2.- El agua en polvo, Juan J. Cienfuegos (8

Vva. de los Castillejos
Homenaje a Matías, ni castillejero ni portugués sino todo lo contrario: del mundo.

Cuando conocí a Elías Andrino, su razón ya había imaginado ciertas locuras. Era una de esas personas que apabullan aun más de lo que su presencia física, ingente, les concede, y eso que estaba algo metido en carnes. Sin embargo, iba diciendo, su peso era, sobre todo, especifico. La sombra del águila majestuosa cayendo enorme y lentamente podría ser una manera de figurarlo cuando se acercaba caminando, indefectiblemente, hacia la esquina del bar de Marco, habitual sede de su oráculo. Sin embargo, los adictos a aquel juego no le temían, y eso que dicen que esta clase de seres viven más por el miedo que en secreto se les profesa que por el respeto que en público se les reconoce, quizás precisamente para ocultar aquel temor.

Paseaba las calles colindantes de la Plaza, estrechos empedrados de geométrica simplicidad, en las soleadas mañanas primaverales. El humo de sus ininterrumpidos cigarrillos no lograba sobreponerse al natural aroma de esa época y lugar, porque están tan cerca las jaras que casi se dejan ver por estos días de primavera, allá, al final de la calle Monte, camino que desde antiguo lleva a la cercana Portugal. Con alguna dificultad se distinguen, brumosas por el incipiente calor, las encinas que asedian casi al pueblo y cuya fragancia áspera se mezcla con la más fresca del tomillo, la mejorana, o el aroma del poleo, pero todos respetando aquel lujo del campo pobre del Andévalo, su auténtica reina, la jara en flor.-

Aquél hombretón portugués era un paseante de la fantasía. Cuando yo supe que lo había conocido, es decir, cuando lo vi por primera vez con la memoria que ahora me lo recuerda, estaba en mitad de la calle, parado con toda su humanidad en el trance de componer unos misteriosos signos con sus manos, la mirada vagabundeando por un cielo de fantasmas, familiares sólo para él. Este rito era de ausencia. A ver si no. Mientras Elías aparecía por lo común muy hablador, a aquellas horas del final de la mañana, en cambio, se retiraba a su interior y a su cielo, sin que le importaran nada el auténtico y su meteorología de calores o de lluvias. Nadie sabía el significado de aquella cifra, clave extraña que dibujaba Andrino de vez en cuando con
sus manos, como si hablara con alguien de arriba. Dios no, por supuesto, sino con seres elevados tan sólo unos metros por encima de las cabezas. ¿Espectros infernales?. ¿La pajarería común?. ¿A quién le hablaba Elías?. La respuesta sólo la supe muchos años mas tarde y me la ofreció el azar.-

Sucedió que una de esas veces en que se mira sin ver. Estaban dando en la televisión la noticia diaria de la Bolsa de Valores. Al contemplar a los agentes corriendo de aquí para allá, vociferando y gesticulando en medio de tamaña turbamulta de gritos, súbitamente, a la manera de una visión o de un sueño, se me apareció la imponente figura del portugués, parado, estático, ensimismado y componiendo exactamente los mismos gestos de esos modernos agentes de Bolsa que yo estaba ahora viendo en mi televisor. Este secreto nunca se lo dije a nadie. Demasiados locos hemos tenido en el pueblo como para que, contra mi interés, vengan a añadir otro a la lista. Pero ya desde ese día, continuamente, he ido recordando y restaurando en mi magín la personalidad y el mundo de Elías.

Su voz era ronca, atronadora y retumbante. Sentado en el banco de la Plaza los habituales de Elías lo escuchábamos con devoción cuando, en un portugués de frontera lleno de dulces "misturas", nos iba desvelando sus inventos. Misterios que a nadie debíanse repetir, decía, por mor de que en su ignorancia alguno no fuera a recelar de él; que ya sabíamos de la afición popular a poner motes, o a perseguir. Tocado de un leve sombrerillo, siempre de chaqueta, con chalequillo aun en verano, moreno hasta la negritud, ahuecando la voz, con su eterno Bisonte cuando no tenía tabaco portugués, nos iba regalando su mundo pletórico de fantasías y maravillas. Unas veces eran los viajes, asunto este que salía mucho en nuestras conversaciones porque él era muy viajado, y ahora sin ir mas lejos, nos decía, acababa de llegar de Faro, (o de Mértola, o de Lisboa, o de ...).


Pero más me acuerdo de aquella intermitente lucidez suya que le  permitía el extraordinario lujo de acordarse de todo, portugués Funes borgiano. Esta paradójica simultaneidad de la memoria y la enajenación fue una sorpresa más de su esquiva personalidad, de tal manera que, de que supo que yo estudiaba Letras, no pasaron vacaciones sin que me preguntara si conocía yo algo de turco o tuviera algún diccionario, que él tenía interés en esa lengua, algún libro que otro para escribir con en ella y quería refrescar el conocimiento que antes tuviera.

Su cultura era, como muchas veces se dijo de muchos y pocas con fundamento, más que mediana. Además de los viajes y el mundo, se conoce que algunos libros leyó, los que en la casa de la Alameda mantuvo guardados, incluso después de irse para siempre Elías, su fiel Elvira, el ama de llaves que le sacrificó su mocedad y los primores de su mesa. Estoy seguro de haberle oído a Elías alguna vez que cursó estudios elementales en Huelva, en el antiguo colegio de la avenida de la Rábida, San Casiano por más señas, donde aseguraba haber escuchado recitar sus poesías al mismísimo Juan Ramón, cuando era un muchacho, pero ya
entonces raro, añadía socarronamente.

Hay luego una laguna de muchos años hasta los días aquellos de primavera en que nos parábamos a escucharle. Por detalles que no hace referir ahora, es seguro que vivió en Portugal todo ese tiempo, los años decisivos de su vida y de su historia. Allí el encanto del fado lo transmutó en el melancólico y ensoñado Elías que conocí y que me instruyó en el sagrado ministerio de sus inventos.

Uno de los preferidos suyos era el del cruce de especies animales. A veces el insólito matrimonio era el objetivo de una gran empresa que iba a crear enseguida. Ese era el caso del "patoperdiz", una rara avis que iba a dar de comer gratis a medio mundo. El sabor de la carne sería exquisito, nos contaba a la hora del almuerzo, de tal manera que nadie que lo probara distinguiría a la perdiz del pato, sino a los dos fundidos en algo nuevo y maravilloso. A las preguntas del escaso auditorio sobre cómo pensaba conseguir el ayuntamiento de las dos aves, nunca contestaba, una mirada con su punto de desdén y una
sonrisa desde la altura eran la respuesta invariable.

Otras veces parecía que su empeño era casar a enemigos irreconciliables. Por esta causa nació el "gatopájaro" y de este nuevo parto, lo recuerdo bien, no hubo cuestión sobre su origen. Siempre le recriminábamos su parquedad para describir los inventos, siendo así que tan sólo supimos del patoperdiz su habilidad natatoria gracias a sus patas membranosas. Naturalmente, para el gatopájaro contaba con el antecedente del mítico Pegaso, así que, sin más, le puso alas.

Pero, sin duda, el mejor invento de Elías Andrino fue el agua en polvo. Este producto resultaba carísimo, por eso aún no lo vendía la correspondiente empresa, decía el buen Elías como para excusarse de no ponérnoslo ahora mismo allí delante. Debió de darle mucho trabajo y cavilación, a juzgar por los efectos que obtenía. Todo nació de una conversación de viajes que en cierta ocasión giró por las entonces colonias portuguesas, concretamente Angola. El cuadro que nos pintaba era de negros en los angoleños cafetales, sofocados por un calor abrasador que se multiplicaba por la escasez de agua, epidemia eterna que padecen estos morenos, decía. Discurrió entonces Elías un proceso que desembocaba en la creación de su obra maestra.

Consistía la cosa en un concentrado de agua de extraordinaria densidad la cual en sucesivas fases iba  aumentando en sentido inversamente proporcional a su tamaño, hasta llegar a una bola (apenas como un puño, nos decía) de agua en polvo. Este era, por fin, el remedio que iba a terminar con la sed y el hambre del mundo, el agua en polvo, que Andrino vendía, para colmo, diciendo que nada era más fácil de hacer. Poca materia prima : agua líquida, y una prensa enorme para comprimirla hasta el infinito. Luego, la aviación se encargaría de lanzarla desde el cielo, y con la velocidad y el porrazo de la caída, aquel puñetazo de agua se convertía en un inmenso lago de agua fresca y transparente.

Este anuncio del agua se cumplió al menos con él, porque la negrura de su piel se refrescó para siempre en el paraíso del Guadiana, donde a bordo de esos barcos que hacen la travesía entre las dos orillas, las que un día fueron del tío Hugo y que plantó del oloroso algarrobo, se fue para siempre el portugués a la Sierra de la Luna para instruir al dios Endovelo en sus inventos.

ELIAS ANDRINO O LOS INVENTOS MAS HUMANOS
Juan J. Cienfuegos.

1. Viajes por Andalucía. Pilar Vinyet Barnolas. (5-7)

Entre sueño y sueño, tendréis mis historias, pequeñas ilusiones, emociones, pensamientos y recuerdos de mi primera pisada por Andalucía. En septiembre seguí la huella de un poeta, ahora tal vez muerto, pero vivo aún en mi corazón. El fue el inicio de mi contacto andaluz y mi relación poética con vuestra tierra, mía ahora también gracias a vosotros...si es que hay tierras de alguien. A través de mis escritos podréis conocer cómo os veo, qué representa Andalucía para mí, una catalana, a más de mil kilómetros espaciales, aunque no temporales.-
Así podría empezar:

Llegué en ese tren interminable un amanecer en Sevilla, poca ropa, mucha hambre, algunos libros y mi cámara. El taxi me deja en Triana, las calles desiertas, el Guadalquivir canta los reflejos de la Torre de Oro. Una luz cálida me acompaña. Silencio a mi alrededor. Mi cámara empieza a moverse entre mis dedos; quiero captar ese instante de bautizo y de inicio de este viaje poético. Poco a poco va despertando la ciudad....empieza mi sueño. Mi poeta del Puerto de Santa María me indica el camino:

"El rió Guadalquivir
lleva sus aguas borrachas
y se escapa de verbena
en cuanto llega a Triana.
Sevilla canta"
Oigo luego otra canción:
"A la orilla del rió
teje la luna una blusa
con la que quitarte el frío.
Con su ovillito de lana
teje y teje, canta y canta
desde la aurora hasta el alba"

Recorro la ciudad a veces acompañada de mi amigo artista-pintor, a veces sola con mi poeta soñado. Recito a Bécquer en el parque, busco mi provincia en la plaza de Aníbal González, huelo todo el tiempo esos olores desconocidos para mí, abanicos...colores...mi poeta insiste:
"Escribiré en tu abanico:
te quiero para olvidarte,
para quererte te olvido".

Llega la noche. En "La Carbonería" percibo en mi piel la fantasía e improvisación del cantante de flamenco. Saco mi boli y apunto esas letras difíciles de entender para mí.:
"Es que ya no puedo más
la fuerza me está faltando
por eso canto llorando"

Me emociono...lloro...mi amigo pintor me acerca un tinto de verano...: "un jardinero dormía a pierna suelta y se dejaba la puerta abierta...hasta que un día le robaron la rosa que más quería..."
Me emociono....rió...mi amigo me trae otro tinto de verano.-
Se hace de día y escribo: Mágica noche, lúgubre día. El amanecer tiembla en mi mano. La noche es día, la estrella sol.

