ANDRÉS ORTIZ TAFUR

Estrella del Norte

Es sábado por la tarde, la sierra está atestada de turistas que resuelven en un imposible acercarse al río y encontrar el binomio de frescor y tranquilidad. Pasan demasiados coches. Demasiados coches son diez u once a la hora, y diez u once a la hora son pocos en cualquier parte menos aquí, que son muchos, demasiados.
Eva pinta de azulete el techo de la terraza; me ha pedido que no salga, porque piso el plástico que resguarda el suelo y me mancho las suelas de los zapatos. Y aquí dentro no se está mal: he tenido la precaución de cerrar las ventanas antes de que diera el sol y calor no hace.
Leo… Releo a Jules Verne. Varios de sus libros a la par: “Viaje al centro de la tierra”, “De la tierra a la luna”, “La vuelta al mundo…”, “Veinte mil leguas…”, “Cinco semanas en globo”, “La isla misteriosa”. ¿Cómo te enteras?, me preguntó Eva anoche. Me entero, le contesté.
Aun así, me desespero y, al poco, dejo los libros sobre la mesa y le digo a Eva que a pesar de que le parezca una solemne tontería su petición de que no salga a la calle para que no pise el puto plástico que recubre el suelo, en estas circunstancias, es propia de un carcelero sin escrúpulos; porque no quiero asomarme al río y ver demasiados turistas medio en cueros, sin embargo, sí deseo salir a caminar a derecha o izquierda y mirar con cierto desagrado a los conductores de los coches. Y no puedo por un azul tan asfixiante como el cielo, ¡joder!
Entonces abro una de las ventanas y saco la cabeza. Imagino que para escapar un tanto, todo lo que da ese gento. Y mira por donde, echo la vista hacia arriba y me tropiezo con una estrella. Una estrella ahora, sí, a las siete y algo de la tarde, clavada en el cielo de agosto, bien brillante, insultantemente brillante, en una sierra del noreste andaluz.
¡Eva, mira, ven!
Eva no puede venir ni mirar. Me lo dice con un tono de voz muy elevado, como si en lugar de encontrarnos a cinco metros el uno del otro y apenas separados por una puerta mosquitera, la estuviera llamando desde el río. ¿Qué sentido tienen explicarle que estoy divisando una estrella? Está pintando, ejerciendo el esfuerzo titánico (así me lo parece) de pintar un techo, y es seguro que el atoramiento que provoca semejante esfuerzo le impide tomar conciencia de lo que le digo: que estoy viendo una maldita estrella en el cielo, a las siete y pico de la tarde del mes de agosto, en la sierra que habitamos. Y es seguro también que si lo hago, si termino informándole, me responderá que ya las verá en un rato, cuando anochezca; de esa manera, usando el plural, desproveyendo de toda singularidad a la estrella que ahora veo en el cielo.

El astro se encuentra más al norte de la estrella a la que nosotros llamamos Polar. Al pronto se me antoja que es como si una madre, perenne y originaria, apareciera ante nuestra cama cada noche para arroparnos y besarnos sobre el beso que ya nos dejó nuestra madre, la de todos los días. Y me descubro diciendo eso: mamá.
Mamá —repito.
A ver, con esto no estoy pretendiendo dar a entender que he descubierto una estrella nueva en el firmamento, desde mi ventana serrana, en una tarde solariega de agosto. Pero no puedo evitar pensarlo. Y tal cual lo hago, devuelvo mi cabeza al interior de la casa y voy en busca de Eva.
Eva, me gustaría que vinieras un segundo y me ayudaras con una cosa —le digo, mientras me encamino hacia a la puerta. Luego, cuando la abro e insisto en mi mensaje, sin obtener respuesta, y me decido entonces a apartar el plástico para doblar la esquinita que forma el cuarto de baño en la terraza sin mancharme las suelas de los zapatos, veo que no está.
Recoloco el plástico, vuelvo a entrar en casa y dejo que transcurran algunos minutos, mirando de cuando en cuando a través de la ventana, para cerciorarme de que la estrella continúa en su sitio: un poco más al norte que la estrella Polar. Después salgo de nuevo a la terraza (esta vez sin apartar el puto plástico. La pintura está seca. ¡Por todos los diablos!), bajo las escaleras y elijo caminar hacia mi izquierda, porque presumo que Eva, aun sin avisar, ha ido al pueblo a tomar un refresco en el bar o a airearse charlando con cualquier vecino.
Me dicen que no, regreso a casa, no entro, llamo su atención desde afuera, mirando el techo, el azul del techo de la terraza. No contesta. Insisto con la voz en cuello. No contesta. Y comienzo a caminar hacia el lado contrario, por si ha preferido airearse lejos de cualquier persona, a pesar de los diez u once coches que transitan, cada hora, por la carretera.
Observo que la estrella se desplaza con una parsimonia parecida a la que yo le imprimo a mis pasos. Tal vez se trate de un meteorito que, por alguna razón, se ha quedado suspendido al entrar en contacto con la atmósfera y ahora, por una razón distinta, ha recobrado su actividad. No tengo ni la más remota idea de astronomía. Hasta ahí llegan mis explicaciones.
Me atuso el pelo con las dos manos. Me cubro los ojos. Mamá, digo de nuevo. Mamá, repito. Y opto por volver a casa: ya no hay estrella ni meteorito, ya no hay nada que contarle a Eva; y si ha elegido este camino es porque necesita estar sola, descansar un poco de la pintura, de los diez u once coches y de todo lo demás.
Llego y la encuentro subida a la escalera, con el rodillo en la mano, pintando de azulete el techo.
¿Dónde estabas? —le pregunto.
¿Por dónde has salido? —me pregunta.
Por la puerta, claro. No querrás que salte por la ventana. ¿Dónde estabas? He ido a buscarte.
¿A buscarme dónde?
Deja de responderme con preguntas, Eva, por favor. ¿Dónde estabas?
¡Aquí! ¡No me he movido de aquí!


