo por ser osada, por darme una sorpresa, mucho antes de tenerlo con nosotros y a mano, cuando solo se hallaba como algo imaginado, comenzaron los signos ciertos de mi desgracia. Diré por si hace falta que yo era un hombre sano, que siempre había comido, y bebido, y vivido sin freno, ni mesura, sin medida ni pauta. Hasta que empezó aquello. En los primeros días aprecié paso a paso extrañas sensaciones y no supe que eran y decidí olvidarlas, me escondí bajo el ala tibia de la desgana y no les hice caso. Luego me sentí mal sin sentido y sin causa y consulté a un galeno. Me dijo que era alergia y puso tratamiento. Mas tarde ocurrió aquello. No se como pasó. Aun no puedo explicarlo, o no me atrevo a hacerlo porque es casi imposible. No me parece lógico, ni cuerdo, ni sencillo, pero si estoy seguro de que sucedió así, como lo cuento ahora, por si lo viven otros,  por si a alguien le interesa.
Fue una torpe mañana de trabajo sin pausa. Durante aquellas horas yo ya me sentía extraño, incomodo, irascible, insensible y huraño. Estaba algo agitado cuando  entré en la oficina. Luego llegué a mi puesto y Otis miró el reloj. Me estaba controlando y lo odiaba por ello, y me hacía sentir mal, pero eso no importaba. Ya estaba sucediendo aunque no lo sabía. Pese a mi malestar del que culpé al enfado ( y mentalmente a Otis), decidí continuar y así seguí el camino que ya tenía marcado hasta acabar mi turno. Luego colgué mi bata y bajé hasta la calle, y al pisar el asfalto comenzó un cosquilleo detrás de las orejas que yo achaqué a aquel frío de enero intermitente. Cesó y no le hice caso. El prurito inclemente se inició algo mas tarde. Sucedió en el camino de mi regreso a casa. Yo viajaba en el metro cuando sentí de pronto la íntima desazón que siempre le precede, esa cosquilla extraña, la casi dulce sensación de caricia callada, de terciopelo azul que me eriza la piel, la punzada inminente con que empieza el dolor. Eso no era algo nuevo, lo había notado antes: a veces, en el pueblo, al picarme una avispa, o en el agua del mar, al tocar las medusas. Como las otras veces después de tanto tiempo, de una forma intuitiva sabía lo que vendría  solo poco más tarde, pero ahora era distinto porque no había una causa que lo justificara ( o yo no la encontraba). Nada me había ocurrido y nada me era extraño. Miré a mi alrededor examinando a aquellos que estaban junto a mí en el vagón del metro, ocupando mi espacio, luchando por mi aire lo mismo que ratones enjaulados e inermes, y no vi nada nuevo. Salí de la estación por unas escaleras ( las de todos los días, sucias, desangeladas) y encaminé mis pasos hacia mi propia casa donde ella me esperaba. Y mientras caminaba se acrecentó el picor. Aunque algo mareado, sudoroso y sediento y escondiendo mi rostro, aun saludé al tendero que devolvió el saludo como todos los días, sin mirarme siquiera. Subí las escaleras de mi piso en silencio, sintiendo ya el esfuerzo, dejando que creciera la erupción en mi piel, ansiando un baño helado lo mismo que una pócima que lo calmara todo. Llegué hasta mi rellano notando aquel edema que parecía ocuparme y llenaba mis ojos. Se nublaba mi vista, pero no me  explicaba lo que estaba ocurriendo. Me pareció imposible porque no había motivo, y registré mis ropas por si algo había quedado camuflado en mi abrigo sin que yo lo supiera. Pero no encontré nada. Introduje la llave y cuando abrí la puerta el prurito fue intenso, agudo, insoportable. Me notaba febril  y pronuncié su nombre implorando su ayuda, pero no hubo respuesta. Supe que estaba solo y continué avanzando por el largo pasillo  que me apareció extenso, igual que una planicie yerma e inhabitada que surge inacabable después de una batalla. Luego llegué al salón y al fin lo supe todo.
La causa estaba allí. Reconocí mi alergia.
Sobre la chimenea, decorando la sala había aquel bodegón pintado al natural que yo nunca había visto. Lo había pintado ella. Este era su secreto. Quería ser la sorpresa por nuestro aniversario, su dulce aportación:
Unos melocotones. Frescos, bellos, distantes, también irreprochables, ocupaban el lienzo.
 Me desplomé en silencio vencido por la asfixia.
 ( Y ella legó mas tarde cargada de naranjas - de las que nada temo- y me salvó la vida).