Mi poeta de nuevo aparece:
"A la orilla del mar
está mi casa,
a la orilla del mar,
junto a sus aguas,
entre verdes pinares
de sombra clara.
En mi corazón
tu casa"

"Cartas desde el norte I)
PILAR VINYET (nick: Belfort.- voladora de sueños)

1. Viajes por Andalucía. Pilar Vinyet Barnolas. (5-7)

Entre sueño y sueño, tendréis mis historias, pequeñas ilusiones, emociones, pensamientos y recuerdos de mi primera pisada por Andalucía. En septiembre seguí la huella de un poeta, ahora tal vez muerto, pero vivo aún en mi corazón. El fue el inicio de mi contacto andaluz y mi relación poética con vuestra tierra, mía ahora también gracias a vosotros...si es que hay tierras de alguien. A través de mis escritos podréis conocer cómo os veo, qué representa Andalucía para mí, una catalana, a más de mil kilómetros espaciales, aunque no temporales.-
Así podría empezar:

Llegué en ese tren interminable un amanecer en Sevilla, poca ropa, mucha hambre, algunos libros y mi cámara. El taxi me deja en Triana, las calles desiertas, el Guadalquivir canta los reflejos de la Torre de Oro. Una luz cálida me acompaña. Silencio a mi alrededor. Mi cámara empieza a moverse entre mis dedos; quiero captar ese instante de bautizo y de inicio de este viaje poético. Poco a poco va despertando la ciudad....empieza mi sueño. Mi poeta del Puerto de Santa María me indica el camino:

"El rió Guadalquivir
lleva sus aguas borrachas
y se escapa de verbena
en cuanto llega a Triana.
Sevilla canta"
Oigo luego otra canción:
"A la orilla del rió
teje la luna una blusa
con la que quitarte el frío.
Con su ovillito de lana
teje y teje, canta y canta
desde la aurora hasta el alba"

Recorro la ciudad a veces acompañada de mi amigo artista-pintor, a veces sola con mi poeta soñado. Recito a Bécquer en el parque, busco mi provincia en la plaza de Aníbal González, huelo todo el tiempo esos olores desconocidos para mí, abanicos...colores...mi poeta insiste:
"Escribiré en tu abanico:
te quiero para olvidarte,
para quererte te olvido".

Llega la noche. En "La Carbonería" percibo en mi piel la fantasía e improvisación del cantante de flamenco. Saco mi boli y apunto esas letras difíciles de entender para mí.:
"Es que ya no puedo más
la fuerza me está faltando
por eso canto llorando"

Me emociono...lloro...mi amigo pintor me acerca un tinto de verano...: "un jardinero dormía a pierna suelta y se dejaba la puerta abierta...hasta que un día le robaron la rosa que más quería..."
Me emociono....rió...mi amigo me trae otro tinto de verano.-
Se hace de día y escribo: Mágica noche, lúgubre día. El amanecer tiembla en mi mano. La noche es día, la estrella sol.

Mi poeta de nuevo aparece:
"A la orilla del mar
está mi casa,
a la orilla del mar,
junto a sus aguas,
entre verdes pinares
de sombra clara.
En mi corazón
tu casa"

"Cartas desde el norte I)
PILAR VINYET (nick: Belfort.- voladora de sueños)

1. Viajes por Andalucía. Pilar Vinyet Barnolas. (5-7)

Entre sueño y sueño, tendréis mis historias, pequeñas ilusiones, emociones, pensamientos y recuerdos de mi primera pisada por Andalucía. En septiembre seguí la huella de un poeta, ahora tal vez muerto, pero vivo aún en mi corazón. El fue el inicio de mi contacto andaluz y mi relación poética con vuestra tierra, mía ahora también gracias a vosotros...si es que hay tierras de alguien. A través de mis escritos podréis conocer cómo os veo, qué representa Andalucía para mí, una catalana, a más de mil kilómetros espaciales, aunque no temporales.-
Así podría empezar:

Llegué en ese tren interminable un amanecer en Sevilla, poca ropa, mucha hambre, algunos libros y mi cámara. El taxi me deja en Triana, las calles desiertas, el Guadalquivir canta los reflejos de la Torre de Oro. Una luz cálida me acompaña. Silencio a mi alrededor. Mi cámara empieza a moverse entre mis dedos; quiero captar ese instante de bautizo y de inicio de este viaje poético. Poco a poco va despertando la ciudad....empieza mi sueño. Mi poeta del Puerto de Santa María me indica el camino:

"El rió Guadalquivir
lleva sus aguas borrachas
y se escapa de verbena
en cuanto llega a Triana.
Sevilla canta"
Oigo luego otra canción:
"A la orilla del rió
teje la luna una blusa
con la que quitarte el frío.
Con su ovillito de lana
teje y teje, canta y canta
desde la aurora hasta el alba"

Recorro la ciudad a veces acompañada de mi amigo artista-pintor, a veces sola con mi poeta soñado. Recito a Bécquer en el parque, busco mi provincia en la plaza de Aníbal González, huelo todo el tiempo esos olores desconocidos para mí, abanicos...colores...mi poeta insiste:
"Escribiré en tu abanico:
te quiero para olvidarte,
para quererte te olvido".

Llega la noche. En "La Carbonería" percibo en mi piel la fantasía e improvisación del cantante de flamenco. Saco mi boli y apunto esas letras difíciles de entender para mí.:
"Es que ya no puedo más
la fuerza me está faltando
por eso canto llorando"

Me emociono...lloro...mi amigo pintor me acerca un tinto de verano...: "un jardinero dormía a pierna suelta y se dejaba la puerta abierta...hasta que un día le robaron la rosa que más quería..."
Me emociono....rió...mi amigo me trae otro tinto de verano.-
Se hace de día y escribo: Mágica noche, lúgubre día. El amanecer tiembla en mi mano. La noche es día, la estrella sol.

Mi poeta de nuevo aparece:
"A la orilla del mar
está mi casa,
a la orilla del mar,
junto a sus aguas,
entre verdes pinares
de sombra clara.
En mi corazón
tu casa"

"Cartas desde el norte I)
PILAR VINYET (nick: Belfort.- voladora de sueños)

1. Viajes por Andalucía. Pilar Vinyet Barnolas. (5-7)

Entre sueño y sueño, tendréis mis historias, pequeñas ilusiones, emociones, pensamientos y recuerdos de mi primera pisada por Andalucía. En septiembre seguí la huella de un poeta, ahora tal vez muerto, pero vivo aún en mi corazón. El fue el inicio de mi contacto andaluz y mi relación poética con vuestra tierra, mía ahora también gracias a vosotros...si es que hay tierras de alguien. A través de mis escritos podréis conocer cómo os veo, qué representa Andalucía para mí, una catalana, a más de mil kilómetros espaciales, aunque no temporales.-
Así podría empezar:

Llegué en ese tren interminable un amanecer en Sevilla, poca ropa, mucha hambre, algunos libros y mi cámara. El taxi me deja en Triana, las calles desiertas, el Guadalquivir canta los reflejos de la Torre de Oro. Una luz cálida me acompaña. Silencio a mi alrededor. Mi cámara empieza a moverse entre mis dedos; quiero captar ese instante de bautizo y de inicio de este viaje poético. Poco a poco va despertando la ciudad....empieza mi sueño. Mi poeta del Puerto de Santa María me indica el camino:

"El rió Guadalquivir
lleva sus aguas borrachas
y se escapa de verbena
en cuanto llega a Triana.
Sevilla canta"
Oigo luego otra canción:
"A la orilla del rió
teje la luna una blusa
con la que quitarte el frío.
Con su ovillito de lana
teje y teje, canta y canta
desde la aurora hasta el alba"

Recorro la ciudad a veces acompañada de mi amigo artista-pintor, a veces sola con mi poeta soñado. Recito a Bécquer en el parque, busco mi provincia en la plaza de Aníbal González, huelo todo el tiempo esos olores desconocidos para mí, abanicos...colores...mi poeta insiste:
"Escribiré en tu abanico:
te quiero para olvidarte,
para quererte te olvido".

Llega la noche. En "La Carbonería" percibo en mi piel la fantasía e improvisación del cantante de flamenco. Saco mi boli y apunto esas letras difíciles de entender para mí.:
"Es que ya no puedo más
la fuerza me está faltando
por eso canto llorando"

Me emociono...lloro...mi amigo pintor me acerca un tinto de verano...: "un jardinero dormía a pierna suelta y se dejaba la puerta abierta...hasta que un día le robaron la rosa que más quería..."
Me emociono....rió...mi amigo me trae otro tinto de verano.-
Se hace de día y escribo: Mágica noche, lúgubre día. El amanecer tiembla en mi mano. La noche es día, la estrella sol.

Mi poeta de nuevo aparece:
"A la orilla del mar
está mi casa,
a la orilla del mar,
junto a sus aguas,
entre verdes pinares
de sombra clara.
En mi corazón
tu casa"

"Cartas desde el norte I)
PILAR VINYET (nick: Belfort.- voladora de sueños)

36.- Esta otra fuerza. Emilio Barón Palma (138

LOS DÍAS


Aún sigue la partida. Más sin Reina.
Hace tiempo que juegas sin su ayuda.
La magia de los veinte lejos queda,
Aunque mantenga el Rey la compostura.
Y las bengalas de la inteligencia,
Repentinos alfiles, no deslumbran
Pasado el tiempo de la edad perfecta.
No valen con la joven que te gusta.
Te guste o no, entraste en los cuarenta.
Sin Reina y con caballos deslucidos,
Perdiendo uno tras otro tus peones.
Es hora de emplear esa otra fuerza
Que la edad - generosa- te ha traído.
Aún sigue la partida. Juegan torres.


EMILIO BARÓN
LOS DÍAS (1978-1999 POESÍA).
DEPÓSITO LEGAL. AL-319-99
ISBN: 84-8240-230-7
PUBLICADO POR LA UNIVERSIDAD DE ALMERÍA.


37.-La partera. Pablo A. Bugallo(139-

La réplica de los best-sellers de sopa de ajo a que nos tienen acostumbrados las editoriales

Los ojos, cerrados casi del todo por el peso del tiempo, lo escrutaron con presteza y profesionalidad en busca de deformidades. El llanto claro y estridente era un buen presagio, pero siempre convenía cerciorarse: más comadres habían muerto en la hoguera, por brujas y hechiceras, que por cualquier otra causa, incluidas las plagas que regularmente diezmaban las poblaciones de los reinos de Europa.


La vieja partera luego posó a la criatura en el suelo, entre sus piernas, sobre un lecho de paja seca cubierto con su mejor paño, tres codos de un tejido suave como el melocotón en cuyo rojo carmesí parecía ahora flotar el cuerpecito indefenso. Se lo quedó mirando como quien ve una aparición. Durante unos segundos, aquel llanto impregnado de rojo, el color de la sangre, le desgarró el alma en mil jirones. Los ojos, antaño manantiales generosos, le dolían como si unas manos invisibles se los estuvieran estrujando.

Le asaltaron la memoria, mezclados con un torbellino de recuerdos atropellados, otros gritos mucho más desgarradores: el que profirió su madre instantes antes de morir asfixiada, cuando las llamas empezaron a lamerle los pies con sus obscenas lenguas de fuego, y el llanto inconsolable del pequeñín de la enorme mancha en la frente que sostenía entre los brazos, cruzados y atados a la espalda. La chiquilla que entonces era lo había presenciado todo desde lejos, encaramada en lo alto de un carro de heno que algún labriego había abandonado para asistir a la ejecución. La ramera que la había acusado, la más conspicua pecadora cuyo parto ella y su madre habían asistido, encabezaba aquella manifestación de odio y miedo, en primera fila, ora escupiendo ora vociferendo, sin freno, como una verdadera posesa, azuzando a la muchedumbre enloquecida, convertida ella misma en llama purificadora; la turba, en inmensa hoguera donde ardían su madre y el pequeño diablo.

La curiosidad que la había impulsado a dejar la seguridad del bosque cercano, de donde no debía salir hasta que su madre fuera a por ella, había ido dando paso, poco a poco, a medida que iban caldeándose más y más los ánimos, al miedo más cerval, ese miedo que en situaciones extremas o bien te deja paralizado o bien te abre los ojos. La primera reacción de la niña fue ponerse a desgranar cuanta letanía su madre le había enseñado, implorando al cielo que apagara aquel infierno, esperando que de un momento a otro, en respuesta a sus súplicas, el cielo se abriera de cuajo y salieran de él ángeles, y los ángeles anunciaran con voz poderosa que aquella mujer no era una bruja, sino una piadosa sierva del Señor. En esto estaba -sus ojos dudando hacia dónde mirar, si hacia el cielo o el infierno- cuando recordó que su madre decía que era un grave pecado de soberbia pedirle al Señor que se manifestara. Tuvo que apretar los labios con fuerza para ahogar sus súplicas y, con el corazón en un puño, temerosa y a la vez esperanzada, alzó por última vez la vista para mirar el cielo: ni un rasguño que mancillara el azul impoluto, sólo alguna nubecilla aislada pastando con parsimoniosa mansedumbre.

