Una vocación cualquiera. Eulalia Gázquez

Una vocación cualquiera



Siempre sentí una singular atracción por lo que la sociedad, de forma grandilocuente, ha llamado "el mundo de la cultura", y yo redefiní más tarde, simplemente, con la palabra 'Humanidades', sustantivo que introduje como declaración de principios y saberes en mis tarjetas de presentación.

Recuerdo la infancia. Mientras a la salida del colegio los compañeros jugaban a las guerrillas, distribuIdos en bandos según el barrio al que pertenecieran, yo me quedaba en la pobre biblioteca de la escuela y miraba extasiado los libros de los estantes, cuando no pasaba con ansiedad los dedos sobre sus tapas. "José, vete a jugar con los demás, voy a cerrar", gritaba el maestro. Y entonces pensaba en el momento oportuno en que los abriría y devoraría todos sus vedados secretos.

Con el paso del tiempo terminé los estudios primarios. Mis padres, aparceros con pocas propiedades, a duras penas podían mantener a su numerosa prole, y menos satisfacer el capricho de un hijo empeñado en estudiar, y para el cual el trabajo del campo le quedaba holgado. Así, después de mucho meditar, encontré la solución, y con esa decisión que siempre me caracterizó, avancé con determinación hacía la chimenea donde mi padre abrasaba sus callosas manos aquella noche.
- Padre quiero hacerme sacerdote.
Tal fue la sorpresa, que enmudeció, y yo di por otorgada su aprobación. Por su parte, mi madre, cuando por el pueblo se cruzaba con alguien, o en la soledad del hogar, representó una de sus más logradas escenas histriónicas; pasaba del gimoteo por la pérdida de un hijo a irradiar toda ella paz al pensar en el futuro Santo nacido de su seno.

Aquel mismo otoño me trasladé al seminario más cercano, donde transcurrieron siete años de mi vida. Nunca llegué a integrarme; sin embargo, mis compañeros y los Padres apreciaron en mí una gran sociabilidad. Fue el único instrumento que tenía al alcance para lograr mis propósitos. Estudié latín, griego, filosofía, teología y otras asignaturas perdidas en el extraordinario laberinto de mi memoria. ¡De cuánto me sirvió en el devenir de mis relaciones futuras! Sobre todo, el prestigio que adquirí. La concurrencia te mira aturdida cuando ve dominar de forma grácil, sutil, seria, depende del momento, un idioma culto y bien muerto como el latín.

Antes de ordenarme sacerdote, dejé el seminario y me trasladé a Madrid. Por fin, todo iba a comenzar. A través de mis amistades eclesiásticas conseguí dar clases por la mañana en un colegio de frailes situado en el centro del barrio de Salamanca. Cuatro horas diarias mal pagadas, pero lo suficiente para habitar un cuartucho en La Latina. Mis verdaderas horas de estudio comenzaban a partir de las ocho de la tarde: pantalones ajados, chaqueta con coderas, bufanda al cuello, pelo largo y enmarañado. Por la calle desprendía ese aire bohemio que con tanto afán busqué y tan pronto dominé. Cerraba el círculo perfecto del atuendo varios libros y periódicos bajo el brazo. Entraba, salía, revoloteaba de tertulia en tertulia. Vampirizaba todo lo que manaba de aquella marea de escritores, pintores... hombres que representaban el mundo venidero, cuya cancela estaría pronto abierta para mí, ... y arrojado al Olimpo de los inmortales.

Un libro. Otro libro. Y así, mi bagaje cultural crecía, se ampliaba. Recitaba de memoria capítulos enteros. Por aquel entonces, la pintura era la luz de mi existencia creativa. El ensayo fue breve. Mis nimias aptitudes me hicieron comprender que la esperada gloria nunca vendría por el camino de los pinceles. ¿Qué hacer? El primer paso ya estaba dado: me había hecho imprescindible en todas las reuniones gracias a mi vivaz e ingeniosa conversación. Además, mis excentricidades me crearon una peculiar aura y, para cualquier asuntillo que llevaran entre manos, comenzaban a requerir mi constante presencia. Una tarde veía caer la lluvia espesa sobre el negro asfalto, y a los hombres vulgares y grises como el día esquivar las salpicaduras del agua producidas por los coches en sus frenéticas carreras. Yo, detrás de los cristales, seguía haciéndome la inevitable pregunta: ¿qué hacer? Calculé fríamente el conjunto de posibilidades con que contaba: pintar, sabía de sobra que Dios no me había llamado por esa senda; escribir, sin duda esa era mi gran destreza, ¿acaso no me publicaban artículos en diferentes publicaciones, cuyos contenidos se leían y discutían con apasionado interés en los restringidos círculos dictaminadores de la moda cultural del momento?. Pero ¡ay!, en este punto la pereza me abrazaba. Mi espíritu se ha resistido siempre a la mordaza, a la opresión de interminables horas de laborioso trabajo poco gratificante, y cada vez que lo he puesto en dicha tesitura, un gran abatimiento se ha adueñado de él. Así, de descarte en descarte llegué a dar con la respuesta: sería crítico de arte.

