Aquel dos de diciembre. Andrés Rubia

Aquel dos de Diciembre
Por Andrés Rubia


Aquel dos de Diciembre, con un ramo de flores robado en una mano, con las llaves en la otra, preferí llegar de nuevo a casa, rehusando tomar el ascensor por no ver mi cara de desolación durante el trayecto y contemplarme en el espejo como un miserable recién abandonado por su última musa… Metí la llave, abrí la puerta, me dirigí hacia el aparato, metí el cd, seleccioné el número, pulsé el play y, tras arrojarme a la cama como un suicida que lo hace al vacío, me quedé escuchando “el tiempo de la cerezas” de Bunbury.
¿Que si es posible unir suerte y fracaso desde el balcón de las incertidumbres?
DOS MESES ANTES:…Desde mi ventana sur, los había visto muchas tardes encontrarse en aquel banco del parque Céfiro.
Aquellas citas, apenas duraban más de veinte minutos.
Nada más verse, como si de un ceremonial protocolo se tratase, se besaban las mejillas, apagaban sus teléfonos móviles y hablaban circunspectos, intensos, respetuosos en cada turno de palabra. En ocasiones sonreían, o agachaban la vista, o se mantenían quedos con la mirada pensativa hacia el estanque, justo allí donde una sirena de basalto vertía desde su ánfora un chorro de agua malva sobre la fuente.
Alguno de esos días llovía y se cobijaban bajo un paraguas anaranjado. Sin embargo, durante otras tarde de primavera, comían garrapiñadas y echaban rosetas de maíz a las palomas. Ella recostaba la cabeza en su hombro mientras él le echaba el brazo por encima. Quedaban absortos, el uno al lado del otro. Luego ya no hablaban más hasta la hora de marchar. Ambos vestían juveniles, pero a ojo de confidente escritor, yo sabía que teñían canas.
Llegaba el momento. Unas veces, marchaban juntos cogidos de la mano, otras, se separaban con un abrazo, con las miradas clavadas, con los ojos rebosantes de trance y cariño, como si no tuviesen muy claro que hubiera una próxima vez. Una frase breve en los labios de ella, a continuación, el gesto profundo de silencio en él. Ignoro cómo lo intuí, pero aquello dolía por alguna razón que nunca supe ni sabré.
A consecuencia de un tour poético hispanoamericano por Canarias, debí ausentarme durante un mes y doce días de mi apartamento en el barrio de los Destinos. Sea verdad, que cuando el grupo de cantautores del Arrecife me lo propuso, elucidé una oportunidad para sacudir mi inspiración y tratar de lograr componer al menos una o dos canciones. Necesitaba aquello como un loco anhela un poco de cordura transitoria e intentar pisotear mi crisis creativa. No pude evitar imaginarme con mi guitarra sentado a la orilla volcánica de una playa vacía de Lanzarote. Siempre he creído que soñar es más de infelices que de hipócritas.
Me sentía pequeño, ladino y yermo durante esos días. Mi proceso artístico musical llevaba tres meses en coma profundo, tan desértico y blanco como el valor catastral de un kilómetro cuadrado de luna.
Durante ese periodo alejado de mi pequeño apartamento, sucedieron cinco accidentes aéreos en el mundo, habían salido a la luz siete nuevos casos de corrupción en Cataluña, Andalucía y Madrid.
Un monologuista valenciano y su amante, el batería de un conocido grupo de soul, habían sido vilmente asesinados en la habitación de un hotel de Capri.
Se confiscaron diez alijos entre cocaína y hachís en una humilde aldea de la costa gallega.
En Jerusalén, Netanyahu, el primer ministro israelí, es asesinado en circunstancias paranormales por un niño palestino, quien a continuación se inmoló. Realizada la autopsia y el análisis de ADN, la identidad coincidía inexplicablemente con la de uno de los seis menores fallecidos durante el bombardeo a una escuela refugio de la ONU en Gaza, dos semanas antes del insólito homicidio.
La hija menor de mi vecina, Guillermina la del quinto, de diecisiete años, había abortado por segunda vez.
David Bisbal, obtenía un grammy por su álbum dedicado a mi persona, “El poeta olvidado”.
El gobierno español había implantado cinco nuevos impuestos, uno de ellos para los pintores y artistas que hiciesen pública su obra. Había subido al veintitrés por cierto el iva, la gasolina en un ocho más, y el ministro de economía había salvado la vida por los pelos tras un atentado terrorista en la Moncloa, donde treinta personas habían perecido, entre ellas, Jorge Javier Vázquez, el presentador del programa con más audiencia en Telecinco.
Pero también se dieron buenas noticias: Estados Unidos acababa de levantar el bloqueo a Cuba. La Nasa había descubierto un planeta con similares características al nuestro donde, la vida humana era posible; y además, se había ratificado la global prohibición para la fabricación de armas nucleares en todo el mundo. Corea del Norte había sido el último país en firmar.
Regresé un 21 de Noviembre a la península, a mi barrio de Los Destinos, a mi casa de la calle Destierro con vistas al parque Céfiro.
He de confesarlo. Los echaba de menos.
Estuve asomándome casi todas las tardes, pero algo sucedía. Él comenzaba a no acudir a todas las citas. Ella siempre lo hacía. Se sentaba en el mismo banco, miraba su teléfono, lo apagaba y permanecía alrededor de media hora esperando a que ocurriese algo, con la mirada puesta en aquella sirena que ahora ya vertía el agua con menos intensidad, más clara sobre la fuente. La bombilla del foco malva debía haberse fundido, y el ayuntamiento, probablemente, carecía de presupuesto para cambiarlo.
Debo reconocer que durante una semana y tres días, un sentimiento de curiosidad, de nostalgia y angustia, anduvo pertrechando mi corazón.
Aquel dos de Diciembre hacía frío, y aunque ella, fiel a donde siempre, sí acudió, supe que sería la última vez que lo haría. Cuando se marchó bajé a ver qué era lo que había estado labrando con un pequeño punzón en ese banco, el cual, durante tantas tardes de Mayo, había sido testimonial escenario de una historia tanto bella como extraña.
No era excesivamente grande. El ramo llevaba petunias, claveles, una flor del paraíso y una rosa intensamente hermosa y roja. En la madera del asiento había dejado escrito algo:
Duró lo que duró. Dure lo que dure el dolor… Jamás pondré en duda que haberte conocido no haya merecido la pena. Yo bendigo este rincón del universo donde fuimos dos desconocidos por primera vez.”
Aquel dos de Diciembre, con el ramo de flores robado en una mano, con las llaves en la otra, preferí llegar de nuevo a casa, rehusando tomar el ascensor por no ver mi cara de desolación, por no contemplarme en el espejo como un miserable recién abandonado por su última musa… Metí la llave, abrí la puerta, me dirigí hacia el aparato, metí el cd, seleccioné el número, pulsé el play y, tras arrojarme a la cama como un suicida que lo hace al vacío, me quedé escuchando “el tiempo de la cerezas” de Bunbury. 
 
Por Andrés Rubia