Completamente desvalida, traspasada de miedo y odio, se arrebujó en la oquedad que instintivamente había ido abriendo en el heno y se quedó dormida. Y soñó que las nubecillas del cielo daban a luz miles de nubecillas y que estas nubecillas nacían preñadas y que éstas parían otras tantas nubecillas y que, luego de cubrir el cielo todo, las nubecillas se convertían en nubarrones y que el día era noche y que Dios lanzaba todos sus meteoros sobre aquellos impíos y que se desataba una tormenta como nunca había habido antes y que arreciaba la lluvia y que un viento huracanado hacía volar todo por los aires y que el trueno y el relámpago eran la voz y la luz de Dios... Mientras soñaba, sus ojos quisieron ser tormenta y lloraron todo cuanto tenían reservado para una larga vida, y su sangre, viendo que los ojos se secaban por apagar aquel fuego, pidió a su cuerpo que la dejara fluir hasta que no quedara una sola gota. Así, cuando despertó, la niña creyó que el sueño no había sido sueño, pues sus lágrimas se habían mezclado con su sangre empapando completamente el lecho. No supo lo que realmente había pasado hasta que reunió el valor para asomar la cabecita por encima de la carga de heno. Bastó con que buscara el origen de los hilillos de humo que ascendían dibujando filigranas en el aire para que el horror de lo que había sucedido la golpeara con todas sus fuerzas y le arrancara del pecho la palabra que la ahogaba: "¡Mamáaa...!"

El instinto de supervivencia, débil hasta el día en que su madre la llevó al bosque, contrarrestó el lacerante dolor y, agarrándola con fuerza por pies y manos, la obligó a agazaparse antes de que le diera tiempo siquiera a tener un pensamiento. Estos los tuvo después, atropellados y a cual más terrorífico. Encogida sobre sí, aterido el cuerpo por el frío intenso que le producía el miedo, volvió a ver el rostro familiar de la mujer con que había cruzado una mirada. Estaba allí mismo; ahora sí que sentía su presencia: apoyada en el carro, respirando con dificultad. Había denunciado a su madre y ahora la delataría a ella. Quiso levantarse, saltar sobre ella, sacarle los ojos, echarle mil maldiciones, pero el miedo que la tenía paralizada no era de los que sueltan fácilmente una presa, de suerte que no consiguió sino sumar una nueva humillación a la derrota; se le soltó el vientre y se le abrieron las entrañas, convirtiendo el lecho de paja en una cloaca cuya pestilencia rivalizaba con el hedor de los vómitos de los borrachos y los efluvios mefíticos de la carne humana abrasada. No podía quitarse de la cabeza lo que el puñado de campesinos que había visto en la plaza podrían llegar a hacerle si descubrieran su presencia; peor aún que la hoguera. Había oído historias. Su mente infantil, a punto ya de saltar en mil pedazos, se lanzó a forjar lo que habría de ser la definitiva oleada de terror.

Los hombres, que ya no eran hombres, aullaban enloquecidos a su alrededor. Unos pocos, a quienes los otros parecían tener miedo, habían hincado las rodillas en el heno, entre la mierda y la sangre, y le llenaban el cuerpecito desnudo de regueros de babas. A los más débiles, o a los más borrachos, los oía luchar entre ellos por encaramarse a alguna de las paredes. Uno que tenía los ojos en blanco y que babeaba más que los otros y que se había bajado los pantalones hasta los tobillos trastabilló y se cayó desde lo alto del carro, rompiéndose al parecer el cuello. La niña aprovechó el desconcierto para abrir los ojos y buscar a su mamá entre las estrellas del cielo. No le dio tiempo a encontrarla; pronto tuvo otra vez ante sí las fauces podridas de las bestias que la rodeaban. Aquello las había enfurecido. Cerró los ojos y, de repente, cuando ya sentía cómo se abalanzaban sobre ella, una voz salida de ninguna parte la arrancó de aquella angustiosa pesadilla. "Niña," dijo la voz, "no temas, nadie va a hacerte más daño." Al principio, pensó que había muerto y que era un ángel quien le hablaba; después, con un estremecimiento, se acordó de la mujer que la había delatado. "Lo siento, pequeña," siguió la mujer con una voz que de temblorosa se convirtió en abierto sollozo, "la vida ajena vale menos que la propia." La mujer, luego, lanzó una bolsa de monedas, que fue a caer tintineando junto a su cabecita, y desapareció de su vida para siempre. Entonces, como ahora, quiso llorar y los ojos también le dolieron como si unas manos invisibles se los estuvieran estrujando.

Dos lágrimas diminutas, dos ínfimas gotitas de rocío, asomaron despacio y se le quedaron allí prendidas, como dos luceros, hasta que se dio cuenta de que algo marchaba mal, es decir durante el tiempo que dura un parpadeo. Y se olvidó de la niña que había sido y hasta de ella misma. En el rostro abotargado de la dama asomaba todavía un rictus de dolor que debiera haber desaparecido tras el parto; aquello era un mal presagio: si, como temía, la niña le había desgarrado el vientre, el dolor y el cansancio la matarían en pocas horas, las que tardase en perder todos los fluidos corporales. Poco podía hacerse en casos así, aparte, naturalmente, de taponar la salida con un emplasto de harina de linaza mezclada con hierbas medicinales, de rezar una oración a Santa Gema y de esperar a que uno u otro remedio, o incluso la combinación de ambos, surtiera efecto, por este riguroso orden. Vio desfilar y esfumarse ante sí la marmita que humeaba en la cocina y el haz de leña que uno de los criados le había preparado y la moneda de plata con que esperaba que el señor recompensara sus desvelos. Los nobles, normalmente generosos cuando las cosas iban bien, se volvían terriblemente violentos y avaros al menor percance. Por suerte, además de todo lo necesario, llevaba siempre consigo una astilla de la cruz donde Nuestro Señor había sido crucificado. Sentir el lujoso relicario sobre la piel, debajo de varias capas de tela basta, le infundió nuevas esperanzas, las cuales se materializaron en un pensamiento de tan breve existencia que ni tiempo le dio a percatarse de que lo había pensado; no podía haberla salvado de la tortura y de la hoguera para dejarla morir ahora de hambre y de frío.

Instintivamente, sacó un mortero grande de una bolsa que llevaba colgada en bandolera y se puso a preparar la mezcla, ora machacando esto, ora añadiendo agua tibia de un caldero, ora espolvoreando aquello. Para cuando hubo terminado, un aluvión de nuevos recuerdos, algunos extremadamente gratos, como el viaje a Tierra Santa en que había acompañado a su esposo, un judío converso con quien se ensañaría luego la Inquisición, le habían anegado la mente de tal modo que no había espacio en ella para nada más, ni tan siquiera para el berrinche que la niña había cogido al palmearle el trasero. Aún así, el ensimismamiento no le impidió seguir con lo elaboración del mejunje salvador, ni afectó tampoco a la economía de movimientos que da la práctica prolongada de una disciplina. Ya casi había acabado de levantar el muro entre las piernas de la mujer cuando se le vino encima con gran aparatosidad y se encontró inopinadamente con otra criatura entre las manos, dentro del cuenco de madera que usaba a modo de mortero, flotando entre los restos de lo que parecía un naufragio. Por un momento, antes de que el susto barriera las últimas brumas que le nublaban el entendimiento, pensó que la primera niña, que ahora lloriqueaba si cabe con más fuerza, se le había vuelto a meter en un descuido dentro del cuerpo de la madre.
Con ésta fueron necesarias varias palmaditas, alguna de ellas en la espalda, para que el dolor que uno siente al nacer le saliera todo para afuera. Al oírla por primera vez, su hermanita pareció enmudecer un momento, para lanzarse enseguida a reclamar su sitio en el mundo con nuevos bríos, como temiendo que la recién llegada pretendiera arrebatárselo; y ésta tampoco le iba a la zaga, sobre todo después de que la partera la sumergiera en el barreño para limpiarla. Y para cuando el eco de la llantina, que había ido pasando poco a poco de una estancia a otra, resonó en toda la mansión, la madre había recuperado parcialmente la belleza y la compostura habituales en ella; el resuello, no tanto.

Aliviada por el milagroso desenlace, la anciana se llevó una mano al pecho, a la altura del relicario -la otra la tenía ocupada sujetando al bebé por los pies, justo encima del caldero de agua, como escurriéndolo- y elevó al cielo una apresurada plegaria de agradecimiento. Después, confiada totalmente del poder y magnanimidad del Señor, se saltó el rutinario trámite de la inspección ocular y la posó junto a la otra, como para que fueran acostumbrándose a las estrecheces a que lleva la rivalidad. Al verlas pegadas por el costado, no pudo por menos de admirarse de lo igualitas que eran y preguntarse si también lo serían sus vidas. Aún no había advertido la mancha negruzca que le cubría la rodillita. Cuando por fin cayó en la cuenta -al principio la había tomado por la sombra de un pliegue de su faldón-, el sobresalto fue mayúsculo; el respingo, tan brusco y violento que a punto estuvo de caerse de espaldas contra el suelo. Miró a la condesa y vio que dormía plácidamente, ajena a la desgracia que por salvarla a ella ahora se cernía sobre todos ellos. "Entiendo, Señor," dijo para sí. "La hija a cambio de la madre." Tuvo una revelación: el Señor, complacido de la abnegación de su sierva y apiadado de las dudas que le habían remordido la conciencia hasta más allá de lo que podía recordar, había realizado aquel prodigio para que supiera, ahora que la hora definitiva estaba próxima, que había obrado con rectitud. La perspectiva de la hoguera no la hubiera espoleado tanto como la certeza que ahora tenía de que Dios mismo había guiado siempre su brazo.

Agarró a la pequeña por los pies y, suspendiéndola sobre el barreño de agua donde la había lavado, empezó a recitar las palabras rituales: "La sierva de Dios, María -siempre utilizaba los mismos nombres: María para las niñas y Jesús para los niños-, es bautizada en el nombre...". Y mientras invocaba a cada persona de la Santísima Trinidad, la sumergía en el agua y la sacaba de ella, con tanto fervor que no reparó en que la condesa se había despertado cuando iba por el "Hijo", probablemente a causa de los alaridos que daba la pequeña cada vez que salía del agua. Medio adormilada todavía, la condesa no supo lo que estaba sucediendo hasta que no vio que la anciana -después de un beso en la cabecita y un "lo siento, pequeña"- la metía en el caldero una cuarta vez y no la sacaba. Intentó levantarse para detenerla y cayó al suelo, donde, sacando fuerzas de flaquezas, se puso a llamar al conde a voz en grito.

Sin soltar al bebé, la partera, que sabía que el conde había salido de caza y que los criados no se atreverían a entrar en la alcoba de su señora en momentos así, trató de calmarla hablándole con suavidad y explicándole lo sucedido. La impresión había sido muy fuerte y le costaría más que de costumbre, pero no perdió la calma: su experiencia le decía que todas, nobles y plebeyas, acababan finalmente aviniéndose a razones. Y así probablemente habría sido también en esta ocasión si el conde, siguiendo las costumbres de la época, no hubiera abandonado la partida de caza precipitadamente al saber, por boca de un mozo de cuadras enviado por su esposa, que los dolores del parto habían comenzado. Pero es que, además, quiso el destino que llegara en el momento justo en que su esposa lo llamaba y que él la oyera y que supiera descifrar el sentido verdadero que se escondía tras la acuciante llamada: "¡¡Adolfo!!" Una jauría de lobos no le hubiera espoleado tanto; en un santiamén subió las escaleras e irrumpió en la alcoba, cuya puerta hubo de derribar con la ayuda de los criados que se arremolinaban delante. Se plantó luego en medio de la sala, con la espada desenfundada y mirando en derredor suyo, bastante confuso por el silencio sepulcral que de repente se hizo, sólo roto esporádicamente por el bisbiseo con que la partera se encomendaba al Señor. Vio a la esposa tendida en el suelo, con el rostro desencajado, gritándole palabras que no acaban de salirle de la garganta; vio también a la partera, con las manos cruzadas sobre el pecho, hablando para sí sin apenas despegar los labios; vio, entre las piernas de la vieja, un bebé que parecía la viva imagen de su esposa; vio el barreño en que los criados le traían el agua para asearse; vio que estaba lleno; vio un cuerpecito azulado flotando... Se fue hacia ella y le hundió la espada en el corazón: "¡Muere... Bruja!"


.- publicado en la revista "La voz de la cometa. Tu voz en Internet"

37.-La partera. Pablo A. Bugallo(139)

La réplica de los best-sellers de sopa de ajo a que nos tienen acostumbrados las editoriales

Los ojos, cerrados casi del todo por el peso del tiempo, lo escrutaron con presteza y profesionalidad en busca de deformidades. El llanto claro y estridente era un buen presagio, pero siempre convenía cerciorarse: más comadres habían muerto en la hoguera, por brujas y hechiceras, que por cualquier otra causa, incluidas las plagas que regularmente diezmaban las poblaciones de los reinos de Europa.