ANDRÉS ORTIZ TAFUR

Estrella del Norte

Es sábado por la tarde, la sierra está atestada de turistas que resuelven en un imposible acercarse al río y encontrar el binomio de frescor y tranquilidad. Pasan demasiados coches. Demasiados coches son diez u once a la hora, y diez u once a la hora son pocos en cualquier parte menos aquí, que son muchos, demasiados.
Eva pinta de azulete el techo de la terraza; me ha pedido que no salga, porque piso el plástico que resguarda el suelo y me mancho las suelas de los zapatos. Y aquí dentro no se está mal: he tenido la precaución de cerrar las ventanas antes de que diera el sol y calor no hace.
Leo… Releo a Jules Verne. Varios de sus libros a la par: “Viaje al centro de la tierra”, “De la tierra a la luna”, “La vuelta al mundo…”, “Veinte mil leguas…”, “Cinco semanas en globo”, “La isla misteriosa”. ¿Cómo te enteras?, me preguntó Eva anoche. Me entero, le contesté.
Aun así, me desespero y, al poco, dejo los libros sobre la mesa y le digo a Eva que a pesar de que le parezca una solemne tontería su petición de que no salga a la calle para que no pise el puto plástico que recubre el suelo, en estas circunstancias, es propia de un carcelero sin escrúpulos; porque no quiero asomarme al río y ver demasiados turistas medio en cueros, sin embargo, sí deseo salir a caminar a derecha o izquierda y mirar con cierto desagrado a los conductores de los coches. Y no puedo por un azul tan asfixiante como el cielo, ¡joder!
Entonces abro una de las ventanas y saco la cabeza. Imagino que para escapar un tanto, todo lo que da ese gento. Y mira por donde, echo la vista hacia arriba y me tropiezo con una estrella. Una estrella ahora, sí, a las siete y algo de la tarde, clavada en el cielo de agosto, bien brillante, insultantemente brillante, en una sierra del noreste andaluz.
¡Eva, mira, ven!
Eva no puede venir ni mirar. Me lo dice con un tono de voz muy elevado, como si en lugar de encontrarnos a cinco metros el uno del otro y apenas separados por una puerta mosquitera, la estuviera llamando desde el río. ¿Qué sentido tienen explicarle que estoy divisando una estrella? Está pintando, ejerciendo el esfuerzo titánico (así me lo parece) de pintar un techo, y es seguro que el atoramiento que provoca semejante esfuerzo le impide tomar conciencia de lo que le digo: que estoy viendo una maldita estrella en el cielo, a las siete y pico de la tarde del mes de agosto, en la sierra que habitamos. Y es seguro también que si lo hago, si termino informándole, me responderá que ya las verá en un rato, cuando anochezca; de esa manera, usando el plural, desproveyendo de toda singularidad a la estrella que ahora veo en el cielo.

