Relatos de la existencia y de la vigilia. Ángel de Utrera

Angel de Utrera

De “Relatos de la existencia y de la vigilia”:
‘El amigo y los frutos del árbol de Occidente’
‘Hecatombes perfectas’

De “Las Horas Purpúreas”
‘Tu sacrificio fue por mi amor’

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‘El amigo y los frutos del árbol de Occidente’

EN MEMORIA DE ANTONIO FERNÁNDEZ SÁEZ


Su corazón latía esperando la hora de encontrar al amigo. Recordó un antiguo proverbio chino: “Cuando esperes a un amigo no confundas los latidos de tu corazón con los cascos de su caballo”. Todavía no eran las tres de la tarde. El esplendente día de Enero estaba lleno de luz y de canto de pájaros. Había en su corazón una felicidad tan vasta que en ella la existencia se hacía ilesa en todos los seres. El Sol habitaba en los silenciosos patios de todas las casas y en las solitarias y soñolientas calles por las que él caminaba teniendo a sus espaldas el presentimiento del mar color de vino que hacía que la piel de su nuca y sus flancos se estremecieran al ser advertido que a pesar de aquel celeste día primaveral aún se encontraban en pleno invierno.
La casa del amigo era para él como un gesto familiar que le hacía aquella calle situada en un extremo de la ciudad. Su amigo, que, al contrario que él mismo y los miembros de su propia familia, vivía en un ocio en el que confluían indelebles signos de actividad espiritual, estaba rodeado siempre de cosas bellas y de conversaciones disertas. Él, que creía ingenuamente que debía justificar el ocio de su amigo, recordaba que su amigo hablaba con frecuencia y de un modo para él enigmático de la activa pasividad del espíritu; y los libros profundos y difíciles que aquél le prestaba lo decían igual: “El espíritu es activamente pasivo”. Mientras caminaba se imaginaba por anticipado la dicha que le esperaba al cruzar junto al docto amigo los campos llenos de ocio y silencio grávidos de pensamientos. Herborizaban en los valles y en los bosques de pinos reconociendo las plantas silvestres que el amigo sabía señalar nombrándolas por su taxonomía latina; las diferentes especies aparecían entonces ordenadas en un ámbito magnificente, emblemático, mitad mágico, mitad científico, como pertenecientes a un armorio vegetal que hubiera recogido la heráldica hermética en las praderas silenciosas de la Edad de Oro. La musgosa fuente de piedra donde beberían estaba ornada por ranúnculos (Ranunculus heredaceus, según el sabio amigo) y la caledonia (Chelinonia majius) ascendía por las paredes de rocas por las que se derramaba el agua; más arriba, en las grietas de las rocas, se descolgaba el Sarcocapnos enneaphylla con su fascinación blanca. Él reconocía que ahora todo el campo que antes se presentaba ante sus ojos como algo caótico hasta que se ponía a dibujarlo en su cuaderno, se había transformado en un mapa espiritual en el que se hallaban presentes sus autores desde Dioscórides a Linneo y en el que uno parecía encontrar la dirección de su hogar en lo que aquel indicaba como presente, aquel presente que poseía junto al amigo. Luego, sobre ellos, brillaría el Sol de la tarde y al ponerse ésta aún les sería posible prolongar su estancia en el campo recogiendo ramas para encender una hoguera cuyas llamas iluminarían sus rostros expandiendo a la vez la fragancia del romero quemado; y mientras atardecía verían levantarse un espectro azul tachonado de estrellas que cubriría toda la bóveda celeste y del cual descendería el frío a la tierra; y estaría presente el silencio del campo y el crepitar del fuego - “El mismo de los campamentos aqueos en las llanuras de Ilión”, diría el amigo una vez más -, y la misma luna ascendería en el silencio sobre el sigilo de milenios. El tiempo en aquellas ruinas celtas que solían visitar. Y todos los tiempos parecerían confundidos allí. Y luego, el retorno a casa, y la grave alegría de la sosegada charla junto a las copas. De pronto, él se preguntó cuánto tiempo había estado ausente y se dio cuenta de que no hubiera podido precisarlo con certeza ya que el tiempo parecía haber perdido para él todo significado, como si no estuviera en el mundo o al menos no estuviera en un mundo donde el tiempo contara. Recordó débilmente que Homero había dicho que los muertos se convierten en sombras y que acaban perdiendo la memoria. Sentía que había desaparecido el deseo de encontrar al amigo bien amado; comprendió al ir a coger una flor que crecía en el prado de asfódelos y que permaneció incólume, que se había también él transformado en una sombra como el amigo muerto hacía ya muchos años; comprendió que buscaba el don del instante de los días felices cuyo poder ahora reconocía. Sabía que nadie conocía sus recuerdos y que era posible que algún día él mismo los olvidara como había olvidado ya el rostro amado del amigo. Sintió que le decía su memoria que a la sombra del árbol de occidente maduraban los frutos de la eternidad y supo que su destino era desde entonces vagar para siempre por los silenciosos prados del estío.

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‘Hecatombes perfectas’

Al Dr. D. ENRIQUE PÉREZ PARRA

Sobre el sombrío y amenazador cielo apareció una inmensa bandada de pájaros negros que en la remota lejanía del horizonte parecían una infestación de insectos diabólicos. Grunelius, pese a lo avanzado de su edad, nunca había contemplado semejante fenómeno. Vivía, habitaba, en una colina que dominaba la ciudad, y desde su vieja buhardilla podía contemplar el cielo y leer sus señales. Caía la tarde y con ella se sumía la estancia en sombras, cuando el anciano que practicaba la guarda del corazón encendió la vela con la que se alumbraba. El viento otoñal agitaba los árboles de su jardín filosófico y estremecía los cristales de su ventana. En aquella hora experimentaba una particular dulzura. Hacía tantos años que habitaba allí, sumido en la única tarea de contemplar noche y día el fogón sobre el que estaba la filosófica cocción, que ya había perdido la noción del paso del tiempo y no podía recordar el tiempo consumido en aquel menester. No podía apartar la vista del vaso alquímico, translúcido, que se doraba regido por el imperio de la llama y adquiría matices serenos dulcificados en la áurea paz del alma del mundo, pareciendo que súbitamente se iban a desvelar los misterios sagrados de la ciencia del mercurio. En la eminencia de la colina estaban las torres templarias que a veces él se asomaba a contemplar. Era ya muy anciano y había meditado largamente sobre la vejez sin llegar, no obstante, a profundizar en el sentido de ésta, ya que había tomado la longevidad por una especie de muerte diferida que le permitía o le habría de permitir alcanzar la culminación de la obra, de la Magnum Opus. Veía enrojecer el carbón que alimentaba el atanor y, entretanto, era poseído a veces por fugaces ensoñaciones humanas que desaparecían instantáneamente al despertar y encontrarse en su buhardilla tapizada de libros en hileras que se elevaban hasta el techo que parecían sostener colocados en sólidas y enérgicas estanterías de madera de roble barnizadas de un tono sombrío. Cuando pasaba la vista por los lomos engofrados con bellos hierros de aquellos volúmenes que habían conseguido hacerlo su deudor, a la vez que habían hecho que su Welstanschaung se pareciera a un limpio cristal de roca cuyas faces poliédricas espejearan siempre el silencioso fragor elemental del árbol invertido, experimentaba una sensación de vértigo, ya que entre ellos y él mismo, y de algún modo presente, se encontraba el tiempo de su juventud consumida en el estudio.