La vieja partera luego posó a la criatura en el suelo, entre sus piernas, sobre un lecho de paja seca cubierto con su mejor paño, tres codos de un tejido suave como el melocotón en cuyo rojo carmesí parecía ahora flotar el cuerpecito indefenso. Se lo quedó mirando como quien ve una aparición. Durante unos segundos, aquel llanto impregnado de rojo, el color de la sangre, le desgarró el alma en mil jirones. Los ojos, antaño manantiales generosos, le dolían como si unas manos invisibles se los estuvieran estrujando.


Le asaltaron la memoria, mezclados con un torbellino de recuerdos atropellados, otros gritos mucho más desgarradores: el que profirió su madre instantes antes de morir asfixiada, cuando las llamas empezaron a lamerle los pies con sus obscenas lenguas de fuego, y el llanto inconsolable del pequeñín de la enorme mancha en la frente que sostenía entre los brazos, cruzados y atados a la espalda. La chiquilla que entonces era lo había presenciado todo desde lejos, encaramada en lo alto de un carro de heno que algún labriego había abandonado para asistir a la ejecución. La ramera que la había acusado, la más conspicua pecadora cuyo parto ella y su madre habían asistido, encabezaba aquella manifestación de odio y miedo, en primera fila, ora escupiendo ora vociferendo, sin freno, como una verdadera posesa, azuzando a la muchedumbre enloquecida, convertida ella misma en llama purificadora; la turba, en inmensa hoguera donde ardían su madre y el pequeño diablo.

La curiosidad que la había impulsado a dejar la seguridad del bosque cercano, de donde no debía salir hasta que su madre fuera a por ella, había ido dando paso, poco a poco, a medida que iban caldeándose más y más los ánimos, al miedo más cerval, ese miedo que en situaciones extremas o bien te deja paralizado o bien te abre los ojos. La primera reacción de la niña fue ponerse a desgranar cuanta letanía su madre le había enseñado, implorando al cielo que apagara aquel infierno, esperando que de un momento a otro, en respuesta a sus súplicas, el cielo se abriera de cuajo y salieran de él ángeles, y los ángeles anunciaran con voz poderosa que aquella mujer no era una bruja, sino una piadosa sierva del Señor. En esto estaba -sus ojos dudando hacia dónde mirar, si hacia el cielo o el infierno- cuando recordó que su madre decía que era un grave pecado de soberbia pedirle al Señor que se manifestara. Tuvo que apretar los labios con fuerza para ahogar sus súplicas y, con el corazón en un puño, temerosa y a la vez esperanzada, alzó por última vez la vista para mirar el cielo: ni un rasguño que mancillara el azul impoluto, sólo alguna nubecilla aislada pastando con parsimoniosa mansedumbre.

Completamente desvalida, traspasada de miedo y odio, se arrebujó en la oquedad que instintivamente había ido abriendo en el heno y se quedó dormida. Y soñó que las nubecillas del cielo daban a luz miles de nubecillas y que estas nubecillas nacían preñadas y que éstas parían otras tantas nubecillas y que, luego de cubrir el cielo todo, las nubecillas se convertían en nubarrones y que el día era noche y que Dios lanzaba todos sus meteoros sobre aquellos impíos y que se desataba una tormenta como nunca había habido antes y que arreciaba la lluvia y que un viento huracanado hacía volar todo por los aires y que el trueno y el relámpago eran la voz y la luz de Dios... Mientras soñaba, sus ojos quisieron ser tormenta y lloraron todo cuanto tenían reservado para una larga vida, y su sangre, viendo que los ojos se secaban por apagar aquel fuego, pidió a su cuerpo que la dejara fluir hasta que no quedara una sola gota. Así, cuando despertó, la niña creyó que el sueño no había sido sueño, pues sus lágrimas se habían mezclado con su sangre empapando completamente el lecho. No supo lo que realmente había pasado hasta que reunió el valor para asomar la cabecita por encima de la carga de heno. Bastó con que buscara el origen de los hilillos de humo que ascendían dibujando filigranas en el aire para que el horror de lo que había sucedido la golpeara con todas sus fuerzas y le arrancara del pecho la palabra que la ahogaba: "¡Mamáaa...!"

El instinto de supervivencia, débil hasta el día en que su madre la llevó al bosque, contrarrestó el lacerante dolor y, agarrándola con fuerza por pies y manos, la obligó a agazaparse antes de que le diera tiempo siquiera a tener un pensamiento. Estos los tuvo después, atropellados y a cual más terrorífico. Encogida sobre sí, aterido el cuerpo por el frío intenso que le producía el miedo, volvió a ver el rostro familiar de la mujer con que había cruzado una mirada. Estaba allí mismo; ahora sí que sentía su presencia: apoyada en el carro, respirando con dificultad. Había denunciado a su madre y ahora la delataría a ella. Quiso levantarse, saltar sobre ella, sacarle los ojos, echarle mil maldiciones, pero el miedo que la tenía paralizada no era de los que sueltan fácilmente una presa, de suerte que no consiguió sino sumar una nueva humillación a la derrota; se le soltó el vientre y se le abrieron las entrañas, convirtiendo el lecho de paja en una cloaca cuya pestilencia rivalizaba con el hedor de los vómitos de los borrachos y los efluvios mefíticos de la carne humana abrasada. No podía quitarse de la cabeza lo que el puñado de campesinos que había visto en la plaza podrían llegar a hacerle si descubrieran su presencia; peor aún que la hoguera. Había oído historias. Su mente infantil, a punto ya de saltar en mil pedazos, se lanzó a forjar lo que habría de ser la definitiva oleada de terror.

Los hombres, que ya no eran hombres, aullaban enloquecidos a su alrededor. Unos pocos, a quienes los otros parecían tener miedo, habían hincado las rodillas en el heno, entre la mierda y la sangre, y le llenaban el cuerpecito desnudo de regueros de babas. A los más débiles, o a los más borrachos, los oía luchar entre ellos por encaramarse a alguna de las paredes. Uno que tenía los ojos en blanco y que babeaba más que los otros y que se había bajado los pantalones hasta los tobillos trastabilló y se cayó desde lo alto del carro, rompiéndose al parecer el cuello. La niña aprovechó el desconcierto para abrir los ojos y buscar a su mamá entre las estrellas del cielo. No le dio tiempo a encontrarla; pronto tuvo otra vez ante sí las fauces podridas de las bestias que la rodeaban. Aquello las había enfurecido. Cerró los ojos y, de repente, cuando ya sentía cómo se abalanzaban sobre ella, una voz salida de ninguna parte la arrancó de aquella angustiosa pesadilla. "Niña," dijo la voz, "no temas, nadie va a hacerte más daño." Al principio, pensó que había muerto y que era un ángel quien le hablaba; después, con un estremecimiento, se acordó de la mujer que la había delatado. "Lo siento, pequeña," siguió la mujer con una voz que de temblorosa se convirtió en abierto sollozo, "la vida ajena vale menos que la propia." La mujer, luego, lanzó una bolsa de monedas, que fue a caer tintineando junto a su cabecita, y desapareció de su vida para siempre. Entonces, como ahora, quiso llorar y los ojos también le dolieron como si unas manos invisibles se los estuvieran estrujando.

Dos lágrimas diminutas, dos ínfimas gotitas de rocío, asomaron despacio y se le quedaron allí prendidas, como dos luceros, hasta que se dio cuenta de que algo marchaba mal, es decir durante el tiempo que dura un parpadeo. Y se olvidó de la niña que había sido y hasta de ella misma. En el rostro abotargado de la dama asomaba todavía un rictus de dolor que debiera haber desaparecido tras el parto; aquello era un mal presagio: si, como temía, la niña le había desgarrado el vientre, el dolor y el cansancio la matarían en pocas horas, las que tardase en perder todos los fluidos corporales. Poco podía hacerse en casos así, aparte, naturalmente, de taponar la salida con un emplasto de harina de linaza mezclada con hierbas medicinales, de rezar una oración a Santa Gema y de esperar a que uno u otro remedio, o incluso la combinación de ambos, surtiera efecto, por este riguroso orden. Vio desfilar y esfumarse ante sí la marmita que humeaba en la cocina y el haz de leña que uno de los criados le había preparado y la moneda de plata con que esperaba que el señor recompensara sus desvelos. Los nobles, normalmente generosos cuando las cosas iban bien, se volvían terriblemente violentos y avaros al menor percance. Por suerte, además de todo lo necesario, llevaba siempre consigo una astilla de la cruz donde Nuestro Señor había sido crucificado. Sentir el lujoso relicario sobre la piel, debajo de varias capas de tela basta, le infundió nuevas esperanzas, las cuales se materializaron en un pensamiento de tan breve existencia que ni tiempo le dio a percatarse de que lo había pensado; no podía haberla salvado de la tortura y de la hoguera para dejarla morir ahora de hambre y de frío.

Instintivamente, sacó un mortero grande de una bolsa que llevaba colgada en bandolera y se puso a preparar la mezcla, ora machacando esto, ora añadiendo agua tibia de un caldero, ora espolvoreando aquello. Para cuando hubo terminado, un aluvión de nuevos recuerdos, algunos extremadamente gratos, como el viaje a Tierra Santa en que había acompañado a su esposo, un judío converso con quien se ensañaría luego la Inquisición, le habían anegado la mente de tal modo que no había espacio en ella para nada más, ni tan siquiera para el berrinche que la niña había cogido al palmearle el trasero. Aún así, el ensimismamiento no le impidió seguir con lo elaboración del mejunje salvador, ni afectó tampoco a la economía de movimientos que da la práctica prolongada de una disciplina. Ya casi había acabado de levantar el muro entre las piernas de la mujer cuando se le vino encima con gran aparatosidad y se encontró inopinadamente con otra criatura entre las manos, dentro del cuenco de madera que usaba a modo de mortero, flotando entre los restos de lo que parecía un naufragio. Por un momento, antes de que el susto barriera las últimas brumas que le nublaban el entendimiento, pensó que la primera niña, que ahora lloriqueaba si cabe con más fuerza, se le había vuelto a meter en un descuido dentro del cuerpo de la madre.
Con ésta fueron necesarias varias palmaditas, alguna de ellas en la espalda, para que el dolor que uno siente al nacer le saliera todo para afuera. Al oírla por primera vez, su hermanita pareció enmudecer un momento, para lanzarse enseguida a reclamar su sitio en el mundo con nuevos bríos, como temiendo que la recién llegada pretendiera arrebatárselo; y ésta tampoco le iba a la zaga, sobre todo después de que la partera la sumergiera en el barreño para limpiarla. Y para cuando el eco de la llantina, que había ido pasando poco a poco de una estancia a otra, resonó en toda la mansión, la madre había recuperado parcialmente la belleza y la compostura habituales en ella; el resuello, no tanto.

Aliviada por el milagroso desenlace, la anciana se llevó una mano al pecho, a la altura del relicario -la otra la tenía ocupada sujetando al bebé por los pies, justo encima del caldero de agua, como escurriéndolo- y elevó al cielo una apresurada plegaria de agradecimiento. Después, confiada totalmente del poder y magnanimidad del Señor, se saltó el rutinario trámite de la inspección ocular y la posó junto a la otra, como para que fueran acostumbrándose a las estrecheces a que lleva la rivalidad. Al verlas pegadas por el costado, no pudo por menos de admirarse de lo igualitas que eran y preguntarse si también lo serían sus vidas. Aún no había advertido la mancha negruzca que le cubría la rodillita. Cuando por fin cayó en la cuenta -al principio la había tomado por la sombra de un pliegue de su faldón-, el sobresalto fue mayúsculo; el respingo, tan brusco y violento que a punto estuvo de caerse de espaldas contra el suelo. Miró a la condesa y vio que dormía plácidamente, ajena a la desgracia que por salvarla a ella ahora se cernía sobre todos ellos. "Entiendo, Señor," dijo para sí. "La hija a cambio de la madre." Tuvo una revelación: el Señor, complacido de la abnegación de su sierva y apiadado de las dudas que le habían remordido la conciencia hasta más allá de lo que podía recordar, había realizado aquel prodigio para que supiera, ahora que la hora definitiva estaba próxima, que había obrado con rectitud. La perspectiva de la hoguera no la hubiera espoleado tanto como la certeza que ahora tenía de que Dios mismo había guiado siempre su brazo.

