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Santiago Rodríguez Heredia


Deslizó su lengua muy delicadamente por cada uno de sus blancos y afilados dientes, deleitándose con el jugo que aún había en ellos. Siguió con las comisuras y finalmente, quedó satisfecha, llena de vitalidad. Aunque sabía que estaba muerta, no le daba demasiadas vueltas. Se levantó, con el pálido cuerpo completamente desnudo y caminó de puntillas hacia la ventana de la habitación, mientras jugaba con sus rizos pelirrojos, ni siquiera se limitó a mirar los cuerpos del hombre y la mujer que había en el suelo, tirados de cualquier manera. Estaba empezando a llover y la preciosa luna estaba siendo ocultada por nubarrones negros como la misma noche. "Hora de marcharse", pensó. Recogió del suelo unas medias negras, atrevidas, elegantes, que se puso con sumo cuidado de no romperlas con sus largas y cuidadas uñas; después el corsé, del mismo color, que seguía el mismo patrón de bordados; y finalmente se puso el vestido morado, complacida al ver que no tenia ni una pequeña mancha de roja sangre en él.

Con una cálida sonrisa paseaba por la desierta calle, contemplando como caían las diminutas gotitas de cristalina agua de lluvia sobre el suelo empedrado, de color gris mate, sintiendo como caían y se deslizaban por su piel, causándole un leve cosquilleo y obligándola a pestañear para evitar que molestara sus verdosos ojos. Se detuvo al instante y se inclinó en el suelo, posando la palma húmeda de la mano sobre el helado suelo, serena, paciente,... algo se acercaba... Ladeó la cabeza dibujando una sonrisa lobuna en su rostro al contemplar el gato que se acercaba a ella, totalmente blanco, resplandeciente, con el pelaje mojado. Casi no encajaba su pureza en un cuadro tan oscuro. El pequeño gatito se acerco a ella con mucha cautela y emitió un solo y simple maullido, casi gutural en el silencio de la noche, interrumpido solo por el repiquetear del agua cayendo sobre la ciudad. Al instante salió corriendo y se perdió entre los callejones. Como si nada hubiera pasado, se incorporó y siguió su camino hacia la oscura nada, relamiéndose los labios mientras pensaba en los ojos ambarinos del felino, blanco como la nieve. Sin saber por qué apresuró el paso: ¿qué podía temer un ser inmortal como ella en una simple ciudad de nobles? Sonrió ante su lógica, satisfecha de si misma, pero no disminuyó la velocidad de la pequeña carrera...



Sorbió por la nariz y dejó la pluma a un lado con sumo cuidado de no manchar nada, se levantó con intención de estirar los músculos y miró a su alrededor: era noche avanzada y una luna menguante brillaba con fuerza justo arriba suya, apenas habían estrellas en el oscuro e inmenso cielo. Echó una rápida mirada a su alrededor, todo parecía estar en orden en la terraza... su peto, su yelmo, su armadura, su espada y su escudo yacían en el rincón donde él los había dejado, custodiados por un pequeño y oscuro gato de ojos lechosos enfermos y blancos. Le dedicó una pequeña sonrisa, era todo lo contrario al gato que describía en su relato. Se acercó a un extremo de la terraza y se apoyó en la barandilla, contemplando la ciudad que, aun a altas horas de la noche estaba llena de vida y ruidos que provenían de las tabernas locales. "Pobres... - susurró - ¡Si supieran lo que se les viene encima!". Volvió y entró en la pequeña y ahora solitaria casa, echó leña al fuego y llamó a la pequeña gatita por su nombre : "Kat, Kat ven...ya basta de escribir por hoy, estoy agotado y mañana hay que preparar muchas cosas" Asintió al contemplar que la felina le obedecía y acudía al sillón donde estaba él, cerca de la chimenea. Desde hacia tiempo hablaba con su gata, era lo único que le quedaba y no veía nada raro en ello. Cerró los ojos, intentando conciliar el sueño, pensando en el relato que estaba escribiendo hasta que por fin pudo dormir, escuchando el ronroneo de Kat, su gata ciega...



Pálida, reluciente, hermosa, como todas las noches has salido a dar un paseo nocturno, atraes todas las miradas y por supuesto también la mía, embobado te observo desde lejos aunque sé que nunca podría alcanzarte...me ignoras, nunca me ha importado que lo hagan, pero no puedo darme por vencido contigo, me gustaría olvidarte y no volver a sufrir más observando tu rostro y a la vez me gustaría tenerte solo para mi, dulce tortura de lágrimas en vano, pues nunca nada cambiará, ni siquiera se si lo que siento existe o es todo producto de una locura enfermiza...ojos vidriosos, corazón agitado, palmas sudorosas, síntomas cambiantes que sufro mientras contemplo la preciosa Luna, envuelta en su propia escolta de grisáceas nubes que la esconden y la quieren solo para ellas, me despido de ti, como todas las noches, paciente y esperando que todo esto acabe algún día.



Vagabundo de la noche escribo letras prohibidas a la luna llena, preso de una dulce locura de la que no me quiero separar aun que sé que me está matando poco a poco... Frío, calor, luz, oscuridad...nada tiene sentido ya, he conseguido adaptarme a todas las situaciones con frialdad, y aun así tus ojos pueden hacer que me derrumbe en apenas unas décimas de segundo. Crueldad...sé que soy cruel, a pesar de todo no puedes cambiarme, ojalá pudieras hacerlo...hacer desaparecer con un pequeño chasquido todos estos inútiles sentimientos que nada tienen que ver conmigo y que yo mismo no puedo evitar. Por la silenciosa calle observo el viento pasar, susurrándome al oído lo débil que soy por tu culpa, susurrándome que me aleje de ti de una vez, sonrío y asiento completamente convencido de dejarte marchar, de librarte de mi puesto que solo soy un gran y oscuro problema... pero entonces vuelvo a ver esos pequeños, inteligentes y oscuros ojos...entonces sé que no puedo hacerlo, me doy la vuelta y vuelvo a mi oscuro rincón debajo de la fría nada, maldiciendo al escuchar como el viento susurrante se burla y se ríe de mi...