El astro se encuentra más al norte de la estrella a la que nosotros llamamos Polar. Al pronto se me antoja que es como si una madre, perenne y originaria, apareciera ante nuestra cama cada noche para arroparnos y besarnos sobre el beso que ya nos dejó nuestra madre, la de todos los días. Y me descubro diciendo eso: mamá.
Mamá —repito.
A ver, con esto no estoy pretendiendo dar a entender que he descubierto una estrella nueva en el firmamento, desde mi ventana serrana, en una tarde solariega de agosto. Pero no puedo evitar pensarlo. Y tal cual lo hago, devuelvo mi cabeza al interior de la casa y voy en busca de Eva.
Eva, me gustaría que vinieras un segundo y me ayudaras con una cosa —le digo, mientras me encamino hacia a la puerta. Luego, cuando la abro e insisto en mi mensaje, sin obtener respuesta, y me decido entonces a apartar el plástico para doblar la esquinita que forma el cuarto de baño en la terraza sin mancharme las suelas de los zapatos, veo que no está.
Recoloco el plástico, vuelvo a entrar en casa y dejo que transcurran algunos minutos, mirando de cuando en cuando a través de la ventana, para cerciorarme de que la estrella continúa en su sitio: un poco más al norte que la estrella Polar. Después salgo de nuevo a la terraza (esta vez sin apartar el puto plástico. La pintura está seca. ¡Por todos los diablos!), bajo las escaleras y elijo caminar hacia mi izquierda, porque presumo que Eva, aun sin avisar, ha ido al pueblo a tomar un refresco en el bar o a airearse charlando con cualquier vecino.
Me dicen que no, regreso a casa, no entro, llamo su atención desde afuera, mirando el techo, el azul del techo de la terraza. No contesta. Insisto con la voz en cuello. No contesta. Y comienzo a caminar hacia el lado contrario, por si ha preferido airearse lejos de cualquier persona, a pesar de los diez u once coches que transitan, cada hora, por la carretera.
Observo que la estrella se desplaza con una parsimonia parecida a la que yo le imprimo a mis pasos. Tal vez se trate de un meteorito que, por alguna razón, se ha quedado suspendido al entrar en contacto con la atmósfera y ahora, por una razón distinta, ha recobrado su actividad. No tengo ni la más remota idea de astronomía. Hasta ahí llegan mis explicaciones.
Me atuso el pelo con las dos manos. Me cubro los ojos. Mamá, digo de nuevo. Mamá, repito. Y opto por volver a casa: ya no hay estrella ni meteorito, ya no hay nada que contarle a Eva; y si ha elegido este camino es porque necesita estar sola, descansar un poco de la pintura, de los diez u once coches y de todo lo demás.
Llego y la encuentro subida a la escalera, con el rodillo en la mano, pintando de azulete el techo.
¿Dónde estabas? —le pregunto.
¿Por dónde has salido? —me pregunta.
Por la puerta, claro. No querrás que salte por la ventana. ¿Dónde estabas? He ido a buscarte.
¿A buscarme dónde?
Deja de responderme con preguntas, Eva, por favor. ¿Dónde estabas?
¡Aquí! ¡No me he movido de aquí!


