11.-Danza y sueño. Ana F. Montes (51-52)

Estábamos a oscuras, sólo negrura en aquel teatro, y de pronto surgiste en el centro, como la Venus del cuadro, aunque no había agua, sólo el escenario. Una tenue luz azul acarició tu cabeza,  tu figura arrodillada comenzó a erguirse, te desprendiste de la capa y ¡zas!,  comenzaste a moverte. Y mis ojos se agrandaron,  desperté de mi letargo,  rebulléndome en mi asiento y preguntándome si eras tú aquel mismo del que hablaba una chica en las escalinatas de la entrada. "Vengo expresamente a verle a él".  Bah!,  había pensado,  una mitómana.  Pero qué "bah!" y qué narices,  allí estaba él, allí estabas tú,  y ¡dios bendito,  cómo te mueves!.  De un lado a otro, con pies ligeros,  alargando hacia el techo una de tus manos,  como el desperezo de un cisne. Y después la otra,  con grácil despego,  mientras el eje de tu cintura barría el aire.

Pongo atención a la música,  bonita melodía de no recuerdo qué autor español. El tintineo melancólico del piano arrastra tu cuerpo sobre el escenario,  despacito primero, después violento. Luego acabas sentado en una silla y observo tu torso desnudo desasosegado, mientras tu hermoso rostro expresa angustia. Eres un hombre solo sobre una silla de mimbre, que mira de un lado a otro buscando un asidero. La música es suave, el piano ronronea acompañando el aislamiento de ese ser. Y por un momento,  yo también me veo en una silla como esa,  de espaldas a la tuya, soportando mi soledad a ciegas, hasta que descubro que estás ahí, pero que es inútil, pues no me ves.

Te levantas y con un único gesto gritas tu amargura. La danza continúa y ahora es rabia lo que aúllas con cada uno de tus movimientos sobre la madera. Volteas la silla con una mano,  girando y girando,  desahogando tu agonía. . . y el pum pum del piano te guía. Y el tan tan de mi corazón enloquecido licua mi sangre enardecida. Eres rebeldía, eres sueño. . . quizás. . . sí, quizás me visitaste en algún sueño, y por eso te reconozco como hermano, como héroe y como amor.

La furia te extenúa y vuelve la calma. La silla queda quieta en el centro,  mientras tu cuerpo se ondula de aquí para allá, ejecutando las últimas piruetas del repertorio. Y siento mis ojos humedecidos y que mi alma está en un recuadro de ese escenario, que la tienes tú agarrada en un puño con cada paso que das,  con cada gesto de tus brazos.  Tu figura se derrumba sobre la silla,  vencido de nuevo por el mismo mal, pero sin saber que yo también me he rendido, a tus pies.

Tomas tu cabeza áurea entre las manos en un último gesto de abatimiento y no me ves cómo me alzo para ser tu consuelo,  para posar mi palma sobre tu cabello, mientras deslizo la otra por tu cuello,  antes de dejar un beso en esa boca. Los aplausos vibran a mí alrededor y me despiertan de mi mágico sopor. Sigo aquí sentada en mi butaca y sólo una palabra ronda mi cabeza: !Hermoso!
A Carlos C.  Gracias