Agarró a la pequeña por los pies y, suspendiéndola sobre el barreño de agua donde la había lavado, empezó a recitar las palabras rituales: "La sierva de Dios, María -siempre utilizaba los mismos nombres: María para las niñas y Jesús para los niños-, es bautizada en el nombre...". Y mientras invocaba a cada persona de la Santísima Trinidad, la sumergía en el agua y la sacaba de ella, con tanto fervor que no reparó en que la condesa se había despertado cuando iba por el "Hijo", probablemente a causa de los alaridos que daba la pequeña cada vez que salía del agua. Medio adormilada todavía, la condesa no supo lo que estaba sucediendo hasta que no vio que la anciana -después de un beso en la cabecita y un "lo siento, pequeña"- la metía en el caldero una cuarta vez y no la sacaba. Intentó levantarse para detenerla y cayó al suelo, donde, sacando fuerzas de flaquezas, se puso a llamar al conde a voz en grito.

Sin soltar al bebé, la partera, que sabía que el conde había salido de caza y que los criados no se atreverían a entrar en la alcoba de su señora en momentos así, trató de calmarla hablándole con suavidad y explicándole lo sucedido. La impresión había sido muy fuerte y le costaría más que de costumbre, pero no perdió la calma: su experiencia le decía que todas, nobles y plebeyas, acababan finalmente aviniéndose a razones. Y así probablemente habría sido también en esta ocasión si el conde, siguiendo las costumbres de la época, no hubiera abandonado la partida de caza precipitadamente al saber, por boca de un mozo de cuadras enviado por su esposa, que los dolores del parto habían comenzado. Pero es que, además, quiso el destino que llegara en el momento justo en que su esposa lo llamaba y que él la oyera y que supiera descifrar el sentido verdadero que se escondía tras la acuciante llamada: "¡¡Adolfo!!" Una jauría de lobos no le hubiera espoleado tanto; en un santiamén subió las escaleras e irrumpió en la alcoba, cuya puerta hubo de derribar con la ayuda de los criados que se arremolinaban delante. Se plantó luego en medio de la sala, con la espada desenfundada y mirando en derredor suyo, bastante confuso por el silencio sepulcral que de repente se hizo, sólo roto esporádicamente por el bisbiseo con que la partera se encomendaba al Señor. Vio a la esposa tendida en el suelo, con el rostro desencajado, gritándole palabras que no acaban de salirle de la garganta; vio también a la partera, con las manos cruzadas sobre el pecho, hablando para sí sin apenas despegar los labios; vio, entre las piernas de la vieja, un bebé que parecía la viva imagen de su esposa; vio el barreño en que los criados le traían el agua para asearse; vio que estaba lleno; vio un cuerpecito azulado flotando... Se fue hacia ella y le hundió la espada en el corazón: "¡Muere... Bruja!"


.- publicado en la revista "La voz de la cometa. Tu voz en Internet"

37.-La partera. Pablo A. Bugallo(139)

La réplica de los best-sellers de sopa de ajo a que nos tienen acostumbrados las editoriales

Los ojos, cerrados casi del todo por el peso del tiempo, lo escrutaron con presteza y profesionalidad en busca de deformidades. El llanto claro y estridente era un buen presagio, pero siempre convenía cerciorarse: más comadres habían muerto en la hoguera, por brujas y hechiceras, que por cualquier otra causa, incluidas las plagas que regularmente diezmaban las poblaciones de los reinos de Europa.


La vieja partera luego posó a la criatura en el suelo, entre sus piernas, sobre un lecho de paja seca cubierto con su mejor paño, tres codos de un tejido suave como el melocotón en cuyo rojo carmesí parecía ahora flotar el cuerpecito indefenso. Se lo quedó mirando como quien ve una aparición. Durante unos segundos, aquel llanto impregnado de rojo, el color de la sangre, le desgarró el alma en mil jirones. Los ojos, antaño manantiales generosos, le dolían como si unas manos invisibles se los estuvieran estrujando.


Le asaltaron la memoria, mezclados con un torbellino de recuerdos atropellados, otros gritos mucho más desgarradores: el que profirió su madre instantes antes de morir asfixiada, cuando las llamas empezaron a lamerle los pies con sus obscenas lenguas de fuego, y el llanto inconsolable del pequeñín de la enorme mancha en la frente que sostenía entre los brazos, cruzados y atados a la espalda. La chiquilla que entonces era lo había presenciado todo desde lejos, encaramada en lo alto de un carro de heno que algún labriego había abandonado para asistir a la ejecución. La ramera que la había acusado, la más conspicua pecadora cuyo parto ella y su madre habían asistido, encabezaba aquella manifestación de odio y miedo, en primera fila, ora escupiendo ora vociferendo, sin freno, como una verdadera posesa, azuzando a la muchedumbre enloquecida, convertida ella misma en llama purificadora; la turba, en inmensa hoguera donde ardían su madre y el pequeño diablo.

La curiosidad que la había impulsado a dejar la seguridad del bosque cercano, de donde no debía salir hasta que su madre fuera a por ella, había ido dando paso, poco a poco, a medida que iban caldeándose más y más los ánimos, al miedo más cerval, ese miedo que en situaciones extremas o bien te deja paralizado o bien te abre los ojos. La primera reacción de la niña fue ponerse a desgranar cuanta letanía su madre le había enseñado, implorando al cielo que apagara aquel infierno, esperando que de un momento a otro, en respuesta a sus súplicas, el cielo se abriera de cuajo y salieran de él ángeles, y los ángeles anunciaran con voz poderosa que aquella mujer no era una bruja, sino una piadosa sierva del Señor. En esto estaba -sus ojos dudando hacia dónde mirar, si hacia el cielo o el infierno- cuando recordó que su madre decía que era un grave pecado de soberbia pedirle al Señor que se manifestara. Tuvo que apretar los labios con fuerza para ahogar sus súplicas y, con el corazón en un puño, temerosa y a la vez esperanzada, alzó por última vez la vista para mirar el cielo: ni un rasguño que mancillara el azul impoluto, sólo alguna nubecilla aislada pastando con parsimoniosa mansedumbre.

Completamente desvalida, traspasada de miedo y odio, se arrebujó en la oquedad que instintivamente había ido abriendo en el heno y se quedó dormida. Y soñó que las nubecillas del cielo daban a luz miles de nubecillas y que estas nubecillas nacían preñadas y que éstas parían otras tantas nubecillas y que, luego de cubrir el cielo todo, las nubecillas se convertían en nubarrones y que el día era noche y que Dios lanzaba todos sus meteoros sobre aquellos impíos y que se desataba una tormenta como nunca había habido antes y que arreciaba la lluvia y que un viento huracanado hacía volar todo por los aires y que el trueno y el relámpago eran la voz y la luz de Dios... Mientras soñaba, sus ojos quisieron ser tormenta y lloraron todo cuanto tenían reservado para una larga vida, y su sangre, viendo que los ojos se secaban por apagar aquel fuego, pidió a su cuerpo que la dejara fluir hasta que no quedara una sola gota. Así, cuando despertó, la niña creyó que el sueño no había sido sueño, pues sus lágrimas se habían mezclado con su sangre empapando completamente el lecho. No supo lo que realmente había pasado hasta que reunió el valor para asomar la cabecita por encima de la carga de heno. Bastó con que buscara el origen de los hilillos de humo que ascendían dibujando filigranas en el aire para que el horror de lo que había sucedido la golpeara con todas sus fuerzas y le arrancara del pecho la palabra que la ahogaba: "¡Mamáaa...!"

El instinto de supervivencia, débil hasta el día en que su madre la llevó al bosque, contrarrestó el lacerante dolor y, agarrándola con fuerza por pies y manos, la obligó a agazaparse antes de que le diera tiempo siquiera a tener un pensamiento. Estos los tuvo después, atropellados y a cual más terrorífico. Encogida sobre sí, aterido el cuerpo por el frío intenso que le producía el miedo, volvió a ver el rostro familiar de la mujer con que había cruzado una mirada. Estaba allí mismo; ahora sí que sentía su presencia: apoyada en el carro, respirando con dificultad. Había denunciado a su madre y ahora la delataría a ella. Quiso levantarse, saltar sobre ella, sacarle los ojos, echarle mil maldiciones, pero el miedo que la tenía paralizada no era de los que sueltan fácilmente una presa, de suerte que no consiguió sino sumar una nueva humillación a la derrota; se le soltó el vientre y se le abrieron las entrañas, convirtiendo el lecho de paja en una cloaca cuya pestilencia rivalizaba con el hedor de los vómitos de los borrachos y los efluvios mefíticos de la carne humana abrasada. No podía quitarse de la cabeza lo que el puñado de campesinos que había visto en la plaza podrían llegar a hacerle si descubrieran su presencia; peor aún que la hoguera. Había oído historias. Su mente infantil, a punto ya de saltar en mil pedazos, se lanzó a forjar lo que habría de ser la definitiva oleada de terror.

Los hombres, que ya no eran hombres, aullaban enloquecidos a su alrededor. Unos pocos, a quienes los otros parecían tener miedo, habían hincado las rodillas en el heno, entre la mierda y la sangre, y le llenaban el cuerpecito desnudo de regueros de babas. A los más débiles, o a los más borrachos, los oía luchar entre ellos por encaramarse a alguna de las paredes. Uno que tenía los ojos en blanco y que babeaba más que los otros y que se había bajado los pantalones hasta los tobillos trastabilló y se cayó desde lo alto del carro, rompiéndose al parecer el cuello. La niña aprovechó el desconcierto para abrir los ojos y buscar a su mamá entre las estrellas del cielo. No le dio tiempo a encontrarla; pronto tuvo otra vez ante sí las fauces podridas de las bestias que la rodeaban. Aquello las había enfurecido. Cerró los ojos y, de repente, cuando ya sentía cómo se abalanzaban sobre ella, una voz salida de ninguna parte la arrancó de aquella angustiosa pesadilla. "Niña," dijo la voz, "no temas, nadie va a hacerte más daño." Al principio, pensó que había muerto y que era un ángel quien le hablaba; después, con un estremecimiento, se acordó de la mujer que la había delatado. "Lo siento, pequeña," siguió la mujer con una voz que de temblorosa se convirtió en abierto sollozo, "la vida ajena vale menos que la propia." La mujer, luego, lanzó una bolsa de monedas, que fue a caer tintineando junto a su cabecita, y desapareció de su vida para siempre. Entonces, como ahora, quiso llorar y los ojos también le dolieron como si unas manos invisibles se los estuvieran estrujando.

Dos lágrimas diminutas, dos ínfimas gotitas de rocío, asomaron despacio y se le quedaron allí prendidas, como dos luceros, hasta que se dio cuenta de que algo marchaba mal, es decir durante el tiempo que dura un parpadeo. Y se olvidó de la niña que había sido y hasta de ella misma. En el rostro abotargado de la dama asomaba todavía un rictus de dolor que debiera haber desaparecido tras el parto; aquello era un mal presagio: si, como temía, la niña le había desgarrado el vientre, el dolor y el cansancio la matarían en pocas horas, las que tardase en perder todos los fluidos corporales. Poco podía hacerse en casos así, aparte, naturalmente, de taponar la salida con un emplasto de harina de linaza mezclada con hierbas medicinales, de rezar una oración a Santa Gema y de esperar a que uno u otro remedio, o incluso la combinación de ambos, surtiera efecto, por este riguroso orden. Vio desfilar y esfumarse ante sí la marmita que humeaba en la cocina y el haz de leña que uno de los criados le había preparado y la moneda de plata con que esperaba que el señor recompensara sus desvelos. Los nobles, normalmente generosos cuando las cosas iban bien, se volvían terriblemente violentos y avaros al menor percance. Por suerte, además de todo lo necesario, llevaba siempre consigo una astilla de la cruz donde Nuestro Señor había sido crucificado. Sentir el lujoso relicario sobre la piel, debajo de varias capas de tela basta, le infundió nuevas esperanzas, las cuales se materializaron en un pensamiento de tan breve existencia que ni tiempo le dio a percatarse de que lo había pensado; no podía haberla salvado de la tortura y de la hoguera para dejarla morir ahora de hambre y de frío.