14.-El amante lunar. Francisco Cañabate Reche (59-61)

 Debe existir un mundo de seres diferentes que vegetan de día, lo mismo que murciélagos, para vivir la noche silenciosos y ocultos. Debe de haber un tiempo invertido y obscuro donde esos seres viven. En él tejen sus hilos, igual que entes nocturnos, unidos por un rito que  sólo ellos conocen. Y el ocaso los llama, de su mano regresan y respiran la vida llenos de la presencia, blanca e impenetrable de los rayos de luna. ¿Debe existir, acaso? Al menos yo lo creo. Postulo la existencia de ese mundo escondido, tal vez impenetrable, como algo necesario, inmediato y presente, como una consecuencia
de la simple certeza de que existen los astros que invocan nuestras almas.

Aunque hablo de sospechas, si sé que hay individuos que miran las estrellas y reflejado en ellas encuentran su destino. Y lo sé simplemente porque así soy yo mismo.   Os contaré mi historia:

...Yo era un hombre sin vida, apegado a la tierra, un ser indiferente, vulgar y estrafalario, sin nada que contaros hasta que ocurrió todo. Me sucedió una noche: miré la luna llena y quedé destrozado porque supe sin duda, con certeza absoluta, que en aquel resplandor existía el movimiento, que se formaba un gesto cálido y absorbente.

 Y para mi sorpresa, yo era el destinatario del extraño suceso y ella me sonreía. Negándome a mí mismo lo que ahora estaba viendo, giré mi rostro incrédulo,  miré de nuevo al suelo y me froté la cara. Un minuto más tarde, cuando al fin volví al cielo, ya todo había pasado porque ella ya no estaba. La ocultaban las nubes, ( ¿O ella se había escondido como una novia tímida para que no la viera?). Me culpé por cobarde ( por no haber respondido, por no haberla mirado cuando ella lo
propuso), y por loco y por necio y burlé mis recelos. Temblando ante la duda, por lo que había pasado ( ¿Sueño, verdad o magia? ¿Invención o misterio?) cuando venía la noche me escondía entre mis sábanas. Inseguro e inquieto no la busqué de nuevo durante muchos días, y pretendí olvidarla. Pero no pude hacerlo ( la suerte estaba echada, yo ya era uno de ellos y repetía sus gestos lunáticos y absurdos).

 Ocurrió sin remedio, lo mismo que un torrente hace que el agua caiga: sin poder evitarlo, abandoné el trabajo y empujado por algo, que yo aún no comprendía, empecé a no vivir en las horas del día y dejé a los amigos que ya no me hacían caso, y me olvidé de aquélla que había estado conmigo durante largos años y que decía quererme ( y sé que le hice daño, que no comprendió nada). Y otra noche de luna me sucedió de nuevo. Era cuarto menguante, yo estaba agotado y habían pasado cosas
que quemaban mi alma en aquellas jornadas, de esa vida postiza de mañanas y tardes que aún persistían agónicas, y que ya no era mía. Se derrumbaba un mundo para generar otro, pero yo no entendía. Aún estaba asustado y  lloraba en silencio por la triste torpeza que ahora regía mis actos y me era incomprensible, y en medio de mis lágrimas miré de nuevo al cielo buscando su mirada. Cuando encontré su brillo ( cuando pude enfrentarme nuevamente a sus ojos) ella me dijo quedo:
duérmete en mi regazo, sueña con las estrellas. Y observando aquel  cielo yo me quedé dormido, desnudo, en la ventana, ( y sé que aun era invierno y que no sentí frío) .

 Desde entonces no duermo hasta que viene el día. Me despido de ella y penetro en el sueño sintiendo sus caricias. Luego, cuando despierto, aprovecho las tardes para pensar en su brillo, anticipando el goce de mirarla despacio, como un amante tierno que contempla a la amada que duerme entre sus brazos. Así la miro a ella, disfrutando sus líneas, bebiendo esa sonrisa que suele regalarme cuando menos lo espero.Y de tanto mirarla ya no salgo de casa, se me olvidó comer y acabé sonriente, enflaquecido y pálido. Casi en cuarto menguante. ( Lo mismo que mi amiga)

14.-El amante lunar. Francisco Cañabate Reche (59-61)

 Debe existir un mundo de seres diferentes que vegetan de día, lo mismo que murciélagos, para vivir la noche silenciosos y ocultos. Debe de haber un tiempo invertido y obscuro donde esos seres viven. En él tejen sus hilos, igual que entes nocturnos, unidos por un rito que  sólo ellos conocen. Y el ocaso los llama, de su mano regresan y respiran la vida llenos de la presencia, blanca e impenetrable de los rayos de luna. ¿Debe existir, acaso? Al menos yo lo creo. Postulo la existencia de ese mundo escondido, tal vez impenetrable, como algo necesario, inmediato y presente, como una consecuencia
de la simple certeza de que existen los astros que invocan nuestras almas.