Con el transcurrir de los años me convertí en el más afamado de las Españas, de las Américas. Mi sabiduría y conocimiento de multitud de temas me hizo insustituible en cualquier debate. Mi pluma era perseguida por los mejores periódicos. Los programas de televisión en los que mi estrafalaria y cuidada imagen aparecía, adquirían un inusitado prestigio. Fui el Rey de las conferencias. Pese a todo, nada era tan gratificante como ver amontonarse las tarjetas de invitación a las exposiciones. Los pintores de reconocida notoriedad ansiaban que ensalzara su obra en público, y los jóvenes no temían al ridículo con tal de conseguir mi apreciada asistencia. Recuerdo la implorante búsqueda, el recoger las migajas desperdigadas de mis enjuiciamientos sobre sus pinturas. Si eran negativos se hundían poco a poco en la certidumbre de un fracaso rotundo. Si, por el contrario, eran positivos se pavoneaban: ¡eh, miradme, observad, si el resplandor os deja ver al autentico prototipo del genio! Sin vacilación alguna fue la mejor época. Mis opiniones manejaban los hilos de unos pobres muñecos, y hasta los inmortales se sentían atrapados en ellas.

Como testimonio fehaciente de mis palabras guardo, en un archivador, numerosos recortes. Extraigo al azar dos. Uno: "El prestigioso premio 'Villa de Madrid', dotado con cinco millones de pesetas, ha recaído este año en el conocido crítico de arte José Asunción por sus amplios conocimientos sobre nuestra ciudad...". Dos. "La conferencia ofrecida ayer en el Gran Casino por el ilustre humanista José Asunción, recorrió el mundo del toro con esa versatilidad que le caracteriza. Obtuvo un clamoroso éxito..."

Pero, últimamente, hechos extraños a la capacidad digital y memorística de mi portentoso cerebro me inquietan. Todo comenzó hace apenas tres meses, durante el almuerzo en un céntrico restaurante donde suelo ir a menudo con los colegas de los medios de comunicación. El camarero se disponía a tomar nota del menú, cuando, de repente, y sin poder controlarme, le recité un pasaje del Quijote relacionado con los manjares que se sirvieron en las bodas de Camacho. Ni la concurrencia ni el hombre de corbata negra que nos servía se sorprendieron, pues sabían de sobra con quien se las veían y rieron mi excentricidad. Yo me turbé, pues mi conciencia era ajena al suceso. A lo largo de los días estos episodios al principio esporádicos, se han sucedido con mayor asiduidad.
Tengo miedo. Comienzo a llamar la atención.
Con gran esfuerzo salí de casa. Hacía días que sólo me sustentaba con leche y galletas y me encontraba en una situación de agotamiento extremo. El único recurso era hacerme pasar por mudo. Pero hasta cuándo, por cuánto tiempo podría resistir. ¡Yo, el mejor conferenciante, el mejor crítico de arte!
Llaman por teléfono, un musgo viscoso me brota de los poros y me recubre enseguida toda la piel. Tengo que cogerlo. Controlo. Descuelgo el auricular despacio, lento, con la certeza de que también esta vez se va a repetir la misma obscenidad.
- ¿Sí?
- Pepe, soy Rodrigo. ¿Qué tal estás? Que cara vendes tu presencia. Cuéntame ¿en qué estás trabajando?
- Estoy... bien... Aquí caen todas las barreras espaciales; pues así como el hombre puede representarse en el mundo, lo pequeño es representable en lo grande, lo lejano en lo próximo y, por lo tanto, son idénticos. De lo cual deduzco: que hay una anatomía mágica propia, en la que determinadas partes del cuerpo humano se equiparan a determinadas partes del mundo, de esta suerte me deslizo hacia la cosmogonía...
- ¿Quién es? ¿Eres tú, Pepe?
Con furia arranqué el teléfono del cable, del único lazo que llegaba directamente de la calle, del aire, de la vida. Mí yo estaba ya muerto. Grandes lágrimas de impotencia arrasaron mis ojos. Las décimas de segundo comenzaban a serme descontadas vertiginosamente. Tenía que pensar con rapidez. Ir a un psiquiatra era absurdo, qué le diría. ¿Creería alguien que la garganta, que las cuerdas vocales, que la lengua, que una parte de mis órganos se habían independizado y rebelado contra mi mente, que no obedecían a los mandatos del cerebro? No; nunca mi boca podrá contar lo que realmente me sucede: me tomarían por loco y me encerrarían en una habitación de blancas paredes y negros barrotes, atrapado en un cuerpo extraño.
Tengo miedo.
Estoy al final del camino, lo sé. No puedo escribir más, no puedo evitar el empuje de esta anomalía que, momento a momento, gana terreno. Antes de que la mano no me responda, dejo la estilográfica; para qué seguir, no quiero dar pena; eso jamás.
¿De qué sirve la voluntad del ser consciente sin un esqueleto en el cual cobijarse? ¿De qué sirve un pensamiento sin identidad? ¿El conocimiento por si mismo, sin palabras? Y esta separación impúdica del lenguaje y los actos, me lleva a la certidumbre de la muerte. Y tengo miedo, miedo por lo no vivido.
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Madrid, once de enero de 1987