Santiago Rodríguez Heredia


Deslizó su lengua muy delicadamente por cada uno de sus blancos y afilados dientes, deleitándose con el jugo que aún había en ellos. Siguió con las comisuras y finalmente, quedó satisfecha, llena de vitalidad. Aunque sabía que estaba muerta, no le daba demasiadas vueltas. Se levantó, con el pálido cuerpo completamente desnudo y caminó de puntillas hacia la ventana de la habitación, mientras jugaba con sus rizos pelirrojos, ni siquiera se limitó a mirar los cuerpos del hombre y la mujer que había en el suelo, tirados de cualquier manera. Estaba empezando a llover y la preciosa luna estaba siendo ocultada por nubarrones negros como la misma noche. "Hora de marcharse", pensó. Recogió del suelo unas medias negras, atrevidas, elegantes, que se puso con sumo cuidado de no romperlas con sus largas y cuidadas uñas; después el corsé, del mismo color, que seguía el mismo patrón de bordados; y finalmente se puso el vestido morado, complacida al ver que no tenia ni una pequeña mancha de roja sangre en él.

Con una cálida sonrisa paseaba por la desierta calle, contemplando como caían las diminutas gotitas de cristalina agua de lluvia sobre el suelo empedrado, de color gris mate, sintiendo como caían y se deslizaban por su piel, causándole un leve cosquilleo y obligándola a pestañear para evitar que molestara sus verdosos ojos. Se detuvo al instante y se inclinó en el suelo, posando la palma húmeda de la mano sobre el helado suelo, serena, paciente,... algo se acercaba... Ladeó la cabeza dibujando una sonrisa lobuna en su rostro al contemplar el gato que se acercaba a ella, totalmente blanco, resplandeciente, con el pelaje mojado. Casi no encajaba su pureza en un cuadro tan oscuro. El pequeño gatito se acerco a ella con mucha cautela y emitió un solo y simple maullido, casi gutural en el silencio de la noche, interrumpido solo por el repiquetear del agua cayendo sobre la ciudad. Al instante salió corriendo y se perdió entre los callejones. Como si nada hubiera pasado, se incorporó y siguió su camino hacia la oscura nada, relamiéndose los labios mientras pensaba en los ojos ambarinos del felino, blanco como la nieve. Sin saber por qué apresuró el paso: ¿qué podía temer un ser inmortal como ella en una simple ciudad de nobles? Sonrió ante su lógica, satisfecha de si misma, pero no disminuyó la velocidad de la pequeña carrera...



Sorbió por la nariz y dejó la pluma a un lado con sumo cuidado de no manchar nada, se levantó con intención de estirar los músculos y miró a su alrededor: era noche avanzada y una luna menguante brillaba con fuerza justo arriba suya, apenas habían estrellas en el oscuro e inmenso cielo. Echó una rápida mirada a su alrededor, todo parecía estar en orden en la terraza... su peto, su yelmo, su armadura, su espada y su escudo yacían en el rincón donde él los había dejado, custodiados por un pequeño y oscuro gato de ojos lechosos enfermos y blancos. Le dedicó una pequeña sonrisa, era todo lo contrario al gato que describía en su relato. Se acercó a un extremo de la terraza y se apoyó en la barandilla, contemplando la ciudad que, aun a altas horas de la noche estaba llena de vida y ruidos que provenían de las tabernas locales. "Pobres... - susurró - ¡Si supieran lo que se les viene encima!". Volvió y entró en la pequeña y ahora solitaria casa, echó leña al fuego y llamó a la pequeña gatita por su nombre : "Kat, Kat ven...ya basta de escribir por hoy, estoy agotado y mañana hay que preparar muchas cosas" Asintió al contemplar que la felina le obedecía y acudía al sillón donde estaba él, cerca de la chimenea. Desde hacia tiempo hablaba con su gata, era lo único que le quedaba y no veía nada raro en ello. Cerró los ojos, intentando conciliar el sueño, pensando en el relato que estaba escribiendo hasta que por fin pudo dormir, escuchando el ronroneo de Kat, su gata ciega...



Pálida, reluciente, hermosa, como todas las noches has salido a dar un paseo nocturno, atraes todas las miradas y por supuesto también la mía, embobado te observo desde lejos aunque sé que nunca podría alcanzarte...me ignoras, nunca me ha importado que lo hagan, pero no puedo darme por vencido contigo, me gustaría olvidarte y no volver a sufrir más observando tu rostro y a la vez me gustaría tenerte solo para mi, dulce tortura de lágrimas en vano, pues nunca nada cambiará, ni siquiera se si lo que siento existe o es todo producto de una locura enfermiza...ojos vidriosos, corazón agitado, palmas sudorosas, síntomas cambiantes que sufro mientras contemplo la preciosa Luna, envuelta en su propia escolta de grisáceas nubes que la esconden y la quieren solo para ellas, me despido de ti, como todas las noches, paciente y esperando que todo esto acabe algún día.



Vagabundo de la noche escribo letras prohibidas a la luna llena, preso de una dulce locura de la que no me quiero separar aun que sé que me está matando poco a poco... Frío, calor, luz, oscuridad...nada tiene sentido ya, he conseguido adaptarme a todas las situaciones con frialdad, y aun así tus ojos pueden hacer que me derrumbe en apenas unas décimas de segundo. Crueldad...sé que soy cruel, a pesar de todo no puedes cambiarme, ojalá pudieras hacerlo...hacer desaparecer con un pequeño chasquido todos estos inútiles sentimientos que nada tienen que ver conmigo y que yo mismo no puedo evitar. Por la silenciosa calle observo el viento pasar, susurrándome al oído lo débil que soy por tu culpa, susurrándome que me aleje de ti de una vez, sonrío y asiento completamente convencido de dejarte marchar, de librarte de mi puesto que solo soy un gran y oscuro problema... pero entonces vuelvo a ver esos pequeños, inteligentes y oscuros ojos...entonces sé que no puedo hacerlo, me doy la vuelta y vuelvo a mi oscuro rincón debajo de la fría nada, maldiciendo al escuchar como el viento susurrante se burla y se ríe de mi...

