Unamuno. Abraham Ferreira Khalil





UNAMUNO
   Lo recordaban severo, melancólico, sencillo y al mismo tiempo elegante. Cuentan que en cierta ocasión subió a un montículo cercano a su ciudad natal y desde ahí contempló la inmensidad que se expandía ante su mirada. Quizás buscaba una respuesta infinita al trágico sentir de su existencia. Quizás trataba de escuchar el arrullo de la intrahistoria a través de los pastos, los campos y las rocas del monte. Quizás imitó la suerte del Moisés extraviado que descubrió aquella Zarza llameante y misteriosa.
   Pero no fue un profeta. No había venido al mundo para dar testimonio de su verdad, sino para encontrarla en las cosas del espacio. No encontró sino incertidumbres y ramas que entorpecían su viaje. Así pues, como el pobre niño que ha de conformarse con un pedazo de pan, tuvo que contentarse con el divino privilegio de la duda. La duda fue su gran verdad; mas no dio fe de ella porque aquellos espíritus estaban bastante ligados a la certeza. Más que Moisés fue un Bautista clamando al infinito. Pusieron precio a su cabeza y quisieron servirsela al déspota en bandeja dorada. ¿Tanto temor causa la incertidumbre de un sólo hombre?
   Jamás se consideró profeta. En él convergían la inquietud del discípulo y la ciencia de los maestros. Enseñaba a otros con el incentivo de aprender de ellos. Consciente de su sabiduría, la palabra ejercía en él una posesión maquiavélica que él supo disfrazar con la delicada túnica de la modestia. Quizás aprendieron de él a amar la duda y el oficio de ser libres. O quizás él mismo aprendió a desenterrar sus convicciones y a cambiarlas por paradojas. Porque fue dichoso ejercitándose en las contradicciones. Fue dichoso intentando averiguar la agonía de las noches más luminosas y el júbilo de las auroras más oscuras. Fue a un mismo tiempo adalid del progreso y entusiasta de la reacción.
  Pero nunca fue un profeta. Todavía lo recuerdan severo, melancólico, sencillo y al mismo tiempo elegante, sentado sobre la hierba de aquel monte, contemplando su ciudad natal. Quizás buscaba una respuesta infinita al trágico sentir de su existencia. Su mirada palideció en sus últimas bocanadas de aire. Lo recluyeron en un desierto limitado donde, como Tántalo, estaba rodeado de agua y de alimentos, pero no podía beber ni comer.
   Y, al fin, aquel cíclope ilustrado se derrumbó ante el "postrer sorbo" de la muerte. Nos dejó vestigios de su inmensa arquitectura; vestigios que los arqueológos de la palabra aún siguen descifrando con tesón. Nos dejó su muerte, pero también la incógnita de lo incierto.
¡Dichoso él, porque ya le habrán sido reveladas las respuestas que confundieron su vida!