Aunque hablo de sospechas, si sé que hay individuos que miran las estrellas y reflejado en ellas encuentran su destino. Y lo sé simplemente porque así soy yo mismo.   Os contaré mi historia:

...Yo era un hombre sin vida, apegado a la tierra, un ser indiferente, vulgar y estrafalario, sin nada que contaros hasta que ocurrió todo. Me sucedió una noche: miré la luna llena y quedé destrozado porque supe sin duda, con certeza absoluta, que en aquel resplandor existía el movimiento, que se formaba un gesto cálido y absorbente.

 Y para mi sorpresa, yo era el destinatario del extraño suceso y ella me sonreía. Negándome a mí mismo lo que ahora estaba viendo, giré mi rostro incrédulo,  miré de nuevo al suelo y me froté la cara. Un minuto más tarde, cuando al fin volví al cielo, ya todo había pasado porque ella ya no estaba. La ocultaban las nubes, ( ¿O ella se había escondido como una novia tímida para que no la viera?). Me culpé por cobarde ( por no haber respondido, por no haberla mirado cuando ella lo
propuso), y por loco y por necio y burlé mis recelos. Temblando ante la duda, por lo que había pasado ( ¿Sueño, verdad o magia? ¿Invención o misterio?) cuando venía la noche me escondía entre mis sábanas. Inseguro e inquieto no la busqué de nuevo durante muchos días, y pretendí olvidarla. Pero no pude hacerlo ( la suerte estaba echada, yo ya era uno de ellos y repetía sus gestos lunáticos y absurdos).

 Ocurrió sin remedio, lo mismo que un torrente hace que el agua caiga: sin poder evitarlo, abandoné el trabajo y empujado por algo, que yo aún no comprendía, empecé a no vivir en las horas del día y dejé a los amigos que ya no me hacían caso, y me olvidé de aquélla que había estado conmigo durante largos años y que decía quererme ( y sé que le hice daño, que no comprendió nada). Y otra noche de luna me sucedió de nuevo. Era cuarto menguante, yo estaba agotado y habían pasado cosas
que quemaban mi alma en aquellas jornadas, de esa vida postiza de mañanas y tardes que aún persistían agónicas, y que ya no era mía. Se derrumbaba un mundo para generar otro, pero yo no entendía. Aún estaba asustado y  lloraba en silencio por la triste torpeza que ahora regía mis actos y me era incomprensible, y en medio de mis lágrimas miré de nuevo al cielo buscando su mirada. Cuando encontré su brillo ( cuando pude enfrentarme nuevamente a sus ojos) ella me dijo quedo:
duérmete en mi regazo, sueña con las estrellas. Y observando aquel  cielo yo me quedé dormido, desnudo, en la ventana, ( y sé que aun era invierno y que no sentí frío) .

 Desde entonces no duermo hasta que viene el día. Me despido de ella y penetro en el sueño sintiendo sus caricias. Luego, cuando despierto, aprovecho las tardes para pensar en su brillo, anticipando el goce de mirarla despacio, como un amante tierno que contempla a la amada que duerme entre sus brazos. Así la miro a ella, disfrutando sus líneas, bebiendo esa sonrisa que suele regalarme cuando menos lo espero.Y de tanto mirarla ya no salgo de casa, se me olvidó comer y acabé sonriente, enflaquecido y pálido. Casi en cuarto menguante. ( Lo mismo que mi amiga)

14.-El amante lunar. Francisco Cañabate Reche (59-61)

 Debe existir un mundo de seres diferentes que vegetan de día, lo mismo que murciélagos, para vivir la noche silenciosos y ocultos. Debe de haber un tiempo invertido y obscuro donde esos seres viven. En él tejen sus hilos, igual que entes nocturnos, unidos por un rito que  sólo ellos conocen. Y el ocaso los llama, de su mano regresan y respiran la vida llenos de la presencia, blanca e impenetrable de los rayos de luna. ¿Debe existir, acaso? Al menos yo lo creo. Postulo la existencia de ese mundo escondido, tal vez impenetrable, como algo necesario, inmediato y presente, como una consecuencia
de la simple certeza de que existen los astros que invocan nuestras almas.

Aunque hablo de sospechas, si sé que hay individuos que miran las estrellas y reflejado en ellas encuentran su destino. Y lo sé simplemente porque así soy yo mismo.   Os contaré mi historia:

...Yo era un hombre sin vida, apegado a la tierra, un ser indiferente, vulgar y estrafalario, sin nada que contaros hasta que ocurrió todo. Me sucedió una noche: miré la luna llena y quedé destrozado porque supe sin duda, con certeza absoluta, que en aquel resplandor existía el movimiento, que se formaba un gesto cálido y absorbente.