Santiago Rodríguez Heredia


Deslizó su lengua muy delicadamente por cada uno de sus blancos y afilados dientes, deleitándose con el jugo que aún había en ellos. Siguió con las comisuras y finalmente, quedó satisfecha, llena de vitalidad. Aunque sabía que estaba muerta, no le daba demasiadas vueltas. Se levantó, con el pálido cuerpo completamente desnudo y caminó de puntillas hacia la ventana de la habitación, mientras jugaba con sus rizos pelirrojos, ni siquiera se limitó a mirar los cuerpos del hombre y la mujer que había en el suelo, tirados de cualquier manera. Estaba empezando a llover y la preciosa luna estaba siendo ocultada por nubarrones negros como la misma noche. "Hora de marcharse", pensó. Recogió del suelo unas medias negras, atrevidas, elegantes, que se puso con sumo cuidado de no romperlas con sus largas y cuidadas uñas; después el corsé, del mismo color, que seguía el mismo patrón de bordados; y finalmente se puso el vestido morado, complacida al ver que no tenia ni una pequeña mancha de roja sangre en él.

Con una cálida sonrisa paseaba por la desierta calle, contemplando como caían las diminutas gotitas de cristalina agua de lluvia sobre el suelo empedrado, de color gris mate, sintiendo como caían y se deslizaban por su piel, causándole un leve cosquilleo y obligándola a pestañear para evitar que molestara sus verdosos ojos. Se detuvo al instante y se inclinó en el suelo, posando la palma húmeda de la mano sobre el helado suelo, serena, paciente,... algo se acercaba... Ladeó la cabeza dibujando una sonrisa lobuna en su rostro al contemplar el gato que se acercaba a ella, totalmente blanco, resplandeciente, con el pelaje mojado. Casi no encajaba su pureza en un cuadro tan oscuro. El pequeño gatito se acerco a ella con mucha cautela y emitió un solo y simple maullido, casi gutural en el silencio de la noche, interrumpido solo por el repiquetear del agua cayendo sobre la ciudad. Al instante salió corriendo y se perdió entre los callejones. Como si nada hubiera pasado, se incorporó y siguió su camino hacia la oscura nada, relamiéndose los labios mientras pensaba en los ojos ambarinos del felino, blanco como la nieve. Sin saber por qué apresuró el paso: ¿qué podía temer un ser inmortal como ella en una simple ciudad de nobles? Sonrió ante su lógica, satisfecha de si misma, pero no disminuyó la velocidad de la pequeña carrera...



Sorbió por la nariz y dejó la pluma a un lado con sumo cuidado de no manchar nada, se levantó con intención de estirar los músculos y miró a su alrededor: era noche avanzada y una luna menguante brillaba con fuerza justo arriba suya, apenas habían estrellas en el oscuro e inmenso cielo. Echó una rápida mirada a su alrededor, todo parecía estar en orden en la terraza... su peto, su yelmo, su armadura, su espada y su escudo yacían en el rincón donde él los había dejado, custodiados por un pequeño y oscuro gato de ojos lechosos enfermos y blancos. Le dedicó una pequeña sonrisa, era todo lo contrario al gato que describía en su relato. Se acercó a un extremo de la terraza y se apoyó en la barandilla, contemplando la ciudad que, aun a altas horas de la noche estaba llena de vida y ruidos que provenían de las tabernas locales. "Pobres... - susurró - ¡Si supieran lo que se les viene encima!". Volvió y entró en la pequeña y ahora solitaria casa, echó leña al fuego y llamó a la pequeña gatita por su nombre : "Kat, Kat ven...ya basta de escribir por hoy, estoy agotado y mañana hay que preparar muchas cosas" Asintió al contemplar que la felina le obedecía y acudía al sillón donde estaba él, cerca de la chimenea. Desde hacia tiempo hablaba con su gata, era lo único que le quedaba y no veía nada raro en ello. Cerró los ojos, intentando conciliar el sueño, pensando en el relato que estaba escribiendo hasta que por fin pudo dormir, escuchando el ronroneo de Kat, su gata ciega...



Pálida, reluciente, hermosa, como todas las noches has salido a dar un paseo nocturno, atraes todas las miradas y por supuesto también la mía, embobado te observo desde lejos aunque sé que nunca podría alcanzarte...me ignoras, nunca me ha importado que lo hagan, pero no puedo darme por vencido contigo, me gustaría olvidarte y no volver a sufrir más observando tu rostro y a la vez me gustaría tenerte solo para mi, dulce tortura de lágrimas en vano, pues nunca nada cambiará, ni siquiera se si lo que siento existe o es todo producto de una locura enfermiza...ojos vidriosos, corazón agitado, palmas sudorosas, síntomas cambiantes que sufro mientras contemplo la preciosa Luna, envuelta en su propia escolta de grisáceas nubes que la esconden y la quieren solo para ellas, me despido de ti, como todas las noches, paciente y esperando que todo esto acabe algún día.



Vagabundo de la noche escribo letras prohibidas a la luna llena, preso de una dulce locura de la que no me quiero separar aun que sé que me está matando poco a poco... Frío, calor, luz, oscuridad...nada tiene sentido ya, he conseguido adaptarme a todas las situaciones con frialdad, y aun así tus ojos pueden hacer que me derrumbe en apenas unas décimas de segundo. Crueldad...sé que soy cruel, a pesar de todo no puedes cambiarme, ojalá pudieras hacerlo...hacer desaparecer con un pequeño chasquido todos estos inútiles sentimientos que nada tienen que ver conmigo y que yo mismo no puedo evitar. Por la silenciosa calle observo el viento pasar, susurrándome al oído lo débil que soy por tu culpa, susurrándome que me aleje de ti de una vez, sonrío y asiento completamente convencido de dejarte marchar, de librarte de mi puesto que solo soy un gran y oscuro problema... pero entonces vuelvo a ver esos pequeños, inteligentes y oscuros ojos...entonces sé que no puedo hacerlo, me doy la vuelta y vuelvo a mi oscuro rincón debajo de la fría nada, maldiciendo al escuchar como el viento susurrante se burla y se ríe de mi...