Había asimilado libros tan arduos, que tenía ante sí, como el De Signatura Rerum, el De Misteriis Aegyptiorum de Jámblico, el De Consideratione de San Bernardo, las obras de Nicéforo el Solitario, y aquellos otros que trataban del tiempo cíclico en la gnosis ismaelita. Había llegado a comprender que nada es sino por participación de los principios universales y en las ideas eternas contenidas en el Intelecto Divino que las virtudes representan de modo personal en su orden de existencia; de este modo, y considerándolo como un fenómeno que tenía en sí su principio de razón suficiente, había dejado de agitarse por un sueño que proveniendo de su vida anterior, cuando él era joven e ignorante, le asaltaba como una corriente fresca, etérea y celeste, atravesaba su sueño sin imágenes de anciano, y en la cual como en una diáfana fulguración veía a la mujer que había amado cuando tenía dieciseis años, y en esos momentos, la fragancia de la juventud le rozaba con fresco aliento turbador que poseía la belleza y la honda comprensión que ésta otorga. Ella pasaba coronada de rosas y lo llamaba tras sí. Ella, que hacía tantos años que había muerto. A veces quería ir tras la mujer, pero se sentía desfalleciente ya que comprendía que no podía recuperarla en la corriente del tiempo. Era entonces cuando el anciano se despertaba estremecido, y se podía decir en un sentido mundano, que el anciano volvía a encontrar junto a sí la abstracta existencia que por un instante se le hacía irreconocible, extraña, ajena, ininteligible, hasta que la matriz plástica de su súbita anagnórisis sensible la identificaba con los fenómenos y con el propio hábito de éstos. Se daba cuenta entonces que el huevo en el atanor había adquirido un color sangriento, de púrpura tiria. “Es la sangre derramada sobre la piedra de un altar”, se decia. Sabía que era una roja tormenta silenciosa en el vaso de la vida, mientras él creía aproximarse a la posesión de los estados transcendentales del ser. Y comprendía que aquel sueño que lo había turbado un instante había sido únicamente una modificación irreal del ser único “en el que todos los seres en todos los estados son uno”. Entonces bajo su contemplación el huevo se volvía del color del ópalo, lechoso, turbio y poco a poco pasaba a una gama de matices azules, de un incierto azul verdoso pasaba a un bellísimo y suntuoso azul esmeralda iluminado por una serena llama dorada. En el exterior soplaba el viento y la tarde tenía una pesante melancolía otoñal. El cielo era gris acero y las sombras de las cosas corrían errabundas hacia el horizonte. Grunelius, al que los niños del barrio apedreaban llamándolo loco, carecía de descendencia. Tanto sus familiares como su amigos hacían ya muchos años que habían muerto. El anciano se encontraba solo y aislado por su propia superioridad. Sólo deseaba del mundo que lo olvidara como él había olvidado al mundo; y solía repetirse para su propia edificación las fases de la ascesis según el maestro en la ciencia de los santos Ibrahin Ibn Adham: “Primero, renunciar al mundo; segundo, renunciar a la felicidad de saber que se ha renunciado; y, tercero, comprobar tan absolutamente la falta de importancia del mundo como para ni siquiera tenerlo en cuenta”. Aunque hacía tiempo que otras cosas ocupaban sus pensamientos. Observó que la bandada de pájaros se había posado sobre la áspera inmovilidad de las almenas de las torres templarias. El anciano filósofo, a la luz de su vela, quería leer una vez más, ya que en ocasiones le asaltaban inexplicables dudas, acerca de la materia prima de la obra. “Se trata del alma - se dijo - Sobre eso no hay duda” Se levantó, fue a buscar un libro, lo tomó de la biblioteca abrumada por tanto peso y sosteniéndolo entre sus manos leyó: “Vista como árbol la materia prima es fundamentalmente lo mismo que el árbol del universo cuyos frutos son el Sol, la Luna y los planetas. El árbol que crece en los países de Occidente”. No cabía duda, era la proyección del ser puro y únicamente por éste podía ser percibida, pero el alma no se revela del todo hasta que no se produce el casamiento alquímico con el espíritu simbolizado por el matrimonio entre el rey y la reina, el azufre y el mercurio. En el reposo del alma en calma el espíritu puro se refleja a través de símbolos en la materia prima. Y esa corriente diáfana, noética, celeste en la que un momento antes había visto en sueños a Gretchen cuando ésta tenía dieciséis años y él la amaba, comprendió que era su propia alma esperando la pureza del ser, el eterno presente del uno manifestándose en la corriente de las formas, una fuente cristalina en el centro de su jardín filosófico. Una imagen consoladora. Su alma que aún no lo había abandonado se preparaba para el jubiloso sacrificio nupcial. Altas llamaradas salían ahora del fogón. Un cuervo se posó en el alféizar trayendo un pan en el pico mientras todos los demás graznaban desde las torres templarias. El huevo fue iluminado por un halo de luz inmaterial y brilló convertido en un germen de oro. Los libros tan amados podían ya ser entregados a las llamas.
Las torres templarias continúan desmoronándose lentamente sobre la colina; en la ciudad que se extiende a sus pies nadie sabe si todavía existen, ni que en otros tiempos fueron guardados por ellas. La habitación del viejo artista hermético ya no existe. La casa fue derribada hace ya mucho tiempo. Como él mismo pretendía al fin todos lo han olvidado. Permanece sin embargo el espíritu que alentó la invisible obra, y su sello se haya impreso tal vez en una demorada paciencia en un lugar donde lo único que pueda revelarlo sea la devoción que custodia lo sagrado.
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De “Las Horas Purpúreas”
‘Tu sacrificio fue por mi amor’


La huella de la tarde
en el eterno caudal de tu recuerdo
soñó con tu mirada mi alma.
Aquí, donde no se ven los árboles
ni apenas el recuerdo de tu cuerpo es preciso,
te lloro por tu ausencia.
Desde la tierra deshabitada
donde ahora
golpean los frutos el suelo
o la hierba mojada;
donde en un sollozo
mi amor recogerá estos días
que soplaron
sobre mil tardes tras tu pie.

Relatos de la existencia y de la vigilia. Ángel de Utrera

Ángel de Utrera

De “Relatos de la existencia y de la vigilia”:
‘El amigo y los frutos del árbol de Occidente’
‘Hecatombes perfectas’

De “Las Horas Purpúreas”
‘Tu sacrificio fue por mi amor’

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RELATOS DE LA EXISTENCIA Y DE LA VIGILIA
ÁNGEL DE UTRERA

‘El amigo y los frutos del árbol de Occidente’

EN MEMORIA DE ANTONIO FERNÁNDEZ SÁEZ


Su corazón latía esperando la hora de encontrar al amigo. Recordó un antiguo proverbio chino: “Cuando esperes a un amigo no confundas los latidos de tu corazón con los cascos de su caballo”. Todavía no eran las tres de la tarde. El esplendente día de Enero estaba lleno de luz y de canto de pájaros. Había en su corazón una felicidad tan vasta que en ella la existencia se hacía ilesa en todos los seres. El Sol habitaba en los silenciosos patios de todas las casas y en las solitarias y soñolientas calles por las que él caminaba teniendo a sus espaldas el presentimiento del mar color de vino que hacía que la piel de su nuca y sus flancos se estremecieran al ser advertido que a pesar de aquel celeste día primaveral aún se encontraban en pleno invierno.
La casa del amigo era para él como un gesto familiar que le hacía aquella calle situada en un extremo de la ciudad. Su amigo, que, al contrario que él mismo y los miembros de su propia familia, vivía en un ocio en el que confluían indelebles signos de actividad espiritual, estaba rodeado siempre de cosas bellas y de conversaciones disertas. Él, que creía ingenuamente que debía justificar el ocio de su amigo, recordaba que su amigo hablaba con frecuencia y de un modo para él enigmático de la activa pasividad del espíritu; y los libros profundos y difíciles que aquél le prestaba lo decían igual: “El espíritu es activamente pasivo”. Mientras caminaba se imaginaba por anticipado la dicha que le esperaba al cruzar junto al docto amigo los campos llenos de ocio y silencio grávidos de pensamientos. Herborizaban en los valles y en los bosques de pinos reconociendo las plantas silvestres que el amigo sabía señalar nombrándolas por su taxonomía latina; las diferentes especies aparecían entonces ordenadas en un ámbito magnificente, emblemático, mitad mágico, mitad científico, como pertenecientes a un armorio vegetal que hubiera recogido la heráldica hermética en las praderas silenciosas de la Edad de Oro. La musgosa fuente de piedra donde beberían estaba ornada por ranúnculos (Ranunculus heredaceus, según el sabio amigo) y la caledonia (Chelinonia majius) ascendía por las paredes de rocas por las que se derramaba el agua; más arriba, en las grietas de las rocas, se descolgaba el Sarcocapnos enneaphylla con su fascinación blanca. Él reconocía que ahora todo el campo que antes se presentaba ante sus ojos como algo caótico hasta que se ponía a dibujarlo en su cuaderno, se había transformado en un mapa espiritual en el que se hallaban presentes sus autores desde Dioscórides a Linneo y en el que uno parecía encontrar la dirección de su hogar en lo que aquel indicaba como presente, aquel presente que poseía junto al amigo. Luego, sobre ellos, brillaría el Sol de la tarde y al ponerse ésta aún les sería posible prolongar su estancia en el campo recogiendo ramas para encender una hoguera cuyas llamas iluminarían sus rostros expandiendo a la vez la fragancia del romero quemado; y mientras atardecía verían levantarse un espectro azul tachonado de estrellas que cubriría toda la bóveda celeste y del cual descendería el frío a la tierra; y estaría presente el silencio del campo y el crepitar del fuego - “El mismo de los campamentos aqueos en las llanuras de Ilión”, diría el amigo una vez más -, y la misma luna ascendería en el silencio sobre el sigilo de milenios. El tiempo en aquellas ruinas celtas que solían visitar. Y todos los tiempos parecerían confundidos allí. Y luego, el retorno a casa, y la grave alegría de la sosegada charla junto a las copas. De pronto, él se preguntó cuánto tiempo había estado ausente y se dio cuenta de que no hubiera podido precisarlo con certeza ya que el tiempo parecía haber perdido para él todo significado, como si no estuviera en el mundo o al menos no estuviera en un mundo donde el tiempo contara. Recordó débilmente que Homero había dicho que los muertos se convierten en sombras y que acaban perdiendo la memoria. Sentía que había desaparecido el deseo de encontrar al amigo bien amado; comprendió al ir a coger una flor que crecía en el prado de asfódelos y que permaneció incólume, que se había también él transformado en una sombra como el amigo muerto hacía ya muchos años; comprendió que buscaba el don del instante de los días felices cuyo poder ahora reconocía. Sabía que nadie conocía sus recuerdos y que era posible que algún día él mismo los olvidara como había olvidado ya el rostro amado del amigo. Sintió que le decía su memoria que a la sombra del árbol de occidente maduraban los frutos de la eternidad y supo que su destino era desde entonces vagar para siempre por los silenciosos prados del estío.