 Y para mi sorpresa, yo era el destinatario del extraño suceso y ella me sonreía. Negándome a mí mismo lo que ahora estaba viendo, giré mi rostro incrédulo,  miré de nuevo al suelo y me froté la cara. Un minuto más tarde, cuando al fin volví al cielo, ya todo había pasado porque ella ya no estaba. La ocultaban las nubes, ( ¿O ella se había escondido como una novia tímida para que no la viera?). Me culpé por cobarde ( por no haber respondido, por no haberla mirado cuando ella lo
propuso), y por loco y por necio y burlé mis recelos. Temblando ante la duda, por lo que había pasado ( ¿Sueño, verdad o magia? ¿Invención o misterio?) cuando venía la noche me escondía entre mis sábanas. Inseguro e inquieto no la busqué de nuevo durante muchos días, y pretendí olvidarla. Pero no pude hacerlo ( la suerte estaba echada, yo ya era uno de ellos y repetía sus gestos lunáticos y absurdos).

 Ocurrió sin remedio, lo mismo que un torrente hace que el agua caiga: sin poder evitarlo, abandoné el trabajo y empujado por algo, que yo aún no comprendía, empecé a no vivir en las horas del día y dejé a los amigos que ya no me hacían caso, y me olvidé de aquélla que había estado conmigo durante largos años y que decía quererme ( y sé que le hice daño, que no comprendió nada). Y otra noche de luna me sucedió de nuevo. Era cuarto menguante, yo estaba agotado y habían pasado cosas
que quemaban mi alma en aquellas jornadas, de esa vida postiza de mañanas y tardes que aún persistían agónicas, y que ya no era mía. Se derrumbaba un mundo para generar otro, pero yo no entendía. Aún estaba asustado y  lloraba en silencio por la triste torpeza que ahora regía mis actos y me era incomprensible, y en medio de mis lágrimas miré de nuevo al cielo buscando su mirada. Cuando encontré su brillo ( cuando pude enfrentarme nuevamente a sus ojos) ella me dijo quedo:
duérmete en mi regazo, sueña con las estrellas. Y observando aquel  cielo yo me quedé dormido, desnudo, en la ventana, ( y sé que aun era invierno y que no sentí frío) .

 Desde entonces no duermo hasta que viene el día. Me despido de ella y penetro en el sueño sintiendo sus caricias. Luego, cuando despierto, aprovecho las tardes para pensar en su brillo, anticipando el goce de mirarla despacio, como un amante tierno que contempla a la amada que duerme entre sus brazos. Así la miro a ella, disfrutando sus líneas, bebiendo esa sonrisa que suele regalarme cuando menos lo espero.Y de tanto mirarla ya no salgo de casa, se me olvidó comer y acabé sonriente, enflaquecido y pálido. Casi en cuarto menguante. ( Lo mismo que mi amiga)

14.-El amante lunar. Francisco Cañabate Reche (59-61)

 Debe existir un mundo de seres diferentes que vegetan de día, lo mismo que murciélagos, para vivir la noche silenciosos y ocultos. Debe de haber un tiempo invertido y obscuro donde esos seres viven. En él tejen sus hilos, igual que entes nocturnos, unidos por un rito que  sólo ellos conocen. Y el ocaso los llama, de su mano regresan y respiran la vida llenos de la presencia, blanca e impenetrable de los rayos de luna. ¿Debe existir, acaso? Al menos yo lo creo. Postulo la existencia de ese mundo escondido, tal vez impenetrable, como algo necesario, inmediato y presente, como una consecuencia
de la simple certeza de que existen los astros que invocan nuestras almas.

Aunque hablo de sospechas, si sé que hay individuos que miran las estrellas y reflejado en ellas encuentran su destino. Y lo sé simplemente porque así soy yo mismo.   Os contaré mi historia:

...Yo era un hombre sin vida, apegado a la tierra, un ser indiferente, vulgar y estrafalario, sin nada que contaros hasta que ocurrió todo. Me sucedió una noche: miré la luna llena y quedé destrozado porque supe sin duda, con certeza absoluta, que en aquel resplandor existía el movimiento, que se formaba un gesto cálido y absorbente.

 Y para mi sorpresa, yo era el destinatario del extraño suceso y ella me sonreía. Negándome a mí mismo lo que ahora estaba viendo, giré mi rostro incrédulo,  miré de nuevo al suelo y me froté la cara. Un minuto más tarde, cuando al fin volví al cielo, ya todo había pasado porque ella ya no estaba. La ocultaban las nubes, ( ¿O ella se había escondido como una novia tímida para que no la viera?). Me culpé por cobarde ( por no haber respondido, por no haberla mirado cuando ella lo
propuso), y por loco y por necio y burlé mis recelos. Temblando ante la duda, por lo que había pasado ( ¿Sueño, verdad o magia? ¿Invención o misterio?) cuando venía la noche me escondía entre mis sábanas. Inseguro e inquieto no la busqué de nuevo durante muchos días, y pretendí olvidarla. Pero no pude hacerlo ( la suerte estaba echada, yo ya era uno de ellos y repetía sus gestos lunáticos y absurdos).