El comisario Pancorbo odiaba los cadáveres; sobre todo los cadáveres malolientes que flotan en charcos de sangre; y había tenido la mala suerte de tropezarse con uno al comenzar la jornada. "¡Maldita sea! -pensó- ahora tendré todo el día torcido". El comisario Pancorbo era supersticioso en grado extremo, además de histérico, y creía que cuanto más se lavara las manos y pusiera una gran distancia entre él y el muerto, más estaría a salvo de su maleficio. Así que, nada más llegar al escenario del terrible suceso, el sargento Medina delegó el caso en él y desapareció. Ya en su despacho el teléfono no paró de sonar, y sólo se pudo lavar las manos unas cuatro o cinco veces. "¿Quién demonios era este Asunción, que no podía quitárselo de encima?". Hasta el ministro de cultura se había interesado por los detalles y pedía celeridad en el 'esclarecimiento de los hechos'. Para cuando llamó el alcalde ya sabía que el día estaba perdido sin remisión.
Era noche cerrada, cuando el sargento Medina dejó caer su grueso cuerpo en uno de los cincuenta sillones estilo plástico Corbusier que el Ministerio del Interior había comprado para dar un cierto aire de modernidad más a tono con los nuevos tiempos.
-¡Cuidado!, después no vas a poder levantarte. - dijo el comisario Pancorbo, y reía a grandes carcajadas su propio chiste.
"¡Capullo!", pensó el sargento Medina.
- ¿Tienes el informe del forense?
Con esta pregunta el comisario dio por zanjada la broma y se centró en el tema, que inútilmente había tratado de esquivar a lo largo del día.
- Sí, suicidio. Se ha cortado la vena de la muñeca izquierda con un cuchillo jamonero. Además, el cuerpo presentaba un alto grado de desnutrición.
- Prepara los datos que tengas y pásalos al gabinete de prensa, hay que dar un comunicado. Ese hombre era toda una celebridad.
- Me he puesto en contacto con la familia y mañana vendrán, para llevarse el cuerpo, con una representación del Ayuntamiento de ... - el sargento entornó los ojos, y buscó un instante dentro de su cabeza el nombre del pueblo - ... Bonjar, sí, así se llama. Lo han declarado hijo predilecto y quieren hacerle un solemne entierro, allá en su tierra. Le entregaré a los hermanos una especie de diario, papeles personales que estaban al lado del cadáver.
- ¿Esos papeles no son importantes para la investigación del caso?
-¿Qué caso? Ha sido un suicidio y punto. La familia, que haga con ellos lo que quiera.
Y el sargento Medina pensó: "Encima de gandul, pejiguero"

Eulalia Gázquez

“Una vocación cualquiera”
(Memorias apócrifas del erudito y crítico de arte José Asunción)

EL TRANCO II, pág. 25-30