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‘Hecatombes perfectas’

Al Dr. D. ENRIQUE PÉREZ PARRA

Sobre el sombrío y amenazador cielo apareció una inmensa bandada de pájaros negros que en la remota lejanía del horizonte parecían una infestación de insectos diabólicos. Grunelius, pese a lo avanzado de su edad, nunca había contemplado semejante fenómeno. Vivía, habitaba, en una colina que dominaba la ciudad, y desde su vieja buhardilla podía contemplar el cielo y leer sus señales. Caía la tarde y con ella se sumía la estancia en sombras, cuando el anciano que practicaba la guarda del corazón encendió la vela con la que se alumbraba. El viento otoñal agitaba los árboles de su jardín filosófico y estremecía los cristales de su ventana. En aquella hora experimentaba una particular dulzura. Hacía tantos años que habitaba allí, sumido en la única tarea de contemplar noche y día el fogón sobre el que estaba la filosófica cocción, que ya había perdido la noción del paso del tiempo y no podía recordar el tiempo consumido en aquel menester. No podía apartar la vista del vaso alquímico, translúcido, que se doraba regido por el imperio de la llama y adquiría matices serenos dulcificados en la áurea paz del alma del mundo, pareciendo que súbitamente se iban a desvelar los misterios sagrados de la ciencia del mercurio. En la eminencia de la colina estaban las torres templarias que a veces él se asomaba a contemplar. Era ya muy anciano y había meditado largamente sobre la vejez sin llegar, no obstante, a profundizar en el sentido de ésta, ya que había tomado la longevidad por una especie de muerte diferida que le permitía o le habría de permitir alcanzar la culminación de la obra, de la Magnum Opus. Veía enrojecer el carbón que alimentaba el atanor y, entretanto, era poseído a veces por fugaces ensoñaciones humanas que desaparecían instantáneamente al despertar y encontrarse en su buhardilla tapizada de libros en hileras que se elevaban hasta el techo que parecían sostener colocados en sólidas y enérgicas estanterías de madera de roble barnizadas de un tono sombrío. Cuando pasaba la vista por los lomos engofrados con bellos hierros de aquellos volúmenes que habían conseguido hacerlo su deudor, a la vez que habían hecho que su Welstanschaung se pareciera a un limpio cristal de roca cuyas faces poliédricas espejearan siempre el silencioso fragor elemental del árbol invertido, experimentaba una sensación de vértigo, ya que entre ellos y él mismo, y de algún modo presente, se encontraba el tiempo de su juventud consumida en el estudio.

Había asimilado libros tan arduos, que tenía ante sí, como el De Signatura Rerum, el De Misteriis Aegyptiorum de Jámblico, el De Consideratione de San Bernardo, las obras de Nicéforo el Solitario, y aquellos otros que trataban del tiempo cíclico en la gnosis ismaelita. Había llegado a comprender que nada es sino por participación de los principios universales y en las ideas eternas contenidas en el Intelecto Divino que las virtudes representan de modo personal en su orden de existencia; de este modo, y considerándolo como un fenómeno que tenía en sí su principio de razón suficiente, había dejado de agitarse por un sueño que proveniendo de su vida anterior, cuando él era joven e ignorante, le asaltaba como una corriente fresca, etérea y celeste, atravesaba su sueño sin imágenes de anciano, y en la cual como en una diáfana fulguración veía a la mujer que había amado cuando tenía dieciseis años, y en esos momentos, la fragancia de la juventud le rozaba con fresco aliento turbador que poseía la belleza y la honda comprensión que ésta otorga. Ella pasaba coronada de rosas y lo llamaba tras sí. Ella, que hacía tantos años que había muerto. A veces quería ir tras la mujer, pero se sentía desfalleciente ya que comprendía que no podía recuperarla en la corriente del tiempo. Era entonces cuando el anciano se despertaba estremecido, y se podía decir en un sentido mundano, que el anciano volvía a encontrar junto a sí la abstracta existencia que por un instante se le hacía irreconocible, extraña, ajena, ininteligible, hasta que la matriz plástica de su súbita anagnórisis sensible la identificaba con los fenómenos y con el propio hábito de éstos. Se daba cuenta entonces que el huevo en el atanor había adquirido un color sangriento, de púrpura tiria. “Es la sangre derramada sobre la piedra de un altar”, se decia. Sabía que era una roja tormenta silenciosa en el vaso de la vida, mientras él creía aproximarse a la posesión de los estados transcendentales del ser. Y comprendía que aquel sueño que lo había turbado un instante había sido únicamente una modificación irreal del ser único “en el que todos los seres en todos los estados son uno”. Entonces bajo su contemplación el huevo se volvía del color del ópalo, lechoso, turbio y poco a poco pasaba a una gama de matices azules, de un incierto azul verdoso pasaba a un bellísimo y suntuoso azul esmeralda iluminado por una serena llama dorada. En el exterior soplaba el viento y la tarde tenía una pesante melancolía otoñal. El cielo era gris acero y las sombras de las cosas corrían errabundas hacia el horizonte. Grunelius, al que los niños del barrio apedreaban llamándolo loco, carecía de descendencia. Tanto sus familiares como su amigos hacían ya muchos años que habían muerto. El anciano se encontraba solo y aislado por su propia superioridad. Sólo deseaba del mundo que lo olvidara como él había olvidado al mundo; y solía repetirse para su propia edificación las fases de la ascesis según el maestro en la ciencia de los santos Ibrahin Ibn Adham: “Primero, renunciar al mundo; segundo, renunciar a la felicidad de saber que se ha renunciado; y, tercero, comprobar tan absolutamente la falta de importancia del mundo como para ni siquiera tenerlo en cuenta”. Aunque hacía tiempo que otras cosas ocupaban sus pensamientos. Observó que la bandada de pájaros se había posado sobre la áspera inmovilidad de las almenas de las torres templarias. El anciano filósofo, a la luz de su vela, quería leer una vez más, ya que en ocasiones le asaltaban inexplicables dudas, acerca de la materia prima de la obra. “Se trata del alma - se dijo - Sobre eso no hay duda” Se levantó, fue a buscar un libro, lo tomó de la biblioteca abrumada por tanto peso y sosteniéndolo entre sus manos leyó: “Vista como árbol la materia prima es fundamentalmente lo mismo que el árbol del universo cuyos frutos son el Sol, la Luna y los planetas. El árbol que crece en los países de Occidente”. No cabía duda, era la proyección del ser puro y únicamente por éste podía ser percibida, pero el alma no se revela del todo hasta que no se produce el casamiento alquímico con el espíritu simbolizado por el matrimonio entre el rey y la reina, el azufre y el mercurio. En el reposo del alma en calma el espíritu puro se refleja a través de símbolos en la materia prima. Y esa corriente diáfana, noética, celeste en la que un momento antes había visto en sueños a Gretchen cuando ésta tenía dieciséis años y él la amaba, comprendió que era su propia alma esperando la pureza del ser, el eterno presente del uno manifestándose en la corriente de las formas, una fuente cristalina en el centro de su jardín filosófico. Una imagen consoladora. Su alma que aún no lo había abandonado se preparaba para el jubiloso sacrificio nupcial. Altas llamaradas salían ahora del fogón. Un cuervo se posó en el alféizar trayendo un pan en el pico mientras todos los demás graznaban desde las torres templarias. El huevo fue iluminado por un halo de luz inmaterial y brilló convertido en un germen de oro. Los libros tan amados podían ya ser entregados a las llamas.
Las torres templarias continúan desmoronándose lentamente sobre la colina; en la ciudad que se extiende a sus pies nadie sabe si todavía existen, ni que en otros tiempos fueron guardados por ellas. La habitación del viejo artista hermético ya no existe. La casa fue derribada hace ya mucho tiempo. Como él mismo pretendía al fin todos lo han olvidado. Permanece sin embargo el espíritu que alentó la invisible obra, y su sello se haya impreso tal vez en una demorada paciencia en un lugar donde lo único que pueda revelarlo sea la devoción que custodia lo sagrado.
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De “Las Horas Purpúreas”
‘Tu sacrificio fue por mi amor’


