Yo tenía una bicicleta roja. Antonio Almécija Blanes

 Yo tenía una bici roja, yo tenía un amigo en África... Nació a orillas del Almar, un río pequeño y ambicioso que se dirige inevitablemente a su destino: Al-mar, a los océanos, a lo desconocido. Almar, una metáfora de su propia vida. Fue a un colegio de curas, logró aprender todo lo que no enseñan y a sumar y escribir casi a la perfección. Enseguida se hizo director, organizó las clases, el recreo, incluso la limpieza ¡agua vaaa! Calderos y calderos se deslizaban por corredores con tal fuerza que llegaban a la vez al piso de abajo por el techo y la escalera.

En los deportes era un hacha –siempre el campeón- campeón de pantalones rotos, bolsillos descosidos y algún que otro chichón ¡ahí va el balón, esa cabeza! Pero los balones no siempre eran inteligentes y confundían la portería con la ventana del Director, el otro, el que llevaba sotana hasta los pies. Cuando esto sucedía se producía el “choque de competencias”. Y pronto el colegio se hizo pequeño y el pueblo demasiado llano y la torre de ladrillo rojo demasiado baja para vigía de su mar.


Y así, un día partió “de Mancera a Macotera, de San Juan de la Cruz" la Cruz a Lucifera...” al Madrid de Carabanchel, a la pandilla a los primeros cigarros, las primeras correrías, a los cines de barrio, a la doble sesión, no sé muy bien si porque había dos películas o porque aprovechaba las últimas filas. Y surgió su amor por el cine, adoró los primeros planos y voló a Casablanca unos cientos de veces. Poco a poco fue dando rienda suelta a su “libertad”, a sus impulsos, a su afán de transformación de todo lo que tocaba o percibían sus sentidos. Fue generando una enorme pasión por aprender todo lo que aprehendían sus manos, su vista, su oído. Su retina fue su primera cámara fotográfica, sus manos ¡ay sus manos! Eran capaces de modelar, reparar o destrozar todo lo que caía en ellas.

Y al igual que aquel colegio, su casa, su entorno, se le hizo pequeño, comenzó a vivir su propia vida. Dejó la familia, buscó trabajo, hizo mil y una chapuzas, fue pinche, camarero, monitor, arreglador de máquinas y enseres varios... y un día decidió estudiar, así como lo hacían otros, con matrícula, escuela y un horario fijo. Superó todas las pruebas que le pusieron y decidió hacerse maestro –MAESTRO- y quiso ser el mejor, el director que había sido cuando niño. Y otra vez el mundo se le hizo pequeño y se acordó de Almar y cogió la mochila, un avión y Casablanca y comenzó su vida, otra, en otras tierras, con otras gentes, otro color, un nuevo calendario. En una de sus cartas decía: “... el desierto es inmenso, tanto que desde arriba los ríos son como dedos, como huellas sobre la pared y de vez en cuando una palmera...” 

Antonio Francisco . (Jamás se apaga el mejor recuerdo).