 Ocurrió sin remedio, lo mismo que un torrente hace que el agua caiga: sin poder evitarlo, abandoné el trabajo y empujado por algo, que yo aún no comprendía, empecé a no vivir en las horas del día y dejé a los amigos que ya no me hacían caso, y me olvidé de aquélla que había estado conmigo durante largos años y que decía quererme ( y sé que le hice daño, que no comprendió nada). Y otra noche de luna me sucedió de nuevo. Era cuarto menguante, yo estaba agotado y habían pasado cosas
que quemaban mi alma en aquellas jornadas, de esa vida postiza de mañanas y tardes que aún persistían agónicas, y que ya no era mía. Se derrumbaba un mundo para generar otro, pero yo no entendía. Aún estaba asustado y  lloraba en silencio por la triste torpeza que ahora regía mis actos y me era incomprensible, y en medio de mis lágrimas miré de nuevo al cielo buscando su mirada. Cuando encontré su brillo ( cuando pude enfrentarme nuevamente a sus ojos) ella me dijo quedo:
duérmete en mi regazo, sueña con las estrellas. Y observando aquel  cielo yo me quedé dormido, desnudo, en la ventana, ( y sé que aun era invierno y que no sentí frío) .

 Desde entonces no duermo hasta que viene el día. Me despido de ella y penetro en el sueño sintiendo sus caricias. Luego, cuando despierto, aprovecho las tardes para pensar en su brillo, anticipando el goce de mirarla despacio, como un amante tierno que contempla a la amada que duerme entre sus brazos. Así la miro a ella, disfrutando sus líneas, bebiendo esa sonrisa que suele regalarme cuando menos lo espero.Y de tanto mirarla ya no salgo de casa, se me olvidó comer y acabé sonriente, enflaquecido y pálido. Casi en cuarto menguante. ( Lo mismo que mi amiga)

El niño y las Leónidas. FRANCISCO CAÑABATE RECHE


Cada treinta y seis años una lluvia de estrellas nos sorprende en la noche y nos extiende un manto luminoso y brillante, un manto que nos cubre por un instante único y nos evita el frío, un manto imaginario que nos hace sentirnos nuevamente pequeños, perdidos en el cielo, (los seres diminutos que finalmente somos), y nos recuerda un tiempo ya lejano y oscuro, (anclado en la memoria), en que todo era mágico y todo era posible.

Cada treinta y seis años ilustres meteoritos desprendidos de la cola de un astro caprichoso y lejano llegan hasta nosotros para cumplir su cita, y lo hacen puntualmente, con exactitud cósmica. (Ellos tal vez no saben que nosotros los vemos).

Cada treinta y seis años suceden la Leónidas: un fenómeno loco y ciego y sorprendente. Unas horas fugaces, un tiempo entre paréntesis, una oportunidad inesperada para seguir pensando (¿y porque no pensarlo?) que aún existen las Hadas y que a pesar de todo la vida continua.

Y ocurrió aquella noche y por eso lo cuento. Vinieron las Leónidas y surcaron el cielo anunciando a su paso, lo mismo que un heraldo, que aquel niño llegaba cogido de su mano.

Y no las entendimos.

Subimos al tejado porque las esperábamos ( las anunciaron antes los que todo lo saben), y se quedó la madre con el vientre preñado, cargado de esperanza, descansando en la casa. Los dos niños y yo estábamos dispuestos a bebernos el cielo, a no dejar pasar ni uno solo de los múltiples trozos de aquellos meteoritos que formaban señales dibujando en el aire sus diagramas de fuego.

Llevábamos las mantas y también los bolsillos repletos de ilusiones, y arropados por ellas elegimos sentarnos para observar la noche. Yo señalaba Venus y contaba los cuentos de la luna lunera, y los dos se reían, y la noche era clara, y el firmamento obscuro nos guiñaba sus ojos infinitos y ciertos, y pasaban las horas. Pero el tiempo no espera, y tras la diversión llego el aburrimiento. Nos habitaba el frío y hasta la incertidumbre, y luego la impaciencia: la mía y la de los niños, porque no sucedía.

El cielo estaba quieto, imperturbable, eterno, y tal vez las estrellas nos miraban pensando ¿ Qué estarán esperando, si ya ha ocurrido todo mas allá de sus ojos?.