La huella de la tarde
en el eterno caudal de tu recuerdo
soñó con tu mirada mi alma.
Aquí, donde no se ven los árboles
ni apenas el recuerdo de tu cuerpo es preciso,
te lloro por tu ausencia.
Desde la tierra deshabitada
donde ahora
golpean los frutos el suelo
o la hierba mojada;
donde en un sollozo
mi amor recogerá estos días
que soplaron
sobre mil tardes tras tu pie.

Relatos de la existencia y de la vigilia. Ángel de Utrera

RELATOS DE LA EXISTENCIA Y DE LA VIGILIA
RELATOS DE LA EXISTENCIA Y DE LA VIGILIA
DE ÁNGEL DE UTRERA


Ángel de Utrera

De “Relatos de la existencia y de la vigilia”:
‘El amigo y los frutos del árbol de Occidente’
‘Hecatombes perfectas’
De “Las Horas Purpúreas”
‘Tu sacrificio fue por mi amor’

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‘El amigo y los frutos del árbol de Occidente’

EN MEMORIA DE ANTONIO FERNÁNDEZ SÁEZ


Su corazón latía esperando la hora de encontrar al amigo. Recordó un antiguo proverbio chino: “Cuando esperes a un amigo no confundas los latidos de tu corazón con los cascos de su caballo”. Todavía no eran las tres de la tarde. El esplendente día de Enero estaba lleno de luz y de canto de pájaros. Había en su corazón una felicidad tan vasta que en ella la existencia se hacía ilesa en todos los seres. El Sol habitaba en los silenciosos patios de todas las casas y en las solitarias y soñolientas calles por las que él caminaba teniendo a sus espaldas el presentimiento del mar color de vino que hacía que la piel de su nuca y sus flancos se estremecieran al ser advertido que a pesar de aquel celeste día primaveral aún se encontraban en pleno invierno.

La casa del amigo era para él como un gesto familiar que le hacía aquella calle situada en un extremo de la ciudad. Su amigo, que, al contrario que él mismo y los miembros de su propia familia, vivía en un ocio en el que confluían indelebles signos de actividad espiritual, estaba rodeado siempre de cosas bellas y de conversaciones disertas. Él, que creía ingenuamente que debía justificar el ocio de su amigo, recordaba que su amigo hablaba con frecuencia y de un modo para él enigmático de la activa pasividad del espíritu; y los libros profundos y difíciles que aquél le prestaba lo decían igual: “El espíritu es activamente pasivo”. Mientras caminaba se imaginaba por anticipado la dicha que le esperaba al cruzar junto al docto amigo los campos llenos de ocio y silencio grávidos de pensamientos. Herborizaban en los valles y en los bosques de pinos reconociendo las plantas silvestres que el amigo sabía señalar nombrándolas por su taxonomía latina; las diferentes especies aparecían entonces ordenadas en un ámbito magnificente, emblemático, mitad mágico, mitad científico, como pertenecientes a un armorío vegetal que hubiera recogido la heráldica hermética en las praderas silenciosas de la Edad de Oro. La musgosa fuente de piedra donde beberían estaba ornada por ranúnculos (Ranunculus heredaceus, según el sabio amigo) y la caledonia (Chelinonia majius) ascendía por las paredes de rocas por las que se derramaba el agua; más arriba, en las grietas de las rocas, se descolgaba el Sarcocapnos enneaphylla con su fascinación blanca. Él reconocía que ahora todo el campo que antes se presentaba ante sus ojos como algo caótico hasta que se ponía a dibujarlo en su cuaderno, se había transformado en un mapa espiritual en el que se hallaban presentes sus autores desde Dioscórides a Linneo y en el que uno parecía encontrar la dirección de su hogar en lo que aquel indicaba como presente, aquel presente que poseía junto al amigo. Luego, sobre ellos, brillaría el Sol de la tarde y al ponerse ésta aún les sería posible prolongar su estancia en el campo recogiendo ramas para encender una hoguera cuyas llamas iluminarían sus rostros expandiendo a la vez la fragancia del romero quemado; y mientras atardecía verían levantarse un espectro azul tachonado de estrellas que cubriría toda la bóveda celeste y del cual descendería el frío a la tierra; y estaría presente el silencio del campo y el crepitar del fuego - “El mismo de los campamentos aqueos en las llanuras de Ilión”, diría el amigo una vez más -, y la misma luna ascendería en el silencio sobre el sigilo de milenios. El tiempo en aquellas ruinas celtas que solían visitar. Y todos los tiempos parecerían confundidos allí. Y luego, el retorno a casa, y la grave alegría de la sosegada charla junto a las copas. De pronto, él se preguntó cuánto tiempo había estado ausente y se dio cuenta de que no hubiera podido precisarlo con certeza ya que el tiempo parecía haber perdido para él todo significado, como si no estuviera en el mundo o al menos no estuviera en un mundo donde el tiempo contara. Recordó débilmente que Homero había dicho que los muertos se convierten en sombras y que acaban perdiendo la memoria. Sentía que había desaparecido el deseo de encontrar al amigo bien amado; comprendió al ir a coger una flor que crecía en el prado de asfódelos y que permaneció incólume, que se había también él transformado en una sombra como el amigo muerto hacía ya muchos años; comprendió que buscaba el don del instante de los días felices cuyo poder ahora reconocía. Sabía que nadie conocía sus recuerdos y que era posible que algún día él mismo los olvidara como había olvidado ya el rostro amado del amigo. Sintió que le decía su memoria que a la sombra del árbol de occidente maduraban los frutos de la eternidad y supo que su destino era desde entonces vagar para siempre por los silenciosos prados del estío.

