Antonio Guerrero: "Jugando a la cometa"


"La niña jugaba con la cometa, allí junto al bosque, en aquella pequeña colina, un hilo de cáñamo unía la mano a ese cruce de pequeñas maderas y tela que era la cometa, o pandorga, así la llamaban en otros lugares de Andalucía, larga cola verde, de serpiente o más bien culebra que juega con el aire. Las lavanderas pasaban por el camino al pie de la colina y se internaban entre los álamos, con sus canastas de mimbre en los costados, en los cuadriles como ellas solían decir. Las ropas golpearían las piedras entre las que discurría el Nacimiento, aguas frías que enrojecen las manos, aguas que irían quitando manchas de tierra, sudores del trabajo diario con la azada y con el arado. La cometa, dirigían sus alcahuetes ojos hacía el bosque. Maribel había pintado dos ojos y una boca sobre la tela blanca con unos tizones.

Por entre los troncos de los árboles se colaba el canto de Pilar, que restriega que restriega, cantaba, "Cuando anochece en el mar soñando que eres la roca y yo no veo tu boca para poderla besar que miedo sienten las olas más miedo paso yo sola cuando a mi lado no estás.

Y esa luna marinera

lo solita que ya está

vigilando a las estrellas

a la barca y a la vela

y a los hombres en el mar"

Canta Pilar y las demás disminuyen su trajín, hasta la cometa se vuelve algo sosegada, hasta el aire, vamos a escuchá que diría alguien, solo el agua actúa acompañando a la voz....."

El cante de Pilar le llegaba acompañado del rumor del arroyo. Aquel arroyo al que pomposamente le llamaba todo el mundo "el río". Cantaba poniéndole toda la voz, como sólo se canta en el campo y en los espacios abiertos, copiando el estilo que tantas veces había oído en las cuadrillas de segadores.

La algarabía y las bromas de las comadres que chapoteaban enjuagando la ropa, se fueron reduciendo hasta llegar a un respetuoso silencio que permitiera escuchar la canción. A Carmela, cuando le llegó la estrofa "y yo no veo tu boca... para poderla besar" le entró un escalofrío que le bajó por la espalda, mientras un rubor pintaba sus mejillas de rojo. Tenía aún palpitando en sus labios los besos que había depositado él tiernamente la noche anterior, y le parecía que podían notarlo como si lo llevara escrito en la frente.

Carmela, con sus diecisiete años recién estrenados, tenía que ocultar que bebía los vientos aquel muchacho de cara triste y profundos ojos negros que apodaban "el cubano" porque había regresado hacía unos años de luchar en la Guerra de Cuba. Aquel último encuentro a través de la reja en la noche anterior, había despertado en ella un volcán que había hecho que su corazón se le subiera casi a la boca. Cuando ya estaba loca de besos había notado como las manos de "el cubano" habían ido subiendo el refajo hasta tocar sus muslos desnudos...

Revista n1, año I Agosto 2000 (pág.9-10)