Costureras adolescentes


Raul se dejaba ver en la puerta hasta que ellas le decían que pasara. Luego siempre había alguna que lo invitaba a beber agua con anís de aquel jarro de barro rojo. Y, tras un escarceo tímido por la sala, hata terminaba comiendo, aquí y allá, de las meriendas que ellas traían. Raul se acomodaba bien y se entretenía oyendo los chismes que hablaban entre ellas; atraido por aquella forma de hablar, quisquillosa y burlona, como si viviesen, al relatarlo, otra vez el suceso. Le gustaba oírlas improperiarse, o simplemente, hablar de un novio misterioso que ninguna nombraba.

Las voces se mezclaban hata que de repente alguna le hablaba a él en particular, mirándolo como si le pinchara en los ojos. Él sonreía, todo compungido, sin adivinar las instituciones lividinosaas que ocultaba aquella mirada. A hurtardillas todas le buscaban de alguna manera para el juego. Y cuado él se prestaba, entusiasmado, las costureras juntaban las piernas para no dejarse ver y se hundían en los bordados aunque siempre había alguna que dejaba algún detale para que no dejara de fijarse en ella. Pero Raul siempre buscaba a Marcela. Todos lo sabían.

Se cruzaban miradas de soslayo y él esperaba a que, con picardía alguna inclinara su talle para recoger algo del suelo cuando él pasaba entre ellas. Raúl se le adelantaba y con una sonrisa cómplica aspiraba, cuando estaba más próximo a ella, el olor delicado y tenue de su cuerpo. Entonces, sin poder evitarlo, su pulse se alteraba y apenas se atrevía a desviar la mirada de los ojos de ella para sumergirlos en el escote abierto.

Raul les hablaba y a veces les despertaba la curiosidad por alguna cosa. Siempre buscaba alguna que se olvidaba de manter oculto su cuerpo tras los livianes vestidos de verano y dejaba la vista sus muslos dorados por el sol. Y a él le parecía como si estuviesen cosidos antes de llegar al sexo. Como unos cuerpos explosionados de repente por la adolescencia, pero en lo más hondo, asexuados por un verano anticipado. Manzanas inmaduras.

Así estaba, inventando alguna historia hasta que alguna de sus compañeras la miraba inquisidora o ella hacía como si, de improviso, se diera cuenta de su neglicencia y cerraban las piernas al tiempo que sonreía ingenúa.

Otras veces él esperaba, ratero, hasta que llegaba la dueña, para verla como se aconchaba, toda compungida, y se ensimismaba en el bordado. Marcela buscaba cada vez algo para impresionarle. Aquella tarde se metió en el probador sin apenas mirarle en todo el tiempo. Y cuando él se iba decepcionando, salió muy seria ajustándose la ropa de un vestido nuevo. Raul se asustaba al verle esa cara de muy mujer, ella lo miraba al acecho cuando se descuidaba. Entre ellas hablaban de amor. El se callaba perplejo e ideaba alguna treta para hacer notar que no le gustaba el tema. Porqué ellas le preguntaban de repente y él no sabía contestar sus preguntas insidiosas.

Cuando oscurecía, Marcela, que era la mayor, se ponía nerviosa por haber cosido tan pco y le decía que se marchara. Raul la increpaba diciéndole cosas como "aunque la mona se vista de seda..." Ella lo perseguía por toda la habitación y él aprovechaba el desconcierto para entrar en la "zona prohibida". Hasta que lo agarraba con suavidad maternal y en peso lo llevaba hasta la calle pegado a su cuerpo el se dejaba llevar temeroso de sentir el cuerpo de ella palpitar de agitación. Los senos aplastados por su cabeza. En la puerta lo despedía. Le decía que no volviera más, que sólo servía para distraerlas. Y Raul, tirado en la calle, como cada día, se iba por ahí sin acordarse bien de lo que había pasado. Encontraba a los que venían de jugar al futbol en los descampados del suburbio y se iba con ellos hasta la tarde siguiente que hacía igual.


Nota: una vez más. Relatos sin autor. Enviados como colaboración a los foros de relatos de melodisoft. Si alguno sabes su autor que lo diga y comente.