El tiempo de los niños es un tiempo distinto, y no existe el futuro, ellos no lo conocen porque no es necesario. La vida es infinita desde su perspectiva, y también instantánea, y siempre tienen prisa, y todo se produce como en una cascada, y no cabe la espera. Por eso los dos niños mostraban su impaciencia, casi su desengaño y ya me preguntaban: ¿Papá, porqué no vienen?. ¿Perdieron su camino lo mismo que en el cuento y no saben volver?. ¿ O tal vez son muy tímidas y se están escondiendo para que no las vean?.

El más pequeño, Paco, se removía en su manta y se estaba durmiendo, y yo empecé a pensar que no sería esta vez, que debía regresar, que volvía de vacío, y aunque me resistía ( quedaba la ilusión, que sería defraudada), parecía inevitable. Virginia, la mayor, leyendo en mi mirada, tiraba de mi manga mostrándome los ojos de su hermano, cerrados. Entonces sucedió:

Estalló el firmamento y una lluvia de luces estridentes, de fuegos de artificio lo surco de repente. Y se despertó el niño y abrió sus grandes ojos y la niña encantada exclamó su sorpresa y demostró su gozo, (que eran también los míos).

Bajamos animados, risueños y locuaces, parlanchines y alegres, contando maravillas a la madre dormida, algunas inventadas y casi todas ciertas, como siempre sucede.

Unas horas después se produjo el milagro que anunciaban los astros y todos comprendimos: nació un ser diminuto, frágil y misterioso (la esencia del misterio) y llevaba en sus ojos ese reflejo mágico de la lluvia de estrellas.


Para mi hijo Miguel Ángel, que nos llegó en Noviembre.  Nació con las Leónidas.

El niño y las Leónidas. FRANCISCO CAÑABATE RECHE


Cada treinta y seis años una lluvia de estrellas nos sorprende en la noche y nos extiende un manto luminoso y brillante, un manto que nos cubre por un instante único y nos evita el frío, un manto imaginario que nos hace sentirnos nuevamente pequeños, perdidos en el cielo, (los seres diminutos que finalmente somos), y nos recuerda un tiempo ya lejano y oscuro, (anclado en la memoria), en que todo era mágico y todo era posible.

Cada treinta y seis años ilustres meteoritos desprendidos de la cola de un astro caprichoso y lejano llegan hasta nosotros para cumplir su cita, y lo hacen puntualmente, con exactitud cósmica. (Ellos tal vez no saben que nosotros los vemos).

Cada treinta y seis años suceden la Leónidas: un fenómeno loco y ciego y sorprendente. Unas horas fugaces, un tiempo entre paréntesis, una oportunidad inesperada para seguir pensando (¿y porque no pensarlo?) que aún existen las Hadas y que a pesar de todo la vida continua.

Y ocurrió aquella noche y por eso lo cuento. Vinieron las Leónidas y surcaron el cielo anunciando a su paso, lo mismo que un heraldo, que aquel niño llegaba cogido de su mano.

Y no las entendimos.

Subimos al tejado porque las esperábamos ( las anunciaron antes los que todo lo saben), y se quedó la madre con el vientre preñado, cargado de esperanza, descansando en la casa. Los dos niños y yo estábamos dispuestos a bebernos el cielo, a no dejar pasar ni uno solo de los múltiples trozos de aquellos meteoritos que formaban señales dibujando en el aire sus diagramas de fuego.

Llevábamos las mantas y también los bolsillos repletos de ilusiones, y arropados por ellas elegimos sentarnos para observar la noche. Yo señalaba Venus y contaba los cuentos de la luna lunera, y los dos se reían, y la noche era clara, y el firmamento obscuro nos guiñaba sus ojos infinitos y ciertos, y pasaban las horas. Pero el tiempo no espera, y tras la diversión llego el aburrimiento. Nos habitaba el frío y hasta la incertidumbre, y luego la impaciencia: la mía y la de los niños, porque no sucedía.

El cielo estaba quieto, imperturbable, eterno, y tal vez las estrellas nos miraban pensando ¿ Qué estarán esperando, si ya ha ocurrido todo mas allá de sus ojos?.

El tiempo de los niños es un tiempo distinto, y no existe el futuro, ellos no lo conocen porque no es necesario. La vida es infinita desde su perspectiva, y también instantánea, y siempre tienen prisa, y todo se produce como en una cascada, y no cabe la espera. Por eso los dos niños mostraban su impaciencia, casi su desengaño y ya me preguntaban: ¿Papá, porqué no vienen?. ¿Perdieron su camino lo mismo que en el cuento y no saben volver?. ¿ O tal vez son muy tímidas y se están escondiendo para que no las vean?.