Instintivamente, sacó un mortero grande de una bolsa que llevaba colgada en bandolera y se puso a preparar la mezcla, ora machacando esto, ora añadiendo agua tibia de un caldero, ora espolvoreando aquello. Para cuando hubo terminado, un aluvión de nuevos recuerdos, algunos extremadamente gratos, como el viaje a Tierra Santa en que había acompañado a su esposo, un judío converso con quien se ensañaría luego la Inquisición, le habían anegado la mente de tal modo que no había espacio en ella para nada más, ni tan siquiera para el berrinche que la niña había cogido al palmearle el trasero. Aún así, el ensimismamiento no le impidió seguir con lo elaboración del mejunje salvador, ni afectó tampoco a la economía de movimientos que da la práctica prolongada de una disciplina. Ya casi había acabado de levantar el muro entre las piernas de la mujer cuando se le vino encima con gran aparatosidad y se encontró inopinadamente con otra criatura entre las manos, dentro del cuenco de madera que usaba a modo de mortero, flotando entre los restos de lo que parecía un naufragio. Por un momento, antes de que el susto barriera las últimas brumas que le nublaban el entendimiento, pensó que la primera niña, que ahora lloriqueaba si cabe con más fuerza, se le había vuelto a meter en un descuido dentro del cuerpo de la madre.
Con ésta fueron necesarias varias palmaditas, alguna de ellas en la espalda, para que el dolor que uno siente al nacer le saliera todo para afuera. Al oírla por primera vez, su hermanita pareció enmudecer un momento, para lanzarse enseguida a reclamar su sitio en el mundo con nuevos bríos, como temiendo que la recién llegada pretendiera arrebatárselo; y ésta tampoco le iba a la zaga, sobre todo después de que la partera la sumergiera en el barreño para limpiarla. Y para cuando el eco de la llantina, que había ido pasando poco a poco de una estancia a otra, resonó en toda la mansión, la madre había recuperado parcialmente la belleza y la compostura habituales en ella; el resuello, no tanto.

Aliviada por el milagroso desenlace, la anciana se llevó una mano al pecho, a la altura del relicario -la otra la tenía ocupada sujetando al bebé por los pies, justo encima del caldero de agua, como escurriéndolo- y elevó al cielo una apresurada plegaria de agradecimiento. Después, confiada totalmente del poder y magnanimidad del Señor, se saltó el rutinario trámite de la inspección ocular y la posó junto a la otra, como para que fueran acostumbrándose a las estrecheces a que lleva la rivalidad. Al verlas pegadas por el costado, no pudo por menos de admirarse de lo igualitas que eran y preguntarse si también lo serían sus vidas. Aún no había advertido la mancha negruzca que le cubría la rodillita. Cuando por fin cayó en la cuenta -al principio la había tomado por la sombra de un pliegue de su faldón-, el sobresalto fue mayúsculo; el respingo, tan brusco y violento que a punto estuvo de caerse de espaldas contra el suelo. Miró a la condesa y vio que dormía plácidamente, ajena a la desgracia que por salvarla a ella ahora se cernía sobre todos ellos. "Entiendo, Señor," dijo para sí. "La hija a cambio de la madre." Tuvo una revelación: el Señor, complacido de la abnegación de su sierva y apiadado de las dudas que le habían remordido la conciencia hasta más allá de lo que podía recordar, había realizado aquel prodigio para que supiera, ahora que la hora definitiva estaba próxima, que había obrado con rectitud. La perspectiva de la hoguera no la hubiera espoleado tanto como la certeza que ahora tenía de que Dios mismo había guiado siempre su brazo.

Agarró a la pequeña por los pies y, suspendiéndola sobre el barreño de agua donde la había lavado, empezó a recitar las palabras rituales: "La sierva de Dios, María -siempre utilizaba los mismos nombres: María para las niñas y Jesús para los niños-, es bautizada en el nombre...". Y mientras invocaba a cada persona de la Santísima Trinidad, la sumergía en el agua y la sacaba de ella, con tanto fervor que no reparó en que la condesa se había despertado cuando iba por el "Hijo", probablemente a causa de los alaridos que daba la pequeña cada vez que salía del agua. Medio adormilada todavía, la condesa no supo lo que estaba sucediendo hasta que no vio que la anciana -después de un beso en la cabecita y un "lo siento, pequeña"- la metía en el caldero una cuarta vez y no la sacaba. Intentó levantarse para detenerla y cayó al suelo, donde, sacando fuerzas de flaquezas, se puso a llamar al conde a voz en grito.

Sin soltar al bebé, la partera, que sabía que el conde había salido de caza y que los criados no se atreverían a entrar en la alcoba de su señora en momentos así, trató de calmarla hablándole con suavidad y explicándole lo sucedido. La impresión había sido muy fuerte y le costaría más que de costumbre, pero no perdió la calma: su experiencia le decía que todas, nobles y plebeyas, acababan finalmente aviniéndose a razones. Y así probablemente habría sido también en esta ocasión si el conde, siguiendo las costumbres de la época, no hubiera abandonado la partida de caza precipitadamente al saber, por boca de un mozo de cuadras enviado por su esposa, que los dolores del parto habían comenzado. Pero es que, además, quiso el destino que llegara en el momento justo en que su esposa lo llamaba y que él la oyera y que supiera descifrar el sentido verdadero que se escondía tras la acuciante llamada: "¡¡Adolfo!!" Una jauría de lobos no le hubiera espoleado tanto; en un santiamén subió las escaleras e irrumpió en la alcoba, cuya puerta hubo de derribar con la ayuda de los criados que se arremolinaban delante. Se plantó luego en medio de la sala, con la espada desenfundada y mirando en derredor suyo, bastante confuso por el silencio sepulcral que de repente se hizo, sólo roto esporádicamente por el bisbiseo con que la partera se encomendaba al Señor. Vio a la esposa tendida en el suelo, con el rostro desencajado, gritándole palabras que no acaban de salirle de la garganta; vio también a la partera, con las manos cruzadas sobre el pecho, hablando para sí sin apenas despegar los labios; vio, entre las piernas de la vieja, un bebé que parecía la viva imagen de su esposa; vio el barreño en que los criados le traían el agua para asearse; vio que estaba lleno; vio un cuerpecito azulado flotando... Se fue hacia ella y le hundió la espada en el corazón: "¡Muere... Bruja!"


.- publicado en la revista "La voz de la cometa. Tu voz en Internet"

37.-La partera. Pablo A. Bugallo(139)

La réplica de los best-sellers de sopa de ajo a que nos tienen acostumbrados las editoriales

Los ojos, cerrados casi del todo por el peso del tiempo, lo escrutaron con presteza y profesionalidad en busca de deformidades. El llanto claro y estridente era un buen presagio, pero siempre convenía cerciorarse: más comadres habían muerto en la hoguera, por brujas y hechiceras, que por cualquier otra causa, incluidas las plagas que regularmente diezmaban las poblaciones de los reinos de Europa.


La vieja partera luego posó a la criatura en el suelo, entre sus piernas, sobre un lecho de paja seca cubierto con su mejor paño, tres codos de un tejido suave como el melocotón en cuyo rojo carmesí parecía ahora flotar el cuerpecito indefenso. Se lo quedó mirando como quien ve una aparición. Durante unos segundos, aquel llanto impregnado de rojo, el color de la sangre, le desgarró el alma en mil jirones. Los ojos, antaño manantiales generosos, le dolían como si unas manos invisibles se los estuvieran estrujando.


Le asaltaron la memoria, mezclados con un torbellino de recuerdos atropellados, otros gritos mucho más desgarradores: el que profirió su madre instantes antes de morir asfixiada, cuando las llamas empezaron a lamerle los pies con sus obscenas lenguas de fuego, y el llanto inconsolable del pequeñín de la enorme mancha en la frente que sostenía entre los brazos, cruzados y atados a la espalda. La chiquilla que entonces era lo había presenciado todo desde lejos, encaramada en lo alto de un carro de heno que algún labriego había abandonado para asistir a la ejecución. La ramera que la había acusado, la más conspicua pecadora cuyo parto ella y su madre habían asistido, encabezaba aquella manifestación de odio y miedo, en primera fila, ora escupiendo ora vociferendo, sin freno, como una verdadera posesa, azuzando a la muchedumbre enloquecida, convertida ella misma en llama purificadora; la turba, en inmensa hoguera donde ardían su madre y el pequeño diablo.

La curiosidad que la había impulsado a dejar la seguridad del bosque cercano, de donde no debía salir hasta que su madre fuera a por ella, había ido dando paso, poco a poco, a medida que iban caldeándose más y más los ánimos, al miedo más cerval, ese miedo que en situaciones extremas o bien te deja paralizado o bien te abre los ojos. La primera reacción de la niña fue ponerse a desgranar cuanta letanía su madre le había enseñado, implorando al cielo que apagara aquel infierno, esperando que de un momento a otro, en respuesta a sus súplicas, el cielo se abriera de cuajo y salieran de él ángeles, y los ángeles anunciaran con voz poderosa que aquella mujer no era una bruja, sino una piadosa sierva del Señor. En esto estaba -sus ojos dudando hacia dónde mirar, si hacia el cielo o el infierno- cuando recordó que su madre decía que era un grave pecado de soberbia pedirle al Señor que se manifestara. Tuvo que apretar los labios con fuerza para ahogar sus súplicas y, con el corazón en un puño, temerosa y a la vez esperanzada, alzó por última vez la vista para mirar el cielo: ni un rasguño que mancillara el azul impoluto, sólo alguna nubecilla aislada pastando con parsimoniosa mansedumbre.

Completamente desvalida, traspasada de miedo y odio, se arrebujó en la oquedad que instintivamente había ido abriendo en el heno y se quedó dormida. Y soñó que las nubecillas del cielo daban a luz miles de nubecillas y que estas nubecillas nacían preñadas y que éstas parían otras tantas nubecillas y que, luego de cubrir el cielo todo, las nubecillas se convertían en nubarrones y que el día era noche y que Dios lanzaba todos sus meteoros sobre aquellos impíos y que se desataba una tormenta como nunca había habido antes y que arreciaba la lluvia y que un viento huracanado hacía volar todo por los aires y que el trueno y el relámpago eran la voz y la luz de Dios... Mientras soñaba, sus ojos quisieron ser tormenta y lloraron todo cuanto tenían reservado para una larga vida, y su sangre, viendo que los ojos se secaban por apagar aquel fuego, pidió a su cuerpo que la dejara fluir hasta que no quedara una sola gota. Así, cuando despertó, la niña creyó que el sueño no había sido sueño, pues sus lágrimas se habían mezclado con su sangre empapando completamente el lecho. No supo lo que realmente había pasado hasta que reunió el valor para asomar la cabecita por encima de la carga de heno. Bastó con que buscara el origen de los hilillos de humo que ascendían dibujando filigranas en el aire para que el horror de lo que había sucedido la golpeara con todas sus fuerzas y le arrancara del pecho la palabra que la ahogaba: "¡Mamáaa...!"

El instinto de supervivencia, débil hasta el día en que su madre la llevó al bosque, contrarrestó el lacerante dolor y, agarrándola con fuerza por pies y manos, la obligó a agazaparse antes de que le diera tiempo siquiera a tener un pensamiento. Estos los tuvo después, atropellados y a cual más terrorífico. Encogida sobre sí, aterido el cuerpo por el frío intenso que le producía el miedo, volvió a ver el rostro familiar de la mujer con que había cruzado una mirada. Estaba allí mismo; ahora sí que sentía su presencia: apoyada en el carro, respirando con dificultad. Había denunciado a su madre y ahora la delataría a ella. Quiso levantarse, saltar sobre ella, sacarle los ojos, echarle mil maldiciones, pero el miedo que la tenía paralizada no era de los que sueltan fácilmente una presa, de suerte que no consiguió sino sumar una nueva humillación a la derrota; se le soltó el vientre y se le abrieron las entrañas, convirtiendo el lecho de paja en una cloaca cuya pestilencia rivalizaba con el hedor de los vómitos de los borrachos y los efluvios mefíticos de la carne humana abrasada. No podía quitarse de la cabeza lo que el puñado de campesinos que había visto en la plaza podrían llegar a hacerle si descubrieran su presencia; peor aún que la hoguera. Había oído historias. Su mente infantil, a punto ya de saltar en mil pedazos, se lanzó a forjar lo que habría de ser la definitiva oleada de terror.

