No quiero ir. Maribel Cerezuela

No quiero ir. Me molesta. Me molestan.

Ojos atravesados de mirada con odio. Gritos. Malos recuerdos. Todos están muertos. Podría hacer un esfuerzo. ¡Haría feliz a tanta gente! La familia. Sobre todo a ella. No son multitud, pero lo parecen.



Momentos para contar historias de tiempos pasados; para hablarnos de lo dura que es la vida. ¡Qué caro está todo! Me dirá mi sobrina. A lo que asentiré plenamente convencida. Días de Navidad. 


Hay ratos buenos. Los amigos tocan a la puerta, tomamos el camino más corto y nos presentamos en la discoteca. Música muy fuerte. No se puede ni hablar, aunque no hace mucha falta. Nos entendemos. Una cerveza muy fría, aceitunas, queso, almendras,... casi ni oigo la canción. Estaba pensando que mañana, hoy ya, podíamos acercarnos al barrio. Han abierto un bar nuevo. De desayuno chocolate con churros. Hum, lo huelo. Claro que sí, iremos. Elena, sobre todo ella, se pondrá muy contenta. Me gusta verla feliz con tan poca cosa. Aunque se le pasa enseguida. Luego vuelve la mirada agria. El despecho. No olvida lo que fuimos. No quiere.



La moderna gitana
Volvemos por el camino más largo. No hay prisa. Aún quedan momentos agradables, como el cigarrillo en la puerta de la Iglesia. Despacio, muy despacio, entre el humo con sabor a rubio americano, nos contamos proyectos que nunca haremos realidad. Más no importa. Tengo sueño. Podríamos echarlo a suertes. Si sale un siete vamos al pueblo ¿Qué os parece? No quiero ir. Insisto. Me duele el tiempo en la nuca. Se quedó allí, pegado con miedo.



Bueno, tal vez, el último trago en la fuente de la plaza. Olor a jazmines y a leña quemada. ¡Se duerme tan bien! No puedo