ANDRÉS ORTIZ TAFUR

Estrella del Norte

Es sábado por la tarde, la sierra está atestada de turistas que resuelven en un imposible acercarse al río y encontrar el binomio de frescor y tranquilidad. Pasan demasiados coches. Demasiados coches son diez u once a la hora, y diez u once a la hora son pocos en cualquier parte menos aquí, que son muchos, demasiados.
Eva pinta de azulete el techo de la terraza; me ha pedido que no salga, porque piso el plástico que resguarda el suelo y me mancho las suelas de los zapatos. Y aquí dentro no se está mal: he tenido la precaución de cerrar las ventanas antes de que diera el sol y calor no hace.
Leo… Releo a Jules Verne. Varios de sus libros a la par: “Viaje al centro de la tierra”, “De la tierra a la luna”, “La vuelta al mundo…”, “Veinte mil leguas…”, “Cinco semanas en globo”, “La isla misteriosa”. ¿Cómo te enteras?, me preguntó Eva anoche. Me entero, le contesté.
Aun así, me desespero y, al poco, dejo los libros sobre la mesa y le digo a Eva que a pesar de que le parezca una solemne tontería su petición de que no salga a la calle para que no pise el puto plástico que recubre el suelo, en estas circunstancias, es propia de un carcelero sin escrúpulos; porque no quiero asomarme al río y ver demasiados turistas medio en cueros, sin embargo, sí deseo salir a caminar a derecha o izquierda y mirar con cierto desagrado a los conductores de los coches. Y no puedo por un azul tan asfixiante como el cielo, ¡joder!
Entonces abro una de las ventanas y saco la cabeza. Imagino que para escapar un tanto, todo lo que da ese gento. Y mira por donde, echo la vista hacia arriba y me tropiezo con una estrella. Una estrella ahora, sí, a las siete y algo de la tarde, clavada en el cielo de agosto, bien brillante, insultantemente brillante, en una sierra del noreste andaluz.
¡Eva, mira, ven!
Eva no puede venir ni mirar. Me lo dice con un tono de voz muy elevado, como si en lugar de encontrarnos a cinco metros el uno del otro y apenas separados por una puerta mosquitera, la estuviera llamando desde el río. ¿Qué sentido tienen explicarle que estoy divisando una estrella? Está pintando, ejerciendo el esfuerzo titánico (así me lo parece) de pintar un techo, y es seguro que el atoramiento que provoca semejante esfuerzo le impide tomar conciencia de lo que le digo: que estoy viendo una maldita estrella en el cielo, a las siete y pico de la tarde del mes de agosto, en la sierra que habitamos. Y es seguro también que si lo hago, si termino informándole, me responderá que ya las verá en un rato, cuando anochezca; de esa manera, usando el plural, desproveyendo de toda singularidad a la estrella que ahora veo en el cielo.

El astro se encuentra más al norte de la estrella a la que nosotros llamamos Polar. Al pronto se me antoja que es como si una madre, perenne y originaria, apareciera ante nuestra cama cada noche para arroparnos y besarnos sobre el beso que ya nos dejó nuestra madre, la de todos los días. Y me descubro diciendo eso: mamá.
Mamá —repito.
A ver, con esto no estoy pretendiendo dar a entender que he descubierto una estrella nueva en el firmamento, desde mi ventana serrana, en una tarde solariega de agosto. Pero no puedo evitar pensarlo. Y tal cual lo hago, devuelvo mi cabeza al interior de la casa y voy en busca de Eva.
Eva, me gustaría que vinieras un segundo y me ayudaras con una cosa —le digo, mientras me encamino hacia a la puerta. Luego, cuando la abro e insisto en mi mensaje, sin obtener respuesta, y me decido entonces a apartar el plástico para doblar la esquinita que forma el cuarto de baño en la terraza sin mancharme las suelas de los zapatos, veo que no está.
Recoloco el plástico, vuelvo a entrar en casa y dejo que transcurran algunos minutos, mirando de cuando en cuando a través de la ventana, para cerciorarme de que la estrella continúa en su sitio: un poco más al norte que la estrella Polar. Después salgo de nuevo a la terraza (esta vez sin apartar el puto plástico. La pintura está seca. ¡Por todos los diablos!), bajo las escaleras y elijo caminar hacia mi izquierda, porque presumo que Eva, aun sin avisar, ha ido al pueblo a tomar un refresco en el bar o a airearse charlando con cualquier vecino.
Me dicen que no, regreso a casa, no entro, llamo su atención desde afuera, mirando el techo, el azul del techo de la terraza. No contesta. Insisto con la voz en cuello. No contesta. Y comienzo a caminar hacia el lado contrario, por si ha preferido airearse lejos de cualquier persona, a pesar de los diez u once coches que transitan, cada hora, por la carretera.
Observo que la estrella se desplaza con una parsimonia parecida a la que yo le imprimo a mis pasos. Tal vez se trate de un meteorito que, por alguna razón, se ha quedado suspendido al entrar en contacto con la atmósfera y ahora, por una razón distinta, ha recobrado su actividad. No tengo ni la más remota idea de astronomía. Hasta ahí llegan mis explicaciones.
Me atuso el pelo con las dos manos. Me cubro los ojos. Mamá, digo de nuevo. Mamá, repito. Y opto por volver a casa: ya no hay estrella ni meteorito, ya no hay nada que contarle a Eva; y si ha elegido este camino es porque necesita estar sola, descansar un poco de la pintura, de los diez u once coches y de todo lo demás.
Llego y la encuentro subida a la escalera, con el rodillo en la mano, pintando de azulete el techo.
¿Dónde estabas? —le pregunto.
¿Por dónde has salido? —me pregunta.
Por la puerta, claro. No querrás que salte por la ventana. ¿Dónde estabas? He ido a buscarte.
¿A buscarme dónde?
Deja de responderme con preguntas, Eva, por favor. ¿Dónde estabas?
¡Aquí! ¡No me he movido de aquí!