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‘Hecatombes perfectas’

Al Dr. D. ENRIQUE PÉREZ PARRA

Sobre el sombrío y amenazador cielo apareció una inmensa bandada de pájaros negros que en la remota lejanía del horizonte parecían una infestación de insectos diabólicos. Grunelius, pese a lo avanzado de su edad, nunca había contemplado semejante fenómeno. Vivía, habitaba, en una colina que dominaba la ciudad, y desde su vieja buhardilla podía contemplar el cielo y leer sus señales. Caía la tarde y con ella se sumía la estancia en sombras, cuando el anciano que practicaba la guarda del corazón encendió la vela con la que se alumbraba. El viento otoñal agitaba los árboles de su jardín filosófico y estremecía los cristales de su ventana. En aquella hora experimentaba una particular dulzura. Hacía tantos años que habitaba allí, sumido en la única tarea de contemplar noche y día el fogón sobre el que estaba la filosófica cocción, que ya había perdido la noción del paso del tiempo y no podía recordar el tiempo consumido en aquel menester. No podía apartar la vista del vaso alquímico, translúcido, que se doraba regido por el imperio de la llama y adquiría matices serenos dulcificados en la áurea paz del alma del mundo, pareciendo que súbitamente se iban a desvelar los misterios sagrados de la ciencia del mercurio. En la eminencia de la colina estaban las torres templarias que a veces él se asomaba a contemplar. Era ya muy anciano y había meditado largamente sobre la vejez sin llegar, no obstante, a profundizar en el sentido de ésta, ya que había tomado la longevidad por una especie de muerte diferida que le permitía o le habría de permitir alcanzar la culminación de la obra, de la Magnum Opus. Veía enrojecer el carbón que alimentaba el atanor y, entretanto, era poseído a veces por fugaces ensoñaciones humanas que desaparecían instantáneamente al despertar y encontrarse en su buhardilla tapizada de libros en hileras que se elevaban hasta el techo que parecían sostener colocados en sólidas y enérgicas estanterías de madera de roble barnizadas de un tono sombrío. Cuando pasaba la vista por los lomos engofrados con bellos hierros de aquellos volúmenes que habían conseguido hacerlo su deudor, a la vez que habían hecho que su Welstanschaung se pareciera a un limpio cristal de roca cuyas faces poliédricas espejearan siempre el silencioso fragor elemental del árbol invertido, experimentaba una sensación de vértigo, ya que entre ellos y él mismo, y de algún modo presente, se encontraba el tiempo de su juventud consumida en el estudio.

Había asimilado libros tan arduos, que tenía ante sí, como el De Signatura Rerum, el De Misteriis Aegyptiorum de Jámblico, el De Consideratione de San Bernardo, las obras de Nicéforo el Solitario, y aquellos otros que trataban del tiempo cíclico en la gnosis ismaelita. Había llegado a comprender que nada es sino por participación de los principios universales y en las ideas eternas contenidas en el Intelecto Divino que las virtudes representan de modo personal en su orden de existencia; de este modo, y considerándolo como un fenómeno que tenía en sí su principio de razón suficiente, había dejado de agitarse por un sueño que proviniendo de su vida anterior, cuando él era joven e ignorante, le asaltaba como una corriente fresca, etérea y celeste, atravesaba su sueño sin imágenes de anciano, y en la cual como en una diáfana fulguración veía a la mujer que había amado cuando tenía dieciséis años, y en esos momentos, la fragancia de la juventud le rozaba con fresco aliento turbador que poseía la belleza y la honda comprensión que ésta otorga. Ella pasaba coronada de rosas y lo llamaba tras sí. Ella, que hacía tantos años que había muerto. A veces quería ir tras la mujer, pero se sentía desfalleciente ya que comprendía que no podía recuperarla en la corriente del tiempo. Era entonces cuando el anciano se despertaba estremecido, y se podía decir en un sentido mundano, que el anciano volvía a encontrar junto a sí la abstracta existencia que por un instante se le hacía irreconocible, extraña, ajena, ininteligible, hasta que la matriz plástica de su súbita anagnórisis sensible la identificaba con los fenómenos y con el propio hábito de éstos. Se daba cuenta entonces que el huevo en el atanor había adquirido un color sangriento, de púrpura tiria. “Es la sangre derramada sobre la piedra de un altar”, se decía. Sabía que era una roja tormenta silenciosa en el vaso de la vida, mientras él creía aproximarse a la posesión de los estados transcendentales del ser. Y comprendía que aquel sueño que lo había turbado un instante había sido únicamente una modificación irreal del ser único “en el que todos los seres en todos los estados son uno”. Entonces bajo su contemplación el huevo se volvía del color del ópalo, lechoso, turbio y poco a poco pasaba a una gama de matices azules, de un incierto azul verdoso pasaba a un bellísimo y suntuoso azul esmeralda iluminado por una serena llama dorada. En el exterior soplaba el viento y la tarde tenía una pensante melancolía otoñal. El cielo era gris acero y las sombras de las cosas corrían errabundas hacia el horizonte. Grunelius, al que los niños del barrio apedreaban llamándolo loco, carecía de descendencia. Tanto sus familiares como su amigos hacían ya muchos años que habían muerto. El anciano se encontraba solo y aislado por su propia superioridad. Sólo deseaba del mundo que lo olvidara como él había olvidado al mundo; y solía repetirse para su propia edificación las fases de la ascesis según el maestro en la ciencia de los santos Ibrahin Ibn Adham: “Primero, renunciar al mundo; segundo, renunciar a la felicidad de saber que se ha renunciado; y, tercero, comprobar tan absolutamente la falta de importancia del mundo como para ni siquiera tenerlo en cuenta”. Aunque hacía tiempo que otras cosas ocupaban sus pensamientos. Observó que la bandada de pájaros se había posado sobre la áspera inmovilidad de las almenas de las torres templarias. El anciano filósofo, a la luz de su vela, quería leer una vez más, ya que en ocasiones le asaltaban inexplicables dudas, acerca de la materia prima de la obra. “Se trata del alma - se dijo - Sobre eso no hay duda” Se levantó, fue a buscar un libro, lo tomó de la biblioteca abrumada por tanto peso y sosteniéndolo entre sus manos leyó: “Vista como árbol la materia prima es fundamentalmente lo mismo que el árbol del universo cuyos frutos son el Sol, la Luna y los planetas. El árbol que crece en los países de Occidente”. No cabía duda, era la proyección del ser puro y únicamente por éste podía ser percibida, pero el alma no se revela del todo hasta que no se produce el casamiento alquímico con el espíritu simbolizado por el matrimonio entre el rey y la reina, el azufre y el mercurio. En el reposo del alma en calma el espíritu puro se refleja a través de símbolos en la materia prima. Y esa corriente diáfana, noética, celeste en la que un momento antes había visto en sueños a Gretchen cuando ésta tenía dieciséis años y él la amaba, comprendió que era su propia alma esperando la pureza del ser, el eterno presente del uno manifestándose en la corriente de las formas, una fuente cristalina en el centro de su jardín filosófico. Una imagen consoladora. Su alma que aún no lo había abandonado se preparaba para el jubiloso sacrificio nupcial. Altas llamaradas salían ahora del fogón. Un cuervo se posó en el alféizar trayendo un pan en el pico mientras todos los demás graznaban desde las torres templarias. El huevo fue iluminado por un halo de luz inmaterial y brilló convertido en un germen de oro. Los libros tan amados podían ya ser entregados a las llamas.

Las torres templarias continúan desmoronándose lentamente sobre la colina; en la ciudad que se extiende a sus pies nadie sabe si todavía existen, ni que en otros tiempos fueron guardados por ellas. La habitación del viejo artista hermético ya no existe. La casa fue derribada hace ya mucho tiempo. Como él mismo pretendía al fin todos lo han olvidado. Permanece sin embargo el espíritu que alentó la invisible obra, y su sello se haya impreso tal vez en una demorada paciencia en un lugar donde lo único que pueda revelarlo sea la devoción que custodia lo sagrado.
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De “Las Horas Purpúreas”
‘Tu sacrificio fue por mi amor’


La huella de la tarde
en el eterno caudal de tu recuerdo
soñó con tu mirada mi alma.
Aquí, donde no se ven los árboles
ni apenas el recuerdo de tu cuerpo es preciso,
te lloro por tu ausencia.
Desde la tierra deshabitada
donde ahora
golpean los frutos el suelo
o la hierba mojada;
donde en un sollozo
mi amor recogerá estos días
que soplaron
sobre mil tardes tras tu pie.


Almería 04/06/2013

Una vocación cualquiera. Eulalia Gázquez



Siempre sentí una singular atracción por lo que la sociedad, de forma grandilocuente, ha llamado "el mundo de la cultura", y yo redefiní más tarde, simplemente, con la palabra 'Humanidades', sustantivo que introduje como declaración de principios y saberes en mis tarjetas de presentación.


Recuerdo la infancia. Mientras a la salida del colegio los compañeros jugaban a las guerrillas, distribuIdos en bandos según el barrio al que pertenecieran, yo me quedaba en la pobre biblioteca de la escuela y miraba extasiado los libros de los estantes, cuando no pasaba con ansiedad los dedos sobre sus tapas. "José, vete a jugar con los demás, voy a cerrar", gritaba el maestro. Y entonces pensaba en el momento oportuno en que los abriría y devoraría todos sus vedados secretos.