El Tren. José Jesús Marín


José Jesús Marín



El tren”



Desperté confuso y desorientado, sin recordar el tiempo ni el lugar en que había comenzado mi sueño. El cielo era gris y opaco como la ignorancia que me afligía. Al cabo de unos minutos oí pasos. Un hombre vestido con traje oscuro se sentó a mi lado mientras yo me incorporaba. Miré a mi alrededor y vi que me hallaba en un vasto páramo surcado por unos raíles de ferrocarril a pocos pasos de nosotros.

_ ¿Dónde estoy?

_ No puedo responder a tu pregunta _ su voz era grave y destemplada.

_ ¿Quién puede hacerlo?

_ En realidad, nadie.

Miré la ropa que me cubría y vi que era igual de adusta y oscura que la de aquel sujeto.

_ ¿Hay más personas?

_ En el tren.

Sus párpados caían inertes y hoscos. Se acercó a los raíles y parecía decidido a ignorar mi presencia. Cuando le dije que iría a caminar un poco me advirtió que podría perder el tren.

Miré hacia la llanura y, de espaldas a los raíles, comencé a andar. En lejanía divisé una montaña cónica cubierta casi en su totalidad de un tupido bosque y, al mirarla, un intenso anhelo conmovió mi ánimo. Mis pensamientos oscilaron entre la necesidad de aguardar la llegada del ferrocarril y una apremiante incitación interior a emprender el ascenso de aquella cumbre.

Pronto hube de cerrar mis ojos para hacer más vívida una estampa que en mi imaginación se hacía presente con la consistencia frágil pero cierta de un recuerdo, como una sutil reminiscencia que debe ser acogida con urgencia para evitar su desvanecimiento. En la escena predominaban los tonos azulados y grisáceos. Un caballero con amplios atuendos de corte medieval, cuya figura aparece empequeñecida por la lejanía, camina por un sendero angosto que discurre a través de una llanura. El camino lo lleva a un castillo situado en la cima de una colina cercana.

Las torres y murallas toman un color entre anaranjado y azul, como si el Sol del crepúsculo le ofreciera sus últimos fulgores. Entre el caminante y su destino, la llanura se extiende con verdor brillante, uniforme y horizontal; rompen la monotonía algunos cipreses que bordean el camino. El caballero no parece dudar de su rumbo y algo parece advertir al observador de que la grata llanura dará paso a un aire pleno de indefinida magia, de enigmáticas enseñanzas, cuando el caminante se acerque a la fortaleza. Un pequeño arroyo, cuyas aguas aparecen como plateados reflejos de la luz tenue que domina el paisaje, cruza el sendero a unos pasos del caminante. Todos los elementos de la estampa, cuerpos, colores, sombras, la atmósfera extraña y a la vez esperanzadora, el enigmático castillo, inducían en mí una grata impresión de extrañeza. Me sentía absorto vivenciando la belleza indescifrable de la visión, con la débil convicción de hallarme ante las claves de una realidad más pura y esencial. Y pensé que tal vez la desoladora presencia del paisaje real podría ofrecerme la ocasión de vivir su aspecto menos perceptible, más pleno.

Caminé con menos vacilación hacia la montaña. Dejé de pensar en el origen y la finalidad de la experiencia que vivía y mi paso era armonioso y enérgico, como si intentara mantener a distancia el miedo que me había instigado a creer en la conveniencia de aguardar la llegada del ferrocarril. Tuve la impresión de sentirme movido por algo, de no ser propiamente yo quien caminaba. La presencia de ese algo hacía que todo mi ser se viese situado en un centro de levedad que nunca había conocido.

Cuando me hallé en el pie de la montaña inicié el ascenso, adentrándome por el espeso bosque de encinas que la poblaba y pensé que nada esencial me separaba de las hojas o de los ramajes del aire quieto que mi aliento quebraba o del cadencioso silbo de las aves que permanecían ocultas. A veces me detenía a contemplar una de las dentadas hojas y gozaba al experimentar cómo la imaginación y la percepción se habían convertido en una misma experiencia, en un sólo ensueño. Sin llegar a sentirme ajeno a lo real, podía otorgar formas y tonos diversos a todo cuanto veía. Sonidos, sombras, colores, silencio y luz ofrecían gamas inefables de matices. Diminutos rayos solares se deslizaban entre la fronda; el Sol debía hallarse en su cenit; el tiempo parecía despojarse de los límites que me habían abrumado al despertar. Todo era cristalino y diáfano.

Al cabo de un prolongado caminar a través del bosque, éste comenzó a disiparse gradualmente. Toda la vegetación se fue haciendo más escasa hasta que la roca desnuda, adoptando ciclópeas formas, se erigía ante mí, solemne y firme. Columbré la cima, sobre la cual se hallaba asentada una pequeña ermita, al parecer humilde y vetusta. Vi que descendía un hombre sorteando riscos y malezas y a medida que se acercaba advertí un aire triste en su paso; cabizbajo y grave se acercó a mi cuando llegó a mi altura. Me miraba con fijeza pero parecía temer algo o abrumarle alguna obsesión. Le pregunté si volvía de la ermita y me manifestó que le había faltado un trecho para llegar, que yo también debería dar media vuelta si quería llegar a tiempo al llano. Su voz era opaca, inerte y resignada; me miraba a través de sus párpados caídos. Al instante continuó su marcha sin despedirse ni aguardar a que lo siguiera y yo, durante algunos minutos, dudé y traté de sosegar mi pensamiento, de hallar el equilibrio que me permitiera optar con sabiduría entre la ermita y el tren, o tal vez realizar ambas cosas apurando el escaso tiempo. Pero el dulce abandono de mi paso despreocupado se había desvanecido como la brisa, dejando en su lugar una molesta sensación de fatiga y el efecto cegador del irritante sol, un aire hosco y pesado, y en mi alma el mismo temor denso que me afligió al despertar. Se quebraron los resortes que habían animado mi empuje y di la espalda a la cima que tanto había anhelado, con el grave pesar de quien es testigo de una primera muerte.