POESÍA COMPLETA. FEDERICO GARCÍA LORCA


Ha sido objeto de atención recientemente, al cumplirse 80 años de su asesinato, la figura del poeta Federico García Lorca. Nunca el olvido habría que decir a viva voz, como si la sangre de su verbo corriera por sus venas, aún después de muerto. Tras este tiempo transcurrido sus huesos siguen ocultos bajo la tierra, al igual que los de miles de españoles, una injusticia y desvergüenza que no tiene razón de ser y de la que nuestros gobernantes, inexplicablemente, son los únicos responsables. Se han cumplido 80 años y nadie, a excepción de los poetas y escritores, ha querido mantener la llama viva de su recuerdo, de su poesía. La vida de Federico García Lorca fue corta pero intensísima (1898-1936) y su temprana muerte, recordando aquellos versos de Miguel Hernández “temprano madrugó la madrugada”, sisn duda alguna, nos dejó un vacío inmenso, suplido solo por su inmensa obra. Pero de todos los homenajes que puedan dedicarse a Federico el más necesario será siempre leer sus textos, y en el caso que nos ocupa, esencialmente su poesía. Sobre la poesía, precisamente, dijo Federico: «Pero ¿qué voy a decir yo de la Poesía? ¿Qué voy a decir de esas nubes, de ese cielo? Mirar, mirar, mirarlas, mirarle, y nada más. Comprenderás que un poeta no puede decir nada de la Poesía. Eso déjaselo a los críticos y profesores. Pero ni tú ni yo ni ningún poeta sabemos lo que es la Poesía», de “Carta abierta a G(Gerardo) D(Diego). Desde el comienzo Federico muestra una innegable condición de creador que, como se comprueba más tarde, no sólo abarca la poesía, sino otras disciplinas o manifestaciones estéticas como la música, el dibujo o el teatro, entre otras. Federico bebe de la rica tradición literaria española, tanto culta como popular, quizá esta última más visible en sus textos primeros (Libro de poemas, Canciones, Romancero gitano y Poema del cante jondo) y que rompe después con su obra más vanguardista y original, estremecedora incluso de “Poeta en Nueva York”. De “Romancero gitano” es este fragmento del romance “Prendimiento de Antoñito el Camborio en el camino de Sevilla” que muestra ya a las claras esa singularidad creadora, capaz de transformar metafóricamente el mundo que le rodea mediante el poder de la palabra, su palabra, que vislumbramos ya trágica: «El día se va despacio, / la tarde colgada de un hombro, / dando una larga torera / sombre el mar y los arroyos. / Las aceitunas aguardan / la noche de Capricornio, / y una corta brisa, ecuestre, / salta los montes de plomo. / Antonio Torres Heredia, / hijo y nieto de Camborios, / viene sin vara de mimbre / entre los cinco tricornios». Será, no obstante, su viaje en 1929 a Nueva York, el que proporcionará a Federico nuevos elementos o recursos estilísticos que romperán con todo lo anteriormente escrito. La experiencia americana influirá en su nueva concepción de su poética, se hace más hermético como consecuencia de la nueva realidad, abandona la métrica y la rima para acomodarse al verso libre, en el que tiene cabida una nueva forma de expresión, directa y compulsiva, enloquecedora, onírica, transformadora de esa propia realidad vivida y sentida. Federico vive una experiencia desestabilizadora, la civilización deshumanizada que conoce es la base de su nuevo discurso poético, rupturista y desgarrador, un tiempo para la pura creación en el que las metáforas y las imágenes son perturbadoras, en el que su sentido trágico de la vida (¿premonición de su propio destino?) se hace más patente en sus versos, mucho más dolorosos y tristes, más agónicos. Para ilustrar lo dicho este fragmento del poema “Danza de la muerte”: «Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos, / que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas, / que ya la Bolsa será una pirámide de musgo, / que ya vendrán lianas después de los fusiles / y muy pronto, muy pronto, muy pronto. / ¡Ay, Wall Street! / El mascarón. ¡Mirad el mascarón! / ¡Cómo escupe veneno de bosque / por la angustia imperfecta de Nueva York! Leer, leer y releer a Federico García Lorca será siempre nuestro más certero homenaje.


Título:Poesía completa
Autor: Federico García Lorca
Edita: Galaxia Gutenberg