Con el paso del tiempo terminé los estudios primarios. Mis padres, aparceros con pocas propiedades, a duras penas podían mantener a su numerosa prole, y menos satisfacer el capricho de un hijo empeñado en estudiar, y para el cual el trabajo del campo le quedaba holgado. Así, después de mucho meditar, encontré la solución, y con esa decisión que siempre me caracterizó, avancé con determinación hacía la chimenea donde mi padre abrasaba sus callosas manos aquella noche.
- Padre quiero hacerme sacerdote.
Tal fue la sorpresa, que enmudeció, y yo di por otorgada su aprobación. Por su parte, mi madre, cuando por el pueblo se cruzaba con alguien, o en la soledad del hogar, representó una de sus más logradas escenas histriónicas; pasaba del gimoteo por la pérdida de un hijo a irradiar toda ella paz al pensar en el futuro Santo nacido de su seno.


Aquel mismo otoño me trasladé al seminario más cercano, donde transcurrieron siete años de mi vida. Nunca llegué a integrarme; sin embargo, mis compañeros y los Padres apreciaron en mí una gran sociabilidad. Fue el único instrumento que tenía al alcance para lograr mis propósitos. Estudié latín, griego, filosofía, teología y otras asignaturas perdidas en el extraordinario laberinto de mi memoria. ¡De cuánto me sirvió en el devenir de mis relaciones futuras! Sobre todo, el prestigio que adquirí. La concurrencia te mira aturdida cuando ve dominar de forma grácil, sutil, seria, depende del momento, un idioma culto y bien muerto como el latín.


Antes de ordenarme sacerdote, dejé el seminario y me trasladé a Madrid. Por fin, todo iba a comenzar. A través de mis amistades eclesiásticas conseguí dar clases por la mañana en un colegio de frailes situado en el centro del barrio de Salamanca. Cuatro horas diarias mal pagadas, pero lo suficiente para habitar un cuartucho en La Latina. Mis verdaderas horas de estudio comenzaban a partir de las ocho de la tarde: pantalones ajados, chaqueta con coderas, bufanda al cuello, pelo largo y enmarañado. Por la calle desprendía ese aire bohemio que con tanto afán busqué y tan pronto dominé. Cerraba el círculo perfecto del atuendo varios libros y periódicos bajo el brazo. Entraba, salía, revoloteaba de tertulia en tertulia. Vampirizaba todo lo que manaba de aquella marea de escritores, pintores... hombres que representaban el mundo venidero, cuya cancela estaría pronto abierta para mí, ... y arrojado al Olimpo de los inmortales.


Un libro. Otro libro. Y así, mi bagaje cultural crecía, se ampliaba. Recitaba de memoria capítulos enteros. Por aquel entonces, la pintura era la luz de mi existencia creativa. El ensayo fue breve. Mis nimias aptitudes me hicieron comprender que la esperada gloria nunca vendría por el camino de los pinceles. ¿Qué hacer? El primer paso ya estaba dado: me había hecho imprescindible en todas las reuniones gracias a mi vivaz e ingeniosa conversación. Además, mis excentricidades me crearon una peculiar aura y, para cualquier asuntillo que llevaran entre manos, comenzaban a requerir mi constante presencia. Una tarde veía caer la lluvia espesa sobre el negro asfalto, y a los hombres vulgares y grises como el día esquivar las salpicaduras del agua producidas por los coches en sus frenéticas carreras. Yo, detrás de los cristales, seguía haciéndome la inevitable pregunta: ¿qué hacer? Calculé fríamente el conjunto de posibilidades con que contaba: pintar, sabía de sobra que Dios no me había llamado por esa senda; escribir, sin duda esa era mi gran destreza, ¿acaso no me publicaban artículos en diferentes publicaciones, cuyos contenidos se leían y discutían con apasionado interés en los restringidos círculos dictaminadores de la moda cultural del momento?. Pero ¡ay!, en este punto la pereza me abrazaba. Mi espíritu se ha resistido siempre a la mordaza, a la opresión de interminables horas de laborioso trabajo poco gratificante, y cada vez que lo he puesto en dicha tesitura, un gran abatimiento se ha adueñado de él. Así, de descarte en descarte llegué a dar con la respuesta: sería crítico de arte.


Con el transcurrir de los años me convertí en el más afamado de las Españas, de las Américas. Mi sabiduría y conocimiento de multitud de temas me hizo insustituible en cualquier debate. Mi pluma era perseguida por los mejores periódicos. Los programas de televisión en los que mi estrafalaria y cuidada imagen aparecía, adquirían un inusitado prestigio. Fui el Rey de las conferencias. Pese a todo, nada era tan gratificante como ver amontonarse las tarjetas de invitación a las exposiciones. Los pintores de reconocida notoriedad ansiaban que ensalzara su obra en público, y los jóvenes no temían al ridículo con tal de conseguir mi apreciada asistencia. Recuerdo la implorante búsqueda, el recoger las migajas desperdigadas de mis enjuiciamientos sobre sus pinturas. Si eran negativos se hundían poco a poco en la certidumbre de un fracaso rotundo. Si, por el contrario, eran positivos se pavoneaban: ¡eh, miradme, observad, si el resplandor os deja ver al autentico prototipo del genio! Sin vacilación alguna fue la mejor época. Mis opiniones manejaban los hilos de unos pobres muñecos, y hasta los inmortales se sentían atrapados en ellas.

Como testimonio fehaciente de mis palabras guardo, en un archivador, numerosos recortes. Extraigo al azar dos. Uno: "El prestigioso premio 'Villa de Madrid', dotado con cinco millones de pesetas, ha recaído este año en el conocido crítico de arte José Asunción por sus amplios conocimientos sobre nuestra ciudad...". Dos. "La conferencia ofrecida ayer en el Gran Casino por el ilustre humanista José Asunción, recorrió el mundo del toro con esa versatilidad que le caracteriza. Obtuvo un clamoroso éxito..."

Pero, últimamente, hechos extraños a la capacidad digital y memorística de mi portentoso cerebro me inquietan. Todo comenzó hace apenas tres meses, durante el almuerzo en un céntrico restaurante donde suelo ir a menudo con los colegas de los medios de comunicación. El camarero se disponía a tomar nota del menú, cuando, de repente, y sin poder controlarme, le recité un pasaje del Quijote relacionado con los manjares que se sirvieron en las bodas de Camacho. Ni la concurrencia ni el hombre de corbata negra que nos servía se sorprendieron, pues sabían de sobra con quien se las veían y rieron mi excentricidad. Yo me turbé, pues mi conciencia era ajena al suceso. A lo largo de los días estos episodios al principio esporádicos, se han sucedido con mayor asiduidad.
Tengo miedo. Comienzo a llamar la atención.
Con gran esfuerzo salí de casa. Hacía días que sólo me sustentaba con leche y galletas y me encontraba en una situación de agotamiento extremo. El único recurso era hacerme pasar por mudo. Pero hasta cuándo, por cuánto tiempo podría resistir. ¡Yo, el mejor conferenciante, el mejor crítico de arte!
Llaman por teléfono, un musgo viscoso me brota de los poros y me recubre enseguida toda la piel. Tengo que cogerlo. Controlo. Descuelgo el auricular despacio, lento, con la certeza de que también esta vez se va a repetir la misma obscenidad.
- ¿Sí?
- Pepe, soy Rodrigo. ¿Qué tal estás? Que cara vendes tu presencia. Cuéntame ¿en qué estás trabajando?
- Estoy... bien... Aquí caen todas las barreras espaciales; pues así como el hombre puede representarse en el mundo, lo pequeño es representable en lo grande, lo lejano en lo próximo y, por lo tanto, son idénticos. De lo cual deduzco: que hay una anatomía mágica propia, en la que determinadas partes del cuerpo humano se equiparan a determinadas partes del mundo, de esta suerte me deslizo hacia la cosmogonía...
- ¿Quién es? ¿Eres tú, Pepe?
Con furia arranqué el teléfono del cable, del único lazo que llegaba directamente de la calle, del aire, de la vida. Mí yo estaba ya muerto. Grandes lágrimas de impotencia arrasaron mis ojos. Las décimas de segundo comenzaban a serme descontadas vertiginosamente. Tenía que pensar con rapidez. Ir a un psiquiatra era absurdo, qué le diría. ¿Creería alguien que la garganta, que las cuerdas vocales, que la lengua, que una parte de mis órganos se habían independizado y rebelado contra mi mente, que no obedecían a los mandatos del cerebro? No; nunca mi boca podrá contar lo que realmente me sucede: me tomarían por loco y me encerrarían en una habitación de blancas paredes y negros barrotes, atrapado en un cuerpo extraño.
Tengo miedo.
Estoy al final del camino, lo sé. No puedo escribir más, no puedo evitar el empuje de esta anomalía que, momento a momento, gana terreno. Antes de que la mano no me responda, dejo la estilográfica; para qué seguir, no quiero dar pena; eso jamás.
¿De qué sirve la voluntad del ser consciente sin un esqueleto en el cual cobijarse? ¿De qué sirve un pensamiento sin identidad? ¿El conocimiento por si mismo, sin palabras? Y esta separación impúdica del lenguaje y los actos, me lleva a la certidumbre de la muerte. Y tengo miedo, miedo por lo no vivido.
----------

