El delirio. © Abraham Ferreira Khalil

EL DELIRIO Pompeya, visión invernal. Tras cada víspera, pinta el delirio mosaicos inconclusos con maquinarias que desgarran la potestad del Vesubio. Y aún no ha sido abierto el himen de Pompeya; su vértigo conserva entre doradas ánforas mientras otra virilidad retoza: la que tal vez fue alquimia de tu escultura, la que tal vez asalta mis vigilias y acaricia mi espíritu con ciclos desvelados. Fue el delirio también una escala de lámparas hacia los dioses, catarata de furias en la carne, un clímax que entre el magma se descubre. Un espasmo que no bastó para dilucidar si esta desgarradora no presencia envió hacia mi lecho legiones de reptiles. No existe en los estómagos de Pompeya amuleto capaz de arrastrar al delirio hacia su propia sima. No habita en sus pulmones hálito alguno que pueda descifrar su maldición. El delirio es brutal resurrección, arqueología que palpa la palabra al retornar al humo de la escritura ¿Cuándo descenderá su esta