El más pequeño, Paco, se removía en su manta y se estaba durmiendo, y yo empecé a pensar que no sería esta vez, que debía regresar, que volvía de vacío, y aunque me resistía ( quedaba la ilusión, que sería defraudada), parecía inevitable. Virginia, la mayor, leyendo en mi mirada, tiraba de mi manga mostrándome los ojos de su hermano, cerrados. Entonces sucedió:

Estalló el firmamento y una lluvia de luces estridentes, de fuegos de artificio lo surco de repente. Y se despertó el niño y abrió sus grandes ojos y la niña encantada exclamó su sorpresa y demostró su gozo, (que eran también los míos).

Bajamos animados, risueños y locuaces, parlanchines y alegres, contando maravillas a la madre dormida, algunas inventadas y casi todas ciertas, como siempre sucede.

Unas horas después se produjo el milagro que anunciaban los astros y todos comprendimos: nació un ser diminuto, frágil y misterioso (la esencia del misterio) y llevaba en sus ojos ese reflejo mágico de la lluvia de estrellas.


Para mi hijo Miguel Ángel, que nos llegó en Noviembre.  Nació con las Leónidas.

El niño y las Leónidas. FRANCISCO CAÑABATE RECHE


Cada treinta y seis años una lluvia de estrellas nos sorprende en la noche y nos extiende un manto luminoso y brillante, un manto que nos cubre por un instante único y nos evita el frío, un manto imaginario que nos hace sentirnos nuevamente pequeños, perdidos en el cielo, (los seres diminutos que finalmente somos), y nos recuerda un tiempo ya lejano y oscuro, (anclado en la memoria), en que todo era mágico y todo era posible.

Cada treinta y seis años ilustres meteoritos desprendidos de la cola de un astro caprichoso y lejano llegan hasta nosotros para cumplir su cita, y lo hacen puntualmente, con exactitud cósmica. (Ellos tal vez no saben que nosotros los vemos).

Cada treinta y seis años suceden la Leónidas: un fenómeno loco y ciego y sorprendente. Unas horas fugaces, un tiempo entre paréntesis, una oportunidad inesperada para seguir pensando (¿y porque no pensarlo?) que aún existen las Hadas y que a pesar de todo la vida continua.

Y ocurrió aquella noche y por eso lo cuento. Vinieron las Leónidas y surcaron el cielo anunciando a su paso, lo mismo que un heraldo, que aquel niño llegaba cogido de su mano.

Y no las entendimos.

Subimos al tejado porque las esperábamos ( las anunciaron antes los que todo lo saben), y se quedó la madre con el vientre preñado, cargado de esperanza, descansando en la casa. Los dos niños y yo estábamos dispuestos a bebernos el cielo, a no dejar pasar ni uno solo de los múltiples trozos de aquellos meteoritos que formaban señales dibujando en el aire sus diagramas de fuego.

Llevábamos las mantas y también los bolsillos repletos de ilusiones, y arropados por ellas elegimos sentarnos para observar la noche. Yo señalaba Venus y contaba los cuentos de la luna lunera, y los dos se reían, y la noche era clara, y el firmamento obscuro nos guiñaba sus ojos infinitos y ciertos, y pasaban las horas. Pero el tiempo no espera, y tras la diversión llego el aburrimiento. Nos habitaba el frío y hasta la incertidumbre, y luego la impaciencia: la mía y la de los niños, porque no sucedía.

El cielo estaba quieto, imperturbable, eterno, y tal vez las estrellas nos miraban pensando ¿ Qué estarán esperando, si ya ha ocurrido todo mas allá de sus ojos?.

El tiempo de los niños es un tiempo distinto, y no existe el futuro, ellos no lo conocen porque no es necesario. La vida es infinita desde su perspectiva, y también instantánea, y siempre tienen prisa, y todo se produce como en una cascada, y no cabe la espera. Por eso los dos niños mostraban su impaciencia, casi su desengaño y ya me preguntaban: ¿Papá, porqué no vienen?. ¿Perdieron su camino lo mismo que en el cuento y no saben volver?. ¿ O tal vez son muy tímidas y se están escondiendo para que no las vean?.

El más pequeño, Paco, se removía en su manta y se estaba durmiendo, y yo empecé a pensar que no sería esta vez, que debía regresar, que volvía de vacío, y aunque me resistía ( quedaba la ilusión, que sería defraudada), parecía inevitable. Virginia, la mayor, leyendo en mi mirada, tiraba de mi manga mostrándome los ojos de su hermano, cerrados. Entonces sucedió:

Estalló el firmamento y una lluvia de luces estridentes, de fuegos de artificio lo surco de repente. Y se despertó el niño y abrió sus grandes ojos y la niña encantada exclamó su sorpresa y demostró su gozo, (que eran también los míos).