Madrid, once de enero de 1987

El comisario Pancorbo odiaba los cadáveres; sobre todo los cadáveres malolientes que flotan en charcos de sangre; y había tenido la mala suerte de tropezarse con uno al comenzar la jornada. "¡Maldita sea! -pensó- ahora tendré todo el día torcido". El comisario Pancorbo era supersticioso en grado extremo, además de histérico, y creía que cuanto más se lavara las manos y pusiera una gran distancia entre él y el muerto, más estaría a salvo de su maleficio. Así que, nada más llegar al escenario del terrible suceso, el sargento Medina delegó el caso en él y desapareció. Ya en su despacho el teléfono no paró de sonar, y sólo se pudo lavar las manos unas cuatro o cinco veces. "¿Quién demonios era este Asunción, que no podía quitárselo de encima?". Hasta el ministro de cultura se había interesado por los detalles y pedía celeridad en el 'esclarecimiento de los hechos'. Para cuando llamó el alcalde ya sabía que el día estaba perdido sin remisión.
Era noche cerrada, cuando el sargento Medina dejó caer su grueso cuerpo en uno de los cincuenta sillones estilo plástico Corbusier que el Ministerio del Interior había comprado para dar un cierto aire de modernidad más a tono con los nuevos tiempos.
-¡Cuidado!, después no vas a poder levantarte. - dijo el comisario Pancorbo, y reía a grandes carcajadas su propio chiste.
"¡Capullo!", pensó el sargento Medina.
- ¿Tienes el informe del forense?
Con esta pregunta el comisario dio por zanjada la broma y se centró en el tema, que inútilmente había tratado de esquivar a lo largo del día.
- Sí, suicidio. Se ha cortado la vena de la muñeca izquierda con un cuchillo jamonero. Además, el cuerpo presentaba un alto grado de desnutrición.
- Prepara los datos que tengas y pásalos al gabinete de prensa, hay que dar un comunicado. Ese hombre era toda una celebridad.
- Me he puesto en contacto con la familia y mañana vendrán, para llevarse el cuerpo, con una representación del Ayuntamiento de ... - el sargento entornó los ojos, y buscó un instante dentro de su cabeza el nombre del pueblo - ... Bonjar, sí, así se llama. Lo han declarado hijo predilecto y quieren hacerle un solemne entierro, allá en su tierra. Le entregaré a los hermanos una especie de diario, papeles personales que estaban al lado del cadáver.
- ¿Esos papeles no son importantes para la investigación del caso?
-¿Qué caso? Ha sido un suicidio y punto. La familia, que haga con ellos lo que quiera.
Y el sargento Medina pensó: "Encima de gandul, pejiguero"

Eulalia Gázquez

“Una vocación cualquiera”
(Memorias apócrifas del erudito y crítico de arte José Asunción)

EL TRANCO II, pág. 25-30

Una vocación cualquiera. Eulalia Gázquez



Siempre sentí una singular atracción por lo que la sociedad, de forma grandilocuente, ha llamado "el mundo de la cultura", y yo redefiní más tarde, simplemente, con la palabra 'Humanidades', sustantivo que introduje como declaración de principios y saberes en mis tarjetas de presentación.


Recuerdo la infancia. Mientras a la salida del colegio los compañeros jugaban a las guerrillas, distribuIdos en bandos según el barrio al que pertenecieran, yo me quedaba en la pobre biblioteca de la escuela y miraba extasiado los libros de los estantes, cuando no pasaba con ansiedad los dedos sobre sus tapas. "José, vete a jugar con los demás, voy a cerrar", gritaba el maestro. Y entonces pensaba en el momento oportuno en que los abriría y devoraría todos sus vedados secretos.


Con el paso del tiempo terminé los estudios primarios. Mis padres, aparceros con pocas propiedades, a duras penas podían mantener a su numerosa prole, y menos satisfacer el capricho de un hijo empeñado en estudiar, y para el cual el trabajo del campo le quedaba holgado. Así, después de mucho meditar, encontré la solución, y con esa decisión que siempre me caracterizó, avancé con determinación hacía la chimenea donde mi padre abrasaba sus callosas manos aquella noche.
- Padre quiero hacerme sacerdote.
Tal fue la sorpresa, que enmudeció, y yo di por otorgada su aprobación. Por su parte, mi madre, cuando por el pueblo se cruzaba con alguien, o en la soledad del hogar, representó una de sus más logradas escenas histriónicas; pasaba del gimoteo por la pérdida de un hijo a irradiar toda ella paz al pensar en el futuro Santo nacido de su seno.


Aquel mismo otoño me trasladé al seminario más cercano, donde transcurrieron siete años de mi vida. Nunca llegué a integrarme; sin embargo, mis compañeros y los Padres apreciaron en mí una gran sociabilidad. Fue el único instrumento que tenía al alcance para lograr mis propósitos. Estudié latín, griego, filosofía, teología y otras asignaturas perdidas en el extraordinario laberinto de mi memoria. ¡De cuánto me sirvió en el devenir de mis relaciones futuras! Sobre todo, el prestigio que adquirí. La concurrencia te mira aturdida cuando ve dominar de forma grácil, sutil, seria, depende del momento, un idioma culto y bien muerto como el latín.


Antes de ordenarme sacerdote, dejé el seminario y me trasladé a Madrid. Por fin, todo iba a comenzar. A través de mis amistades eclesiásticas conseguí dar clases por la mañana en un colegio de frailes situado en el centro del barrio de Salamanca. Cuatro horas diarias mal pagadas, pero lo suficiente para habitar un cuartucho en La Latina. Mis verdaderas horas de estudio comenzaban a partir de las ocho de la tarde: pantalones ajados, chaqueta con coderas, bufanda al cuello, pelo largo y enmarañado. Por la calle desprendía ese aire bohemio que con tanto afán busqué y tan pronto dominé. Cerraba el círculo perfecto del atuendo varios libros y periódicos bajo el brazo. Entraba, salía, revoloteaba de tertulia en tertulia. Vampirizaba todo lo que manaba de aquella marea de escritores, pintores... hombres que representaban el mundo venidero, cuya cancela estaría pronto abierta para mí, ... y arrojado al Olimpo de los inmortales.


Un libro. Otro libro. Y así, mi bagaje cultural crecía, se ampliaba. Recitaba de memoria capítulos enteros. Por aquel entonces, la pintura era la luz de mi existencia creativa. El ensayo fue breve. Mis nimias aptitudes me hicieron comprender que la esperada gloria nunca vendría por el camino de los pinceles. ¿Qué hacer? El primer paso ya estaba dado: me había hecho imprescindible en todas las reuniones gracias a mi vivaz e ingeniosa conversación. Además, mis excentricidades me crearon una peculiar aura y, para cualquier asuntillo que llevaran entre manos, comenzaban a requerir mi constante presencia. Una tarde veía caer la lluvia espesa sobre el negro asfalto, y a los hombres vulgares y grises como el día esquivar las salpicaduras del agua producidas por los coches en sus frenéticas carreras. Yo, detrás de los cristales, seguía haciéndome la inevitable pregunta: ¿qué hacer? Calculé fríamente el conjunto de posibilidades con que contaba: pintar, sabía de sobra que Dios no me había llamado por esa senda; escribir, sin duda esa era mi gran destreza, ¿acaso no me publicaban artículos en diferentes publicaciones, cuyos contenidos se leían y discutían con apasionado interés en los restringidos círculos dictaminadores de la moda cultural del momento?. Pero ¡ay!, en este punto la pereza me abrazaba. Mi espíritu se ha resistido siempre a la mordaza, a la opresión de interminables horas de laborioso trabajo poco gratificante, y cada vez que lo he puesto en dicha tesitura, un gran abatimiento se ha adueñado de él. Así, de descarte en descarte llegué a dar con la respuesta: sería crítico de arte.