En el páramo, de nuevo juntos a los raíles, paseaba inquieto, a pocos pasos de los dos sujetos. Ellos tampoco se comunicaban entre sí. Para apaciguar mi creciente angustia traté de evocar, desde los oscuros dominios de mi ignota memoria, imágenes de todos los trenes y trayectos posibles. Imaginé los herrumbrosos vagones surcando desfiladeros abismales, feraces valles e inhóspitas montañas. Por doquier fluían ríos y torrentes de cristalinas aguas. A veces me veía en el interior de plateadas máquinas que atravesaban nubes de humo grisáceo, hedores inmundos, febriles suburbios donde multitudes humanas se apiñaban y se golpeaban con fiereza. En breve, el paisaje se mutaba en cárdeno crepúsculo, con nubes oblongas de violácea beatitud y el tren marchaba cerca de un mar calmo y reconfortante.

El estrépito del tren real quebró mi ensoñación y lo vi acercarse, vulgar y adusto, férreo y oscuro como la sirena letal que rasgaba el silencio del páramo. Fui guiado a través de los pasillos por un funcionario rudo e inexpresivo que apenas me habló. A través de los cristales de los compartimentos veía rostros que expresaban actitudes diversas. En unos se atisbaba ironía resignada, en otros me pareció entrever sutiles gestos de compasión al observar, casi de reojo y sin comprometer demasiado la inexpresividad sobria que les era común, mi paso advenidizo. Casi todos los viajeros guardaban silencio, miraban al frente y evitaban altivos la imagen del compañero que se situaba frente a ellos. Ninguno de los trenes que había imaginado provocó en mí el amargo malestar que experimentaba, el escalofrío estremecedor de la opresiva atmósfera que se calaba en mis huesos como letal aviso. Durante unos momentos dudé entre aceptar como única realidad mi capacidad de ensoñar o si por el contrario debería rendirme sin condiciones a la situación que me parecía vivir como más tangible, aunque menos alentadora.

En la cabina que me asignó el funcionario había tres pasajeros varones de mediana edad. Me acomodé junto a una ventana tras un vago saludo y miré la sencillez monótona de los campos dorados, la refulgencia del Sol crespuscular sobre las espigas y la presencia poco frecuente de algún pino solitario, de copa umbelar, mudo y contemplativo, como si hubiera optado por hacerse más permeable a la desnuda simplicidad del páramo renunciando a la compañía de otros árboles. Uno de los pasajeros, barbudo y canoso, de ojos ladinos y centelleantes, reinició la conversación que mi entrada había interrumpido.

_ Creo que vosotros también habéis observado lo que os decía. ¿Es así?

Los demás balanceaban sus cabezas con aburrimiento, como si hubieran oído la misma pregunta repetidas veces.

_ La solución, no por acertada deja de ser simple. Las ruedas sustentan y hacen avanzar el tren. Nuestro vagón es el más afectado por ese ruído y más concretamente este lugar sobre el que nos hallamos sentado.

_ ¿Hay una rueda justo debajo de nosotros? _ preguntó otro.

_ Exacto _ continuó el que parecía asumir el liderazgo _ El mal está localizado, sólo basta seguir los oportunos cauces para hallar una solución operativa. Creo que deberíamos dirigirnos al Comité de Bienestar o acaso al Comité Técnico...

Yo no percibía ningún ruido que destacara de la monótono estridencia rítmica. Imaginé que las horas se harían interminables para ellos y habrían desarrollado una hiperestesia especial. Les pregunté si sabían el recorrido y destino del tren y una turbia agitación mudó sus semblantes; el líder apretó su mandíbula y dejó traslucir una tensión casi rayana en la fiereza. Me dijo que eso que yo quería saber no interesaba a nadie y que otros, al interesarse por cuestiones parecidas o acaso menos comprometidas, como por ejemplo el mecanismo que acciona el movimiento del tren o el nombre de la región por la que transitamos, habían propiciado serios conflictos, tanto personales como colectivos. La clave de un viaje sin contratiempos reside - me dijo- en alcanzar el justo interés por un asunto inofensivo, por más que al principio se antoje trivial, que no malogre un trayecto que, en realidad, ha sido trazado por aquellos que nos representan.

Recordé, mientras hablaba, la montaña que no había llegado a ascender y me aterroricé especulando sobre la génesis del pánico que me había inducido a renunciar a ella. Tal vez muchos de los pasajeros no conocían montaña alguna. El cálido ambiente interior de los pasillos y cabinas y la aridez inhóspita de las inmensas llanuras constituían acaso las únicas opciones en una existencia que, para despojarla de su inasimilable contingencia, ornábanla con la quimérica voluntad de unos desconocidos representantes. El pasajero canoso adquiría un líquido brillo en sus ojos, esbozaba una exigua sonrisa y su voz, enérgica y grave, imbuía convicción a sus palabras. “El tren y el paisaje que divisamos a través de las ventanas nos salvan del caos, del vértigo que provoca ser conscientes de nuestra radical orfandad. No debemos, pues, insolentarnos con las moléculas más solidarias de la existencia, aquellas que gracias a la evolución y a un extraño azar, han surgido del caos y se ha ido agregando y organizando, dotándose de vida e inteligencia. Nuestro tejido nervioso contiene las células y las moléculas más útiles para llevar a cabo este tránsito. Confiémonos a nuestro cerebro, a lo que sabemos de esos... neurotransmisores y concedamos plena autoridad a su papel en la explicación de nuestro camino. Renunciemos al absurdo rigor de un viaje personal. Si el conocimiento de nuestro sistema nervioso no nos hubiera encaminado a buscar una solución definitiva, todavía andaríamos por esos campos mendigando certezas y alimentándonos de espectrales fantasías. Se cuenta que nuestros antepasados caminaban a pie. Sucumbían víctimas del odio, el hambre y la tristeza.”