Bajamos animados, risueños y locuaces, parlanchines y alegres, contando maravillas a la madre dormida, algunas inventadas y casi todas ciertas, como siempre sucede.

Unas horas después se produjo el milagro que anunciaban los astros y todos comprendimos: nació un ser diminuto, frágil y misterioso (la esencia del misterio) y llevaba en sus ojos ese reflejo mágico de la lluvia de estrellas.


Para mi hijo Miguel Ángel, que nos llegó en Noviembre.  Nació con las Leónidas.

El niño y las Leónidas. FRANCISCO CAÑABATE RECHE


Cada treinta y seis años una lluvia de estrellas nos sorprende en la noche y nos extiende un manto luminoso y brillante, un manto que nos cubre por un instante único y nos evita el frío, un manto imaginario que nos hace sentirnos nuevamente pequeños, perdidos en el cielo, (los seres diminutos que finalmente somos), y nos recuerda un tiempo ya lejano y oscuro, (anclado en la memoria), en que todo era mágico y todo era posible.

Cada treinta y seis años ilustres meteoritos desprendidos de la cola de un astro caprichoso y lejano llegan hasta nosotros para cumplir su cita, y lo hacen puntualmente, con exactitud cósmica. (Ellos tal vez no saben que nosotros los vemos).

Cada treinta y seis años suceden la Leónidas: un fenómeno loco y ciego y sorprendente. Unas horas fugaces, un tiempo entre paréntesis, una oportunidad inesperada para seguir pensando (¿y porque no pensarlo?) que aún existen las Hadas y que a pesar de todo la vida continua.

Y ocurrió aquella noche y por eso lo cuento. Vinieron las Leónidas y surcaron el cielo anunciando a su paso, lo mismo que un heraldo, que aquel niño llegaba cogido de su mano.

Y no las entendimos.

Subimos al tejado porque las esperábamos ( las anunciaron antes los que todo lo saben), y se quedó la madre con el vientre preñado, cargado de esperanza, descansando en la casa. Los dos niños y yo estábamos dispuestos a bebernos el cielo, a no dejar pasar ni uno solo de los múltiples trozos de aquellos meteoritos que formaban señales dibujando en el aire sus diagramas de fuego.

Llevábamos las mantas y también los bolsillos repletos de ilusiones, y arropados por ellas elegimos sentarnos para observar la noche. Yo señalaba Venus y contaba los cuentos de la luna lunera, y los dos se reían, y la noche era clara, y el firmamento obscuro nos guiñaba sus ojos infinitos y ciertos, y pasaban las horas. Pero el tiempo no espera, y tras la diversión llego el aburrimiento. Nos habitaba el frío y hasta la incertidumbre, y luego la impaciencia: la mía y la de los niños, porque no sucedía.

El cielo estaba quieto, imperturbable, eterno, y tal vez las estrellas nos miraban pensando ¿ Qué estarán esperando, si ya ha ocurrido todo mas allá de sus ojos?.

El tiempo de los niños es un tiempo distinto, y no existe el futuro, ellos no lo conocen porque no es necesario. La vida es infinita desde su perspectiva, y también instantánea, y siempre tienen prisa, y todo se produce como en una cascada, y no cabe la espera. Por eso los dos niños mostraban su impaciencia, casi su desengaño y ya me preguntaban: ¿Papá, porqué no vienen?. ¿Perdieron su camino lo mismo que en el cuento y no saben volver?. ¿ O tal vez son muy tímidas y se están escondiendo para que no las vean?.

El más pequeño, Paco, se removía en su manta y se estaba durmiendo, y yo empecé a pensar que no sería esta vez, que debía regresar, que volvía de vacío, y aunque me resistía ( quedaba la ilusión, que sería defraudada), parecía inevitable. Virginia, la mayor, leyendo en mi mirada, tiraba de mi manga mostrándome los ojos de su hermano, cerrados. Entonces sucedió:

Estalló el firmamento y una lluvia de luces estridentes, de fuegos de artificio lo surco de repente. Y se despertó el niño y abrió sus grandes ojos y la niña encantada exclamó su sorpresa y demostró su gozo, (que eran también los míos).

Bajamos animados, risueños y locuaces, parlanchines y alegres, contando maravillas a la madre dormida, algunas inventadas y casi todas ciertas, como siempre sucede.

Unas horas después se produjo el milagro que anunciaban los astros y todos comprendimos: nació un ser diminuto, frágil y misterioso (la esencia del misterio) y llevaba en sus ojos ese reflejo mágico de la lluvia de estrellas.


Para mi hijo Miguel Ángel, que nos llegó en Noviembre.  Nació con las Leónidas.