Con el transcurrir de los años me convertí en el más afamado de las Españas, de las Américas. Mi sabiduría y conocimiento de multitud de temas me hizo insustituible en cualquier debate. Mi pluma era perseguida por los mejores periódicos. Los programas de televisión en los que mi estrafalaria y cuidada imagen aparecía, adquirían un inusitado prestigio. Fui el Rey de las conferencias. Pese a todo, nada era tan gratificante como ver amontonarse las tarjetas de invitación a las exposiciones. Los pintores de reconocida notoriedad ansiaban que ensalzara su obra en público, y los jóvenes no temían al ridículo con tal de conseguir mi apreciada asistencia. Recuerdo la implorante búsqueda, el recoger las migajas desperdigadas de mis enjuiciamientos sobre sus pinturas. Si eran negativos se hundían poco a poco en la certidumbre de un fracaso rotundo. Si, por el contrario, eran positivos se pavoneaban: ¡eh, miradme, observad, si el resplandor os deja ver al autentico prototipo del genio! Sin vacilación alguna fue la mejor época. Mis opiniones manejaban los hilos de unos pobres muñecos, y hasta los inmortales se sentían atrapados en ellas.

Como testimonio fehaciente de mis palabras guardo, en un archivador, numerosos recortes. Extraigo al azar dos. Uno: "El prestigioso premio 'Villa de Madrid', dotado con cinco millones de pesetas, ha recaído este año en el conocido crítico de arte José Asunción por sus amplios conocimientos sobre nuestra ciudad...". Dos. "La conferencia ofrecida ayer en el Gran Casino por el ilustre humanista José Asunción, recorrió el mundo del toro con esa versatilidad que le caracteriza. Obtuvo un clamoroso éxito..."

Pero, últimamente, hechos extraños a la capacidad digital y memorística de mi portentoso cerebro me inquietan. Todo comenzó hace apenas tres meses, durante el almuerzo en un céntrico restaurante donde suelo ir a menudo con los colegas de los medios de comunicación. El camarero se disponía a tomar nota del menú, cuando, de repente, y sin poder controlarme, le recité un pasaje del Quijote relacionado con los manjares que se sirvieron en las bodas de Camacho. Ni la concurrencia ni el hombre de corbata negra que nos servía se sorprendieron, pues sabían de sobra con quien se las veían y rieron mi excentricidad. Yo me turbé, pues mi conciencia era ajena al suceso. A lo largo de los días estos episodios al principio esporádicos, se han sucedido con mayor asiduidad.
Tengo miedo. Comienzo a llamar la atención.
Con gran esfuerzo salí de casa. Hacía días que sólo me sustentaba con leche y galletas y me encontraba en una situación de agotamiento extremo. El único recurso era hacerme pasar por mudo. Pero hasta cuándo, por cuánto tiempo podría resistir. ¡Yo, el mejor conferenciante, el mejor crítico de arte!
Llaman por teléfono, un musgo viscoso me brota de los poros y me recubre enseguida toda la piel. Tengo que cogerlo. Controlo. Descuelgo el auricular despacio, lento, con la certeza de que también esta vez se va a repetir la misma obscenidad.
- ¿Sí?
- Pepe, soy Rodrigo. ¿Qué tal estás? Que cara vendes tu presencia. Cuéntame ¿en qué estás trabajando?
- Estoy... bien... Aquí caen todas las barreras espaciales; pues así como el hombre puede representarse en el mundo, lo pequeño es representable en lo grande, lo lejano en lo próximo y, por lo tanto, son idénticos. De lo cual deduzco: que hay una anatomía mágica propia, en la que determinadas partes del cuerpo humano se equiparan a determinadas partes del mundo, de esta suerte me deslizo hacia la cosmogonía...
- ¿Quién es? ¿Eres tú, Pepe?
Con furia arranqué el teléfono del cable, del único lazo que llegaba directamente de la calle, del aire, de la vida. Mí yo estaba ya muerto. Grandes lágrimas de impotencia arrasaron mis ojos. Las décimas de segundo comenzaban a serme descontadas vertiginosamente. Tenía que pensar con rapidez. Ir a un psiquiatra era absurdo, qué le diría. ¿Creería alguien que la garganta, que las cuerdas vocales, que la lengua, que una parte de mis órganos se habían independizado y rebelado contra mi mente, que no obedecían a los mandatos del cerebro? No; nunca mi boca podrá contar lo que realmente me sucede: me tomarían por loco y me encerrarían en una habitación de blancas paredes y negros barrotes, atrapado en un cuerpo extraño.
Tengo miedo.
Estoy al final del camino, lo sé. No puedo escribir más, no puedo evitar el empuje de esta anomalía que, momento a momento, gana terreno. Antes de que la mano no me responda, dejo la estilográfica; para qué seguir, no quiero dar pena; eso jamás.
¿De qué sirve la voluntad del ser consciente sin un esqueleto en el cual cobijarse? ¿De qué sirve un pensamiento sin identidad? ¿El conocimiento por si mismo, sin palabras? Y esta separación impúdica del lenguaje y los actos, me lleva a la certidumbre de la muerte. Y tengo miedo, miedo por lo no vivido.
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Madrid, once de enero de 1987

El comisario Pancorbo odiaba los cadáveres; sobre todo los cadáveres malolientes que flotan en charcos de sangre; y había tenido la mala suerte de tropezarse con uno al comenzar la jornada. "¡Maldita sea! -pensó- ahora tendré todo el día torcido". El comisario Pancorbo era supersticioso en grado extremo, además de histérico, y creía que cuanto más se lavara las manos y pusiera una gran distancia entre él y el muerto, más estaría a salvo de su maleficio. Así que, nada más llegar al escenario del terrible suceso, el sargento Medina delegó el caso en él y desapareció. Ya en su despacho el teléfono no paró de sonar, y sólo se pudo lavar las manos unas cuatro o cinco veces. "¿Quién demonios era este Asunción, que no podía quitárselo de encima?". Hasta el ministro de cultura se había interesado por los detalles y pedía celeridad en el 'esclarecimiento de los hechos'. Para cuando llamó el alcalde ya sabía que el día estaba perdido sin remisión.
Era noche cerrada, cuando el sargento Medina dejó caer su grueso cuerpo en uno de los cincuenta sillones estilo plástico Corbusier que el Ministerio del Interior había comprado para dar un cierto aire de modernidad más a tono con los nuevos tiempos.
-¡Cuidado!, después no vas a poder levantarte. - dijo el comisario Pancorbo, y reía a grandes carcajadas su propio chiste.
"¡Capullo!", pensó el sargento Medina.
- ¿Tienes el informe del forense?
Con esta pregunta el comisario dio por zanjada la broma y se centró en el tema, que inútilmente había tratado de esquivar a lo largo del día.
- Sí, suicidio. Se ha cortado la vena de la muñeca izquierda con un cuchillo jamonero. Además, el cuerpo presentaba un alto grado de desnutrición.
- Prepara los datos que tengas y pásalos al gabinete de prensa, hay que dar un comunicado. Ese hombre era toda una celebridad.
- Me he puesto en contacto con la familia y mañana vendrán, para llevarse el cuerpo, con una representación del Ayuntamiento de ... - el sargento entornó los ojos, y buscó un instante dentro de su cabeza el nombre del pueblo - ... Bonjar, sí, así se llama. Lo han declarado hijo predilecto y quieren hacerle un solemne entierro, allá en su tierra. Le entregaré a los hermanos una especie de diario, papeles personales que estaban al lado del cadáver.
- ¿Esos papeles no son importantes para la investigación del caso?
-¿Qué caso? Ha sido un suicidio y punto. La familia, que haga con ellos lo que quiera.
Y el sargento Medina pensó: "Encima de gandul, pejiguero"

Eulalia Gázquez

“Una vocación cualquiera”
(Memorias apócrifas del erudito y crítico de arte José Asunción)

EL TRANCO II, pág. 25-30