Los hombres, que ya no eran hombres, aullaban enloquecidos a su alrededor. Unos pocos, a quienes los otros parecían tener miedo, habían hincado las rodillas en el heno, entre la mierda y la sangre, y le llenaban el cuerpecito desnudo de regueros de babas. A los más débiles, o a los más borrachos, los oía luchar entre ellos por encaramarse a alguna de las paredes. Uno que tenía los ojos en blanco y que babeaba más que los otros y que se había bajado los pantalones hasta los tobillos trastabilló y se cayó desde lo alto del carro, rompiéndose al parecer el cuello. La niña aprovechó el desconcierto para abrir los ojos y buscar a su mamá entre las estrellas del cielo. No le dio tiempo a encontrarla; pronto tuvo otra vez ante sí las fauces podridas de las bestias que la rodeaban. Aquello las había enfurecido. Cerró los ojos y, de repente, cuando ya sentía cómo se abalanzaban sobre ella, una voz salida de ninguna parte la arrancó de aquella angustiosa pesadilla. "Niña," dijo la voz, "no temas, nadie va a hacerte más daño." Al principio, pensó que había muerto y que era un ángel quien le hablaba; después, con un estremecimiento, se acordó de la mujer que la había delatado. "Lo siento, pequeña," siguió la mujer con una voz que de temblorosa se convirtió en abierto sollozo, "la vida ajena vale menos que la propia." La mujer, luego, lanzó una bolsa de monedas, que fue a caer tintineando junto a su cabecita, y desapareció de su vida para siempre. Entonces, como ahora, quiso llorar y los ojos también le dolieron como si unas manos invisibles se los estuvieran estrujando.

Dos lágrimas diminutas, dos ínfimas gotitas de rocío, asomaron despacio y se le quedaron allí prendidas, como dos luceros, hasta que se dio cuenta de que algo marchaba mal, es decir durante el tiempo que dura un parpadeo. Y se olvidó de la niña que había sido y hasta de ella misma. En el rostro abotargado de la dama asomaba todavía un rictus de dolor que debiera haber desaparecido tras el parto; aquello era un mal presagio: si, como temía, la niña le había desgarrado el vientre, el dolor y el cansancio la matarían en pocas horas, las que tardase en perder todos los fluidos corporales. Poco podía hacerse en casos así, aparte, naturalmente, de taponar la salida con un emplasto de harina de linaza mezclada con hierbas medicinales, de rezar una oración a Santa Gema y de esperar a que uno u otro remedio, o incluso la combinación de ambos, surtiera efecto, por este riguroso orden. Vio desfilar y esfumarse ante sí la marmita que humeaba en la cocina y el haz de leña que uno de los criados le había preparado y la moneda de plata con que esperaba que el señor recompensara sus desvelos. Los nobles, normalmente generosos cuando las cosas iban bien, se volvían terriblemente violentos y avaros al menor percance. Por suerte, además de todo lo necesario, llevaba siempre consigo una astilla de la cruz donde Nuestro Señor había sido crucificado. Sentir el lujoso relicario sobre la piel, debajo de varias capas de tela basta, le infundió nuevas esperanzas, las cuales se materializaron en un pensamiento de tan breve existencia que ni tiempo le dio a percatarse de que lo había pensado; no podía haberla salvado de la tortura y de la hoguera para dejarla morir ahora de hambre y de frío.

Instintivamente, sacó un mortero grande de una bolsa que llevaba colgada en bandolera y se puso a preparar la mezcla, ora machacando esto, ora añadiendo agua tibia de un caldero, ora espolvoreando aquello. Para cuando hubo terminado, un aluvión de nuevos recuerdos, algunos extremadamente gratos, como el viaje a Tierra Santa en que había acompañado a su esposo, un judío converso con quien se ensañaría luego la Inquisición, le habían anegado la mente de tal modo que no había espacio en ella para nada más, ni tan siquiera para el berrinche que la niña había cogido al palmearle el trasero. Aún así, el ensimismamiento no le impidió seguir con lo elaboración del mejunje salvador, ni afectó tampoco a la economía de movimientos que da la práctica prolongada de una disciplina. Ya casi había acabado de levantar el muro entre las piernas de la mujer cuando se le vino encima con gran aparatosidad y se encontró inopinadamente con otra criatura entre las manos, dentro del cuenco de madera que usaba a modo de mortero, flotando entre los restos de lo que parecía un naufragio. Por un momento, antes de que el susto barriera las últimas brumas que le nublaban el entendimiento, pensó que la primera niña, que ahora lloriqueaba si cabe con más fuerza, se le había vuelto a meter en un descuido dentro del cuerpo de la madre.
Con ésta fueron necesarias varias palmaditas, alguna de ellas en la espalda, para que el dolor que uno siente al nacer le saliera todo para afuera. Al oírla por primera vez, su hermanita pareció enmudecer un momento, para lanzarse enseguida a reclamar su sitio en el mundo con nuevos bríos, como temiendo que la recién llegada pretendiera arrebatárselo; y ésta tampoco le iba a la zaga, sobre todo después de que la partera la sumergiera en el barreño para limpiarla. Y para cuando el eco de la llantina, que había ido pasando poco a poco de una estancia a otra, resonó en toda la mansión, la madre había recuperado parcialmente la belleza y la compostura habituales en ella; el resuello, no tanto.

Aliviada por el milagroso desenlace, la anciana se llevó una mano al pecho, a la altura del relicario -la otra la tenía ocupada sujetando al bebé por los pies, justo encima del caldero de agua, como escurriéndolo- y elevó al cielo una apresurada plegaria de agradecimiento. Después, confiada totalmente del poder y magnanimidad del Señor, se saltó el rutinario trámite de la inspección ocular y la posó junto a la otra, como para que fueran acostumbrándose a las estrecheces a que lleva la rivalidad. Al verlas pegadas por el costado, no pudo por menos de admirarse de lo igualitas que eran y preguntarse si también lo serían sus vidas. Aún no había advertido la mancha negruzca que le cubría la rodillita. Cuando por fin cayó en la cuenta -al principio la había tomado por la sombra de un pliegue de su faldón-, el sobresalto fue mayúsculo; el respingo, tan brusco y violento que a punto estuvo de caerse de espaldas contra el suelo. Miró a la condesa y vio que dormía plácidamente, ajena a la desgracia que por salvarla a ella ahora se cernía sobre todos ellos. "Entiendo, Señor," dijo para sí. "La hija a cambio de la madre." Tuvo una revelación: el Señor, complacido de la abnegación de su sierva y apiadado de las dudas que le habían remordido la conciencia hasta más allá de lo que podía recordar, había realizado aquel prodigio para que supiera, ahora que la hora definitiva estaba próxima, que había obrado con rectitud. La perspectiva de la hoguera no la hubiera espoleado tanto como la certeza que ahora tenía de que Dios mismo había guiado siempre su brazo.

Agarró a la pequeña por los pies y, suspendiéndola sobre el barreño de agua donde la había lavado, empezó a recitar las palabras rituales: "La sierva de Dios, María -siempre utilizaba los mismos nombres: María para las niñas y Jesús para los niños-, es bautizada en el nombre...". Y mientras invocaba a cada persona de la Santísima Trinidad, la sumergía en el agua y la sacaba de ella, con tanto fervor que no reparó en que la condesa se había despertado cuando iba por el "Hijo", probablemente a causa de los alaridos que daba la pequeña cada vez que salía del agua. Medio adormilada todavía, la condesa no supo lo que estaba sucediendo hasta que no vio que la anciana -después de un beso en la cabecita y un "lo siento, pequeña"- la metía en el caldero una cuarta vez y no la sacaba. Intentó levantarse para detenerla y cayó al suelo, donde, sacando fuerzas de flaquezas, se puso a llamar al conde a voz en grito.

Sin soltar al bebé, la partera, que sabía que el conde había salido de caza y que los criados no se atreverían a entrar en la alcoba de su señora en momentos así, trató de calmarla hablándole con suavidad y explicándole lo sucedido. La impresión había sido muy fuerte y le costaría más que de costumbre, pero no perdió la calma: su experiencia le decía que todas, nobles y plebeyas, acababan finalmente aviniéndose a razones. Y así probablemente habría sido también en esta ocasión si el conde, siguiendo las costumbres de la época, no hubiera abandonado la partida de caza precipitadamente al saber, por boca de un mozo de cuadras enviado por su esposa, que los dolores del parto habían comenzado. Pero es que, además, quiso el destino que llegara en el momento justo en que su esposa lo llamaba y que él la oyera y que supiera descifrar el sentido verdadero que se escondía tras la acuciante llamada: "¡¡Adolfo!!" Una jauría de lobos no le hubiera espoleado tanto; en un santiamén subió las escaleras e irrumpió en la alcoba, cuya puerta hubo de derribar con la ayuda de los criados que se arremolinaban delante. Se plantó luego en medio de la sala, con la espada desenfundada y mirando en derredor suyo, bastante confuso por el silencio sepulcral que de repente se hizo, sólo roto esporádicamente por el bisbiseo con que la partera se encomendaba al Señor. Vio a la esposa tendida en el suelo, con el rostro desencajado, gritándole palabras que no acaban de salirle de la garganta; vio también a la partera, con las manos cruzadas sobre el pecho, hablando para sí sin apenas despegar los labios; vio, entre las piernas de la vieja, un bebé que parecía la viva imagen de su esposa; vio el barreño en que los criados le traían el agua para asearse; vio que estaba lleno; vio un cuerpecito azulado flotando... Se fue hacia ella y le hundió la espada en el corazón: "¡Muere... Bruja!"


.- publicado en la revista "La voz de la cometa. Tu voz en Internet"

37.-La partera. Pablo A. Bugallo(139)

La réplica de los best-sellers de sopa de ajo a que nos tienen acostumbrados las editoriales

Los ojos, cerrados casi del todo por el peso del tiempo, lo escrutaron con presteza y profesionalidad en busca de deformidades. El llanto claro y estridente era un buen presagio, pero siempre convenía cerciorarse: más comadres habían muerto en la hoguera, por brujas y hechiceras, que por cualquier otra causa, incluidas las plagas que regularmente diezmaban las poblaciones de los reinos de Europa.


La vieja partera luego posó a la criatura en el suelo, entre sus piernas, sobre un lecho de paja seca cubierto con su mejor paño, tres codos de un tejido suave como el melocotón en cuyo rojo carmesí parecía ahora flotar el cuerpecito indefenso. Se lo quedó mirando como quien ve una aparición. Durante unos segundos, aquel llanto impregnado de rojo, el color de la sangre, le desgarró el alma en mil jirones. Los ojos, antaño manantiales generosos, le dolían como si unas manos invisibles se los estuvieran estrujando.


Le asaltaron la memoria, mezclados con un torbellino de recuerdos atropellados, otros gritos mucho más desgarradores: el que profirió su madre instantes antes de morir asfixiada, cuando las llamas empezaron a lamerle los pies con sus obscenas lenguas de fuego, y el llanto inconsolable del pequeñín de la enorme mancha en la frente que sostenía entre los brazos, cruzados y atados a la espalda. La chiquilla que entonces era lo había presenciado todo desde lejos, encaramada en lo alto de un carro de heno que algún labriego había abandonado para asistir a la ejecución. La ramera que la había acusado, la más conspicua pecadora cuyo parto ella y su madre habían asistido, encabezaba aquella manifestación de odio y miedo, en primera fila, ora escupiendo ora vociferendo, sin freno, como una verdadera posesa, azuzando a la muchedumbre enloquecida, convertida ella misma en llama purificadora; la turba, en inmensa hoguera donde ardían su madre y el pequeño diablo.

La curiosidad que la había impulsado a dejar la seguridad del bosque cercano, de donde no debía salir hasta que su madre fuera a por ella, había ido dando paso, poco a poco, a medida que iban caldeándose más y más los ánimos, al miedo más cerval, ese miedo que en situaciones extremas o bien te deja paralizado o bien te abre los ojos. La primera reacción de la niña fue ponerse a desgranar cuanta letanía su madre le había enseñado, implorando al cielo que apagara aquel infierno, esperando que de un momento a otro, en respuesta a sus súplicas, el cielo se abriera de cuajo y salieran de él ángeles, y los ángeles anunciaran con voz poderosa que aquella mujer no era una bruja, sino una piadosa sierva del Señor. En esto estaba -sus ojos dudando hacia dónde mirar, si hacia el cielo o el infierno- cuando recordó que su madre decía que era un grave pecado de soberbia pedirle al Señor que se manifestara. Tuvo que apretar los labios con fuerza para ahogar sus súplicas y, con el corazón en un puño, temerosa y a la vez esperanzada, alzó por última vez la vista para mirar el cielo: ni un rasguño que mancillara el azul impoluto, sólo alguna nubecilla aislada pastando con parsimoniosa mansedumbre.