Durante estos días he meditado obsesivamente acerca de esas palabras. No he hallado argumentos sólidos para rebatir su adusta tesis. Pero una sutil y extraña intuición me hace pensar que su visión es extremadamente parcial. Yo he visto ese bosque donde la luz tenía una cualidad indefinible y he sido testigo de ensoñaciones, acaso de veraces reminiscencias del pasado de mis congéneres. Junto a escenas de terror y miseria he visto miradas de inefable beatitud. He soñado los sones inefables de quienes pretendieron el éter de finas cadencias, de belleza sonora que entrelazaba sueños y deseos de buscadores que no se rendían a la inercia de su naturaleza más grávida. Las colosales dimensiones de antiguos templos en que la armonía de sus proporciones y la luz de sus naves expandían el corazón de los hombres y la estilizada verticalidad de sus torres establecía simbólicos lazos con el misterio celeste. La exquisita sencillez de campesinos que labraron y sembraron la tierra y la sacra candidez de su gesto al recolectar los dones que la tierra les otorgaba. Y he oído palabras de poetas que en los cárdenos crepúsculos vieron reflejados los tesoros ocultos de interiores paraísos.

A veces me quedo dormido, mecido por el rítmico vibrar, con la secreta esperanza de que mi sueño me devuelva al origen, a ese ignoto momento anterior a mi despertar junto a los raíles. Pero mis sueños me transportan a galerías laberínticas por las que camino sin reposo, buscando una luz fantasmagórica que acaso sólo existe en mis exiguos recuerdos de uno de los sueños, tal vez del sueño de todos los sueños. Despierto con decepción, de nuevo en mi lugar, frente a los adustos semblantes de mis compañeros de viaje. Y no ceso de lamentarme por estar bajo el dominio de la oscura entidad que doblega a todos los viajeros, la que nos seduce argumentado la comodidad del viaje predeterminado y nos salva de la cruel consciencia de la arbitrariedad y el azar. Los pasadizos por los que transito en mis sueños albergan un aire más fresco, del cual surgen incandescencias que me inquietan y a la vez me impregnan de la misma secreta dicha que a veces siento al contemplar la elegante serenidad de un pino solitario en su silencio humilde y el ascético ramaje de su copa, que parece sonreír compasivo y ver nuestra marcha a través del páramo con la candidez de quien todavía mira hacia lo alto.

Algunos días mi abatimiento me hace dudar de mis intuiciones y me pregunto si es común a todos los viajeros este desamparo o por el contrario, en ellos la aceptación del tren como única opción les libra de la noción del absurdo. Pero a veces, al caminar por los pasillos, he visto algunos semblantes melancólicos, pasajeros que apoyan su frente contra los cristales y durante horas permanecen inmóviles y ausentes, la mirada extraviada en la tiniebla helada del anochecer, como si hubieran sido alcanzados por misteriosas presencias. Nunca me he acercado a ellos a preguntarles nada. Con otros pasajeros sí he hablando y siempre me han contestado con evasivas y miradas recelosas. Y, sin embargo, aunque podría esperar de ellos una respuesta diferente, he decidido no dirigirme a esos enigmáticos viajeros; no deseo velar la incógnita de si realmente son heroicos soñadores de otros parajes. Al pensar en ellos, o al recordar mi subida a la montaña o la escena del caballero en pos de la fortaleza, también yo creo ser partícipe de una espera heroica.

Borrasca de Otoño. Pedro Cabrera Sánchez

Pedro Cabrera Sánchez

De “Borrasca de Otoño”



AUTOEPITAFIO PARA CUALQUIER CIUDADANO


Me creí, como todos, superior a mi prójimo

y fui un hombre normal; feliz no he sido;

(obvia la declaración, pero precisa)

amé a mucha más gente de la que a mí me quiso.

¡Ah, cuentas del amor deficitarias!

Ni siquiera logré el amor de los míos:

es tan difícil que te quieran tus contemporáneos

En nada destaqué, seguí sumiso

las leyes del trabajo y la modestia

que me impuso el mercado imperativo

y la incongénita escasez de genio.

Y de idéntico modo gratuito

con que fui convocado a la existencia,

me llamaron al reino del olvido;

desde allí te dirijo estas palabras

que ojalá no adelanten tu destino.

Liberado de toda servidumbre

ahora, que puedo hacerlo, me sonrío.




RECUERDO DE MI PADRE


Cuando cierro los ojos

la efigie de mi padre

se yergue recortada en el recuerdo,

retumba en mis oídos

el aura de silencio,

la callada burbuja de sosiego

que su quieta presencia suscitaba:

amándonos a todos, lo callaba

y a su vista cedía la virtud del mensaje;

hablar era excusable

en su manera de querer más suya:

mirar, mirar el mundo, silencioso,

amores irradiando su mirada.

Se sentaba las tardes de verano

a contemplar la calle, a presidirla

y al entorno sin techo le infundía

un talante doméstico, un íntimo sigilo

apenas perturbado

por los precoces coches del progreso.

Y un orden aquiescente se instauraba,

un orden implantado por su silla.

Un día calló enfermo, y calló en firme,

dejó de pronunciar ya para siempre

las escasas palabras que solía;

y entonces su silencio fue perfecto

y suma la elocuencia de sus ojos

y tácito su adiós a la existencia:

en medio de su muerte yo callaba.

En las rudas jornadas de ruido

del huérfano presente que me aflige,

cuando mi padre ausente ya no mira

ni calla más que en mi nostalgia herida,

a veces alzo la mirada al cielo

buscando su silencio y su mirada.



SONETO ERÓTICO PARA PROFESOR DE LENGUA



Igual que el verbo núbil transitivo

requiere complemento enamorado

y sueña plenitud de predicado

que mitigue su celo imperfectivo,

con gesto que se ostenta conativo

te invoco y te convoco aquí, a mi lado,

por el tiempo presente y el pasado

con no menor afán copulativo.

Amado a media voz y a grito amante,

a recciones de amor estoy sujeto;

y, pues se sabe que el primer actante

atiende solo a conseguir su objeto,

penetro en tí, mujer determinante.

Somos una oración: estoy completo.



SONETO A ARRIATE

No te importe que vaya poco a verte

ni que, vástago infiel, resida fuera;

no te importe la insólita manera

que tengo de ausentarme y de quererte.

Acepta que los naipes de mi suerte

permitieron que, osado, yo escogiera

llevar una existencia forastera

sin que tengas por éso que ofenderte.

