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Mostrando entradas de agosto 18, 2012

La leyenda de Zalensky

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Membrillos en el huerto Era casi medianoche. Los últimos minutos de aquel día, víspera del domingo, se enmarcaban lentos en una noche oscura. Las estrellas, como pastillas de centramina flotando en café tibio, se diluían vaporosas e conspicuas tapadas por nubes varadas en el cielo de su cerebro. Se dejaba arrebatar por esa cualidad del hombre cansado pero joven todavía. Por eso se anfetaba, para terminar de vivir una juventud; dolorosa anticipación de una madurez conformista. Qué otra cosa se podía hacer en un pueblo así, pensaba. Los días de trabajo se sucedían. Y su cuerpo... Su cuerpo no se endurecía. Agotado, miraba el fondo del valle-otoño pardo y el río en lo más hondo. Único consuelo durante las horas interminables de podar o labrar. Pensaba cuántos sudores olvidados a duras penas se agarraban a las pendientes. Algunas noches se anfetaba, por esconderse de las viñas, para que no lo vieran. Y hacía una metáfora de su realidad; era coyundar la vida en aquella tierra, entre aquella

La leyenda de Zalensky

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Membrillos en el huerto Era casi medianoche. Los últimos minutos de aquel día, víspera del domingo, se enmarcaban lentos en una noche oscura. Las estrellas, como pastillas de centramina flotando en café tibio, se diluían vaporosas e conspicuas tapadas por nubes varadas en el cielo de su cerebro. Se dejaba arrebatar por esa cualidad del hombre cansado pero joven todavía. Por eso se anfetaba, para terminar de vivir una juventud; dolorosa anticipación de una madurez conformista. Qué otra cosa se podía hacer en un pueblo así, pensaba. Los días de trabajo se sucedían. Y su cuerpo... Su cuerpo no se endurecía. Agotado, miraba el fondo del valle-otoño pardo y el río en lo más hondo. Único consuelo durante las horas interminables de podar o labrar. Pensaba cuántos sudores olvidados a duras penas se agarraban a las pendientes. Algunas noches se anfetaba, por esconderse de las viñas, para que no lo vieran. Y hacía una metáfora de su realidad; era coyundar la vida en aquella tierra, entre aquella

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Membrillos en el huerto Era casi medianoche. Los últimos minutos de aquel día, víspera del domingo, se enmarcaban lentos en una noche oscura. Las estrellas, como pastillas de centramina flotando en café tibio, se diluían vaporosas e conspicuas tapadas por nubes varadas en el cielo de su cerebro. Se dejaba arrebatar por esa cualidad del hombre cansado pero joven todavía. Por eso se anfetaba, para terminar de vivir una juventud; dolorosa anticipación de una madurez conformista. Qué otra cosa se podía hacer en un pueblo así, pensaba. Los días de trabajo se sucedían. Y su cuerpo... Su cuerpo no se endurecía. Agotado, miraba el fondo del valle-otoño pardo y el río en lo más hondo. Único consuelo durante las horas interminables de podar o labrar. Pensaba cuántos sudores olvidados a duras penas se agarraban a las pendientes. Algunas noches se anfetaba, por esconderse de las viñas, para que no lo vieran. Y hacía una metáfora de su realidad; era coyundar la vida en aquella tierra, entre aquella