Del que clama en el desierto. Manuel Lozano (Buenos Aires, 2002)

Manuel Lozano en la mítica "Residencia de estudiantes",   Madrid, 1998
 
DEL QUE CLAMA EN EL DESIERTO
Manuel Lozano
          Y se le dieron a la mujer las dos alas de la gran águila, para que volase
     por delante de la serpiente al desierto, a su lugar, donde es sustentada por un
     tiempo, y tiempos, y la mitad de un tiempo.
                                Apocalipsis, 12, 14 
                                        
                                                
                               A Bartolomé Adrover Guerrero
            ...Raposa dijo Él con voz de ciprés cubierto en nubes, con sobrehumana voz que oíste a través del espino. Las ciudades caían. La codicia caía. Las estrellas caían. La lumbre omnipotente del temor caía entre los dientes convertidos en plumas. El légamo brillante caía en las ventanas. El poseso caía en residuos de silencio. Las aves caían pastoreadas por la muerte, como anunciara el psalmo de los hijos de Coré. Caían los cuerpos primitivos del deseo, el duro corazón de los apóstatas, el despiadado círculo de la revelación en un establo. Una lluvia de llagas caía aquí,  creciendo en  la perfecta batalla del luto enardecido.                       
          Ritual, tu mismo amanecer.
          Las ofrendas fueron  vanas en bocas de la usura o del desprecio. ¿Qué ofrenda no roza jamás el piso adamantino de su manicomio? La criatura llenaba de cadáveres los ahuecados troncos donde se regocija el sol de los misterios por venir, este sauce crujió por los huesos del relámpago. (Llenar la desnudez es atar con carne y luz a la palabra.) Estos humillados desmenuzaban las rotaciones de la sangre de los  padres -hilo tras hilo, semejante a las fastuosas mareas del día oscuro-, vertiendo asco sin saciar en vasos rotos. Nunca hubo muerte más muerte sobre la piel de Adán, el heredero. ¿Cuándo se  deshizo -semidormida- la máscara de buey para ahuyentar a los ladrones? ¿Ya sientes cómo explota el polen carnal en la fiesta del engaño?                                    
          Raíces desplegadas en suspenso sobre las cunas de los no nacidos. Las paredes frías del imperio caminan al derrumbe. Oímos la voz de esa criatura. Se arrodilló el éxtasis como una fragancia, como un ángel derramado en la noche del crimen.
          Ahora ¿quién hablará de redención cuando ha visto la ruina de la especie? Lagartijas arrastradas  por las olas y  tajos de bilis seca en el cerebro  y hormigas diminutas hay en los límites del presente miserable. ¡Acércate, vástago de multitudes, rehén de tu promesa! Cualquiera lamerá la apatía de su lucidez. ¿Guardas para él acaso una hilacha de la destrucción? El dadivoso mundo echó a correr entre las hojas, traspasando el archipiélago de una historia que no se detiene. La flamante anunciación echa redes en la jungla. Exhumo el calidoscopio de piedra que conjetura tu infancia vuelta poco a poco  un puñado de vidrios, que cose  las ceremoniosas estrías de la muerte.  Siempre era de noche en las tiendas de campaña. 
     
             Ritual, tu mismo amanecer.
            Esta cara se ofrece a los espejos desertores de un sacrificio sin ganancias. He aquí el llamamiento: un cráneo que muge, hacia los bordes un niño bailando entre chozas y déspotas. El mediodía salmodia la traición de los nombres en vuelo de la noche. Escarnecen al que hostiga con sarcasmo tan desnudo, voluntad de lo ínfimo y persistencia del llanto en cada gesto. ¿Por qué un refugio para la
"Alegoría de otra deidad: Adda Nari", por Manuel Lozano,
Buenos Aires, 2002
pérdida de Paraísos que nunca verán los hombres? ¿Es de hierro esta ley que expulsas por los labios?
          
            Ritual, tu mismo amanecer.
            Entonces habría que descifrar
            el sudario palpitante
            vuelto ojos,
            ratones fantasmales,
            sorbo en el plato nómade,
            levaduras de piedad baldía, 
            grimorio y claustro
            para el hijo de fuego.
            ¿Qué muladar?
            ¿Qué desagües donde salir de sí mismo?
            ¿Qué aserraderos imantados
            por el pan de la angustia?
            ¿Cuántas lavanderías
            desbordándose en el torbellino?
            ¿Qué tatuajes giratorios
            para cantar el nacimiento?
           
           
               
           
            Ritual, tu mismo amanecer.
            Amamantabas al joven moribundo del sueño: sin examinar, apenas, los tejidos de la simulación, apagando las lámparas terrestres. Antes me petrificaban en la ebriedad del grito. Me levanto ahora con amuletos encarnados en esta lengua encarnada. He llegado a desnudarme en el bosque tenebroso, novicio bebiendo en la escarcha su vinagre estéril. 
         Déjame en el tálamo, muéstrame el ungüento voraz, la cuidadosa posesión de la huida. Déjame, al fin, con este cráter. Resinas mustias. Brotes inagotables de placer. Heces del mundo. Yazgo en los pozos de combate que me apartan de mí mismo con el sarcasmo del perdón, esa Gorgona jactanciosa. ¿Qué memoria no es cómplice de la cautividad y de la espuria?                 
          Un venerable dice por mí las palabras que prometen el pequeño grano de infierno. Hurgo en el hastío de la plegaria. Advierto a los vendedores de heridas bajo la lluvia. Señalo al despojado  animal que vomita sus tripas, las tripas y el veneno.
            Ritual, rugido indócil. Todo fuego celeste.
  
Manuel Lozano
Buenos Aires, principios de diciembre de 2002
 Disertando sobre Silvina Ocampo, New York, 2000 (11 de enero 2003)