Si pronto abandoné tu vecindario,

no dispuso dejar mi alejamiento

el censo de tu amor empobrecido.

La patria es la niñez y el escenario

donde mago se cumple su portento;

mi patria sois los dos: nunca os olvido.

------------------------------------------------------------

Borrasca de Otoño. Pedro Cabrera Sánchez

Pedro Cabrera Sánchez

De “Borrasca de Otoño”



AUTOEPITAFIO PARA CUALQUIER CIUDADANO


Me creí, como todos, superior a mi prójimo

y fui un hombre normal; feliz no he sido;

(obvia la declaración, pero precisa)

amé a mucha más gente de la que a mí me quiso.

¡Ah, cuentas del amor deficitarias!

Ni siquiera logré el amor de los míos:

es tan difícil que te quieran tus contemporáneos

En nada destaqué, seguí sumiso

las leyes del trabajo y la modestia

que me impuso el mercado imperativo

y la incongénita escasez de genio.

Y de idéntico modo gratuito

con que fui convocado a la existencia,

me llamaron al reino del olvido;

desde allí te dirijo estas palabras

que ojalá no adelanten tu destino.

Liberado de toda servidumbre

ahora, que puedo hacerlo, me sonrío.




RECUERDO DE MI PADRE


Cuando cierro los ojos

la efigie de mi padre

se yergue recortada en el recuerdo,

retumba en mis oídos

el aura de silencio,

la callada burbuja de sosiego

que su quieta presencia suscitaba:

amándonos a todos, lo callaba

y a su vista cedía la virtud del mensaje;

hablar era excusable

en su manera de querer más suya:

mirar, mirar el mundo, silencioso,

amores irradiando su mirada.

Se sentaba las tardes de verano

a contemplar la calle, a presidirla

y al entorno sin techo le infundía

un talante doméstico, un íntimo sigilo

apenas perturbado

por los precoces coches del progreso.

Y un orden aquiescente se instauraba,

un orden implantado por su silla.

Un día calló enfermo, y calló en firme,

dejó de pronunciar ya para siempre

las escasas palabras que solía;

y entonces su silencio fue perfecto

y suma la elocuencia de sus ojos

y tácito su adiós a la existencia:

en medio de su muerte yo callaba.

En las rudas jornadas de ruido

del huérfano presente que me aflige,

cuando mi padre ausente ya no mira

ni calla más que en mi nostalgia herida,

a veces alzo la mirada al cielo

buscando su silencio y su mirada.



SONETO ERÓTICO PARA PROFESOR DE LENGUA



Igual que el verbo núbil transitivo

requiere complemento enamorado

y sueña plenitud de predicado

que mitigue su celo imperfectivo,

con gesto que se ostenta conativo

te invoco y te convoco aquí, a mi lado,

por el tiempo presente y el pasado

con no menor afán copulativo.

Amado a media voz y a grito amante,

a recciones de amor estoy sujeto;

y, pues se sabe que el primer actante

atiende solo a conseguir su objeto,

penetro en tí, mujer determinante.

Somos una oración: estoy completo.



SONETO A ARRIATE

No te importe que vaya poco a verte

ni que, vástago infiel, resida fuera;

no te importe la insólita manera

que tengo de ausentarme y de quererte.

Acepta que los naipes de mi suerte

permitieron que, osado, yo escogiera

llevar una existencia forastera

sin que tengas por éso que ofenderte.

Si pronto abandoné tu vecindario,

no dispuso dejar mi alejamiento

el censo de tu amor empobrecido.

La patria es la niñez y el escenario

donde mago se cumple su portento;

mi patria sois los dos: nunca os olvido.

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Borrasca de Otoño. Pedro Cabrera Sánchez

Pedro Cabrera Sánchez

De “Borrasca de Otoño”



AUTOEPITAFIO PARA CUALQUIER CIUDADANO


Me creí, como todos, superior a mi prójimo

y fui un hombre normal; feliz no he sido;

(obvia la declaración, pero precisa)

amé a mucha más gente de la que a mí me quiso.

¡Ah, cuentas del amor deficitarias!

Ni siquiera logré el amor de los míos:

es tan difícil que te quieran tus contemporáneos

En nada destaqué, seguí sumiso

las leyes del trabajo y la modestia

que me impuso el mercado imperativo

y la incongénita escasez de genio.

Y de idéntico modo gratuito

con que fui convocado a la existencia,

me llamaron al reino del olvido;

desde allí te dirijo estas palabras

que ojalá no adelanten tu destino.

Liberado de toda servidumbre

ahora, que puedo hacerlo, me sonrío.




RECUERDO DE MI PADRE


Cuando cierro los ojos

la efigie de mi padre

se yergue recortada en el recuerdo,

retumba en mis oídos

el aura de silencio,

la callada burbuja de sosiego

que su quieta presencia suscitaba:

amándonos a todos, lo callaba

y a su vista cedía la virtud del mensaje;

hablar era excusable

en su manera de querer más suya:

mirar, mirar el mundo, silencioso,

amores irradiando su mirada.

Se sentaba las tardes de verano

a contemplar la calle, a presidirla

y al entorno sin techo le infundía

un talante doméstico, un íntimo sigilo

apenas perturbado

por los precoces coches del progreso.

Y un orden aquiescente se instauraba,

un orden implantado por su silla.

Un día calló enfermo, y calló en firme,

dejó de pronunciar ya para siempre

las escasas palabras que solía;

y entonces su silencio fue perfecto

y suma la elocuencia de sus ojos

y tácito su adiós a la existencia:

en medio de su muerte yo callaba.

En las rudas jornadas de ruido

del huérfano presente que me aflige,

cuando mi padre ausente ya no mira

ni calla más que en mi nostalgia herida,

a veces alzo la mirada al cielo

buscando su silencio y su mirada.



SONETO ERÓTICO PARA PROFESOR DE LENGUA



Igual que el verbo núbil transitivo

requiere complemento enamorado

y sueña plenitud de predicado

que mitigue su celo imperfectivo,

con gesto que se ostenta conativo

te invoco y te convoco aquí, a mi lado,

por el tiempo presente y el pasado

con no menor afán copulativo.