Completamente desvalida, traspasada de miedo y odio, se arrebujó en la oquedad que instintivamente había ido abriendo en el heno y se quedó dormida. Y soñó que las nubecillas del cielo daban a luz miles de nubecillas y que estas nubecillas nacían preñadas y que éstas parían otras tantas nubecillas y que, luego de cubrir el cielo todo, las nubecillas se convertían en nubarrones y que el día era noche y que Dios lanzaba todos sus meteoros sobre aquellos impíos y que se desataba una tormenta como nunca había habido antes y que arreciaba la lluvia y que un viento huracanado hacía volar todo por los aires y que el trueno y el relámpago eran la voz y la luz de Dios... Mientras soñaba, sus ojos quisieron ser tormenta y lloraron todo cuanto tenían reservado para una larga vida, y su sangre, viendo que los ojos se secaban por apagar aquel fuego, pidió a su cuerpo que la dejara fluir hasta que no quedara una sola gota. Así, cuando despertó, la niña creyó que el sueño no había sido sueño, pues sus lágrimas se habían mezclado con su sangre empapando completamente el lecho. No supo lo que realmente había pasado hasta que reunió el valor para asomar la cabecita por encima de la carga de heno. Bastó con que buscara el origen de los hilillos de humo que ascendían dibujando filigranas en el aire para que el horror de lo que había sucedido la golpeara con todas sus fuerzas y le arrancara del pecho la palabra que la ahogaba: "¡Mamáaa...!"

El instinto de supervivencia, débil hasta el día en que su madre la llevó al bosque, contrarrestó el lacerante dolor y, agarrándola con fuerza por pies y manos, la obligó a agazaparse antes de que le diera tiempo siquiera a tener un pensamiento. Estos los tuvo después, atropellados y a cual más terrorífico. Encogida sobre sí, aterido el cuerpo por el frío intenso que le producía el miedo, volvió a ver el rostro familiar de la mujer con que había cruzado una mirada. Estaba allí mismo; ahora sí que sentía su presencia: apoyada en el carro, respirando con dificultad. Había denunciado a su madre y ahora la delataría a ella. Quiso levantarse, saltar sobre ella, sacarle los ojos, echarle mil maldiciones, pero el miedo que la tenía paralizada no era de los que sueltan fácilmente una presa, de suerte que no consiguió sino sumar una nueva humillación a la derrota; se le soltó el vientre y se le abrieron las entrañas, convirtiendo el lecho de paja en una cloaca cuya pestilencia rivalizaba con el hedor de los vómitos de los borrachos y los efluvios mefíticos de la carne humana abrasada. No podía quitarse de la cabeza lo que el puñado de campesinos que había visto en la plaza podrían llegar a hacerle si descubrieran su presencia; peor aún que la hoguera. Había oído historias. Su mente infantil, a punto ya de saltar en mil pedazos, se lanzó a forjar lo que habría de ser la definitiva oleada de terror.

Los hombres, que ya no eran hombres, aullaban enloquecidos a su alrededor. Unos pocos, a quienes los otros parecían tener miedo, habían hincado las rodillas en el heno, entre la mierda y la sangre, y le llenaban el cuerpecito desnudo de regueros de babas. A los más débiles, o a los más borrachos, los oía luchar entre ellos por encaramarse a alguna de las paredes. Uno que tenía los ojos en blanco y que babeaba más que los otros y que se había bajado los pantalones hasta los tobillos trastabilló y se cayó desde lo alto del carro, rompiéndose al parecer el cuello. La niña aprovechó el desconcierto para abrir los ojos y buscar a su mamá entre las estrellas del cielo. No le dio tiempo a encontrarla; pronto tuvo otra vez ante sí las fauces podridas de las bestias que la rodeaban. Aquello las había enfurecido. Cerró los ojos y, de repente, cuando ya sentía cómo se abalanzaban sobre ella, una voz salida de ninguna parte la arrancó de aquella angustiosa pesadilla. "Niña," dijo la voz, "no temas, nadie va a hacerte más daño." Al principio, pensó que había muerto y que era un ángel quien le hablaba; después, con un estremecimiento, se acordó de la mujer que la había delatado. "Lo siento, pequeña," siguió la mujer con una voz que de temblorosa se convirtió en abierto sollozo, "la vida ajena vale menos que la propia." La mujer, luego, lanzó una bolsa de monedas, que fue a caer tintineando junto a su cabecita, y desapareció de su vida para siempre. Entonces, como ahora, quiso llorar y los ojos también le dolieron como si unas manos invisibles se los estuvieran estrujando.

Dos lágrimas diminutas, dos ínfimas gotitas de rocío, asomaron despacio y se le quedaron allí prendidas, como dos luceros, hasta que se dio cuenta de que algo marchaba mal, es decir durante el tiempo que dura un parpadeo. Y se olvidó de la niña que había sido y hasta de ella misma. En el rostro abotargado de la dama asomaba todavía un rictus de dolor que debiera haber desaparecido tras el parto; aquello era un mal presagio: si, como temía, la niña le había desgarrado el vientre, el dolor y el cansancio la matarían en pocas horas, las que tardase en perder todos los fluidos corporales. Poco podía hacerse en casos así, aparte, naturalmente, de taponar la salida con un emplasto de harina de linaza mezclada con hierbas medicinales, de rezar una oración a Santa Gema y de esperar a que uno u otro remedio, o incluso la combinación de ambos, surtiera efecto, por este riguroso orden. Vio desfilar y esfumarse ante sí la marmita que humeaba en la cocina y el haz de leña que uno de los criados le había preparado y la moneda de plata con que esperaba que el señor recompensara sus desvelos. Los nobles, normalmente generosos cuando las cosas iban bien, se volvían terriblemente violentos y avaros al menor percance. Por suerte, además de todo lo necesario, llevaba siempre consigo una astilla de la cruz donde Nuestro Señor había sido crucificado. Sentir el lujoso relicario sobre la piel, debajo de varias capas de tela basta, le infundió nuevas esperanzas, las cuales se materializaron en un pensamiento de tan breve existencia que ni tiempo le dio a percatarse de que lo había pensado; no podía haberla salvado de la tortura y de la hoguera para dejarla morir ahora de hambre y de frío.

Instintivamente, sacó un mortero grande de una bolsa que llevaba colgada en bandolera y se puso a preparar la mezcla, ora machacando esto, ora añadiendo agua tibia de un caldero, ora espolvoreando aquello. Para cuando hubo terminado, un aluvión de nuevos recuerdos, algunos extremadamente gratos, como el viaje a Tierra Santa en que había acompañado a su esposo, un judío converso con quien se ensañaría luego la Inquisición, le habían anegado la mente de tal modo que no había espacio en ella para nada más, ni tan siquiera para el berrinche que la niña había cogido al palmearle el trasero. Aún así, el ensimismamiento no le impidió seguir con lo elaboración del mejunje salvador, ni afectó tampoco a la economía de movimientos que da la práctica prolongada de una disciplina. Ya casi había acabado de levantar el muro entre las piernas de la mujer cuando se le vino encima con gran aparatosidad y se encontró inopinadamente con otra criatura entre las manos, dentro del cuenco de madera que usaba a modo de mortero, flotando entre los restos de lo que parecía un naufragio. Por un momento, antes de que el susto barriera las últimas brumas que le nublaban el entendimiento, pensó que la primera niña, que ahora lloriqueaba si cabe con más fuerza, se le había vuelto a meter en un descuido dentro del cuerpo de la madre.
Con ésta fueron necesarias varias palmaditas, alguna de ellas en la espalda, para que el dolor que uno siente al nacer le saliera todo para afuera. Al oírla por primera vez, su hermanita pareció enmudecer un momento, para lanzarse enseguida a reclamar su sitio en el mundo con nuevos bríos, como temiendo que la recién llegada pretendiera arrebatárselo; y ésta tampoco le iba a la zaga, sobre todo después de que la partera la sumergiera en el barreño para limpiarla. Y para cuando el eco de la llantina, que había ido pasando poco a poco de una estancia a otra, resonó en toda la mansión, la madre había recuperado parcialmente la belleza y la compostura habituales en ella; el resuello, no tanto.

Aliviada por el milagroso desenlace, la anciana se llevó una mano al pecho, a la altura del relicario -la otra la tenía ocupada sujetando al bebé por los pies, justo encima del caldero de agua, como escurriéndolo- y elevó al cielo una apresurada plegaria de agradecimiento. Después, confiada totalmente del poder y magnanimidad del Señor, se saltó el rutinario trámite de la inspección ocular y la posó junto a la otra, como para que fueran acostumbrándose a las estrecheces a que lleva la rivalidad. Al verlas pegadas por el costado, no pudo por menos de admirarse de lo igualitas que eran y preguntarse si también lo serían sus vidas. Aún no había advertido la mancha negruzca que le cubría la rodillita. Cuando por fin cayó en la cuenta -al principio la había tomado por la sombra de un pliegue de su faldón-, el sobresalto fue mayúsculo; el respingo, tan brusco y violento que a punto estuvo de caerse de espaldas contra el suelo. Miró a la condesa y vio que dormía plácidamente, ajena a la desgracia que por salvarla a ella ahora se cernía sobre todos ellos. "Entiendo, Señor," dijo para sí. "La hija a cambio de la madre." Tuvo una revelación: el Señor, complacido de la abnegación de su sierva y apiadado de las dudas que le habían remordido la conciencia hasta más allá de lo que podía recordar, había realizado aquel prodigio para que supiera, ahora que la hora definitiva estaba próxima, que había obrado con rectitud. La perspectiva de la hoguera no la hubiera espoleado tanto como la certeza que ahora tenía de que Dios mismo había guiado siempre su brazo.

Agarró a la pequeña por los pies y, suspendiéndola sobre el barreño de agua donde la había lavado, empezó a recitar las palabras rituales: "La sierva de Dios, María -siempre utilizaba los mismos nombres: María para las niñas y Jesús para los niños-, es bautizada en el nombre...". Y mientras invocaba a cada persona de la Santísima Trinidad, la sumergía en el agua y la sacaba de ella, con tanto fervor que no reparó en que la condesa se había despertado cuando iba por el "Hijo", probablemente a causa de los alaridos que daba la pequeña cada vez que salía del agua. Medio adormilada todavía, la condesa no supo lo que estaba sucediendo hasta que no vio que la anciana -después de un beso en la cabecita y un "lo siento, pequeña"- la metía en el caldero una cuarta vez y no la sacaba. Intentó levantarse para detenerla y cayó al suelo, donde, sacando fuerzas de flaquezas, se puso a llamar al conde a voz en grito.

Sin soltar al bebé, la partera, que sabía que el conde había salido de caza y que los criados no se atreverían a entrar en la alcoba de su señora en momentos así, trató de calmarla hablándole con suavidad y explicándole lo sucedido. La impresión había sido muy fuerte y le costaría más que de costumbre, pero no perdió la calma: su experiencia le decía que todas, nobles y plebeyas, acababan finalmente aviniéndose a razones. Y así probablemente habría sido también en esta ocasión si el conde, siguiendo las costumbres de la época, no hubiera abandonado la partida de caza precipitadamente al saber, por boca de un mozo de cuadras enviado por su esposa, que los dolores del parto habían comenzado. Pero es que, además, quiso el destino que llegara en el momento justo en que su esposa lo llamaba y que él la oyera y que supiera descifrar el sentido verdadero que se escondía tras la acuciante llamada: "¡¡Adolfo!!" Una jauría de lobos no le hubiera espoleado tanto; en un santiamén subió las escaleras e irrumpió en la alcoba, cuya puerta hubo de derribar con la ayuda de los criados que se arremolinaban delante. Se plantó luego en medio de la sala, con la espada desenfundada y mirando en derredor suyo, bastante confuso por el silencio sepulcral que de repente se hizo, sólo roto esporádicamente por el bisbiseo con que la partera se encomendaba al Señor. Vio a la esposa tendida en el suelo, con el rostro desencajado, gritándole palabras que no acaban de salirle de la garganta; vio también a la partera, con las manos cruzadas sobre el pecho, hablando para sí sin apenas despegar los labios; vio, entre las piernas de la vieja, un bebé que parecía la viva imagen de su esposa; vio el barreño en que los criados le traían el agua para asearse; vio que estaba lleno; vio un cuerpecito azulado flotando... Se fue hacia ella y le hundió la espada en el corazón: "¡Muere... Bruja!"


.- publicado en la revista "La voz de la cometa. Tu voz en Internet"