Amado a media voz y a grito amante,

a recciones de amor estoy sujeto;

y, pues se sabe que el primer actante

atiende solo a conseguir su objeto,

penetro en tí, mujer determinante.

Somos una oración: estoy completo.



SONETO A ARRIATE

No te importe que vaya poco a verte

ni que, vástago infiel, resida fuera;

no te importe la insólita manera

que tengo de ausentarme y de quererte.

Acepta que los naipes de mi suerte

permitieron que, osado, yo escogiera

llevar una existencia forastera

sin que tengas por éso que ofenderte.

Si pronto abandoné tu vecindario,

no dispuso dejar mi alejamiento

el censo de tu amor empobrecido.

La patria es la niñez y el escenario

donde mago se cumple su portento;

mi patria sois los dos: nunca os olvido.

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Borrasca de Otoño. Pedro Cabrera Sánchez

Pedro Cabrera Sánchez

De “Borrasca de Otoño”



AUTOEPITAFIO PARA CUALQUIER CIUDADANO


Me creí, como todos, superior a mi prójimo

y fui un hombre normal; feliz no he sido;

(obvia la declaración, pero precisa)

amé a mucha más gente de la que a mí me quiso.

¡Ah, cuentas del amor deficitarias!

Ni siquiera logré el amor de los míos:

es tan difícil que te quieran tus contemporáneos

En nada destaqué, seguí sumiso

las leyes del trabajo y la modestia

que me impuso el mercado imperativo

y la incongénita escasez de genio.

Y de idéntico modo gratuito

con que fui convocado a la existencia,

me llamaron al reino del olvido;

desde allí te dirijo estas palabras

que ojalá no adelanten tu destino.

Liberado de toda servidumbre

ahora, que puedo hacerlo, me sonrío.




RECUERDO DE MI PADRE


Cuando cierro los ojos

la efigie de mi padre

se yergue recortada en el recuerdo,

retumba en mis oídos

el aura de silencio,

la callada burbuja de sosiego

que su quieta presencia suscitaba:

amándonos a todos, lo callaba

y a su vista cedía la virtud del mensaje;

hablar era excusable

en su manera de querer más suya:

mirar, mirar el mundo, silencioso,

amores irradiando su mirada.

Se sentaba las tardes de verano

a contemplar la calle, a presidirla

y al entorno sin techo le infundía

un talante doméstico, un íntimo sigilo

apenas perturbado

por los precoces coches del progreso.

Y un orden aquiescente se instauraba,

un orden implantado por su silla.

Un día calló enfermo, y calló en firme,

dejó de pronunciar ya para siempre

las escasas palabras que solía;

y entonces su silencio fue perfecto

y suma la elocuencia de sus ojos

y tácito su adiós a la existencia:

en medio de su muerte yo callaba.

En las rudas jornadas de ruido

del huérfano presente que me aflige,

cuando mi padre ausente ya no mira

ni calla más que en mi nostalgia herida,

a veces alzo la mirada al cielo

buscando su silencio y su mirada.



SONETO ERÓTICO PARA PROFESOR DE LENGUA



Igual que el verbo núbil transitivo

requiere complemento enamorado

y sueña plenitud de predicado

que mitigue su celo imperfectivo,

con gesto que se ostenta conativo

te invoco y te convoco aquí, a mi lado,

por el tiempo presente y el pasado

con no menor afán copulativo.

Amado a media voz y a grito amante,

a recciones de amor estoy sujeto;

y, pues se sabe que el primer actante

atiende solo a conseguir su objeto,

penetro en tí, mujer determinante.

Somos una oración: estoy completo.



SONETO A ARRIATE

No te importe que vaya poco a verte

ni que, vástago infiel, resida fuera;

no te importe la insólita manera

que tengo de ausentarme y de quererte.

Acepta que los naipes de mi suerte

permitieron que, osado, yo escogiera

llevar una existencia forastera

sin que tengas por éso que ofenderte.

Si pronto abandoné tu vecindario,

no dispuso dejar mi alejamiento

el censo de tu amor empobrecido.

La patria es la niñez y el escenario

donde mago se cumple su portento;

mi patria sois los dos: nunca os olvido.

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Triste literatura y una canción para el rey. Agustín Torralba

Agustín Torralba
De “Triste literatura y una canción para el rey”:

DESAMOR

“Es no saber encontrar
el camino de vuelta a casa”
        Antonio Mañas Rabaneda
y deambular, paseando
por los planos de nuestra juventud,
como pasajeros
y descubrir, muy a pesar nuestro,
que no somos despreocupados
sino terriblemente indiferentes

ARREPENTIMIENTO

Pude haber acariciado,
y sin embargo,
en la yema de mis dedos
llevo impreso
todo cuanto un hombre
destroza cada vez
que inicia un gesto.
Pude haber acariciado,
y sin embargo...

VENCIDOS

En calendarios
hace lustros vencidos,
buscamos el espectro de los días
en que tan felices fuimos.
Y no hallamos más
que meses impresos
en hojas de papel quebradizos.

CRUELDAD

Descubrimos
que el alfabeto contaba
con palabras terribles
dispuestas a expresarse
por nosotros.

Triste literatura y una canción para el rey. Agustín Torralba

Agustín Torralba
De “Triste literatura y una canción para el rey”:

DESAMOR

“Es no saber encontrar
el camino de vuelta a casa”
        Antonio Mañas Rabaneda
y deambular, paseando
por los planos de nuestra juventud,
como pasajeros
y descubrir, muy a pesar nuestro,
que no somos despreocupados
sino terriblemente indiferentes

ARREPENTIMIENTO

Pude haber acariciado,
y sin embargo,
en la yema de mis dedos
llevo impreso
todo cuanto un hombre
destroza cada vez
que inicia un gesto.
Pude haber acariciado,
y sin embargo...

VENCIDOS

En calendarios
hace lustros vencidos,
buscamos el espectro de los días
en que tan felices fuimos.
Y no hallamos más
que meses impresos
en hojas de papel quebradizos.

CRUELDAD

Descubrimos
que el alfabeto contaba
con palabras terribles
dispuestas a expresarse
por nosotros.